David Copperfield

LX Agnes

LX

Cuando nos quedamos a solas, mi tía y yo seguimos conversando hasta muy avanzada la noche. Hablamos de las cartas de los emigrantes, que siempre eran alegres y esperanzadoras; del señor Micawber, que había enviado pequeñas sumas de dinero, a cuenta de aquellas «deudas pecuniarias» que con tanta seriedad había negociado «de hombre a hombre»; de Janet, que había vuelto a entrar al servicio de mi tía cuando ésta regresó a Dover, y que posteriormente había puesto punto final a su renuncia a los hombres, contrayendo matrimonio con un próspero tabernero; y de mi tía, que finalmente había condenado para siempre ese gran principio, apoyando y ayudando a la novia y coronando con su presencia la ceremonia; todos ellos eran asuntos con los que yo estaba más o menos familiarizado, gracias a sus cartas. Como era de esperar, no nos olvidamos del señor Dick. Mi tía me dijo que pasaba el tiempo copiando cuanto caía en sus manos, tarea ficticia que le permitía mantener al rey Carlos I a respetuosa distancia; y que una de las grandes alegrías y recompensas de su vida era ver al señor Dick dichoso y libre, en lugar de languideciendo en un aburrido encierro; y que ella era la única que sabía cuánto valía su amigo (como si ésta fuera una conclusión nueva).

–¿Y cuándo piensas ir a Canterbury, Trot? –me preguntó, dándome unos golpecitos en el dorso de la mano mientras charlábamos, como en los viejos tiempos, junto a la chimenea.

–Tengo intención de alquilar un caballo y acercarme mañana por la mañana, tía; a no ser que quiera usted venir conmigo.

–¡No! –contestó ella, con su brusquedad habitual–. Me quedaré donde estoy.

Le dije entonces que iría a caballo. Y que habría sido incapaz de pasar por Canterbury sin detenerme si no hubiera estado tan impaciente por verla.

Me escuchó complacida, pero repuso:

–¡Vamos, Trot! ¡Mis viejos huesos habrían aguantado hasta mañana! –y volvió a acariciarme la mano mientras yo contemplaba pensativo el fuego.

Sí, pensativo; pues no podía estar allí de nuevo, tan cerca de Agnes, sin que renacieran en mí aquellos sentimientos que tanto tiempo me habían atormentado. Tal vez se hubieran suavizado, y me hubiesen enseñado lo que yo no había sabido aprender cuanto tenía aún toda la vida por delante, pero seguían siendo dolorosos. «¡Ay, Trot!–creí oírle decir otra vez a mi tía–. ¡Estás ciego, ciego, ciego!» Pero ahora comprendía sus palabras.

Guardamos silencio durante algunos minutos. Cuando levanté la mirada, vi que me observaba atentamente. Es posible que hubiera adivinado el hilo de mis pensamientos; pues yo tenía la impresión de que ahora eran muy fáciles de seguir, después de su obstinación de antaño.

–Encontrarás a su padre convertido en un anciano de pelo blanco –señaló mi tía–, pero está mucho mejor en todos los sentidos. Se ha recuperado por completo. Ya no lo verás medir con su pequeña y mísera regla todos los intereses, las alegrías y las penas humanas. Créeme, hijo mío, esas cosas hay que reducirlas mucho para poder medirlas de modo.

–Tiene razón, tía –respondí.

–En cuanto a ella –prosiguió mi tía–, la encontrarás tan bondadosa, bella, sensata y generosa como siempre. Y si conociera elogios mayores, Trot, no dudaría en dedicárselos.

No había elogios mayores para ella; ni reproches peores para mí. ¡Cómo podía haber perdido el norte de ese modo!

–Si enseña a sus alumnas a ser como ella –dijo mi tía, con tanto fervor que incluso se le llenaron los ojos de lágrimas–, ¡bien sabe Dios que habrá empleado bien su vida! Será útil y muy feliz, como nos dijo aquel día. ¿Y cómo iba a ser de otro modo?

–¿Tiene Agnes algún…? –era como, si en vez de hablar, pensara en voz alta.

–¿Y bien? ¿Algún qué? –preguntó mi tía, con brusquedad.

–Algún pretendiente –contesté.

–¡A montones! –exclamó ella, con una especie de orgullo indignado–. ¡Habría podido casarse veinte veces, querido, desde que te marchaste!

–Sin duda –respondí–. Sin duda. Pero ¿tiene algún pretendiente digno de ella? Agnes no podría amarlo si no fuera así.

Mi tía se quedó pensativa unos instantes, con la barbilla apoyada en la mano. Después, levantando muy despacio sus ojos hacia mí, dijo:

–Sospecho que está enamorada de alguien, Trot.

–¿Y éste le corresponde? –quise saber.

–No lo sé, Trot –replicó mi tía, gravemente–. No tengo ningún derecho a hablar de esto. Ella jamás me lo ha confesado, no es más que una sospecha mía.

Me contempló con tanta atención e inquietud (incluso la vi temblar) que tuve, más que nunca, la sensación de que había leído mis últimos pensamientos. Dirigí un llamamiento a todas las resoluciones que había tomado a lo largo de tantos días y de tantas noches, y con tanta zozobra en el corazón.

–Si fuera así… –empecé a decir–, y espero que lo sea…

–Yo no sé nada –me interrumpió mi tía–. No debes dejarte guiar por mis sospechas. Tienes que guardarlas en secreto. Tal vez sean infundadas. No tengo ningún derecho a hablar.

–Si fuera así –repetí–, Agnes me lo contará cuando crea llegado el momento. Una hermana a la que he confiado tantas cosas, tía, no dudará en confiar en mí.

Con la misma lentitud con que había levantado sus ojos hacia mí, mi tía apartó su mirada. Pensativa, se tapó el rostro con una mano. Luego puso la otra encima de mi hombro; y nos quedamos así, recordando el pasado, sin decir una palabra más, hasta que decidimos acostarnos.

Salí a caballo, a primera hora de la mañana, hacia el lugar donde habían transcurrido mis años escolares. No puedo decir que la esperanza de obtener una victoria sobre mí mismo me hiciera muy feliz; ni siquiera por la perspectiva de volver a ver tan pronto a Agnes.

No tardé en recorrer aquel trayecto tan familiar, y llegué a sus tranquilas calles, donde cada piedra me hablaba de mi infancia. Me dirigí andando a la vieja casa, y me alejé de nuevo, demasiado emocionado para poder entrar. Regresé, y, al pasar por delante de la ventana salediza del cuarto circular donde acostumbraban a sentarse primero Uriah Heep y después el señor Micawber, vi que había una pequeña sala, en lugar de un despacho. Por lo demás, la vieja y apacible casa estaba tan limpia y ordenada como la primera vez que llegué. Pedí a la nueva doncella que dijera a la señorita Wickfield que deseaba presentarle sus respetos un caballero que venía de parte de un amigo actualmente en el extranjero; y me condujeron por la antigua y solemne escalera (advirtiéndome de que tuviera cuidado con aquellos peldaños que tan bien conocía) hasta la vieja sala donde nada había cambiado. Los libros que Agnes y yo habíamos leído juntos continuaban en sus estantes; y el pupitre donde había pasado tantas noches estudiando mis lecciones seguía en el mismo rincón. Los pequeños cambios que habían introducido de manera subrepticia los Heep habían desaparecido. Todo estaba como en los buenos viejos tiempos.

Me acerqué a una ventana y miré, al otro lado de la antigua calle, las casas que con tanta frecuencia había contemplado en las tardes lluviosas cuando me instalé allí; y recordé cómo me gustaba hacer conjeturas sobre las personas que se asomaban a sus ventanas, y cómo las seguía con la mirada mientras subían y bajaban las escaleras, e incluso en la calle, donde las mujeres andaban acompañadas del golpeteo de sus zuecos, y donde la lluvia caía sin cesar de través y salía en tromba del lejano canalón, inundando la calle. Y volvió a invadirme con toda su fuerza el sentimiento que experimentaba cuando veía a los vagabundos atravesar cojeando la ciudad, aquellos anocheceres de lluvia, con sus hatillos al hombro; y volví a oler, al igual que entonces, la tierra mojada, las hojas húmedas y las rosas silvestres, y a sentir sobre mí los mismos vientos que habían soplado en mi largo y fatigoso viaje.

El ruido de la pequeña puerta en la pared con paneles de madera me sobresaltó, y me di la vuelta. Sus hermosos y serenos ojos tropezaron con los míos. Ella se detuvo, y se llevó la mano al pecho; la cogí en mis brazos.

–¡Agnes! ¡Querida mía! He llegado demasiado de improviso.

–¡No, no! ¡Me siento tan dichosa de verte, Trotwood!

–Mi querida Agnes, ¡qué alegría tan grande verte de nuevo!

La estreché contra mi corazón y, durante unos instantes, permanecimos en silencio. Luego nos sentamos, el uno junto al otro; y su rostro angelical se volvió hacia mí con la expresión de bienvenida con la que había soñado, día y noche, todos aquellos años.

Era tan leal, tan hermosa, tan buena… y yo tenía tanto que agradecerle, y la quería tanto, que era incapaz de verbalizar lo que sentía. Intenté bendecirla, darle las gracias, decirle (como había hecho a menudo en mis cartas) cuán grande era la influencia que había ejercido sobre mí; pero todos mis esfuerzos resultaron vanos. Mi amor y mi alegría eran mudos.

Con su dulce serenidad, calmó mi agitación; me condujo hasta el momento de nuestra separación; me habló de Emily, a quien había visitado en secreto muchas veces; y mencionó con ternura la tumba de Dora. Con el instinto infalible de su noble corazón, hizo vibrar las cuerdas de mi memoria tan dulce y armoniosamente que ninguna de ellas se resintió; y pude escuchar su música lejana y triste sin retroceder ante nada de lo que ella evocaba. ¡Y cómo iba a hacerlo cuando, unida íntimamente a todo, se encontraba ella, tan querida para mí, el ángel bueno de mi vida!

–¿Y tú, Agnes? –dije al fin–. Háblame de ti. ¡Apenas me has contado nada de tu vida en todo este tiempo!

–¿Y qué iba a contarte? –contestó con su radiante sonrisa–. Papá está bien. Vivimos muy tranquilos, recuperamos nuestro viejo hogar, nuestras inquietudes se disiparon… y, sabiendo eso, querido Trotwood, ya lo sabes todo.

–¿Todo, Agnes? –inquirí.

Ella me miró, con una sombra de extrañeza en el rostro.

–¿No tienes nada más que contarme, hermana? –dije.

Sus mejillas, que habían palidecido, volvieron a encenderse para después palidecer de nuevo. Sonrió, aunque percibí en ella cierta tristeza, y movió negativamente la cabeza.

Yo había pretendido que ella me hablara del asunto al que mi tía había aludido; pues, por muy penoso que fuera para mí recibir esa confidencia, debía disciplinar mi corazón y cumplir mi deber hacia ella. Comprendí, sin embargo, que ella se sentía turbada y no insistí.

–¿Tienes mucho trabajo, Agnes?

–¿Con el colegio? –exclamó, mirándome otra vez con su calma luminosa.

–Sí. Es una tarea ardua, ¿verdad?

–Resulta tan amena –respondió– que llamarla así sería ingrato por mi parte.

–Nada bueno te parece difícil –dije.

Agnes enrojeció y palideció de nuevo; y, cuando bajó la cabeza, volví a advertir en ella su triste sonrisa.

–¿Te quedarás a ver a papá y pasarás el día con nosotros? –preguntó Agnes, alegremente–. Podrías dormir en tu antigua habitación. Siempre le damos ese nombre.

Me era imposible, pues había prometido regresar a casa de mi tía aquella misma noche; pero estaría encantado de pasar el día con ellos.

–Ahora estaré prisionera durante un rato –dijo Agnes–, pero aquí están los viejos libros, Trotwood, y la vieja música.

–Tampoco faltan las viejas flores –señalé, mirando a uno y otro lado–, o al menos unas iguales.

–En tu ausencia –respondió Agnes, sonriendo–, he querido conservarlo todo como cuando éramos niños. Creo que fueron unos años muy felices.

–¡Bien lo sabe Dios! –exclamé.

–Y todos los pequeños detalles que me han recordado a mi hermano –afirmó Agnes, mirándome alegremente con sus dulces ojos– han sido una grata compañía. Incluso éste –añadió, señalando el cestito repleto de llaves que seguía llevando en el costado– ¡parece tintinear una vieja melodía!

Sonrió de nuevo, y salió por la misma puerta por la que había entrado.

Yo debía guardar con celo religioso aquel cariño fraternal. Era lo único que me quedaba, y era un tesoro. Si algún día sacudía los cimientos sagrados de la confianza y del hábito sobre los que reposaba, lo perdería para siempre. Era algo que bajo ningún concepto podía olvidar. Cuanto más amara a Agnes, más debía recordar ese peligro.

Paseé por las calles; y, al ver de nuevo a mi viejo adversario el carnicero, que ahora era agente de policía y tenía su porra colgada en la tienda, me dirigí al lugar donde me había enfrentado con él; y empecé a pensar en la señorita Shepherd y en la mayor de las señoritas Larkins, y en todos los caprichos, simpatías y antipatías de aquellos tiempos. Agnes era lo único que parecía haber sobrevivido de ese pasado, y era una estrella cada vez más luminosa en mi firmamento.

Cuando regresé, el señor Wickfield había vuelto a casa. Tenía un huerto a dos millas de la ciudad, donde trabajaba casi todos los días. Lo encontré tal como mi tía me había descrito. Nos sentamos a comer con media docena de niñas; y el señor Wickfield parecía la sombra de su hermoso retrato en la pared.

La tranquilidad y el sosiego que siempre había asociado con aquel apacible lugar lo impregnaron de nuevo. Cuando terminó el almuerzo, como el señor Wickfield no tomaba vino y yo no quise beber nada, nos dirigimos al piso de arriba, donde Agnes y sus pequeñas discípulas cantaron, tocaron el piano e hicieron sus tareas. Después del té, las niñas se marcharon; y los tres nos quedamos hablando de los viejos tiempos.

–El papel que yo representé en ellos –dijo el señor Wickfield, moviendo su blanca cabeza– no puede sino llenarme de tristeza… de profunda tristeza y arrepentimiento, Trotwood, como bien sabes. Pero, aunque estuviera en mi mano, no borraría ese pasado.

No me cabía la menor duda, viendo el rostro que tenía al lado.

–Pues desaparecería con él –prosiguió– tanta paciencia y devoción, tanta lealtad y tanto amor filial, que no debo olvidarlo jamás, ni siquiera para olvidarme de mí mismo.

–Le comprendo, señor –dije con dulzura–. Siempre he sentido veneración por esos años.

–Pero nadie sabe, ni siquiera tú –continuó diciendo–, todo lo que ella ha hecho, todo lo que ha sufrido, todo lo que ha tenido que luchar. ¡Queridísima Agnes!

Ella había puesto la mano en el brazo de su padre para suplicarle que se callara, y su palidez era extrema.

–¡Bueno, bueno! –exclamó él con un suspiro, dejando de referirse, como entonces comprendí, a cierta adversidad que Agnes había sobrellevado, o tenía aún que sobrellevar, y que estaba relacionada con lo que me había contado mi tía–. Jamás te he hablado de su madre, Trotwood. ¿Lo ha hecho alguna otra persona?

–Nunca, señor.

–No hay mucho que decir… aunque fue muy doloroso. Ella se casó conmigo en contra de la voluntad de su padre, y él renegó de ella. Antes de que Agnes naciera, ella le suplicó que la perdonara. Pero era un hombre despiadado, y su madre hacía mucho que había muerto. La rechazó, y rompió su corazón.

Agnes se apoyó en el hombro de su padre y le rodeó el cuello con el brazo.

–Tenía un corazón dulce y cariñoso –señaló–, y él se lo rompió. Yo sabía muy bien cuán grande era su ternura. ¿Quién iba a saberlo mejor que yo? Me amaba, pero no era feliz. Se fue consumiendo de dolor, en silencio; y cuando su padre la rechazó por última vez, como había hecho no una sino muchas veces, languideció y abandonó este mundo. Me dejó a Agnes, que sólo tenía dos semanas; y el cabello entrecano con que me conociste.

Besó a Agnes en la mejilla.

–El amor que me inspiró mi hija era enfermizo, pero mi espíritu se hallaba muy alterado. Y ahora dejaré ese asunto, Trotwood. No quiero hablar de mí, sino de Agnes y de su madre. Si te doy alguna pista de lo que soy, o de lo que he sido, no tardarás en descubrirlo. No es necesario que te diga lo que es Agnes. En su carácter, he visto siempre reflejada la historia de su infortunada madre; y lo digo esta noche en que los tres volvemos a reunirnos después de tantas vicisitudes. Y eso es todo.

La cabeza inclinada del padre, y el rostro angelical y la devoción de la hija acentuaban el patetismo del relato. Si hubiera necesitado algo especial para recordar esa velada, lo habría encontrado en aquella escena.

Agnes no tardó en levantarse de la silla que ocupaba junto a su padre; se acercó suavemente al piano, y empezó a tocar las viejas melodías que tantas veces habíamos escuchado en aquella estancia.

–¿Tienes intención de volver a abandonar Inglaterra? –inquirió Agnes, cuando me vio a su lado.

–¿Qué opina mi hermana al respecto?

–Espero que no.

–Entonces no lo haré, Agnes.

–Ya que me lo preguntas, Trotwood, creo que no debes marcharte –añadió con dulzura–. Tu éxito y tu creciente fama te han proporcionado más medios para hacer el bien; y, aunque yo pudiese vivir sin mi hermano –exclamó con sus ojos fijos en mí–, es posible que nuestros tiempos no pudieran hacerlo.

–Lo que soy es obra tuya, Agnes. Deberías saberlo.

–¿Obra mía, Trotwood?

–¡Sí, mi querida Agnes! –exclamé, inclinándome sobre ella–. Esta mañana, intenté decirte algo que ha rondado mis pensamientos desde la muerte de Dora. ¿Te acuerdas de cuando entraste en la pequeña sala donde me encontraba… señalando el Cielo, Agnes?

–¡Oh, Trotwood! –respondió con los ojos llenos de lágrimas–. ¡Tan amorosa, tan inocente y tan joven! ¡Jamás podré olvidarlo!

–He pensado a menudo desde entonces, hermana mía, que siempre has sido para mí lo que fuiste en aquellos momentos. Siempre me has señalado el Cielo, Agnes; siempre me has guiado hacia algo mejor; siempre me has empujado hacia cosas más elevadas.

Ella se limitó a negarlo con la cabeza; y, en medio de sus lágrimas, percibí la misma sonrisa triste y serena.

–Y te estoy tan agradecido, Agnes, y me siento tan unido a ti, que no encuentro ninguna palabra para expresar el cariño que me inspiras. Quiero que sepas, aunque no sé cómo decírtelo, que siempre te admiraré y me dejaré guiar por ti, de igual modo que lo hiciste en medio de las tinieblas que ya pertenecen al pasado. Suceda lo que suceda, a pesar de los nuevos lazos que puedas crear y de los cambios que se obren en nuestras vidas, siempre acudiré a ti, y te amaré, como lo hago ahora y lo he hecho siempre. ¡Y hasta el día de mi muerte, queridísima hermana, te veré ante mí, señalándome el Cielo!

Agnes puso su mano en la mía, y me dijo que se sentía orgullosa de mí y de mis palabras, aunque estaba muy lejos de merecer semejantes elogios. Luego siguió tocando el piano dulcemente, pero sin apartar sus ojos de mí.

–¿Sabes, Agnes? Es extraño, pero lo que ha contado esta noche tu padre –dije– parece armonizar con el sentimiento que me inspiraste la primera vez que te vi… y cuando, siendo un torpe colegial, me sentaba a tu lado.

–Sabías que no tenía madre –respondió con una sonrisa–, y me mirabas con buenos ojos.

–Había algo más, Agnes. Sabía, casi con la misma certeza que si hubiera conocido esa historia, que algo inexplicablemente dulce y amable te envolvía; algo que tal vez hubiera sido doloroso en otra persona (como ahora sé que había ocurrido), pero que en ti no lo era.

Siguió tocando el piano suavemente, sin dejar de mirarme.

–¿Vas a burlarte de mis fantasías, Agnes?

–¡No!

–¿Te reirás si te digo que, incluso entonces, estaba convencido de que sabrías ser leal y cariñosa contra todo desaliento, y de que seguirías siéndolo hasta tu muerte? ¿Te reirás de semejante sueño?

–¡Oh, no! ¡No!

Durante unos instantes, una sombra de pesar cruzó por su rostro; pero desapareció antes de que tuviera tiempo de sobresaltarme. Y Agnes continuó tocando, mientras me miraba con su serena sonrisa.

Cuando regresaba a caballo en la noche solitaria, acompañado por el silbido del viento cual inquieto recuerdo, pensé que ella no era feliz. tampoco lo era; pero había logrado sellar el pasado, y, al evocarla señalando el Cielo, la imaginé señalando el mismo cielo que ahora tenía sobre mi cabeza, donde, en el misterio de la vida venidera, yo podría amarla con un amor desconocido en la tierra, y hablarle de la lucha que había librado en mi interior cuando la amaba en este mundo.

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