David Copperfield

IX Celebro un cumpleaños inolvidable

IX

Paso por alto cuanto ocurrió en el internado hasta que llegó el día de mi cumpleaños, en el mes de marzo. Lo único que recuerdo es que admiraba más que nunca a Steerforth, quien iba a abandonar Salem House al final del semestre, o quizá antes; por ese motivo, se mostraba más alegre e independiente que antes, lo que, a mis ojos, aumentaba su encanto. El importante suceso que marcó esa época de mi vida parece haber borrado todo lo demás, y perdurar solo en mi memoria.

Me cuesta creer que existiera un paréntesis de dos meses entre mi regreso al internado y la llegada de ese cumpleaños. Y si admito este hecho es porque sé que fue así; de otro modo, estaría convencido de que no hubo el menor intervalo, y que un acontecimiento vino a pisar los talones del otro.

¡Qué bien recuerdo el tiempo que hizo ese día! Puedo oler la niebla que nos envolvía; vislumbro la escarcha entre la bruma; siento cómo mis fríos y húmedos cabellos rozan mis mejillas; veo ante mí la clase con algunas velas encendidas para iluminar la oscura mañana; y las vaharadas de los muchachos se elevan en espiral, en medio de aquel frío intenso, mientras soplan las puntas de sus dedos o golpean el suelo con los pies.

Fue después del desayuno; acabábamos de entrar en clase, cuando el señor Sharp apareció.

–David Copperfield debe acudir al despacho del director –exclamó.

Yo esperaba una cesta de provisiones de Peggotty, y me alegré de oír su orden. Algunos de los alumnos me pidieron que no les olvidara en el reparto de golosinas, y salí de mi banco presuroso.

–No es necesario que corra, David –señaló el señor Sharp–. Tiene tiempo de sobra, hijo mío; no se apresure.

Es posible que, si lo hubiera pensado un poco, me hubiese sorprendido el tono emocionado de su voz; pero no me di cuenta hasta más tarde. Me dirigí rápidamente al despacho del señor Creakle, y encontré a nuestro director desayunando, con su bastón y un periódico; la señora Creakle tenía una carta en las manos. Pero no vi ninguna cesta.

–David Copperfield –dijo la señora Creakle, mientras me conducía hasta un sofá y se sentaba a mi lado–. Quisiera hablar con usted, pequeño. Tengo algo que comunicarle.

Volví los ojos hacia el señor Creakle, que movió la cabeza sin reparar en mí y pareció ahogar un suspiro con una enorme rebanada de pan tostado con manteca.

–Es usted demasiado joven para saber cómo cambia el mundo todos los días –afirmó la señora Creakle– y cómo la gente que vive en él, desaparece. Pero es algo que todos debemos aprender, David, unos en la juventud, otros en la vejez, otros siempre, a lo largo de la vida.

La miré con gran seriedad.

–Cuando se marchó de casa al final de las vacaciones –prosiguió la señora Creakle, después de una pausa–, ¿estaba bien su familia?

Y tras un nuevo silencio.

–¿Estaba bien su madre?

Empecé a temblar sin saber por qué, y seguí con los ojos clavados en ella; pero ni siquiera intenté responder.

–Porque me entristece mucho decirle –continuó– que esta mañana hemos recibido la noticia de que se encuentra muy enferma.

Una especie de neblina se interpuso entre la señora Creakle y yo, y, por unos instantes, ella pareció desaparecer. Después sentí cómo las lágrimas abrasaban mi rostro, y volví a verla con toda claridad.

–Gravemente enferma –añadió.

Ya lo sabía todo.

–Ha muerto.

No hacía falta que me lo dijera. Había estallado en llanto, sumido en gran desconsuelo, y me sentía solo en el mundo.

La señora Creakle fue muy amable conmigo. Me tuvo allí todo el día, y de vez en cuando me dejaba a solas; yo lloraba hasta caer rendido de fatiga, volvía a despertarme y estallaba nuevamente en sollozos. Cuando hube agotado las lágrimas, empecé a pensar; y el peso que oprimía mi pecho se hizo más abrumador, y mi pena se convirtió en un dolor sordo para el que no existía consuelo.

Mis pensamientos eran, sin embargo, bastante confusos; incapaces de centrar su atención en la desgracia que me acongojaba, parecían dar vueltas a su alrededor. Pensé en nuestra casa, cerrada y silenciosa; en el pequeño bebé, cada día más débil, y que, según la señora Creakle, probablemente moriría también; en la tumba de mi padre, en el cementerio cercano a nuestro hogar, y en mi madre, que yacería bajo el árbol que yo tan bien conocía. Cuando me quedé solo, me subí a una silla para mirar en el espejo si tenía los ojos muy enrojecidos y mi rostro reflejaba una gran pena. Después de algunas horas, convencido de que mis lágrimas se habían secado para siempre, empecé a cavilar sobre qué recuerdo me entristecería más cuando me acercara a casa. Pues iba a volver allí para asistir al funeral. Era como si tuviera una dignidad especial en medio de los demás alumnos, y la aflicción aumentara mi importancia.

Si alguna vez hubo un niño que sintiera un dolor sincero, ése fui yo. Pero recuerdo que, cuando me paseaba por el patio de recreo aquella tarde, mientras los demás muchachos estaban en clase, esa sensación de superioridad me reconfortaba. Cuando veía cómo me miraban disimuladamente a través de las ventanas, mientras subían las escaleras, me sentía un ser especial, y adoptaba una expresión más triste y andaba más despacio. Al final de las clases, cuando salieron y hablaron conmigo, me felicité por no mostrarme orgulloso con ellos y por prestarles exactamente la misma atención que antes.

Tenía que emprender el regreso a casa al día siguiente por la noche; pero no viajaría en la silla de posta sino en la diligencia nocturna, un pesado carruaje que todos llamaban «El granjero», y que utilizaban sobre todo los campesinos para hacer trayectos cortos. Aquel día no conté ninguna historia cuando nos acostamos, y Traddles se empeñó en prestarme su almohada. Ignoro por qué motivo consideraba aquello tan beneficioso para mí, pues ya tenía una en mi cama; pero supongo que era lo único que el pobre muchacho podía dejarme, excepto una hoja de papel repleta de esqueletos, que me entregó al despedirnos para que me sirviera de consuelo y contribuyera a la paz de mi espíritu.

Abandoné Salem House al día siguiente por la tarde. ¡Qué poco imaginaba entonces que jamás regresaría! Viajamos con gran lentitud durante toda la noche, y no llegamos a Yarmouth hasta las nueve o las diez de la mañana siguiente. Busqué con la mirada al señor Barkis, pero no estaba allí; en su lugar vi a un hombrecillo mayor, grueso, corto de resuello, de aspecto jovial y vestido de negro, que llevaba los pantalones atados en las rodillas con gastados cintajos, medias negras y sombrero de ala ancha. Se acercó jadeando a la ventanilla del carruaje.

–¿Señor Copperfield? –inquirió.

–Sí, señor.

–Le ruego que me acompañe, joven caballero –dijo abriendo la puerta–. Tendré el placer de llevarle a casa.

Le di la mano, preguntándome quién sería, y nos dirigimos a una tienda situada en un callejón, en cuya entrada podía leerse: «Omer, Pañería, Sastrería, Mercería, Pompas Fúnebres». Era un pequeño comercio estrecho y agobiante, atiborrado de toda clase de vestimentas –confeccionadas y sin confeccionar– y con un escaparate lleno de gorros de castor y otros sombreros. Entramos en una trastienda diminuta, donde tres mujeres jóvenes trabajaban en una gran variedad de tejidos negros, amontonados encima de la mesa; había innumerables recortes y retales desparramados por el suelo. Un buen fuego ardía en la chimenea y el olor a crespón negro resultaba casi irrespirable. Entonces ignoraba qué despedía ese hedor, pero ahora lo sé.

Las tres jóvenes, que parecían muy diligentes y felices, levantaron sus cabezas para mirarme y continuaron su trabajo. Daban una puntada tras otra. Al mismo tiempo, desde un taller al otro lado del pequeño patio que se veía por la ventana, llegaba un martilleo constante que parecía marcar una especie de compás: rat… tat-tat, rat… tat-tat, rat… tat-tat, sin la menor variación.

–¿Qué tal vais, Minnie? –preguntó mi guía a una de las muchachas.

–Tendremos todo listo para la hora de la prueba –contestó alegremente, sin apartar los ojos de su labor–. No se preocupe, padre.

El señor Omer se quitó su sombrero de ala ancha y se sentó, sin resuello. Estaba tan gordo que se vio obligado a resoplar varias veces antes de decir:

–Muy bien.

–¡Padre! –exclamó Minnie, divertida–. ¡Se está poniendo usted como una foca!

–No sé por qué será, querida –respondió, pensativo–, pero es cierto.

–Es usted un hombre de buen conformar –dijo la joven–. Toma las cosas con tanta calma…

–¿Y para qué tomarlas de otro modo, hija mía? –inquirió el señor Omer.

–Tiene toda la razón –repuso Minnie–. Debemos dar gracias a Dios por lo dichosos que somos en este lugar, ¿verdad, padre?

–Eso espero, querida –señaló el señor Omer–. Y ahora que he recobrado el aliento, tomaré las medidas de este joven estudiante. ¿Quiere pasar a la tienda, señor Copperfield?

Fui delante del señor Omer, siguiendo sus indicaciones; y, después de mostrarme una pieza de tela que, según sus palabras, era de calidad extraordinaria y demasiado buena para el luto de alguien que no fuera un padre o una madre, tomó mis medidas y las anotó en un libro. Entretanto, me informó de todas las existencias que tenía en la tienda, de algunas novedades que acababa de recibir y de algunas prendas que se le habían quedado anticuadas.

–Y por culpa de esas cosas, a menudo perdemos dinero –exclamó el señor Omer–. Pero las modas son como los seres humanos. Llegan, nadie sabe cuándo, ni por qué, ni cómo; y se van, nadie sabe cuándo, ni por qué, ni cómo. En mi opinión, si se miran las cosas desde ese punto de vista, todo es como la vida.

Me sentía demasiado desdichado para discutir el asunto, que posiblemente habría estado fuera de mi alcance en cualquier otra circunstancia; y el señor Omer me llevó de vuelta a la trastienda, respirando con dificultad.

Entonces se asomó a una pequeña escalera muy empinada que había detrás de la puerta y gritó:

–Traed el té y el pan con manteca.

Después de un rato, durante el que estuve mirando a mi alrededor y reflexionando, escuchando el sonido de las puntadas en la trastienda y la canción que martilleaban al otro lado del patio, apareció el té en una bandeja y resultó ser para mí.

–Le conozco desde hace mucho tiempo, jovencito –dijo el señor Omer, tras examinarme unos minutos, en los que apenas probé bocado, pues toda aquella ropa negra me quitaba el apetito.

–¿De veras, señor?

–Desde que vino al mundo –prosiguió el señor Omer–. Podría decir incluso que con anterioridad. Conocí a su padre antes que a usted. Su estatura era de cinco pies y nueve pulgadas y media, y su tumba mide veinticinco pies.

Rat…tat-tat, rat…tat-tat, rat…tat-tat, se oía al otro lado del patio.

–Su tumba mide veinticinco pies, ni uno más ni uno menos –señaló el señor Omer, en tono amable–. He olvidado si fue a petición suya o de su viuda.

–¿Sabe cómo se encuentra mi hermanito, señor? –pregunté.

El señor Omer movió la cabeza.

Rat…tat–tat, rat…tat–tat, rat…tat–tat.

–Está en los brazos de su madre –respondió.

–¡Pobrecito! ¿Entonces ha muerto?

–No se apene más de lo debido –exclamó el señor Omer–. Sí, el bebé ha muerto.

Mis heridas se abrieron de nuevo al escuchar aquella noticia. Dejé el desayuno casi sin probar, y apoyé mi cabeza encima de otra mesa que había en un rincón. Minnie se apresuró a vaciarla, para que no manchara la ropa de luto con mis lágrimas. Era una joven bonita y de buen corazón, y apartó dulcemente con su mano los cabellos que me caían sobre los ojos; pero estaba muy contenta de haber casi terminado su trabajo, y además a tiempo, y mis sentimientos eran muy diferentes.

El ruido del martillo cesó en seguida, y un apuesto joven cruzó el patio y entró en la trastienda. Llevaba esa herramienta en la mano, y su boca estaba llena de pequeños clavos, que se vio obligado a coger con la mano para poder hablar.

–Hola, Joram –dijo el señor Omer–. ¿Cómo va eso?

–Bien, señor –replicó el joven–. Ya está terminado.

Minnie se ruborizó un poco, y las otras dos muchachas sonrieron.

–Pero ¿cómo? Entonces es que ayer por la noche te quedaste trabajando a la luz de las velas, mientras yo estaba en el club. ¿No es así? –preguntó el señor Omer, guiñando un ojo.

–Sí –contestó Joram–. Como dijo que si lo acababa podía salir a dar una vuelta con Minnie… y con usted.

–¡Oh! Pensé que ibais a marcharos sin mí –exclamó el señor Omer, riéndose tan fuerte que empezó a toser.

–Como tuvo la amabilidad de decir aquello –continuó el joven–, puse todo mi empeño en terminarlo. ¿Me dirá lo que le parece?

–Por supuesto –respondió el señor Omer, antes de ponerse en pie–. Y ahora, pequeño –exclamó, volviéndose hacia mí–; ¿le gustaría ver el…?

–No, padre –le interrumpió Minnie.

–Pensé que tal vez le agradaría, querida –dijo el señor Omer–. Pero quizá tengas razón.

Ignoro el motivo, pero comprendí que se referían al ataúd de mi querida madre. Jamás había oído cómo fabricaban uno, ni recordaba haberlo visto con mis propios ojos; y, sin embargo, adiviné la naturaleza de aquellos golpes y, cuando el joven entró, supe con certeza cuál había sido su trabajo.

Cuando acabaron con la costura, las dos muchachas, cuyos nombres desconocía, cepillaron los hilos y recortes de sus vestidos, y se dirigieron a la tienda para ponerlo todo en orden y esperar a los clientes. Minnie se quedó atrás para doblar las prendas confeccionadas y colocarlas en dos cestas. Lo hizo de rodillas, tarareando una alegre canción. Joram, que con toda seguridad era su novio, regresó y le robó un beso mientras ella andaba ajetreada; mi presencia no pareció preocuparle en absoluto. Le dijo que su padre había ido a buscar el carruaje y que él tenía que estar listo en seguida. Entonces salió de nuevo; y Minnie metió las tijeras y el dedal en su bolsillo, clavó cuidadosamente una aguja enhebrada con hilo negro en la pechera de su vestido, y se colocó graciosamente el abrigo ante un espejito que había detrás de la puerta, en el que vi reflejado su rostro complacido.

Contemplé todo eso desde la mesa de la esquina, con la cabeza apoyada en mi mano, mientras reflexionaba sobre las cosas más dispares. El carruaje no tardó en detenerse en la entrada de la tienda y, tras haber colocado las cestas, me animaron a subir; los tres me siguieron. Recuerdo que era una especie de carricoche, semejante a los que utilizan para llevar pianos; estaba pintado de color oscuro y lo arrastraba un caballo negro de larga cola. Había suficiente espacio para todos.

No creo que haya experimentado en toda mi vida (y quizá ahora sea más sabio que entonces) una sensación tan extraña como la de aquel día. Sentado junto a ellos, me preguntaba cómo podrían disfrutar de aquel paseo, después de haber realizado un trabajo como el suyo. No estaba enojado con ellos, sentía más bien temor; como si me hubiesen abandonado en medio de unas criaturas con las que no tenía nada en común. Eran muy alegres. El señor Omer se había sentado delante para conducir y los dos jóvenes, detrás. Siempre que el anciano decía algo, se inclinaban hacia él, cada uno por un lado de su rostro mofletudo, y parecían muy interesados por sus palabras. Supongo que también habrían hablado conmigo, pero yo estaba desconsolado en mi rincón; asustado de sus caricias y de su buen humor, aunque no alborotaran demasiado; extrañado casi de que Dios no los castigara por la dureza de su corazón.

Y, así, cuando hicieron un alto en el camino para que los caballos descansaran, y mis tres acompañantes comieron, bebieron y se divirtieron, fui incapaz de tocar nada de lo que ellos tocaban, y preferí no interrumpir mi ayuno. Por ese motivo también, al llegar a casa, me apresuré a salir del carruaje por la parte trasera; pues no quería seguir en su compañía delante de aquellas solemnes ventanas, que posaban sobre mí una mirada ciega, como unos ojos cerrados otrora luminosos. ¡Qué equivocado estaba al pensar que necesitaría imaginar algo muy triste para llorar a mi regreso! Me bastó con mirar la ventana del dormitorio de mi madre y, junto a ella, la de la pequeña alcoba que, en tiempos mejores, había sido mía.

Peggotty me abrazó antes de que llegara a la puerta, y me condujo al interior de la casa. No pudo contener su dolor al verme; pero en seguida se calmó, y empezó a hablarme entre susurros y a andar con todo sigilo, como si temiese molestar a los muertos. Llevaba mucho tiempo sin dormir. Se quedaba en pie toda la noche para velar a mi madre. Me dijo que, mientras su hermosa e infortunada niña estuviera sin enterrar, ella no la dejaría sola ni un momento.

El señor Murdstone no me hizo el menor caso cuando entré en el gabinete; continuó sentado junto al fuego, llorando en silencio y meditando. La señorita Murdstone, muy ocupada en su escritorio, que estaba cubierto de cartas y de papeles, me tendió las frías uñas de sus dedos y me preguntó en voz baja, aunque no exenta de dureza, si me habían tomado las medidas para el traje de luto.

–Sí –fue mi respuesta.

–Y tus camisas –exclamó ella–, ¿las has traído a casa?

–Sí, señora. He traído toda mi ropa.

Y ése fue todo el consuelo que me ofreció su firmeza. Estoy seguro de que, en semejante ocasión, fue un verdadero placer para ella hacer gala de lo que denominaba su dominio de sí misma, su resolución, su entereza, su sentido común y demás desagradables cualidades de su diabólico catálogo. Estaba especialmente orgullosa de su disposición para los negocios; y ahora lo ponía de manifiesto reduciendo todo a tinta y papel, sin permitir que nada la conmoviera. Pasó el resto de la jornada y los días siguientes, de la mañana a la noche, sentada delante de aquella mesa, escribiendo imperturbable con una pluma dura y áspera, dirigiéndose con la misma frialdad a todo el mundo, siempre entre susurros; nunca relajaba un músculo de su rostro ni suavizaba el tono de su voz; y su indumentaria jamás presentaba el menor desarreglo.

Su hermano cogía a veces un libro, aunque no parecía leerlo. Lo abría y lo miraba como si estuviera enfrascado en su lectura, pero se quedaba una hora entera sin pasar la página, y después lo dejaba y paseaba de un lado a otro de la habitación. Yo solía sentarme durante mucho tiempo con las manos cruzadas y los ojos fijos en él, contando sus pasos. Rara vez se dirigía a la señorita Murdstone, y jamás a mí. Era lo único que se movía, además de los relojes, en aquella casa silenciosa.

En los días que precedieron al funeral, vi muy poco a Peggotty, excepto cuando subía o bajaba las escaleras –pues solía encontrarla cerca de la habitación donde yacían mi madre y su pequeño– o cuando ella venía a visitarme por las noches y se sentaba junto a mi cabecera, mientras me dormía. Un día o dos antes del entierro (creo que fue un día o dos, aunque soy consciente de la confusión que reina en mi cabeza al evocar aquellas dolorosas horas en las que el tiempo simuló detenerse), me llevó al dormitorio de mi madre. Sólo recuerdo que bajo un lienzo blanco que cubría el lecho, en medio de una limpieza inmaculada y de un agradable frescor, parecía reposar lo que encarnaba el silencio solemne de aquella casa; y que, cuando Peggotty se disponía a retirar la sábana, yo grité: «¡Oh, no! ¡Oh, no!» y cogí su mano para detenerla.

Si el funeral hubiera sido ayer, no me acordaría mejor. La atmósfera que se respiraba en el salón principal, cuando crucé su umbral, el resplandor del fuego, el brillo del vino en las licoreras, la forma de los vasos y de los platos, el aroma ligeramente dulce de la tarta, el olor del vestido de la señorita Murdstone y de nuestros trajes de duelo. El señor Chillip se encuentra allí y se acerca a hablar conmigo.

–¿Y cómo está el señorito Davy? –pregunta con cariño.

No puedo contestarle que muy bien. Le doy mi mano, que él retiene entre las suyas.

–¡Válgame Dios! –exclama el médico, con una débil sonrisa y cierto brillo en los ojos–. ¡Cómo crecen nuestros pequeños amigos! Crecen tanto que ya no los reconocemos, ¿no es cierto, señora?

Dirige esas palabras a la señorita Murdstone, que no le responde.

–Se han hecho grandes mejoras en esta sala, ¿verdad? –dice el señor Chillip.

La señorita Murdstone se limita a contestar frunciendo el ceño e inclinando ceremoniosamente la cabeza; el buen doctor, desconcertado, me conduce a una esquina con él y no vuelve a despegar los labios.

Si lo comento es porque nada me pasa desapercibido, no porque me preocupe de mí mismo (algo que no he hecho desde que regresé a casa). La campana empieza a sonar, y el señor Omer entra acompañado de otro hombre para ultimar los preparativos. Como Peggotty solía contarme, mucho tiempo atrás, de esa estancia había salido el cortejo fúnebre de mi padre, en dirección a la misma sepultura.

Allí estamos el señor Murdstone, nuestro vecino el señor Grayper, el señor Chillip y yo. Cuando salimos de la casa, los portadores del féretro nos esperan en el jardín; bajan por el sendero delante de nosotros, pasan los olmos, cruzan la puerta exterior y entran en el cementerio, donde tantas veces he oído cantar a los pájaros en las mañanas de verano.

Rodeamos la tumba. No es un día como los demás, y la luz tiene un color diferente, más triste y oscuro. Reina un silencio de lo más solemne, que parece haber sido traído por nosotros desde la casa con los restos que ahora reposan en la tierra; y mientras estamos allí, con los sombreros en la mano, llega a mis oídos la voz del pastor, muy lejana en el aire, aunque la percibo nítida y clara:

–«Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor».

Después oigo sollozos y veo, algo apartada de los demás, a nuestra fiel y bondadosa criada, la persona que más quiero en este mundo; y mi corazón infantil está convencido de que algún día el Señor le dirá: «Has obrado bien».

Hay muchos rostros conocidos entre el pequeño grupo de asistentes; rostros que observé en la iglesia, cuando mis ojos curioseaban lo que allí sucedía; rostros que vieron por primera vez a mi madre cuando llegó al pueblo, joven y hermosa. No les presto atención –sólo me importa mi dolor– y, sin embargo, no puedo evitar verlos y reconocerlos a todos; incluso a Minnie, que nos contempla desde el fondo, allá a lo lejos, mientras lanza miradas a su enamorado, que se encuentra muy cerca de mí.

La ceremonia termina, recubren el ataúd de tierra y nos marchamos. Ante nosotros se alza nuestra casa, tan bonita como siempre; y no parece haber cambiado. Y está tan ligada en mi pensamiento a lo que acabo de perder que todo mi dolor pasado es insignificante al lado del que siento ahora. Pero me llevan a ella; el señor Chillip habla conmigo y, al entrar, me invita a beber un poco de agua; cuando le pido permiso para subir a mi dormitorio, se despide con la ternura de una mujer.

Insisto, es como si todo esto hubiera sucedido ayer. Otros acontecimientos más recientes parecen haberse alejado de mi memoria, flotando a la deriva hasta alcanzar la orilla donde algún día reaparecerán las cosas olvidadas; pero éste triste suceso sigue ahí, como una elevada roca en medio del océano.

Sabía que Peggotty vendría a mi habitación. La tranquilidad sabática de aquellos instantes (pues parecía domingo, había olvidado ese detalle) nos favorecía. Ella se sentó junto a mí, en la pequeña cama; y, al tiempo que sujetaba mi mano entre las suyas, o la besaba o acariciaba, de igual modo que habría consolado a mi hermanito, me contó a su manera lo ocurrido.

–Hace mucho tiempo que su madre no se encontraba bien –dijo Peggotty–. Se sentía angustiada y no era feliz. Yo estaba convencida de que mejoraría cuando naciera su pequeño, pero no fue así: su salud se volvió más delicada y pareció deteriorarse día a día. Antes de que el niño viniera al mundo, le gustaba sentarse a solas y llorar; pero, después, solía cantarle con tanta dulzura, que una vez, al oírla, tuve la impresión de que su voz se elevaba en el aire hasta perderse en las alturas.

»Se volvió cada vez más tímida y asustadiza; y una palabra dura era un verdadero golpe para ella. Pero conmigo siguió siendo la misma. Mi querida niña, ella nunca cambió con su necia Peggotty.

Al llegar aquí hizo una pausa, mientras me daba suaves palmaditas en la mano.

–La última vez que la vi bien, tesoro mío, fue la noche en que usted regresó del internado. El día que se marchó de nuevo, me susurró: «Jamás volveré a ver a mi precioso hijito. Algo en mi interior me lo dice, y sé que es cierto».

»Desde entonces hizo cuanto pudo por mantenerse en pie; y, en más de una ocasión, cuando el señor y la señorita Murdstone la tachaban de frívola o irreflexiva, fingía creerlos; pero todo eso pertenecía al pasado. Nunca le había comunicado sus temores a su marido (sólo se atrevía a hablar de ellos conmigo), hasta que una noche, una semana antes de expirar, le dijo: «Querido, creo que me estoy muriendo».

»–Ahora me siento más tranquila, Peggotty –aseguró más tarde, cuando la ayudé a acostarse–. Mi pobre marido lo irá comprendiendo poco a poco, durante los próximos días; después, todo habrá terminado. Estoy extenuada. Si lo que siento es sueño, siéntate junto a mí mientras duermo; no me dejes sola. ¡Que Dios bendiga a mis dos pequeños! ¡Que Dios guarde y proteja a mi pobre hijo sin padre!

»Y ya no me separé más de ella –afirmó Peggotty–. A menudo hablaba con esos dos del piso de abajo, pues también los quería (ella no podía sino amar a quienes la rodeaban); pero, cuando se alejaban, se volvía hacia mí, como si sólo así pudiera encontrar reposo, y jamás se dormía de otro modo.

»La última noche me besó y me dijo: «Si también muere mi bebé, Peggotty, te ruego que lo pongas en mis brazos para que nos entierren juntos –y así se hizo; pues el pobre corderito sólo la sobrevivió un día–. Deseo que mi querido Davy nos acompañe hasta nuestro lugar de descanso –añadió–, y cuéntale que su madre, en el lecho de muerte, no lo bendijo una sino mil veces».

Otro silencio siguió a estas palabras, y otra palmadita cariñosa en mi mano.

–La noche estaba ya muy avanzada –prosiguió Peggotty– cuando me pidió algo de beber; y, después de haber apagado su sed, me sonrió con resignación. ¡Mi niña! ¡Estaba tan hermosa!

»Había llegado la aurora y el sol empezaba a salir cuando me habló de lo bueno e indulgente que el señor Copperfield había sido siempre y de lo paciente que se había mostrado con ella; le había explicado, cuando ella dudaba de sí misma, que un corazón que ama era más valioso y más fuerte que toda la sabiduría del mundo, y que ella le hacía inmensamente feliz. «Peggotty, querida –susurró–, acércate más –estaba muy débil–. Coloca tu brazo debajo de mi cuello –continuó–, y vuélvete hacia mí, pues tu rostro se aleja y quiero tenerlo junto al mío». Obedecí sus deseos; y ¡ay, Davy! Había llegado el momento de que se convirtieran en realidad las palabras que pronuncié la primera vez que usted y yo nos separamos: ella se alegró de apoyar su pobre cabeza en el brazo de la vieja, gruñona y estúpida Peggotty; y murió como un niño cuando se queda dormido.

Y así terminó su narración. Desde el momento en que conocí la muerte de mi madre, su imagen de los últimos tiempos se desvaneció. Y, a partir de entonces, sólo recordé a la madre joven de los primeros años de mi infancia, la que enroscaba sus hermosos rizos alrededor de sus dedos y bailaba conmigo en el gabinete al anochecer. El relato de Peggotty, lejos de traer a mi imaginación el período final de su vida, hizo que arraigara en mí esa primera impresión. Puede resultar extraño, pero así fue. Como si, al morir, ella hubiera retrocedido volando hasta su tranquila y serena juventud, y todo lo demás hubiese desaparecido.

La madre que reposaba en la tumba era la madre de mi primera infancia; la pequeña criatura que yacía en sus brazos era yo, tal como había sido antaño, dormido para siempre sobre su pecho.

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