David Copperfield

XIV Mi tía decide qué hacer conmigo

XIV

Al bajar por la mañana, encontré a mi tía delante de la mesa del desayuno con el codo encima de la bandeja, tan sumida en profundas meditaciones que el agua de la tetera se había desbordado y estaba empapando el mantel; mi llegada la sacó de su ensimismamiento. Estaba seguro de haber sido el objeto de sus reflexiones, y sentí más deseos que nunca de conocer sus planes para mí. Pero no me atreví a expresar mi preocupación, por temor a ofenderla.

Mis ojos, sin embargo, no eran tan fáciles de dominar como mi lengua, y se dirigieron muy a menudo hacia ella mientras desayunábamos. Lo cierto es que no podía contemplarla durante unos instantes sin que nuestras miradas se cruzaran; mi tía me observaba extrañamente pensativa, como si yo estuviera lejos de allí y no frente a ella, al otro lado de la mesita redonda. Cuando terminó de desayunar, se apoyó en el respaldo de su silla, frunciendo el ceño, cruzó los brazos y me examinó a su antojo, con tanta insistencia que me sentí terriblemente turbado. Como todavía no había acabado mi desayuno, traté de disimular mi confusión comiendo y bebiendo; pero mi cuchillo tropezaba con mi tenedor, mi tenedor chocaba con mi cuchillo, y en lugar de cortar los trozos de tocino para llevármelos a la boca, éstos saltaban por los aires a una altura prodigiosa, y me atragantaba con el té, que insistía en bajar por donde no debía; hasta que dejé de intentarlo, y me sentí enrojecer bajo el severo escrutinio de la señorita Betsey.

–¡Hola! –exclamó mi tía, al cabo de mucho tiempo.

Levanté la vista y contemplé sus expresivos ojos con respeto.

–Le he escrito –dijo ella.

–¿A…?

–A tu padrastro –aclaró–. Le he enviado una carta que tendrá que molestarse en atender, si no quiere pelearse conmigo. ¡De eso puede estar seguro!

–¿Sabe él dónde me encuentro, tía? –pregunté, alarmado.

–Se lo he comunicado –asintió la señorita Betsey.

–¿Y me obligará a volver con él? –titubeé.

–Todavía no lo sé –respondió ella–. Ya veremos.

–¡Dios mío! –exclamé–. No sé qué será de mí si tengo que volver con el señor Murdstone.

–De momento, no puedo decirte nada –aseguró mi tía, moviendo la cabeza–. Ignoro lo que va a ocurrir. Ya veremos.

Al escuchar sus palabras, perdí toda esperanza y me sentí sumamente triste y abatido. Mi tía pareció olvidarse de mí, se colocó un sencillo delantal con peto, que sacó del armario, y lavó las tazas de té con sus propias manos; una vez limpias y recogidas sobre la bandeja, dobló el mantel, lo colocó encima y llamó a Janet para que se lo llevara todo. Después de ponerse unos guantes, barrió las migajas con una pequeña escoba, hasta que no quedó ni la más microscópica partícula en la alfombra; luego desempolvó y ordenó la habitación, que no podía estar más reluciente. Una vez realizadas esas tareas a su entera satisfacción, se quitó el delantal y los guantes, los dobló y volvió a guardarlos en el mismo rincón del armario del que los había sacado, llevó el costurero a su mesa junto a la ventana abierta y se sentó con sus labores, con el abanico verde entre ella y la luz.

–Me gustaría que subieras al piso de arriba –dijo mi tía, mientras enhebraba la aguja– y saludaras de mi parte al señor Dick; me agradaría saber qué tal va su memorial.

Me apresuré a levantarme para cumplir el encargo.

–Supongo –prosiguió la señorita Betsey, mirándome tan fijamente como a la aguja que acababa de enhebrar– que señor Dick te parece un nombre muy corto, ¿no?

–Eso pensé ayer –confesé.

–No vayas a creer que no tiene otro más largo, que podría usar si quisiera –afirmó ella, con un aire más arrogante–. Babley, señor Richard Babley, es el verdadero nombre de ese caballero.

Estaba a punto de sugerir, dada mi juventud y la familiaridad –sin duda reprobable– que me había tomado, que tal vez sería mejor que yo utilizara su nombre completo, cuando mi tía continuó diciendo:

–Pero jamás lo llames así; no puede soportar su apellido. Es una de sus peculiaridades. Aunque tampoco resulta tan extraño; ¡sólo Dios sabe cuánto ha debido sufrir por culpa de sus familiares para odiarlo de ese modo! Recuerda que aquí es el señor Dick; y seguirá siéndolo en cualquier otro lugar, si es que algún día decide marcharse de esta casa, cosa que dudo. Así que no se te ocurra llamarlo de otro modo, jovencito.

Prometí obedecer y subí las escaleras con mi mensaje; a medida que avanzaba, empecé a pensar que si el señor Dick llevaba mucho tiempo escribiendo a la misma velocidad con que lo hacía por la mañana, cuando pasé por delante de su puerta abierta, era probable que su memorial estuviera muy avanzado. Lo encontré junto a su mesa, con una larga pluma en la mano y la cabeza casi apoyada en el papel. Estaba tan absorto en su trabajo que, antes de que se percatara de mi presencia, tuve tiempo suficiente para ver una gran cometa de papel que había en un rincón, varios fajos de manuscritos en desorden, muchas plumas y, sobre todo, una gran cantidad de tinta (parecía tener docenas de frascos de medio galón).

–¡Ah! ¡Febo! –exclamó el señor Dick, al tiempo que dejaba la pluma–. ¿Cómo va el mundo? Le diré una cosa –añadió, bajando la voz–; no me gustaría que nadie lo mencionara, pero…

Me hizo señas entonces para que me acercara, y me habló al oído:

–El mundo está loco. ¡Tan loco como Bedlam, muchacho! –aseguró, tomando rapé de una cajita redonda que tenía encima de la mesa y riéndose a carcajadas.

Sin atreverme a opinar sobre ese asunto, le di el recado de la señorita Betsey.

–Pues, dígale que yo también le envío mis saludos –contestó el señor Dick–, y que… creo que voy por buen camino. Sí, estoy convencido de ello –afirmó, pasándose la mano por sus cabellos grises y mirando el manuscrito con verdadera desconfianza–. ¿Ha ido usted al colegio?

–Sí, señor –repuse–; aunque muy poco tiempo.

–¿Se acuerda de la fecha en que fue decapitado el rey Carlos I? –inquirió con la mayor seriedad, cogiendo nuevamente la pluma para anotar mi respuesta.

Le dije que creía que dicho suceso había ocurrido en el año mil seiscientos cuarenta y nueve.

–Eso dicen los libros –replicó, mientras se rascaba la oreja con la pluma y me miraba con expresión dubitativa–; pero no creo que fuera posible. Si sucedió hace tanto tiempo, ¿cómo pudieron quienes le rodeaban cometer el error de introducir en cabeza algunas de las preocupaciones que él tenía en la cuando se la cortaron?

Me sorprendió mucho su pregunta, pero no pude decirle nada al respecto.

–Es muy extraño –comentó el señor Dick, contemplando sus papeles con desaliento y pasándose de nuevo la mano por los cabellos–, soy incapaz de encontrar una explicación. Es algo que jamás he podido aclarar. Pero ¡da igual! ¡Da igual! –exclamó alegremente, recuperando el optimismo–. ¡Tenemos tiempo de sobra! Preséntele mis respetos a la señorita Trotwood y dígale que todo marcha viento en popa.

Me disponía a salir de la habitación cuando llamó mi atención sobre la cometa.

–¿Qué le parece? –preguntó.

Le respondí que era preciosa. Debía de tener al menos siete pies de altura.

–La he fabricado yo. Iremos a volarla juntos –dijo el señor Dick–. ¿Ve esto?

Me mostró su papel, todo cubierto de una escritura diminuta y muy cuidada, aunque tan clara que, al recorrer sus líneas con la vista, creí distinguir una o dos alusiones a la cabeza de Carlos I.

–Tiene un cordel larguísimo –explicó el señor Dick– y, cuando vuela muy alto, lleva todos estos hechos a una gran distancia. Es mi manera de difundirlos. Ignoro dónde pueden caer. Depende de las circunstancias, del viento, etc…; pero es un riesgo que corro.

La expresión de su rostro era tan dulce y tan cordial, y parecía tan respetable, a pesar de su entusiasmo y de su espontaneidad, que se me ocurrió pensar que tal vez estuviera bromeando conmigo. Así que me eché a reír, él siguió mi ejemplo, y nos separamos convertidos en los mejores amigos del mundo.

–Y bien, pequeño –dijo mi tía, cuando bajé nuevamente al salón–. ¿Cómo se encuentra el señor Dick esta mañana?

Le contesté que le enviaba saludos y que su memorial iba muy bien.

–¿Qué opinas de él? –inquirió la señorita Betsey.

Intenté eludir la pregunta, respondiendo que me parecía un caballero muy simpático; pero a mi tía no le gustaba andarse por las ramas, así que dejó la labor en su regazo y exclamó cruzando las manos:

–¡Vamos! Tu hermana Betsey Trotwood me habría dicho sin tapujos lo que pensaba. ¡Será mejor que te parezcas a ella y hables de una vez!

–¿No está… el señor Dick… y se lo pregunto porque no lo sé, tía… no está un poco mal de la cabeza? –balbucí, pues sentía que pisaba un terreno peligroso.

–¡En absoluto! –exclamó ella.

–¡Oh, claro! –repliqué débilmente.

–Si hay alguien en este mundo –dijo mi tía en tono enérgico– que no está mal de la cabeza, es el señor Dick.

Lo único que pude hacer fue repetir tímidamente:

–¡Oh, claro!

–Algunos lo han tachado de loco –afirmó la señorita Betsey–. Y lo cierto es que, cuando lo recuerdo, experimento un placer egoísta, pues de otro modo no habría disfrutado de su compañía ni de sus consejos desde hace más de diez años… en realidad, desde que tu hermana, Betsey Trotwood, defraudó todas mis expectativas.

–¿Hace tanto tiempo? –pregunté.

–¡Y menudas personas tuvieron el atrevimiento de tacharlo de loco! –prosiguió mi tía–. El señor Dick es un pariente lejano mío; poco importa, no es necesario entrar en detalles. Si no hubiera intervenido yo, su propio hermano lo habría encerrado de por vida; y eso es todo.

Es posible que fuera hipocresía por mi parte, pero al ver cuánto irritaba aquel asunto a mi tía, intenté parecer también muy indignado.

–¡Qué estúpido orgulloso! –exclamó–. Como su hermano era un poco excéntrico (y no lo era ni la mitad que muchos otros), no quería que lo vieran en su casa y lo envió a un manicomio privado; a pesar de que su difunto padre, que lo consideraba débil mental, lo había dejado a su cuidado. ¡Qué poca sabiduría mostró al pensar de ese modo! Sin duda era él quien estaba loco.

Una vez más, cuando vi a mi tía tan convencida de sus palabras, traté de adoptar la misma actitud que ella.

–De modo que decidí intervenir –continuó diciendo la señorita Betsey— y hacerle un ofrecimiento. Le dije que su hermano estaba cuerdo, mucho más cuerdo de lo que él lo estaba o estaría nunca; que le pasara su pequeña renta y le permitiera vivir conmigo. Que yo no tenía miedo de él; que no era orgullosa; que estaba dispuesta a cuidarle; y que no le maltrataría como otros (y no me refería sólo a la gente del manicomio). Después de mucho discutir –explicó mi tía–, le convencí; y el señor Dick lleva aquí desde entonces. Te aseguro que es la criatura más dócil y amable del mundo. En cuanto a dar consejos… Pero nadie le conoce tan bien como yo.

La señorita Trotwood se alisó el vestido y movió la cabeza, como si el primer gesto sirviera para limar las diferencias con el resto del mundo y el segundo, para acabar con ellas.

–Tenía una hermana a la que adoraba –añadió mi tía–, que era muy buena y cariñosa con él. Pero ésta hizo lo mismo que todas las mujeres: se casó. Y el marido hizo lo mismo que todos los hombres: tratarla de un modo infame. Este hecho, que afectó sobremanera al señor Dick (y espero que nadie lo considere una locura), unido al miedo que le inspiraba su hermano y a la crueldad de éste, provocaron en él unas fiebres. Eso ocurrió antes de que viniera a esta casa, pero todavía se siente abrumado cuando lo recuerda. ¿Te ha dicho algo sobre la cabeza del rey Carlos I, jovencito?

–Sí, tía.

–¡Ah! –exclamó la señorita Betsey, frotándose la nariz como si se sintiera algo irritada–. Es una forma alegórica de evocar esta historia. Asocia su enfermedad con grandes inquietudes y trastornos, lo que es natural, y se sirve de esa figura, símil, o como quieras llamarlo. Y si lo juzga apropiado, ¿por qué no iba a hacerlo?

–Tiene razón, tía.

–Ya sé que no es el lenguaje que se emplea en los negocios, ni el que utiliza la mayoría de la gente –prosiguió–. Por ese motivo, siempre insisto en que no mencione ni una sola palabra de ese asunto en su memorial.

–¿Entonces está escribiendo su historia?

–En efecto, pequeño –contestó mi tía, frotándose de nuevo la nariz–. Esta redactando un memorial sobre sus asuntos, dirigido al lord canciller, o al lord No-sé-cuántos…; en fin, a uno de esos señores a los que se paga un sueldo para recibir memoriales. Supongo que lo enviará uno de estos días. Todavía no ha encontrado el mejor modo de expresarse, pero carece de importancia: le sirve de distracción.

Lo cierto es que más adelante descubrí que el señor Dick llevaba diez años tratando de impedir que el rey Carlos I apareciera en su memorial; pero éste siempre se colaba en él, y allí continuaba en aquellos momentos.

–Vuelvo a decirte –dijo mi tía– que nadie le conoce tan bien como yo, y que es la criatura más dócil y amable del mundo. Si a veces le gusta volar una cometa, ¿qué hay de malo en ello? Franklin solía hacerlo. Era cuáquero, o algo parecido, si no me equivoco. Y un cuáquero volando una cometa es mucho más ridículo que cualquier otro hombre.

Si hubiera podido imaginar que mi tía me contaba todos esos detalles para que me sirvieran de lección, o como muestra de confianza, me habría sentido muy halagado y lo habría considerado un buen augurio. Pero me di cuenta de que se había lanzado a dar aquellas explicaciones porque las tenía muy presentes en su imaginación, y si se había dirigido a mí era porque no tenía otro interlocutor.

Asimismo, debo decir que la generosidad con que defendía al pobre e inofensivo señor Dick no sólo me hizo concebir alguna esperanza egoísta en lo que a mí se refería, sino que me despertó un sentimiento desinteresado de afecto por ella. Creo que empecé a comprender que, a pesar de sus numerosos caprichos y excentricidades, mi tía tenía algo especial que la hacía merecedora de respeto y de confianza. Aunque aquel día estuvo tan seria como el anterior, y no dejó de entrar y salir para vigilar los burros, y fue presa de la ira cuando un joven que pasaba por allí miró con ojos tiernos a Janet, que estaba en una ventana (y ése era uno de los peores delitos que podían cometerse contra la dignidad de mi tía), sentí cómo crecía mi respeto por ella, aunque mi temor siguiera siendo el mismo.

Durante el tiempo que necesariamente transcurrió antes de que recibiera una respuesta del señor Murdstone a su carta, viví en un estado de extrema inquietud; pero intenté por todos los medios disimular, y ser lo más amable posible con mi tía y con el señor Dick. Este último habría salido conmigo a volar la gigantesca cometa; pero como yo no tenía más ropa que la extravagante indumentaria con la que me habían ataviado el primer día, estaba confinado en la casa, si exceptuamos el paseo de una hora por el acantilado que la señorita Betsey me obligaba a dar antes de acostarme, por motivos de salud. Finalmente, llegó la contestación del señor Murdstone y mi tía me comunicó, para mi inmenso horror, que vendría a hablar personalmente con ella al día siguiente. Desde muy temprano, esperé envuelto en mis extraños ropajes, contando las horas, nervioso y acalorado, cada vez con menos esperanzas y más miedo; era consciente del terror que sentiría al contemplar su siniestro semblante y temblaba cada minuto que pasaba sin que él hiciera acto de presencia.

Mi tía se mostraba un poco más autoritaria y severa de lo habitual, pero no advertí ningún otro indicio de que se preparara para recibir la visita de quien tanto temor me inspiraba. Se sentó con sus labores delante de la ventana, y yo tomé asiento junto a ella, mientras mi imaginación se desbocaba pensando en todas las consecuencias posibles e imposibles de la visita del señor Murdstone. Estuvimos así hasta bien entrada la tarde. La comida se había retrasado indefinidamente; pero, al percatarse de la hora que era, la señorita Betsey había ordenado que la preparasen, cuando, de pronto, dio la alarma de los burros, y yo contemplé con asombro y consternación cómo la señorita Murdstone, montada en una silla de amazona, dirigía deliberadamente su jumento hacia la parcela sagrada de césped y se detenía delante de la casa, mirando a un lado y a otro.

–¡Fuera de ahí! –gritó mi tía, asomando la cabeza y agitando el puño por la ventana–. No se le ha perdido nada en este lugar. ¿Cómo se atreve a entrar en propiedad ajena? ¡Fuera! ¡Menuda desvergüenza!

La señorita Betsey se encolerizó de tal modo al ver la frialdad con que la señorita Murdstone miraba a su alrededor que pareció quedarse paralizada, en lugar de lanzarse en su persecución, tal como acostumbraba. Aproveché la oportunidad para decirle quién era; y que el caballero que se acercaba a la infractora (pues el camino era muy empinado y se había quedado atrás) era el mismísimo señor Murdstone.

–¡Me importa un comino quién sea! –exclamó mi tía, que hacía toda clase de gestos, menos de bienvenida, desde la ventana–. No permitiré que nadie entre en mi propiedad. No estoy dispuesta a tolerarlo. ¡Fuera de ahí! Janet, hazle dar media vuelta. ¡Que salga de ahí!

Y pude ver, escondido detrás de mi tía, una escena del combate en el que el burro oponía resistencia a todo el mundo, con sus cuatro patas sólidamente plantadas en el suelo, mientras Janet tiraba de las riendas, el señor Murdstone trataba de obligarle a avanzar, la señorita Murdstone golpeaba a Janet con una sombrilla y varios muchachos, que habían corrido a presenciar la refriega, gritaban alborozados. Pero mi tía no tardó en reconocer entre ellos al pequeño malhechor que cuidaba del asno, y que era uno de sus más inveterados enemigos –aunque no debía de tener ni trece años– y, precipitándose al campo de batalla, se abalanzó sobre él y lo convirtió en su prisionero. Lo arrastró hasta el jardín, con la chaqueta por encima de la cabeza, dejando el surco de sus talones en el suelo, y, mientras ella lo mantenía a raya, ordenó a Janet que llamara a los guardias y a los jueces para que se lo llevaran, lo juzgaran y lo ejecutaran en el acto. Aquella situación, sin embargo, no duró mucho, pues el pequeño granuja, que conocía toda clase de trucos y estratagemas que mi tía no había oído siquiera mencionar, se escapó en seguida dando un alarido, dejando las huellas profundas de los clavos de sus botas en los macizos de flores y alejándose victorioso con su burro.

La señorita Murdstone había aprovechado esta última parte de la lucha para desmontar; y esperaba al pie de los escalones, en compañía de su hermano, a que la señorita Betsey estuviera en disposición de recibirlos. Mi tía, algo agitada por el combate, pasó junto a ellos y entró en la casa con gran dignidad, sin darse por enterada de su presencia hasta que Janet los anunció.

–¿Quiere que me vaya, tía? –pregunté, temblando.

–No, señor –respondió ella–. ¡Por supuesto que no!

Y, después de decir estas palabras, me empujó hasta un rincón, a su lado, y me parapetó tras una silla, como si estuviera en una prisión o en el banquillo de un tribunal de justicia. Continué en ese lugar hasta el final de la entrevista, y desde allí vi al señor y a la señorita Murdstone entrar en la sala.

–¡Oh! –exclamó mi tía–. Al principio no sabía contra quién tenía el placer de protestar. Pero no permito que ningún burro pise mi césped. Y no hago excepciones. Es algo que no tolero a nadie.

–Su regla resulta bastante molesta para los forasteros –afirmó la señorita Murdstone.

–¿De veras?

El señor Murdstone pareció temeroso de reanudar las hostilidades y decidió intervenir:

–¡Señorita Trotwood!

–Perdón, caballero –dijo mi tía, clavando en él su mirada penetrante–. ¿Es usted el mismo señor Murdstone que contrajo matrimonio con la viuda de mi difunto sobrino, David Copperfield, de Rookery, en Blunderstone? Aunque jamás comprenderé por qué pusieron ese nombre a la casa.

–En efecto –respondió mi padrastro.

–Entonces, caballero –añadió la señorita Betsey–, espero que sepa disculparme si le digo que, en mi opinión, habría sido mucho mejor que hubiera dejado en paz a aquella pobre niña.

–Estoy de acuerdo con la señorita Trotwood –señaló la señorita Murdstone, torciendo el gesto– cuando afirma que nuestra pobre Clara no era más que una niña, en todos los sentidos.

–Es un verdadero consuelo, señora –declaró mi tía–, que nadie pueda decir algo semejante de nosotras, que tenemos ya cierta edad y no corremos peligro de que alguien nos haga desgraciadas a causa de nuestros atractivos personales.

–Tiene razón –replicó la señorita Murdstone, aunque no pareció asentir de muy buena gana–. Y, como usted acaba de decir, habría sido mucho mejor para mi hermano que esa boda nunca se hubiera celebrado. Ésa ha sido siempre mi opinión.

La entrevista decisiva

–No me cabe la menor duda –manifestó la señorita Betsey, tocando la campanilla–. Janet, presenta mis respetos al señor Dick y ruégale que baje a acompañarnos.

Mientras esperaba su llegada, mi tía continuó muy erguida, contemplando la pared con el ceño fruncido. Cuando el señor Dick entró en la sala, lo presentó ceremoniosamente:

–El señor Dick. Un viejo e íntimo amigo, en cuyo juicio –exclamó con énfasis, como si quisiera llamar al orden al señor Dick, que se mordía el dedo índice con aire atontado– confío plenamente.

El señor Dick, comprendiendo la indirecta, retiró el dedo de su boca y se quedó en pie en medio del grupo, con expresión grave y atenta. Mi tía hizo un gesto con la cabeza al señor Murdstone, el cual prosiguió:

–Señorita Trotwood, al recibir su misiva, consideré un acto de mayor justicia para mí, y tal vez de mayor respeto a usted…

–Se lo agradezco –dijo mi tía, sin apartar de él su mirada penetrante–. No debería preocuparse por mí.

–Venir a contestarle en persona, a pesar de los inconvenientes del viaje, en lugar de hacerlo por carta –continuó el señor Murdstone–. Este desventurado muchacho que ha huido lejos de sus amigos y de su trabajo…

–Y cuyo aspecto –interrumpió su hermana, convirtiéndome con mi indescriptible vestimenta en el centro de atención– no puede resultar más infame y vergonzoso.

–Jane Murdstone –exclamó mi padrastro–, ten la bondad de dejarme terminar. Este desventurado muchacho, señorita Trotwood, ha causado infinidad de disgustos y de trastornos en nuestro hogar, tanto en vida de mi querida esposa como después de su muerte. Tiene un carácter arisco y rebelde, un temperamento violento y una naturaleza indómita e intratable. Mi hermana y yo hemos intentado corregir sus defectos, sin conseguirlo. Y he juzgado, mejor dicho hemos juzgado (pues mi hermana goza de mi total confianza), que sería preferible que escuchara esta grave y desapasionada declaración de nuestros labios.

–No creo que sea necesario que yo confirme las palabras de mi hermano –señaló la señorita Murdstone–; pero me gustaría añadir que, en mi opinión, no existe un muchacho peor que éste en todo el mundo.

–¡Exagera! –dijo mi tía secamente.

–En absoluto, si tiene en cuenta los hechos –repuso la señorita Murdstone.

–¡Ah! –exclamó mi tía–. ¿Y qué más, caballero?

–Tengo mis propias teorías sobre el mejor modo de educarle –prosiguió el señor Murdstone, cuyo rostro se iba ensombreciendo cada vez más, a medida que su mirada y la de la señorita Trotwood se cruzaban–. Éstas se basan, por una parte, en el conocimiento de su carácter y, por otra, en el conocimiento de mis medios y de mis recursos. Sólo debo responder de mis ideas ante mí mismo, actúo de acuerdo con ellas y no tengo que dar explicaciones a nadie. Será suficiente decir que he dejado a este muchacho al cuidado de un amigo, en una empresa respetable; que eso no le agradaba; que se ha escapado; que ha recorrido el país como si fuera un vagabundo; y que ha venido aquí, en harapos, para pedirle ayuda, señorita Trotwood. Deseo explicarle con toda franqueza lo que ocurriría, por lo que yo sé, si usted decidiera respaldarle.

–Hablemos primero de esa empresa tan respetable –dijo mi tía–. Si hubiera sido su propio hijo, supongo que también lo habría colocado allí, ¿no es cierto?

–Si hubiera sido el hijo de mi hermano –interrumpió la señorita Murdstone–, su carácter habría sido muy diferente.

–Y si esa desdichada niña, su madre, siguiera con vida, ¿lo habría enviado también a esa empresa tan respetable? –inquirió la señorita Betsey.

–Creo que Clara no se habría opuesto a nada que mi hermana Jane y yo hubiéramos considerado mejor para el muchacho –respondió el señor Murdstone, con una inclinación de cabeza.

La señorita Murdstone confirmó sus palabras con un murmullo claramente audible.

–¡Bah! –exclamó mi tía–. ¡Pobre pequeña!

El señor Dick había estado todo ese tiempo haciendo tintinear el dinero en su bolsillo, y el sonido empezó a resultar tan molesto que mi tía creyó necesario imponerle silencio con la mirada.

–Y la pensión de esa pobre niña, ¿acaso desapareció con ella? –preguntó.

–En efecto –replicó el señor Murdstone.

–Y su pequeña propiedad, la casa y el jardín, extrañamente llamada Rookery, ¿no se firmó ningún documento para que fuera heredada por su hijo?

–Su primer marido se lo dejó a ella sin condiciones –comenzó a decir el señor Murdstone; pero mi tía le interrumpió sin disimular su enorme irritación e impaciencia.

–¡Dios mío! No es necesario que lo explique. ¡Se lo dejó a ella sin condiciones! Como si David Copperfield hubiera sido capaz de prever algo, aunque lo tuviese delante de sus ojos… Por supuesto que se lo dejó sin condiciones. Pero cuando ella volvió a contraer matrimonio, cuando cometió el terrible error de casarse con usted –exclamó mi tía–, para ser breves, y hablando con franqueza, ¿nadie defendió los intereses de este muchacho?

–Mi difunta esposa amaba a su segundo marido, señora –afirmó el señor Murdstone–, y confiaba ciegamente en él.

–Su difunta esposa, caballero, era la criatura más desgraciada y desvalida de este mundo, y no sabía nada de él –añadió la señorita Betsey, moviendo la cabeza–. Eso es lo que era. Y ahora, ¿quiere decirme algo más?

–Solamente esto, señorita Trotwood –respondió–. He venido a este lugar para llevarme a David, sin condiciones; haré con él lo que crea conveniente y lo trataré como me parezca justo. No estoy aquí para hacer ninguna promesa, ni para llegar a un acuerdo con nadie. Quizá se le haya pasado por la cabeza, señorita Trotwood, ayudarle en su huida y escuchar sus quejas. Su actitud, que no resulta nada conciliadora, me empuja a pensar que tal cosa es posible. Pero he de advertirle que, si lo protege una sola vez, tendrá que hacerlo para siempre; y que, si se interpone entre él y yo, jamás podrá arrepentirse de su decisión. Hablo con la mayor seriedad y no toleraré que nadie juegue conmigo. He venido a este lugar, por primera y última vez, para llevarme a David. ¿Está dispuesto a acompañarme? Si no lo está… si usted dice que no lo está, sea cual sea el pretexto alegado, las puertas de mi casa se cerrarán para él a partir de ahora; y daré por sentado que se le abrirán las suyas.

La señorita Betsey escuchó sus palabras con gran atención, más erguida que nunca, con las manos enlazadas sobre una rodilla y los ojos clavados en su interlocutor. Cuando éste terminó de hablar, mi tía, sin variar de postura, dirigió su mirada a la señorita Murdstone.

–Y usted, señora, ¿tiene algo que añadir?

–La verdad es que mi hermano ha explicado tan bien cuanto yo podría decir, señorita Trotwood –contestó Jane Murdstone–, y ha expuesto con tanta claridad los hechos que sólo me queda agradecerle su cortesía, su enorme cortesía –repitió en un tono irónico que dejó a mi tía tan indiferente como hubiera dejado al cañón junto al que dormí en Chatham.

–¿Y qué piensa el niño de todo esto? –quiso saber mi tía–. ¿Estás dispuesto a ir, David?

Respondí que no, y le rogué que no permitiera que me alejaran de ella. Le conté que el señor y la señorita Murdstone jamás me habían querido; que nunca me habían tratado con cariño; que por mi culpa habían hecho muy desgraciada a mi madre, que me adoraba; y que no sólo lo sabía yo, sino también Peggotty. Le conté que había sido mucho más desgraciado de lo que nadie podría imaginar, viéndome tan pequeño. Y le supliqué –no recuerdo cuáles fueron mis palabras, pero sé que entonces me conmovieron mucho– que me amparara y protegiera, por consideración a mi padre.

–Señor Dick –preguntó mi tía–, ¿qué debo hacer con este niño?

Su viejo amigo empezó a meditar, vaciló y, finalmente, exclamó radiante:

–Diga que le tomen las medidas para un traje.

–Señor Dick –exclamó mi tía con aire triunfal–, deme la mano; su sentido común es un verdadero tesoro.

Después de estrecharle la mano con suma cordialidad, me atrajo hacia ella.

–Puede marcharse cuando quiera, señor Murdstone –señaló–; correré el riesgo de quedarme con el muchacho. Si es tal como asegura, podré, en cualquier caso, hacer lo mismo que usted ha hecho por él. Pero no le creo en absoluto.

–Señorita Trotwood –repuso mi padrastro, encogiéndose de hombros al tiempo que se levantaba–, si fuera un caballero…

–¡Bah! ¡Tonterías! –afirmó ella–. ¡Más le vale no decir nada!

–¡Qué educación tan exquisita! –exclamó la señorita Murdstone, poniéndose también en pie–. ¡Me siento abrumada!

–¿Acaso cree que no sé –afirmó mi tía, haciendo oídos sordos a la hermana y dirigiéndose al hermano, sin dejar de mover la cabeza de un modo muy elocuente– la clase de vida que dieron a esa pobre y desdichada niña, que no tenía quien la aconsejara? ¿Piensa que ignoro lo nefasto que fue para esa criatura tan dulce cruzarse con usted? Estoy segura de que la miró sonriendo y con ojos tiernos, ¡como si fuera incapaz de matar una mosca!

–¡Jamás había oído hablar a nadie con tanta delicadeza! –censuró la señorita Murdstone.

–¿Supone que soy incapaz de imaginar ese momento como si hubiera estado allí –prosiguió mi tía–, ahora que le he visto con mis propios ojos y que he escuchado sus palabras, lo que, para ser sincera, no ha sido nada agradable para mí? ¡Oh, sí! El señor Murdstone empezó siendo el caballero más bondadoso y amable del mundo. La pobre e inocente joven jamás había conocido a un hombre así. Era todo dulzura. La idolatraba. Adoraba a su pequeño, ¡lo quería con verdadera ternura! Sería un segundo padre para él, y los tres vivirían felices en un jardín de rosas, ¿no es así? ¡Puf! ¡Vamos, váyanse de una vez!

–¡En mi vida me había tropezado con alguien semejante! –profirió la señorita Murdstone.

–Y cuando estuvo seguro –afirmó mi tía– de que esa pobre insensata había caído en sus manos (y que Dios me perdone por llamar así a una criatura que se encuentra en un lugar al que no tiene ninguna prisa por dirigirse), como si no le hubiera causado ya bastante daño a ella y a los suyos, empezó a educarla, ¿no es cierto? Y sometió su voluntad, como si fuera un pobre pajarillo enjaulado, robándole la vida poco a poco, mientras le enseñaba a cantar melodías.

–Me gustaría saber si está loca o si ha bebido demasiado –dijo la señorita Murdstone, en un intento desesperado por atraer la atención de mi tía–; supongo que está ebria.

La señorita Betsey, haciendo caso omiso de su interrupción, continuó dirigiéndose a su hermano.

–Señor Murdstone –exclamó, amenazándole con el dedo–, fue usted un tirano con esa inocente niña y rompió su corazón. Ella era todo ternura… lo sé muy bien; lo supe mucho antes de que usted la conociera. Y aprovechó su debilidad para infligirle las heridas que ocasionaron su muerte. Ésa es la verdad, le guste o no; y puede hacer con ella lo que quiera, tanto usted como quienes le han servido de instrumento.

–Déjeme preguntarle, señorita Trotwood –insistió la señorita Murdstone–, a quién se refiere con esa expresión que no figura en mi vocabulario.

La señorita Betsey, completamente sorda a sus palabras, reanudó sus invectivas sin inmutarse.

–Como ya le he dicho, era ostensible mucho antes de que la conociera… Aunque por qué la Divina Providencia, en sus misteriosos designios, permitió que usted se cruzara con ella, es algo que se escapa a la comprensión humana. Era ostensible que una criatura tan joven y tan dulce se casaría, antes o después; pero nunca pensé que su matrimonio sería tan desastroso. Hablo de la época en que nació este niño –aclaró mi tía–; este pobre niño del que se valdría usted después para atormentarla, lo que ahora constituye un recuerdo muy desagradable y convierte su presencia en algo odioso. ¡Sí, sí! ¡No es preciso que se estremezca! Estoy convencida de que es cierto.

El señor Murdstone no se había movido en todo ese tiempo de al lado de la puerta, mirándola fijamente con una sonrisa en los labios, aunque sin dejar de fruncir el ceño. Ahora me doy cuenta de que, a pesar de que fingía sonreír, había palidecido de pronto y respiraba como si hubiera hecho un gran esfuerzo.

–¡Buenos días, señor! –dijo mi tía–. ¡Y adiós! ¡Buenos días también a usted, señora! –exclamó, volviéndose de pronto hacia su hermana–. Si la veo pisar césped nuevamente con uno de esos burros, tan seguro como que tiene una cabeza encima de los hombros, le arrancaré su sombrero y lo pisotearé.

Sería necesario un pintor, y no un pintor cualquiera, para representar el rostro de mi tía mientras expresaba aquel sentimiento tan inesperado, y el de la señorita Murdstone mientras la escuchaba. Pero el tono de su discurso, así como el contenido, fue tan airado que la señorita Murdstone, sin decir una sola palabra, cogió prudentemente el brazo de su hermano y salió con aire altivo de la casa; mi tía contempló cómo se alejaban desde la ventana, dispuesta, sin duda, a cumplir su amenaza si los burros reaparecían.

Como nadie intentó desafiarla, sin embargo, la expresión de su cara se dulcificó poco a poco, y pareció tan contenta que me atreví a besarla y a darle las gracias; lo que hice de todo corazón, colocando mis brazos alrededor de su cuello. Después estreché la mano del señor Dick, que se empeñó en repetir nuestro saludo varias veces y en celebrar el final feliz de aquella historia con sonoras carcajadas.

–Se considerará, junto conmigo, el tutor de este niño, señor Dick –dijo la señorita Betsey.

–Estaré encantado de ser el tutor del hijo de David –se apresuró a responder él.

–Muy bien –exclamó mi tía–. Asunto arreglado. He pensado, señor Dick, que podría llamarlo Trotwood.

–Por supuesto, por supuesto. Llámelo Trotwood –contestó el señor Dick–. Trotwood, el hijo de David.

–Quiere decir Trotwood Copperfield, ¿no? –inquirió mi tía.

–Sí, sí. Desde luego. Trotwood Copperfield –repitió el señor Dick, algo confuso.

A mi tía le agradó tanto su idea que ella misma escribió con tinta indeleble el nombre de «Trotwood Copperfield» en las prendas ya confeccionadas que me compraron aquella tarde, antes de que yo me las pusiera; y quedó acordado que en toda mi ropa (pues encargó para mí un vestuario completo) se marcarían esas iniciales.

Y así empezó mi nueva vida, con un nuevo nombre y con todo nuevo a mi alrededor. Ahora que mis dudas se habían disipado, me pareció vivir en un sueño durante muchos días. Jamás se me ocurrió que mi tía y el señor Dick fueran una extraña pareja de tutores. Nunca pensé con claridad en lo que me afectaba personalmente. Lo que sí sabía muy bien era que mi antigua vida en Blunderstone pertenecía al pasado y ahora parecía flotar entre la bruma, a una enorme distancia; y que un telón había caído para siempre sobre mi vida en Murdstone y Grinby. Nadie ha vuelto a levantarlo jamás. Y si lo he hecho yo por unos momentos, incluso en esta narración, ha sido con mano vacilante, y he vuelto a dejarlo caer con alegría. El recuerdo de aquella vida resulta tan doloroso para mí, está tan cargado de sufrimiento y de desesperanza, que jamás he tenido el valor de calcular cuánto tiempo estuve condenado a llevarla. Ignoro si duró un año, o más, o menos. Lo único que sé es que fue real y después dejó de serlo; y que lo he escrito y en estas páginas queda.

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