David Copperfield

LI El comienzo de un viaje más largo

LI

Era todavía muy temprano, al día siguiente, cuando, mientras paseaba por el jardín con mi tía (que apenas hacía otro ejercicio, pues estaba siempre cuidando a mi querida Dora), me anunciaron que el señor Peggotty quería hablar conmigo. Vino a mi encuentro en el jardín, al ver que yo me dirigía a la entrada; y se quitó el sombrero, tal como era su costumbre siempre que advertía la presencia de mi tía, por la que sentía un gran respeto. Yo acababa de contarle a ella lo ocurrido la noche anterior. Sin pronunciar una sola palabra, se acercó a mi amigo con gesto cordial, estrechó su mano y le dio unas palmaditas cariñosas en el brazo. Todos sus ademanes fueron tan expresivos que no tuvo necesidad de decir una palabra. El señor Peggotty la comprendió tan bien como si hubiera pronunciado un millar.

–Ahora entraré en casa, Trot –dijo mi tía–, y me ocuparé de nuestra Pequeña Flor, que no tardará en levantarse.

–Espero que no se vaya por mi culpa, señora –exclamó el señor Peggotty–. Si estoy en mis cabales esta mañana, creo que se marcha porque he llegado yo.

–Seguro que tiene algo que contarle a mi sobrino, querido amigo –respondió ella–, y lo hará mejor sin mí.

–Con su permiso, señora –contestó el señor Peggotty–, me gustaría mucho que se quedara con nosotros, si no le molesta mi parloteo…

–¿De veras? –preguntó mi tía, en tono afable–. ¡Entonces me quedaré!

Y dio su brazo al señor Peggotty, y se encaminó con él hacia un pequeño y frondoso cenador que había al fondo del jardín, donde se sentó en un banco, y yo me senté a su lado. También había sitio para el señor Peggotty, pero él prefirió seguir en pie, apoyando su mano en una pequeña mesa rústica. Viéndole mirar la gorra antes de empezar a hablar, no pude dejar de percibir la energía y la fortaleza de carácter que revelaba su mano nervuda, y lo bien que armonizaba con su honrada frente y su cabello gris plomizo.

–Ayer por la noche –empezó a decir el señor Peggotty, levantando su mirada hacia nosotros– llevé a mi querida pequeña a mi alojamiento, donde, después de haberla esperado durante tanto tiempo, tenía todo preparado para recibirla. Tuvieron que pasar varias horas para que fuese capaz de reconocerme; pero, cuando lo hizo, se arrodilló a mis pies y me contó, igual que si estuviera rezando sus oraciones, cómo había sucedido todo. Créanme ustedes, cuando oí su voz, la misma que sonaba tan alegre en casa… y la vi tan humillada, como en el polvo donde nuestro Salvador escribió con su bendita mano… mi corazón pareció desgarrarse, a pesar de toda la gratitud que sentía –se pasó la manga por la cara, sin pretender ocultar el motivo; y luego se aclaró la voz–. Pero ese sentimiento no me duró mucho, pues la había encontrado. Sólo tuve que pensar que la había encontrado, y se me pasó. No sé por qué lo digo ahora, sinceramente. Hace unos instantes, no tenía intención de hablar de mí; pero las palabras han surgido de un modo tan natural que las he pronunciado sin darme cuenta.

–Es usted un alma abnegada –exclamó mi tía–, y algún día tendrá su recompensa.

El señor Peggotty, con las sombras de las hojas jugueteando en su rostro, se inclinó con aire sorprendido ante mi tía, como si quisiera agradecerle su buena opinión; después retomó el hilo de su historia.

–Cuando mi Emily se escapó –dijo, abandonándose a una cólera pasajera– de la casa donde la tenía encerrada esa serpiente de cascabel que vio el señorito Davy (su historia era cierta, ¡maldito sea!), huyó en medio de la noche. Era una noche oscura y estrellada. Enloquecida, corrió por la playa, creyendo que encontraría allí la vieja gabarra; y nos gritaba que nos asomáramos, pues era ella quien llegaba. Se oía llorar a sí misma, como si fuera otra persona; y se cortó con las afiladas piedras y con las rocas, sin sentir más dolor que si ella misma hubiera sido otra roca. Siguió corriendo; y era como si tuviese fuego delante de los ojos y oyera un estruendo a su alrededor. De pronto amaneció (o al menos ésa fue su impresión, háganse ustedes cargo), un día húmedo y ventoso, y se encontró tendida junto a unas rocas, en la playa, mientras una mujer le preguntaba, en la lengua del país, qué le había ocurrido.

El señor Peggotty veía todo lo que nos contaba. Las escenas desfilaban tan vívidamente ante sus ojos que, arrastrado por su fervor, nos describía lo acontecido con una claridad que soy incapaz de expresar. Cuando escribo estas palabras, después de tanto tiempo, me cuesta creer que yo no presenciara aquellos hechos; tan asombroso es el aire de fidelidad con que están grabados en mi memoria.

–Cuando los ojos de Emily, que estaban agotados, vieron mejor a la joven –prosiguió el señor Peggotty–, se dio cuenta de que era una de las mujeres con las que charlaba a menudo en la playa. Pues, aunque había corrido mucho durante la noche (como he dicho antes), en otras ocasiones había llegado muy lejos en sus excursiones, unas veces a pie, otras en barco o en carruaje, y conocía bien millas y millas de costa de aquella región. La mujer no tenía hijos; llevaba poco tiempo casada, pero esperaba uno para pronto. ¡Que el Cielo escuche mis plegarias para que ese niño sea durante toda su vida una alegría, un consuelo y un orgullo! ¡Que la ame y la respete cuando sea anciana! ¡Que la socorra hasta el último instante! ¡Que sea un ángel para ella aquí como en el otro mundo!

–¡Amén! –exclamó mi tía.

–La joven se había mostrado al principio tímida y asustadiza –dijo el señor Peggotty–, y se quedaba a cierta distancia con su máquina de hilar, o de lo que fuera, mientras Emily hablaba con los niños. Pero mi sobrina había advertido su presencia, y se había acercado a conversar con ella; como la recién casada quería mucho a los niños, no habían tardado en congeniar. Hasta tal punto que siempre que Emily pasaba por allí, la mujer le regalaba flores. Y era ella precisamente quien ahora le preguntaba qué le había ocurrido. Emily se lo contó y la joven… se la llevó a su casa. Sí, eso fue lo que hizo. Se la llevó a su casa –añadió el señor Peggotty, cubriéndose el rostro.

Desde la noche en que Emily se marchó, nada parecía haberle conmovido tanto como aquel acto de bondad. Ni mi tía ni yo quisimos interrumpirle.

–Era una pequeña cabaña, como pueden suponer –exclamó, tras unos instantes de silencio–, pero encontró un rincón donde esconder a Emily (su marido estaba en la mar), y consiguió que sus vecinos (que no eran muchos) también guardaran el secreto. Emily cayó enferma, con mucha fiebre, y lo que me parece muy extraño (aunque quizá la gente instruida sepa encontrar una explicación) es que olvidó el idioma de aquel país y sólo sabía hablar el suyo propio, que nadie comprendía. Recuerda, como si fuera un sueño, que estaba acostada, hablando sin cesar su propia lengua, convencida de que la vieja gabarra se encontraba tras el siguiente cabo, en la bahía; rogaba y suplicaba que enviaran a alguien a avisarnos de que se moría, y que volviera al menos con una palabra de perdón. La mayor parte del tiempo imaginaba que el hombre que he mencionado antes estaba al acecho tras la ventana; o que el culpable de su situación se encontraba en el cuarto… y entonces gritaba a la bondadosa joven que no la abandonara, aunque sabía que ésta no podía entenderla, y temía que se la llevaran por la fuerza. Seguía viendo fuego delante de los ojos y oyendo un estruendo a su alrededor; y no existía el hoy, ni el ayer, ni el mañana. Pero todo lo que había ocurrido o habría podido ocurrir en su vida, y todo lo que no había ocurrido ni podría ocurrir jamás, se agolpaba en su cabeza… y ella se sentía confusa y contrariada, ¡y, sin embargo, cantaba y se reía de todo! No sé cuánto duró aquello; pero luego cayó en un profundo sueño, más fuerte que su propio ser; y en ese sueño se sumió en la debilidad de la más desvalida criatura.

Al llegar aquí se detuvo, como si necesitara recuperarse de los horrores de su propia descripción. Después de guardar silencio unos instantes, continuó su relato.

–Emily se despertó una hermosa tarde; tan apacible que no se oía otra cosa que el murmullo de aquel mar azul sin mareas. Al principio creyó que estaba en casa, un domingo por la mañana; pero las hojas del emparrado que vio por la ventana, y a lo lejos colinas, no eran las de su tierra, y se sintió confundida. Más tarde entró su amiga y se sentó al lado de la cama; y entonces supo que la vieja gabarra no estaba tras el siguiente cabo, en la bahía, sino muy lejos; y recordó dónde se encontraba y por qué; y estalló en sollozos sobre el pecho de la bondadosa joven, donde ahora espero que repose su pequeño hijito, ¡alegrándola con sus lindos ojos!

El señor Peggotty no podía mencionar a aquella buena amiga de Emily sin que los ojos se le llenaran de lágrimas. Cualquier intento resultaba inútil; y rompió a llorar de nuevo, ¡esforzándose por bendecirla!

–Aquello fue un consuelo para Emily –prosiguió, después de una emoción que no pude contemplar sin conmoverme; en cuanto a mi tía, no dejaba de llorar–; aquello fue un consuelo para ella y empezó a mejorar. Pero había olvidado por completo el idioma del país y se veía obligada a hablar por señas. Siguió mejorando día a día, lentamente, e intentó aprender los nombres de las cosas más comunes, nombres que parecía no haber oído nunca, hasta un atardecer en que vio desde su ventana a una niña que jugaba en la playa. De pronto la pequeña le tendió la mano y pronunció unas palabras que en inglés significaban: «¡Hija de pescador, mira qué concha tan bonita!». Pues han de saber que todos la llamaban al principio «Hermosa señora», como es habitual en aquellas tierras, pero ella les había enseñado a llamarla «Hija de pescador». La niña dijo de pronto: «Hija de pescador, mira qué concha tan bonita»; y entonces Emily la entendió; y le contestó, llorando de alegría; ¡y se acordó de todo!

»Cuando recobró sus fuerzas –añadió el señor Peggotty, después de otro breve silencio–, buscó el modo de dejar a la bondadosa joven y volver a su país. Para entonces, el marido había regresado a casa; y los dos la ayudaron a embarcar en un pequeño carguero que salía rumbo a Livorno, y después se dirigía a Francia. Tenía un poco de dinero, pero ellos se negaron a aceptarlo. ¡Supongo que me alegro, a pesar de lo pobres que eran! Lo que hicieron por ella está guardado donde ni las polillas ni el moho corrompen, y donde los ladrones ni socavan ni roban. Señorito Davy, ningún tesoro del mundo durará más que su buena acción.

»Emily llegó a Francia y empezó a trabajar de doncella en una posada del puerto. Pero un día apareció allí esa serpiente… ¡Espero que no se me acerque jamás! ¡No sé qué daño sería capaz de hacerle! Y, tan pronto como Emily lo vio, antes de que él advirtiera su presencia, el miedo y la locura volvieron a apoderarse de ella, y salió huyendo hasta del aire que él respiraba. Regresó a Inglaterra y desembarcó en Dover.

»No sé con certeza cuándo empezó a faltarle valor –exclamó el señor Peggotty–; pero, durante toda la travesía, había pensado en volver a su querido hogar. En cuanto pisó Inglaterra, se encaminó hacia Yarmouth. Pero el temor de que no la perdonaran, el temor de que la señalasen con el dedo, el temor de que alguno de nosotros hubiera muerto por su culpa, el temor de muchas cosas, la empujó a cambiar de idea, casi por la fuerza. «Tío, tío –me ha explicado–, ¡lo que más me aterrorizaba era no ser digna de hacer lo que mi corazón destrozado tanto anhelaba! Me alejé de casa, aunque en todas mis plegarias pedía a Dios que una noche me dejase llegar a rastras hasta el viejo escalón de entrada; y después de besarlo, y de apoyar en él mi malvado rostro, que me encontraran allí muerta por la mañana».

»Vino a Londres –dijo el señor Peggotty, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo temeroso–. Ella… que nunca había pisado esta ciudad… sola… sin un penique… tan joven… tan bonita… vino a Londres. Nada más llegar, sumida en la desesperación, conoció a alguien a quien creyó una amiga; una amable mujer que le sugirió que trabajara de costurera, lo que Emily mejor sabía hacer, y que prometió conseguirle muchos encargos, proporcionarle un lugar donde pasar la noche, y buscar confidencialmente noticias de su familia al día siguiente. Cuando mi pequeña –exclamó, alzando una voz llena de gratitud que le hizo estremecerse de la cabeza a los pies– estaba al borde de un abismo que no me atrevo siquiera a imaginar… ¡Martha, fiel a su promesa, la salvó!

No pude reprimir un grito de alegría.

–Señorito Davy –prosiguió, agarrando mi mano con fuerza–, fue usted el primero que me habló de esa joven. ¡Gracias, señor! Ella fue sincera con nosotros. Sabía, por su amarga experiencia, dónde vigilar y cómo proceder. Y lo hizo. ¡Y Dios la guió! Llegó, pálida y agitada, hasta donde Emily dormía. «Levántate –le dijo– ¡huye de algo peor que la muerte y ven conmigo!» Las personas que había en la casa quisieron detenerla, pero menos habrían podido detener el mar. «Aléjense de mí –exclamó Martha–, soy un fantasma que viene a sacarla de su tumba». Le contó a Emily que me había visto, y que sabía que yo la quería y la había perdonado. La vistió rápidamente y se la llevó, desfallecida y temblorosa, del brazo. Prestó la misma atención a cuanto le decían que si estuviera sorda. Avanzó entre aquella gente con mi pequeña, como si no existiera nadie más; ¡y la sacó sana y salva, en medio de la noche, de aquel antro de perdición!

»Cuidó de Emily –continuó el señor Peggotty, que había soltado mi mano, y había puesto la suya en su agitado pecho–; cuidó de Emily, que estaba postrada en la cama, exhausta, y a veces deliraba, hasta muy avanzada la mañana. Entonces fue a buscarme a mí, y después a usted, señorito Davy. No le contó a Emily dónde iba, por temor a que le faltara valor y decidiera huir. Me gustaría saber cómo se enteró de su paradero esa dama tan cruel. Si el individuo del que hemos hablado la vio entrar en la casa, o (lo que es más probable, en mi opinión) la mujer que engañó a Emily le dio la información, ¡qué importa! ¡Hemos encontrado a mi sobrina!

»Emily y yo hemos pasado toda la noche juntos –dijo el señor Peggotty–. En ese tiempo, es poco lo que me ha contado con palabras, en medio de sus lágrimas de dolor; y es menos lo que he visto de su querido rostro, que creció junto al fuego de mi hogar. Pero, durante toda la noche, sus brazos han rodeado mi cuello, y su cabeza ha reposado aquí; y los dos sabemos muy bien que siempre podremos confiar el uno en el otro.

El señor Peggotty dejó de hablar; y la mano que tenía apoyada en la mesa, completamente inmóvil, mostraba una determinación capaz de vencer a un león.

–Para mí fue como un rayo de luz, Trot –dijo mi tía, enjugándose los ojos–, tomar la decisión de ser la madrina de tu hermana Betsey Trotwood, que tanto me defraudó; después de eso, nada me complacería más que convertirme en la madrina del hijito de esa bondadosa joven.

El señor Peggotty asintió con la cabeza, dando a entender que comprendía los sentimientos de mi tía, pero prefirió no hacer ninguna referencia verbal al asunto tratado por ella. Todos nos quedamos en silencio, sumidos en nuestras propias reflexiones (mi tía se enjugaba las lágrimas, unas veces llorando con movimientos convulsivos y otras riendo y llamándose tonta), hasta que yo dije:

–Supongo que es innecesario preguntárselo, pero ¿ha hecho planes para el futuro, querido amigo?

–Por supuesto, señorito Davy –me respondió–; y le he contado a Emily que hay países inmensos lejos de aquí. Nuestra vida futura transcurrirá al otro lado del mar.

–Van a emigrar juntos, tía –señalé.

–¡En efecto! –exclamó el señor Peggotty, con una sonrisa esperanzada–. Nadie podrá hacerle el menor reproche a mi pequeña en Australia. ¡Allí empezaremos una nueva vida!

Quise saber si había fijado la fecha de su partida.

–He ido a los muelles esta mañana temprano, señor –contestó–, para enterarme de cuándo salen los barcos. Dentro de seis semanas o dos meses, zarpará uno; lo he visto esta mañana… he subido a bordo… y haremos la travesía en él.

–¿Los dos solos? –inquirí.

–¡Sí, señorito Davy! –repuso–. Mi hermana está tan encariñada con usted y con los suyos, y tan acostumbrada a no pensar más que en su propio país, que no sería justo dejarla venir con nosotros. Además, tiene que cuidar de alguien, señorito Davy; no podemos olvidarlo.

–¡Pobre Ham! –exclamé.

–Mi bondadosa hermana se ocupa de su casa, señora, y él la quiere mucho –explicó el señor Peggotty a mi tía–. Se sienta a su lado y conversa con ella, con ánimo sereno, cuando es incapaz de despegar los labios delante de otra persona. ¡Pobre muchacho! –agregó, moviendo la cabeza–. ¡No puede perder lo poco que le queda!

–¿Y la señora Gummidge? –pregunté.

–Es un asunto al que he dado muchas vueltas, se lo aseguro –replicó el señor Peggotty, con una mirada perpleja que fue aclarándose a medida que hablaba–. Verá, cuando la señora Gummidge se acuerda de su viejo no puede decirse que sea una compañía agradable. Entre usted y yo, señorito Davy (y usted también, señora), cuando a la señora Gummidge le da por lloriquear, los que no conocieron a su marido, la encuentran bastante irritable. Yo la comprendo porque sí le conocí –añadió–, y sé lo que valía; pero, como es natural, a los demás no les ocurre lo mismo.

Mi tía y yo asentimos.

–Es posible que mi hermana –prosiguió el señor Peggotty–, y digo que es posible, no que sea cierto, encontrara de vez en cuando a la señora Gummidge un poco molesta. Por ese motivo, no es mi intención dejarla con ella y con Ham, sino buscarle un hogar donde no le falte de nada. De modo que le asignaré una pensión, antes de marcharme, para que viva con desahogo. No hay ninguna mujer tan leal como ella. No podemos pedirle que, a su edad, sola y desamparada, la pobre anciana tenga que surcar los mares y atravesar bosques y desiertos de un país nuevo y muy lejano. Así, pues, eso es lo que haré con ella.

No se olvidaba de nadie. Pensaba en las necesidades y en el bienestar de todos, excepto en los suyos.

–Emily –continuó– se quedará conmigo (¡pobrecilla, necesita tanta paz y sosiego!) hasta el momento de embarcarnos. Se encargará de confeccionar la ropa que necesitemos; y espero que sus penas empiecen a parecerle más remotas hallándose de nuevo al lado de su tosco pero cariñoso tío.

Mi tía asintió con la cabeza, y el señor Peggotty se sintió sumamente satisfecho con aquella confirmación de sus esperanzas.

–Una cosa más, señorito Davy –exclamó, metiendo la mano en el bolsillo del chaleco y sacando con gesto grave el pequeño fajo de papeles que yo había visto con anterioridad, y que desdobló encima de la mesa–. Aquí están los billetes de cincuenta y de diez libras. Deseo añadir a esta cantidad el dinero que tenía Emily cuando se escapó de su encierro. Le he preguntado cuánto era (sin decirle por qué) y lo he sumado. No soy un hombre instruido. ¿Tendría la amabilidad de comprobar si está bien?

Me entregó una hoja de papel, excusándose por su ignorancia, y me observó mientras yo revisaba sus cálculos. Eran correctos.

–Gracias, señor –dijo, cogiéndola de nuevo–. Si no le parece mal, señorito Davy, pondré este dinero dentro de un sobre dirigido a él, poco antes de mi partida; y lo meteré dentro de otro sobre, dirigido a su madre. Le diré, en pocas palabras, cuál es su procedencia; y que me he marchado y no podrá devolvérmelo.

Le contesté que me parecía bien… que estaba plenamente convencido de que era bueno hacerlo, puesto que él consideraba que era lo más justo.

–He dicho antes que me faltaba una cosa –prosiguió con una sonrisa de preocupación, después de doblar el pequeño fajo y guardarlo en el bolsillo–, pero en realidad eran dos. Cuando salía de casa esta mañana, no estaba muy seguro de poder anunciar a Ham en persona lo que, gracias a Dios, había ocurrido. De modo que, una vez en la calle, le escribí una carta para comunicárselo y la envié por correo. Le he dicho que iría mañana a casa para solucionar mis pequeños asuntos y, probablemente, para despedirme de Yarmouth.

–¿Quiere que vaya con usted? –le pregunté, comprendiendo que dejaba algo sin decir.

–Si pudiera hacerme ese gran favor, señorito Davy –replicó–. Sé que su presencia les reconfortará un poco.

Mi pequeña Dora se sentía muy animada y tenía ganas de que yo fuera (eso me dijo cuando se lo comenté), de modo que en seguida prometí acompañar al señor Peggotty, tal como él quería. A la mañana siguiente, en consecuencia, estábamos en la diligencia de Yarmouth, haciendo de nuevo el viejo recorrido.

Al pasar esa noche por una calle tan familiar (el señor Peggotty cargado con mi maleta, a pesar de todas mis protestas), eché una ojeada a la tienda de Omer y Joram, y vi allí a mi viejo amigo el señor Omer, fumando su pipa. Yo me resistía a estar presente cuando el señor Peggotty se reuniera con su hermana y con Ham; el señor Omer me sirvió de disculpa para quedarme atrás.

–¿Cómo se encuentra el señor Omer después de tanto tiempo? –pregunté, entrando en su tienda.

Dispersó el humo de su pipa, a fin de poder verme mejor, y no tardó en reconocerme con gran alegría.

–Debería levantarme, señor, para agradecer el honor de esta visita –exclamó–, pero mis piernas no están del todo bien, y me llevan de un lado para otro con la ayuda de unas ruedas. No obstante, si exceptuamos mis piernas y mi respiración, me alegro de poder decir que me encuentro tan sano como el que más.

Le felicité por su buen aspecto y su buen humor, y constaté que su sillón tenía ruedas.

–Es un sistema ingenioso, ¿verdad? –dijo, siguiendo mi mirada y sacando brillo al brazo de su asiento–. Se mueve con la ligereza de una pluma y avanza con la seguridad de una diligencia. La pequeña Minnie, mi nieta, ya sabe, la hija de Minnie, coge impulso, le da un empujón y ¡allá vamos los dos, felices y contentos! Y le diré algo más: no hay un sillón mejor donde fumar en pipa.

Jamás he conocido a nadie que supiera sacar más partido de las cosas que el señor Omer; siempre encontraba su lado gracioso. Se mostraba tan radiante como si el sillón, el asma y la parálisis de sus piernas fueran las distintas piezas de un gran invento destinado a aumentar el placer de fumar una pipa.

–Le aseguro que me entero de muchas más cosas desde este sillón –afirmó–. Le sorprendería ver la cantidad de gente que entra a charlar conmigo a lo largo del día. ¡Ya lo creo que le sorprendería! Y los periódicos parecen llevar el doble de noticias desde que me he aficionado a este sillón. En cuanto a la lectura en general, ¡válgame Dios, de cuántas cosas me entero! Por eso me siento tan pletórico, ¿sabe? Si hubieran sido mis ojos, ¿qué habría hecho? Si hubieran sido mis oídos, ¿qué habría hecho? Pero, tratándose de mis piernas, ¡qué más da! No me servían sino para hacerme jadear más. Y ahora, si quiero salir a la calle o bajar a la playa, no tengo más que llamar a Dick, el aprendiz más joven de Joram, y allá me voy en mi propio carruaje, ¡como si fuera el alcalde de Londres!

Al decir esto, estuvo a punto de ahogarse de risa.

–¡Que Dios le bendiga! –exclamó el señor Omer, cogiendo de nuevo su pipa–. A mal tiempo buena cara; es algo que todos los hombres han de comprender en esta vida. A Joram le va muy bien el negocio. ¡Es un negocio excelente!

–Me alegro de oírlo.

–Estaba seguro –dijo el señor Omer–. Y Joram y Minnie siguen tan enamorados como siempre. ¿Qué más puede pedir un hombre? ¿Qué valen sus piernas al lado de ?

El desprecio supremo que mostraba por sus piernas, mientras fumaba en su sillón, es una de las excentricidades más divertidas con que me he tropezado en la vida.

–Y desde que me he puesto a leer, usted se ha puesto a escribir, ¿no es cierto, señor? –exclamó el señor Omer, mirándome con admiración–. ¡Qué hermoso libro el suyo! ¡Qué frases! Lo leí de cabo a rabo… de cabo a rabo. ¡Y sin que me entrase nada de sueño!

Expresé riendo mi satisfacción, pero he de confesar que esta asociación de ideas me pareció significativa.

–Le doy mi palabra de honor, señor –prosiguió–, de que, cuando pongo esa obra encima de la mesa y contemplo sus tres volúmenes, separados e independientes… uno, dos, tres… me siento tan orgulloso como Polichinela de pensar que he tenido el honor de relacionarme con su familia. Hace mucho tiempo de eso, ¿verdad? Allí en Blunderstone… donde colocamos a un chiquitín al lado de su madre. Y era usted tan pequeño entonces… ¡Válgame Dios!

Cambié de tema mencionando a Emily. Después de asegurarle que no había olvidado su interés por la joven, ni el cariño con que siempre la había tratado, le conté, sin entrar en detalles, el modo en que su tío la había encontrado, gracias a la ayuda de Martha; sabía que el anciano se alegraría. Escuchó mis palabras con la mayor atención y, cuando hube terminado, dijo conmovido:

–¡Me siento tan complacido, señor! Es la mejor noticia que he recibido en mucho tiempo. ¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! ¿Y qué van a hacer ahora por la infortunada Martha?

–Toca usted un asunto en el que llevo pensando desde ayer –respondí–, pero sobre el que todavía no puedo darle información, señor Omer. Es un asunto delicado, y el señor Peggotty no ha hecho la menor alusión a él. Pero estoy seguro de que no lo ha olvidado. Jamás olvida nada que sea bueno y desinteresado.

–Porque, sabe usted –prosiguió el señor Omer–, decidan lo que decidan, me gustaría colaborar. Inscríbame con la cantidad que le parezca correcta y avíseme. Nunca creí que esa muchacha fuera mala, y me satisface ver que no me equivocaba. Mi hija Minnie también se alegrará. Las jóvenes son a veces criaturas contradictorias –su madre era igual que ella–, pero tienen buen corazón. En realidad, lo de Minnie con Martha no es más que una pose. No intentaré explicarle por qué adopta esa actitud. Pero es sólo fachada. En privado, haría cualquier cosa por Martha. Así que inscríbame con la cantidad que le parezca correcta, ¿me hará ese favor? Y envíeme unas líneas diciéndome dónde enviarla. ¡Válgame Dios! –exclamó el señor Omer–. Cuando un hombre se acerca al momento en que los dos extremos de la vida se tocan; cuando, por muy animoso que sea, se ve llevado de aquí para allá por segunda vez en una especie de cochecito infantil, debería sentirse muy feliz de realizar una buena obra si está en su mano. Lo que desea es realizar muchas. Y no hablo exclusivamente de mí –añadió el anciano–; a mi modo de ver, todos nos dirigimos hacia el pie de la colina, cualquiera que sea nuestra edad, ya que el tiempo no se detiene un solo instante. ¡Así que hagamos buenas obras, y que eso nos llene de alegría!

Sacudió la ceniza de su pipa, y colocó ésta en un pequeño anaquel en la parte posterior del sillón, construido expresamente para ese fin.

–Y el primo de Emily, con el que se tenía que haber casado –dijo el señor Omer, frotándose suavemente las manos–, ¡uno de los mejores jóvenes de Yarmouth! A veces viene por las tardes a charlar conmigo, o a leerme algo durante una hora. ¡A eso le llamo yo ser bondadoso! Toda su vida es pura bondad.

–Ahora voy a verle.

–¿De veras? Pues dígale que me encuentro bien y que le envío mis respetos. Minnie y Joram han ido a un baile. Si hubieran estado en casa, se habrían sentido tan orgullosos como yo de verlo. Minnie no quiere salir casi nunca, «a causa de papá», como ella dice. De modo que esta noche le he jurado que, si no iba, me acostaría a las seis. El resultado es que ahora está bailando con Joram –exclamó, riéndose tanto del éxito de su estratagema que hasta su sillón pareció temblar.

Estreché su mano y le di las buenas noches.

–Un momento, señor –dijo el anciano–. Si se marchara sin ver a mi elefantita, se perdería lo mejor. ¡Jamás ha visto nada igual! ¡Minnie!

Una vocecita musical contestó desde algún lugar del piso superior: «¡En seguida voy, abuelo!» y una preciosa niña de largos cabellos rubios y rizados entró corriendo en la tienda.

–Ésta es mi elefantita, señor –explicó el señor Omer, acariciando a la pequeña–. De raza siamesa. ¡Vamos, elefantita!

La elefantita dejó abierta la puerta de la sala, lo que me permitió ver que ésta se había convertido, recientemente, en el dormitorio del señor Omer, al que debía de ser muy difícil llevar arriba; y luego la niña apoyó su lindo rostro, oculto tras sus largos cabellos, contra el respaldo del sillón de su abuelo.

–Ya sabe, señor –dijo el anciano, guiñando un ojo–, que el elefante embiste contra cualquier cosa. ¡Elefantita! A la una, a las dos… ¡a las tres!

A esta señal, la elefantita, con una destreza asombrosa en un animal tan pequeño, dio la vuelta al sillón con el señor Omer en él y lo metió atropelladamente en la sala sin rozar el marco de la puerta; el señor Omer, mientras tanto, disfrutaba como un loco de su hazaña y se volvía hacia mí como si aquél fuera el premio de una vida de esfuerzo.

Después de dar un paseo por la ciudad, me dirigí a casa de Ham. Peggotty se había trasladado definitivamente a ella; y había alquilado su casa al sucesor del señor Barkis en el negocio de los transportes, el cual le había pagado un buen precio por la clientela, el carro y el caballo. Creo que se trataba del mismo cuadrúpedo perezoso que conducía el señor Barkis.

Los encontré en la cocina, limpia y reluciente, acompañados de la señora Gummidge, a la que el señor Peggotty había ido a buscar a la vieja gabarra. No creo que ninguna otra persona hubiera logrado que abandonase su puesto. Era evidente que el señor Peggotty se lo había contado todo. Tanto Peggotty como la señora Gummidge se enjugaban las lágrimas con el delantal, y Ham acababa de salir a «dar una vuelta por la playa». No tardó en regresar a casa, y se alegró mucho de verme; espero que mi presencia les ayudara a sentirse mejor. Hablamos, casi con animación, de la fortuna que ganaría el señor Peggotty en el nuevo país, y de las maravillas que nos describiría en sus cartas. No pronunciamos jamás el nombre de Emily, pero nos referimos a ella en más de una ocasión. Ham parecía el más sereno de todos.

Pero Peggotty me contó, cuando me acompañó con una vela hasta el pequeño dormitorio donde el libro de los cocodrilos me esperaba encima de una mesa, que siempre se comportaba así. Estaba convencida (me dijo, llorando) de que tenía el corazón destrozado; aunque se mostrara alegre y cariñoso y trabajase más y mejor que cualquier carpintero de ribera de la zona. A veces, por las noches, recordaba su antigua vida en la gabarra; y entonces hablaba de Emily cuando era niña, como si jamás hubiera crecido.

Creí leer en el rostro de Ham que deseaba hablar conmigo a solas. Por ese motivo, decidí salirle al encuentro al día siguiente por la tarde, cuando volviera de su trabajo. Después de tomar esta decisión, me quedé dormido. Aquella noche, por primera vez desde hacía mucho tiempo, no hubo ninguna vela encendida en la ventana, y el señor Peggotty se balanceó en su vieja hamaca y escuchó el silbido del viento alrededor de su cabeza, como antaño.

Al día siguiente, estuvo muy ocupado: vendió su bote y sus aparejos de pesca, y empaquetó y envió a Londres, en un carro, cuantos pequeños utensilios domésticos consideró necesarios, deshaciéndose de los demás o regalándoselos a la señora Gummidge. Ésta pasó toda la jornada con él. Como yo sentía el doloroso deseo de ver la vieja gabarra una vez más, antes de que la cerraran para siempre, acordé verme allí con ellos al atardecer. Pero organicé las cosas para poder encontrarme antes con Ham.

No me fue difícil salirle al camino, ya que sabía dónde trabajaba. Me encontré con él en una zona solitaria de la playa, que él debía atravesar, y di media vuelta para andar a su lado, a fin de que tuviera tiempo de hablar conmigo si así lo deseaba. La expresión de su rostro no me había engañado. Apenas habíamos empezado a andar cuando me dijo, sin mirarme:

–Señorito Davy, ¿la ha visto usted?

–Sólo durante unos instantes, cuando se había desvanecido –respondí dulcemente.

Caminamos un poco más, y él añadió:

–Señorito Davy, ¿cree que volverá a verla?

–Quizá sea demasiado doloroso para ella –respondí.

–Sí… eso había pensado –exclamó–. Seguro que lo es, señor, seguro que lo es.

–Sin embargo, Ham –le dije con delicadeza–, si hay algo que pueda escribirle de tu parte, en caso de que me sea imposible hablar con ella; si hay algo que quieres que le comunique en tu nombre, lo consideraría un deber sagrado.

–No me cabe la menor duda. Se lo agradezco, señor; es usted muy amable. Creo que hay algo que me gustaría decirle o escribirle.

–¿Y qué es, Ham?

Continuamos andando en silencio, y en seguida dijo:

–No se trata de que sepa que la perdono. No, no es eso. Lo que deseo es pedirle que me perdone por haberle impuesto mi amor. A veces pienso que, si no le hubiera hecho prometerme que se casaría conmigo, señor, tal vez hubiese confiado en mí como un amigo; y me habría contado la lucha que libraba en su interior, y me habría pedido consejo y yo habría podido salvarla.

–¿Es eso todo, Ham? –inquirí, apretando su mano.

–Aún hay algo más –contestó–, si soy capaz de decirlo, señorito Davy.

Seguimos caminando, más de lo que habíamos caminado hasta entonces, sin que él volviera a hablar. Ham no lloraba en las pausas que expresaré con puntos suspensivos. Sólo trataba de elegir bien sus palabras para hacerse comprender mejor.

–Yo la amaba… y todavía amo su recuerdo… demasiado profundamente… para hacerle creer que soy un hombre feliz. Sólo podría serlo… si la olvidara… y me temo que no podría soportar que le dijeran eso. Pero si usted, que es un caballero instruido, señorito Davy, encontrase el modo de hacerle creer que no he sufrido tanto… aunque todavía la amo y lloro por ella… cualquier cosa que la convenciera de que no estoy cansado de la vida… aunque espero verla, libre de toda culpa, allí donde acaba la agitación de los malvados y reposa la gente ya sin fuerzas… cualquier cosa que aliviara su remordimiento… aunque sepa que no me casaré jamás y que nadie podrá reemplazarla… yo le pediría que se lo dijera… y también que rezo por ella… a la que tanto amé.

Apreté de nuevo su fuerte mano, y prometí decirle todo aquello a Emily lo mejor que supiera.

–Se lo agradezco, señor –repuso–. Ha sido muy amable al venir a mi encuentro. Y al acompañar al señor Peggotty hasta aquí. Señorito Davy, mi tía irá a Londres antes de que embarquen, y todos se reunirán una vez más, pero no es probable que yo vuelva a verlo. Lo sé con certeza. No hablamos de eso, pero los dos lo sabemos… y quizá sea lo mejor. Cuando se despida de él… en el último instante… ¿querrá trasmitirle todo el afecto y el agradecimiento del huérfano para quien fue más que un padre?

También le prometí cumplir eso, fielmente.

–Gracias de nuevo, señor –dijo, estrechándome la mano con cordialidad–. Sé a dónde se dirige… ¡Adiós!

Hizo un leve gesto con la mano, como si quisiera darme a entender que no podía entrar en la vieja gabarra, y se alejó. Y, mientras yo contemplaba su figura, cruzando el vasto arenal a la luz de la luna, Ham volvió el rostro hacia una franja de luz plateada que brillaba en el mar, y siguió su camino, con los ojos fijos en ella, hasta que su sombra desapareció en la distancia.

Cuando me acerqué a la embarcación, encontré la puerta abierta; al entrar, vi que se habían llevado todos sus muebles, excepto uno de los viejos baúles, sobre el que estaba sentada la señora Gummidge, con una cesta en las rodillas y mirando al señor Peggotty. Éste, con el codo apoyado en la tosca repisa de la chimenea, contemplaba algunas brasas mortecinas en el fondo del hogar; pero levantó la cabeza con optimismo al verme entrar, y empezó a hablar muy animado.

–Tal como nos prometió, ha venido a despedirse de la vieja gabarra, ¿no es así, señorito Copperfield? –exclamó, cogiendo la vela–. No puede estar más vacía, ¿verdad?

–¡Qué bien han aprovechado el tiempo! –señalé.

–No puede decirse que hayamos holgazaneado, señor. La señora Gummidge ha trabajado como… no sé cómo ha trabajado la señora Gummidge –dijo el señor Peggotty mirándola, incapaz de encontrar una comparación suficientemente satisfactoria.

La señora Gummidge, apoyada en su cesta, no hizo la menor observación.

–¡Ahí está el pequeño baúl donde se sentaba con Emily! –me cuchicheó el señor Peggotty–. Me lo llevaré conmigo; lo cogeré en el último momento. Y ¡mire su viejo y pequeño dormitorio, señorito Davy! ¡Menos hospitalario, imposible!

Lo cierto es que el viento, aunque no soplaba con fuerza, llenaba la casa abandonada de lúgubres gemidos. No quedaba nada en mi viejo dormitorio, ni siquiera el espejito con el marco de conchas. Y pensé en las noches que había pasado allí, cuando en mi hogar se produjo el primer gran cambio. Pensé en el niño de ojos azules que me había hechizado. Pensé en Steerforth, y me asaltó la idea absurda y terrible de que estuviera cerca, y de que yo pudiera encontrarme en cualquier momento con él.

–Creo que pasará mucho tiempo –dijo el señor Peggotty en voz baja– antes de que la gabarra encuentre nuevos inquilinos. ¡Es como si hubiera caído sobre ella una maldición!

–¿Es de alguien de la zona? –pregunté.

–De un constructor de mástiles de la ciudad –respondió el señor Peggotty–. Le daré las llaves esta noche.

Nos asomamos al otro cuartito y volvimos con la señora Gummidge, que seguía sentada en el pequeño baúl. El señor Peggotty, dejando la vela sobre la repisa de la chimenea, le pidió que se levantara para poder sacarlo al exterior antes de que se apagase la mecha.

–Daniel –dijo la señora Gummidge, abandonando de pronto su cesta y cogiéndole del brazo–, mi querido Daniel, las últimas palabras que quiero pronunciar en esta casa son que no me deje aquí. ¡No se vaya sin mí, Daniel! ¡No lo haga!

El señor Peggotty, desconcertado, miró a la señora Gummidge, me miró a mí y volvió a mirar a la señora Gummidge, como si le hubieran despertado de un sueño.

–¡No lo haga, mi querido Daniel, no lo haga! –gritó la señora Gummidge, con fervor–. ¡Lléveme con usted, Daniel! ¡Lléveme con usted y con Emily! Seré su criada, fiel y constante. Si hay esclavos en esas tierras a las que se dirige, me convertiré en su esclava y seré feliz; pero ¡no me deje aquí, Daniel, querido amigo!

–Alma bondadosa –exclamó el señor Peggotty, moviendo la cabeza–, ¡no sabe cuán largo es el camino y las penalidades que nos esperan!

–¡Sí, Daniel! ¡Puedo adivinarlo! –contestó la señora Gummidge–. Pero lo último que diré bajo este techo es que, si no me lleva, iré a morir al asilo. Puedo cavar la tierra, Daniel. Puedo trabajar. Puedo soportar una vida llena de privaciones. Puedo ser cariñosa y paciente… más de lo que cree, Daniel. ¡Si quisiera usted ponerme a prueba! No tocaría su asignación aunque me estuviera muriendo, Daniel Peggotty; pero, si me deja, ¡iré con usted y con Emily hasta el fin del mundo! Sé que piensa que me siento sola y desamparada, pero ¡ha dejado de ser verdad, querido amigo! Llevo aquí sentada demasiado tiempo, vigilando y pensando en sus desgracias, y he aprendido la lección. ¡Señorito Davy, háblele en mi nombre! Conozco sus costumbres y las de Emily, conozco sus penas, y podré servirles de consuelo de vez en cuando, y trabajar siempre para ellos. ¡Daniel, mi querido Daniel, déjeme ir con ustedes!

Y la señora Gummidge, con gran sencillez, le cogió la mano y se la besó, con emoción y cariño, en un impulso de devoción y de gratitud que él merecía.

Sacamos el pequeño baúl, apagamos la luz y echamos la llave, dejando la vieja gabarra cerrada a cal y canto, como una pequeña mota negra en medio de la noche tormentosa. Al día siguiente, cuando regresábamos a Londres en la parte exterior de la diligencia, la señora Gummidge y su cesta ocupaban el asiento trasero, y la señora Gummidge parecía radiante.

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