David Copperfield

XXXVI Entusiasmo

XXXVI

Empecé el día siguiente con otra zambullida en los baños romanos, y después me dirigí a Highgate. Había dejado de sentirme abatido. No tenía miedo del abrigo raído, ni suspiraba por los hermosos caballos grises. Mi forma de ver nuestra reciente desgracia había cambiado por completo. Lo que tenía que hacer era mostrarle a mi tía que no había malgastado su bondad en un objeto insensible y desagradecido. Lo que tenía que hacer era aprovechar la dolorosa disciplina de mis primeros años y ponerme a trabajar con firmeza y constancia. Lo que tenía que hacer era coger el hacha de leñador en mi mano y abrirme camino a través del bosque de las dificultades, cortando un árbol tras otro hasta llegar a Dora. Y caminé muy deprisa, como si todo eso se pudiera conseguir andando.

Cuando me vi en un lugar tan familiar como la carretera de Highgate, no por placer, algo que yo asociaba con ella, sino con una misión muy diferente, tuve la sensación de que mi vida había cambiado drásticamente. Pero eso no me desanimó. La nueva vida iba acompañada de nuevos propósitos, de nuevas intenciones. La labor era ardua; la recompensa, inestimable. Dora era la recompensa, había que ganar a Dora.

Era tal mi entusiasmo que lamenté que mi abrigo no estuviera ya un poco raído. Quería verme cortando aquellos árboles del bosque de las dificultades, en unas circunstancias que mostraran mi fortaleza. Me dieron ganas de pedirle a un anciano con anteojos metálicos, que picaba piedras en la carretera, que me dejara un momento su martillo para empezar a abrir un camino de granito que me condujera hasta Dora. Me acaloré hasta tal punto y llegué a jadear de tal modo que tuve la impresión de que ya había ganado no sé cuánto. En ese estado, entré en una casita de campo que se alquilaba y la inspeccioné a fondo…, pues sentía la necesidad de ser muy práctico. Era de lo más adecuada para Dora y para mí: tenía un pequeño jardín delantero donde Jip podría corretear y ladrar a los repartidores a través de la verja, y una magnífica habitación para mi tía en el piso superior. Salí más acalorado y apresurado que nunca, y me dirigí a Highgate a tal velocidad que llegué con una hora de anticipación; y, aunque no hubiera sido así, habría tenido que pasear un rato para serenarme, antes de estar nuevamente presentable.

Mi primera preocupación, después de todos esos preparativos tan necesarios, era encontrar la casa del doctor. No estaba en la zona de Highgate donde vivía la señora Steerforth, sino en el otro extremo del pequeño pueblo. Cuando descubrí esto, una fuerza irresistible me empujó a volver a una callejuela cercana a la casa de mi antiguo compañero y a mirar por encima de la tapia del jardín. Los postigos de su dormitorio estaban cerrados. Las puertas del invernadero se hallaban abiertas y Rosa Dartle, con la cabeza al descubierto, avanzaba con paso rápido e impetuoso por el sendero de gravilla que había a un lado del césped. Me recordó a algo salvaje que arrastrara sin cesar, de un lado a otro del trillado camino, la cadena que lo tenía sujeto.

Abandoné sin hacer ruido mi puesto de observación y, alejándome de esa parte del vecindario, pesaroso por haberme acercado a ella, seguí paseando por los alrededores hasta las diez de la mañana. La iglesia de afilado campanario que ahora se alza en la cima de la colina no estaba todavía allí para decirme la hora. Una antigua mansión de ladrillo, que servía de escuela, ocupaba su lugar; un edificio tan hermoso, en mis recuerdos, que debía haber sido una suerte asistir a sus clases.

Cuando me acerqué a la casa del doctor (que también era antigua y muy bonita, y en la que parecía haberse gastado bastante dinero, a juzgar por las recientes reformas y mejoras que se advertían en ella), lo vi pasear por un lado del jardín, con sus polainas y todo, como si no hubiera dejado de andar desde los tiempos en que yo era su alumno. Seguía, asimismo, rodeado de sus viejos compañeros, pues había muchos árboles de gran tamaño en la vecindad, y dos o tres grajos sobre la hierba, con la vista clavada en él, como si los grajos de Canterbury les hubieran escrito para hablarles del doctor y, por ese motivo, quisieran observarlo atentamente.

Consciente de que jamás lograría atraer su atención a esa distancia, me tomé la libertad de abrir la puerta del jardín y de seguirle, a fin de que me viera al darse la vuelta. Cuando lo hizo, y vino a mi encuentro, me miró distraído durante unos segundos, evidentemente pensando en otra cosa; mas no tardó en reflejarse una alegría extraordinaria en su rostro, y me cogió las dos manos.

–Mi querido Copperfield –exclamó el doctor–, ¡está hecho un hombre! ¿Cómo se encuentra? Me siento tan dichoso de verlo. Mi querido Copperfield, ¡cómo ha cambiado! Está usted verdaderamente… sí… ¡Dios mío!

Le dije que esperaba que tanto él como la señora Strong estuvieran bien.

–¡Oh, sí! –respondió–; Annie está muy bien y se alegrará mucho de verlo. Siempre fue usted su alumno predilecto. Me lo dijo ayer por la noche, cuando le enseñé su carta. Y… sí, seguro que… se acuerda del señor Jack Maldon, ¿no es así, Copperfield?

–Perfectamente, señor.

–Por supuesto –contestó el doctor–. Claro que sí. también está muy bien.

–¿Ha vuelto a Inglaterra, señor? –pregunté.

–¿De la India? –dijo–. Sí, el señor Jack Maldon no podía soportar el clima. La señora Markleham… no ha olvidado a la señora Markleham, ¿verdad?

¡Olvidar al Viejo Soldado! ¡Y en tan poco tiempo!

–La señora Markleham –prosiguió– estaba muy preocupada por él, pobrecillo; de modo que le hicimos regresar. Le hemos conseguido un pequeño cargo de agente de patentes, algo que va mucho mejor con su carácter.

Conocía lo bastante al señor Jack Maldon para sospechar que se trataba de un puesto donde no tenía que trabajar mucho y recibía un buen salario.

–Y ahora, mi querido Copperfield –continuó el doctor, andando de un lado a otro con la mano en mi hombro y animándome con su mirada bondadosa–, hablemos de su ofrecimiento. Me complace muchísimo, desde luego. Pero ¿no cree que podría aspirar a algo mejor? Fue un alumno brillante mientras estuvo con nosotros. Puede hacer cosas verdaderamente importantes. Ha sentado los cimientos para cualquier edificio que desee levantar; ¿acaso no es una pena que dedique la primavera de su vida a una ocupación tan modesta como la que yo puedo ofrecerle?

Volvió a encenderse mi entusiasmo y, con un estilo bastante grandilocuente, me temo, insistí en que aceptara mi demanda, recordando al doctor que ya tenía una profesión.

–¡Está bien, está bien! –me respondió–. Tiene razón. Es cierto que el hecho de tener una profesión y de estar preparándose para ejercerla cambia las cosas. Pero, querido amigo, ¿qué son setenta libras anuales?

–Significan duplicar nuestros ingresos, doctor Strong –contesté.

–¿De veras? –exclamó–. ¡Quién lo hubiera imaginado! No es que vaya a pagarle estrictamente setenta libras, tenía pensado ofrecer una gratificación al joven amigo que ocupara este cargo. ¡Indudablemente! –prosiguió, sin dejar de andar de un lado a otro con la mano en mi hombro–. Siempre he querido ofrecerle una gratificación anual.

–Mi querido profesor –dije (esta vez sin la menor grandilocuencia)–, jamás podré agradecerle bastante los favores que ya le debo…

–No, no –me interrumpió–. ¡Nada de eso!

–Si mis horas libres son suficiente para usted, es decir, por las mañanas muy temprano y al atardecer, y cree que el trabajo vale setenta libras al año, no tengo palabras para expresar lo valiosa que será su ayuda.

–¡Dios mío!–exclamó, lleno de ingenuidad–. ¡Pensar que algo tan pequeño pueda tener tanta importancia! Pero, si le ofrecen algo mejor, lo aceptará, ¿no es cierto? Prométamelo ahora mismo –insistió el doctor, que siempre apelaba a nuestro honor con gran seriedad cuando éramos muchachos.

–Se lo prometo, señor –repuse, al igual que en el colegio.

–¡De acuerdo entonces! –dijo, dándome una palmada en el hombro y dejando su mano allí, mientras seguíamos andando por el jardín.

–Y me sentiré veinte veces más feliz, señor –añadí en tono lisonjero, aunque no creo que fuera consciente de ello–, si me contrata para ayudarle con el diccionario.

El doctor se detuvo, me dio otra palmada en el hombro, muy sonriente, y exclamó con aire triunfal –daba gusto verlo–, como si yo hubiera logrado adentrarme en lo más profundo de la sagacidad humana:

–Mi joven y querido amigo, ¡lo ha adivinado! ¡Se trata del diccionario!

¿Y qué otra cosa podía ser? Sus bolsillos estaban tan llenos de él como su cabeza. El diccionario emanaba de todo su ser. Me contó que, desde que había dejado la enseñanza, había avanzado prodigiosamente; y que nada podía convenirle más que mi propuesta de trabajar por la mañana temprano y al atardecer, ya que tenía la costumbre de pasearse y meditar durante el resto del día. Sus papeles estaban algo desorganizados, ya que el señor Jack Maldon le había ofrecido últimamente y de manera esporádica sus servicios como secretario, oficio con el que no estaba familiarizado; pero no tardaríamos en ponerlos en orden, y todo iría a las mil maravillas. Más tarde, cuando nos metimos en faena, me di cuenta de que los esfuerzos del señor Jack Maldon resultaban más engorrosos de lo que yo había esperado, ya que no se había limitado a cometer innumerables errores, sino que había dibujado tal cantidad de soldados y de cabezas de mujer en el manuscrito del doctor que a menudo me encontraba perdido en verdaderos laberintos de oscuridad.

El doctor estaba muy contento con la perspectiva de trabajar juntos en aquella obra maravillosa, y acordamos empezar al día siguiente a las siete. Trabajaríamos dos horas por la mañana y dos o tres horas al anochecer, excepto los sábados, que sería mi día de descanso. Los domingos, como es natural, también los tendría libres; lo cierto es que sus condiciones me parecieron inmejorables.

Después de arreglar así las cosas, de un modo satisfactorio para ambos, el doctor me condujo al interior de la casa para que saludara a la señora Strong; la encontramos en el nuevo despacho de su marido, quitando el polvo a los libros, una libertad que sólo ella podía tomarse con aquellos objetos sagrados.

Habían retrasado el desayuno por mí, y los tres nos sentamos en la mesa. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando leí en el rostro de la señora Strong que alguien se acercaba, antes de haber percibido el menor sonido. Un jinete llegó a la verja de la entrada y, sujetando el caballo por las bridas, lo metió en el pequeño patio, como si estuviera en su casa; lo ató a una argolla que había en la pared de la cochera, que estaba vacía, y entró en el comedor donde desayunábamos, con la fusta en la mano. Era el señor Jack Maldon; y la India no le había sentado nada bien, pensé. Por aquel entonces, sin embargo, yo miraba con intransigencia a todos los jóvenes que no se dedicaban a cortar árboles en el bosque de las dificultades; y mi impresión debe interpretarse con las debidas reservas.

–¡El señor Jack Maldon! –dijo el doctor–. ¡Copperfield!

El señor Jack Maldon me estrechó la mano, pero sin demasiada cordialidad, según me pareció; y con un aire de indolente superioridad, que secretamente me molestó. No obstante, su languidez era digna de verse, excepto cuando se dirigía a su prima Annie.

–¿Ha desayunado esta mañana, Jack? –inquirió el doctor.

–Casi nunca tomo nada por las mañanas, señor –replicó, con la cabeza recostada en el respaldo del sillón–. Es algo que me aburre.

–¿Hay alguna noticia que comentar? –preguntó el doctor.

–Ninguna, señor –repuso el señor Maldon–. Al parecer, la gente pasa hambre y está muy descontenta en el norte; pero siempre hay alguien que pasa hambre y está muy descontento en algún lugar.

–Eso significa que no hay noticias –dijo el doctor con gran seriedad, como si quisiera cambiar de tema–; y, según dicen, el hecho de que no haya noticias es una buena noticia.

–Los periódicos hablan largo y tendido de un asesinato, señor –declaró el señor Maldon–. Pero todos los días se comete algún crimen, y no lo he leído.

Tengo entendido que, por aquel entonces, mostrar una total indiferencia por los actos y las pasiones humanas no resultaba tan distinguido como en la actualidad. No hay duda de que desde hace algún tiempo se considera de muy buen tono. He visto cómo hacían gala de ella algunas hermosas damas y algunos caballeros que bien podrían haber nacido orugas. Quizá en aquella ocasión me impresionó más, pues era nuevo para mí; pero lo cierto es que no contribuyó a mejorar mi opinión del señor Jack Maldon, ni a aumentar mi confianza en él.

–He venido para saber si a Annie le gustaría ir a la ópera esta noche –afirmó el señor Maldon, volviéndose hacia ella–. Es la última representación importante de la temporada, y hay una cantante que sin lugar a dudas tendría que oír. Es verdaderamente exquisita. Además, de deliciosamente fea –concluyó, recobrando su languidez.

El doctor, a quien hacía muy feliz cualquier cosa que pudiera agradar a su joven esposa, se volvió hacia ella y le dijo:

–Tienes que ir, Annie. Tienes que ir.

–Preferiría no hacerlo –respondió–. Me gustaría más quedarme en casa. Preferiría con mucho quedarme en casa.

Entonces, sin mirar a su primo, se dirigió a mí y me preguntó por Agnes, y quiso saber si podría verla, y si era factible visitarla aquel día; y parecía tan alterada que me extrañó que incluso el doctor, que estaba untando con manteca su tostada, no se diera cuenta de algo tan evidente.

Pero no se percató de nada. Le dijo alegremente que ella era joven y tenía que divertirse y pasarlo bien, y que no debía permitir que un vejestorio como él la aburriera. Añadió, además, que deseaba oírle cantar el repertorio de la nueva cantante, ¿y cómo iba a poder hacerlo si no iba? Así, pues, el doctor insistió en que aceptara, e invitó al señor Jack Maldon a cenar. Una vez finalizada la discusión, éste se marchó, supongo que a su lugar de trabajo; aunque lo cierto es que se alejó a caballo, con aire de no tener nada que hacer.

A la mañana siguiente, tenía mucha curiosidad por saber si la señora Strong había ido a la ópera. No lo había hecho, pero había enviado unas palabras de disculpa a su primo por romper el compromiso; y por la tarde había visitado a Agnes, y había convencido a su marido para que la acompañara. El doctor me contó que habían regresado andando por el campo, pues hacía una tarde deliciosa. Me gustaría saber si Annie habría ido a la ópera de no haber estado Agnes en la ciudad, y si ésta no ejercía también una influencia beneficiosa sobre ella.

La señora Strong no parecía muy feliz, pensé; pero su rostro reflejaba honestidad… o una gran hipocresía. Yo la miraba con frecuencia, pues se quedó sentada junto a la ventana mientras nosotros trabajábamos; y nos preparó el desayuno, que tomamos poco a poco sin interrumpir nuestra tarea. A las nueve en punto, cuando me despedí, estaba arrodillada a los pies del doctor, poniéndole los zapatos y las polainas. Algunas hojas verdes, que colgaban en la ventana abierta de la habitación de la planta baja, arrojaban sobre su rostro una delicada sombra; y, durante todo el trayecto hasta los Doctors’ Commons, no pude dejar de pensar en la noche en que la había visto mirar al doctor mientras leía.

Ahora sí que estaba ocupado; me levantaba a las cinco de la mañana y no volvía a casa hasta las nueve o las diez de la noche. Sin embargo, el hecho de estar siempre atareado me llenaba de satisfacción; iba siempre a toda prisa, y estaba convencido de que cuanto mayor fuera mi cansancio más digno sería de Dora. Ella no sabía aún cuánto se había fortalecido mi carácter, ya que se disponía a visitar a la señorita Mills a los pocos días, y yo había preferido esperar hasta entonces para explicarle la situación; me limité a decirle en mis cartas (toda nuestra correspondencia secreta pasaba por la señorita Mills) que tenía muchas cosas que contarle. Entretanto, apenas empleé grasa de oso, renuncié por completo al jabón perfumado y al agua de lavanda, e hice el prodigioso sacrificio de vender tres chalecos, que consideré demasiado elegantes para una carrera tan austera como la mía.

Como no estaba satisfecho con todo esto, ardiendo de impaciencia por realizar algo más, fui a ver a Traddles, que ahora vivía en una buhardilla de Castle Street, Holborn. Llevé conmigo al señor Dick, que ya me había acompañado en dos ocasiones a Highgate, donde había reanudado su amistad con el doctor.

Y llevé conmigo al señor Dick porque, profundamente afectado por las desgracias de mi tía, y convencido de que no existía ningún galeote ni forzado que trabajase más que yo, había empezado a angustiarse y a perder el apetito, al no tener nada provechoso que hacer. En esas condiciones, se sentía más incapaz que nunca de terminar su memorial; y cuanto más trabajaba en él, con más frecuencia la infortunada cabeza del rey Carlos I se introducía en sus páginas. Temiendo seriamente que su enfermedad se agravara si no poníamos en práctica alguna inocente estratagema que le permitiera creerse útil, o si no conseguíamos de algún modo que realmente lo fuera (lo que sería aún mejor), tomé la decisión de pedir ayuda a Traddles. Antes de visitarlo, le escribí una carta para explicarle lo sucedido; y él me envió una respuesta magnífica, en la que expresaba toda su simpatía y amistad.

Lo encontramos enfrascado en el trabajo, con su tintero y sus papeles, animado por la visión de la maceta de flores y de la mesita redonda en un rincón del pequeño apartamento. Nos recibió con enorme cordialidad y en seguida simpatizó con el señor Dick. Este último aseguró haberlo visto en alguna otra ocasión, y los dos le respondimos que era muy probable.

Lo primero que quería consultarle a Traddles era lo siguiente: había oído decir que muchos hombres que después habían destacado en las más variadas profesiones habían iniciado su vida laboral redactando informes sobre las sesiones parlamentarias. Traddles me había comentado que el periodismo era una de sus esperanzas, y yo había atado cabos y le había preguntado en mi carta cómo podría prepararme para realizar dicha actividad. Traddles me comunicó ahora, como resultado de sus pesquisas, que, salvo raras excepciones, la simple adquisición de la ciencia necesaria para conocer a la perfección los misterios de la estenografía (tanto su escritura como su lectura) igualaba en dificultad al dominio de seis idiomas, y que tal vez a fuerza de perseverancia, se pudiera conseguir en el espacio de algunos años. Traddles supuso, bastante razonablemente, que con sus palabras el asunto quedaba zanjado; pero, viendo la oportunidad de cortar unos cuantos árboles de gran altura, tomé la decisión de abrirme camino hasta Dora por aquel bosque, hacha en mano.

–¡Te estoy muy agradecido, mi querido Traddles! –exclamé–. Mañana mismo empiezo.

Traddles me miró sorprendido, y no le faltaba razón; pero lo cierto es que desconocía el entusiasmo que me embargaba.

–Me compraré un libro –proseguí– que explique ese arte con claridad; lo estudiaré en los Commons, donde me sobra mucho tiempo, y practicaré estenografiando los discursos del tribunal… Traddles, querido muchacho, ¡ya verás cómo lo consigo!

–¡Válgame Dios! –dijo Traddles, abriendo los ojos–. ¡No tenía la menor idea de que fueras tan decidido, Copperfield!

No me extrañó en absoluto, pues era una novedad incluso para mí. Pero dejé ese asunto y puse al señor Dick sobre el tapete.

–Verá –dijo éste, pensativo–, si yo supiera hacer algo, señor Traddles… como tocar el tambor… o algún instrumento de viento.

¡Pobrecillo! Estoy seguro de que en el fondo de su corazón hubiera preferido un empleo así a cualquier otro. Traddles, que no habría sonreído por nada del mundo, le respondió con calma:

–Pero tiene usted una escritura muy hermosa, señor. ¿No me dijiste eso, Copperfield?

–¡Excelente! –contesté.

Y era cierto. Escribía con una pulcritud extraordinaria.

–¿No cree que podría copiar documentos, señor, si yo se los proporcionara? –preguntó Traddles.

El señor Dick me miró con expresión de duda.

–¿Qué opinas, Trotwood? –inquirió.

Moví negativamente la cabeza. Él me imitó y dejó escapar un suspiro.

–Cuéntale lo del memorial –dijo.

Le expliqué a Traddles lo difícil que era impedir que el rey Carlos I se introdujera en los manuscritos del señor Dick, mientras éste le miraba con enorme respeto y seriedad, sin dejar de chuparse el dedo.

–Pero los documentos de los que hablo están ya redactados y terminados –señaló Traddles, después de unos instantes de reflexión–. El señor Dick no tendría que añadir nada en ellos. ¿No crees que sería distinto, Copperfield? En cualquier caso, ¿no deberíamos probarlo?

Esto nos infundió nuevas esperanzas. Mientras el señor Dick nos miraba con inquietud desde su silla, Traddles y yo nos alejamos para deliberar, y trazamos un plan en virtud del cual empezó a trabajar al día siguiente con el mayor éxito.

En una mesa junto a la ventana que daba a Buckingham Street, colocamos el trabajo que Traddles le había proporcionado, y que consistía en realizar no sé cuántas copias de un documento legal sobre cierta servidumbre de paso; en otra mesa, dejamos el último manuscrito inacabado de su gran memorial. Las instrucciones que dimos al señor Dick fueron que copiase exactamente lo que tenía ante sí, sin apartarse lo más mínimo del original; y que, cuando sintiera la necesidad de mencionar al rey Carlos I, se acercará rápidamente al memorial. Le exhortamos a ser muy firme en eso, y lo dejamos bajo la vigilancia de mi tía. Ésta nos contó después que, al principio, parecía un hombre que tocase los timbales, y que su atención estaba constantemente dividida entre las dos mesas; sin embargo, al percatarse de cuánto le confundía y fatigaba aquello y ver la copia ante sus ojos, no tardó en sentarse a trabajar en ella con eficiencia y seriedad, dejando el memorial para mejor ocasión. En una palabra, aunque tuvimos mucho cuidado de que no se cansara demasiado, y aunque empezó su nueva ocupación a mediados de semana, cuando llegó el sábado había ganado diez chelines y nueve peniques; y jamás olvidaré mientras viva sus idas y venidas por todas las tiendas de la vecindad para cambiar aquel tesoro por monedas de seis peniques, o el modo en que se las llevó a mi tía en una bandeja, después de colocarlas en forma de corazón, con los ojos llenos de lágrimas de alegría y orgullo. Desde el momento en que se sintió útil, pareció caer bajo el hechizo de una influencia beneficiosa; y, si hubo ese sábado por la noche un hombre feliz en el mundo, fue aquel ser agradecido que consideraba a mi tía la más maravillosa de las mujeres y a mí el más maravilloso de los jóvenes.

–Ya no nos moriremos de hambre, Trotwood –dijo el señor Dick, estrechándome la mano en un rincón–. ¡Me ocuparé de que a ella no le falte de nada! –y agitó sus diez dedos en el aire, como si fueran diez bancos.

No sé quién estaba más contento, si Traddles o yo.

–¡Había olvidado al señor Micawber! –exclamó de pronto mi amigo, sacando un sobre del bolsillo y entregándomelo.

La carta (el señor Micawber no desperdiciaba nunca la ocasión de escribir una carta) estaba dirigida a mí, «Gracias a la gentileza del señor T. Traddles, estudiante de Derecho». Decía lo siguiente:

Mi querido Copperfield:

Tal vez no le sorprenda recibir la noticia de que ha surgido algo. Es muy posible que le comunicara con anterioridad mis esperanzas de que esto ocurriera.

Estoy a punto de establecerme en una ciudad de provincias de nuestra afortunada isla (donde la sociedad puede describirse como una feliz mezcla de agricultores y clérigos) para ponerme a disposición de un caballero de profesión liberal. La señora Micawber y nuestra progenie vendrán conmigo. Es probable que nuestras cenizas, en el futuro, se encuentren esparcidas en el cementerio contiguo al venerable edificio que ha dado fama al lugar del que hablo, creo poder afirmar desde la China hasta el Perú.

Al decir adiós a la moderna Babilonia, donde hemos atravesado tantas vicisitudes, confío en que con la frente bien alta, ni la señora Micawber ni yo podemos olvidar el hecho de que vamos a separarnos, no sé si durante muchos años o para siempre, de una persona que está profundamente vinculada al altar de nuestra vida familiar. Si la víspera de nuestra partida desea acompañar a nuestro común amigo, el señor Thomas Traddles, a la residencia que actualmente ocupamos, para intercambiar los votos que convienen a dicha ocasión, hará un enorme favor a alguien que será

Siempre suyo,

WILKINS MICAWBER

Me alegró saber que el señor Micawber había arrojado lejos de sí el polvo y las cenizas, y que por fin había surgido algo. Como la invitación era para aquella misma noche, según dijo Traddles, expresé mi deseo de aceptarla; y nos dirigimos juntos a la casa donde vivía el señor Micawber bajo el nombre de señor Mortimer y que se hallaba casi al final de Gray’s Inn Road.

El mobiliario de las habitaciones era tan escaso que encontramos a los gemelos, que ya tenían ocho o nueve años de edad, acostados en una cama plegable en la sala de estar, donde el señor Micawber había preparado en un aguamanil lo que él denominaba un «elixir» de la agradable bebida que tanta fama le había dado. Tuve el placer, en esta ocasión, de renovar mi amistad con el hijo mayor de mis anfitriones, un prometedor muchacho de doce o trece años, muy propenso a agitar brazos y piernas, fenómeno harto frecuente entre los jóvenes de su edad. También me presentaron de nuevo a su hermana, la señorita Micawber, en la que, según el señor Micawber, «su madre recuperaba la juventud como el ave Fénix».

–Mi querido Copperfield –exclamó el señor Micawber–, usted y el señor Traddles nos encuentran a punto de emigrar, y excusarán las pequeñas incomodidades inherentes a esa situación.

Mirando a uno y otro lado mientras le daba la respuesta adecuada, observé que los enseres familiares estaban ya embalados, y que el equipaje era más bien escaso. Felicité a la señora Micawber por el cambio que se avecinaba.

–Mi querido señor Copperfield –replicó–, sé lo mucho que se ha interesado siempre por nuestros asuntos. Mi familia puede considerar esto un destierro, si así lo desea; pero yo soy esposa y madre y jamás abandonaré al señor Micawber.

Traddles, al que la señora Micawber apeló con la mirada, asintió con honda emoción.

–Al menos, mis queridos señor Copperfield y señor Traddles –prosiguió nuestra anfitriona–, ésa es mi forma de ver el compromiso que contraje cuando repetí las palabras irrevocables: «Yo, Emma, te tomo a ti, Wilkins». Leí toda la ceremonia de boda la víspera de ese gran día, a la luz de una vela, y llegué a la conclusión de que jamás podría abandonar al señor Micawber. Y, aunque tal vez me equivoque al interpretarlo así, ¡jamás lo abandonaré!

–Querida mía –exclamó su marido, algo impaciente–, no creo que nadie esté esperando que lo hagas.

–Soy consciente, mi querido señor Copperfield –continuó diciendo ella–, de que estoy a punto de establecerme entre extraños; y de que varios miembros de mi familia, a los que el señor Micawber ha escrito en los términos más corteses para darles la noticia, han hecho caso omiso de su comunicación. Puede que yo sea supersticiosa –añadió–, pero tengo la impresión de que la mayoría de las cartas que envía mi marido están condenadas a no tener respuesta. Podría augurar, por el silencio de mis familiares, que ellos se oponen a mi decisión; pero no dejaré que nadie me aparte del camino del deber, señor Copperfield, ni siquiera papá y mamá, si estuvieran con vida.

Expresé mi opinión de que obraba correctamente.

–Tal vez sea un sacrificio –prosiguió– encerrarse en una ciudad catedralicia; pero si lo es para mí, señor Copperfield, mucho más lo será para un hombre de la valía del señor Micawber.

–¡Oh! ¿Van a vivir en una ciudad catedralicia? –pregunté.

El señor Micawber, que había estado sirviéndonos el ponche, contestó:

–En Canterbury. Lo cierto, mi querido Copperfield, es que he llegado a un acuerdo con nuestro amigo Heep, y me he comprometido a ayudarle y servirle en calidad de… secretario particular.

Miré asombrado al señor Micawber, que no disimuló su regocijo al ver mi sorpresa.

–He de decir –exclamó con aire ceremonioso– que la práctica en los negocios y los sabios consejos de la señora Micawber han contribuido en gran medida a que esto se produjera. El guante del que mi mujer les habló en una ocasión fue arrojado en forma de anuncio, y mi amigo Heep lo recogió, gracias a lo cual pudimos reconocernos. De mi amigo Heep –continuó–, que es un hombre de extraordinaria perspicacia, sólo deseo hablar con el mayor respeto. Mi amigo Heep no ha fijado en una cifra demasiado elevada el salario que voy a recibir, pero ha contribuido en gran medida a librarme del peso de las dificultades monetarias, en función del valor de mis servicios. Y en el valor de esos servicios he depositado mi fe. Toda la habilidad e inteligencia que tengo la suerte de poseer –agregó, despreciándose de un modo jactancioso, con la elegancia que le caracterizaba— estarán al servicio de mi amigo Heep. Tengo ya algún conocimiento de la ley, como demandado en un proceso civil, e inmediatamente me enfrascaré en el estudio de los de uno de los juristas más eminentes y extraordinarios de nuestro país. Supongo que es innecesario añadir que se trata del juez Blackstone..

Aquellas observaciones, así como la mayor parte de las que se hicieron en el transcurso de la velada, fueron interrumpidas por la señora Micawber, al descubrir que su primogénito estaba sentado encima de sus botas, o se sujetaba la cabeza con los dos brazos como si temiera perderla, o daba sin querer patadas a Traddles por debajo de la mesa, o colocaba los pies uno encima del otro, o los exhibía a una distancia que parecía contrariar las leyes de la naturaleza, o se tumbaba de costado con los cabellos entre los vasos de vino, o agitaba sus inquietos miembros de un modo incompatible con los intereses generales de la sociedad; y por el joven Micawber, a quien parecían ofender los descubrimientos de su madre. Entretanto, yo continuaba sin salir de mi asombro por la revelación del señor Micawber, y me preguntaba qué habría detrás de ella; hasta que la señora Micawber retomó el hilo de la conversación y acaparó mi atención.

–Lo que sobre todo le pido a mi marido, querido señor Copperfield –dijo–, es que, al dedicarse a esta rama secundaria de la ley, tenga cuidado de no perder la oportunidad de ascender, en última instancia, hasta la copa del árbol. Estoy convencida de que, si el señor Micawber se dedica en cuerpo y alma a una profesión que se adapta tan bien a su vivaz ingenio y a su facilidad de palabra, acabará destacando en ella. Por ejemplo, señor Traddles –exclamó con enorme seriedad–, el cargo de juez o incluso de canciller; ¿sabe si un hombre que acepta un trabajo como el del señor Micawber puede ocupar más tarde esos importantes puestos?

–Querida –puntualizó su marido, aunque observando con curiosidad a Traddles–, tenemos mucho tiempo por delante para pensar en esas cuestiones.

–Micawber –repuso ella–, ¡no! Tu equivocación en la vida es no mirar suficientemente lejos. Para ser justo con tu familia, ya que no quieres serlo contigo mismo, estás obligado a abarcar con la mirada el punto más lejano del horizonte al que tus facultades puedan llevarte.

El señor Micawber tosió y bebió su ponche con aire sumamente complacido, sin dejar de contemplar a Traddles, como si deseara conocer su opinión.

–La realidad, señora Micawber –contestó Traddles, revelándole suavemente la verdad–, por prosaica que pueda parecer…

–Justamente, mi querido señor Traddles –le interrumpió ella–, mi deseo es ser lo más prosaica y literal posible en un asunto de tanta relevancia.

–… es –prosiguió el joven– que esa rama de la ley, aunque el señor Micawber fuera un abogado…

–Exactamente –volvió a interrumpirle nuestra anfitriona–. ¡Wilkins! ¡No bizquees! ¡Te quedarás así para siempre!

–… no tiene nada que ver con esos cargos. Sólo un licenciado en derecho cumpliría los requisitos para ser elegido juez o canciller; el señor Micawber necesitaría estudiar cinco años en la universidad.

–Veamos si le he comprendido –exclamó la señora Micawber, adoptando su expresión más afable de mujer de negocios–. ¿Quiere usted decir, mi querido señor Traddles, que, al finalizar ese período, el señor Micawber cumpliría los requisitos para ser elegido juez o canciller?

–En efecto, entonces podría ser –respondió Traddles, subrayando esta última palabra.

–Gracias –dijo la señora Micawber–. Es todo cuanto necesito saber. Si ésa es la situación, y mi marido no renuncia a ningún privilegio aceptando ese trabajo, vuelvo a respirar tranquila. Sé que hablo forzosamente como una mujer –prosiguió–, pero siempre he creído que el señor Micawber tenía lo que papá llamaba, cuando yo vivía en casa, espíritu jurídico; espero que ahora inicie una carrera donde ese espíritu pueda desarrollarse y conducirle hasta un puesto de mando.

Estoy convencido de que nuestro anfitrión, con su espíritu jurídico, se veía ya sentado en el escaño del lord canciller, presidiendo la Cámara de los Lores. Se pasó la mano por la calva, muy satisfecho, y exclamó con ostentosa resignación:

–Querida, no anticipemos los dictados de la fortuna. Si estoy destinado a llevar una peluca, al menos la naturaleza me ha preparado para eso –exclamó, aludiendo a su calvicie–. No lamento haber perdido el pelo, y es posible que me haya quedado sin él por algún motivo específico. No sabría decirlo. Pero tengo la intención, mi querido Copperfield, de educar a mi hijo para la Iglesia; no negaré que, por él, me gustaría convertirme en un personaje importante.

–¿Para la Iglesia? –repetí yo, que seguía sin poder quitarme a Uriah de la cabeza.

–Sí –replicó–. Tiene una hermosa voz de solista, y podrá empezar en un coro. El hecho de residir en Canterbury, y las relaciones que allí tendremos, sin duda le permitirán conseguir cualquier puesto vacante entre los cantores catedralicios.

Al mirar de nuevo al joven Micawber, pensé, por la expresión de su rostro, que debía de tener la voz detrás de las cejas; y lo cierto es que ésta pareció surgir de allí cuando entonó (al verse en la disyuntiva de cantar o de irse a la cama) el . Después de felicitarle mucho por su interpretación, la conversación se hizo general; y, como estaba demasiado lleno de proyectos desesperados para silenciar los cambios que había experimentado mi situación, se los di a conocer al señor y a la señora Micawber. Soy incapaz de describir la felicidad de ambos cuando se enteraron de los apuros de mi tía, lo bien que se sintieron y lo cordiales que gracias a ellos fueron conmigo.

Cuando casi habíamos llegado a la última ronda de ponche, me dirigí a Traddles y le recordé que no debíamos despedirnos sin desear a nuestros amigos salud, felicidad y éxito en su nueva carrera. Le pedí al señor Micawber que nos llenara las copas y brindé como Dios manda: estrechándole la mano por encima de la mesa y besando a su mujer para conmemorar una fecha tan señalada. Traddles siguió mi ejemplo en lo primero; pero no creyó tener suficiente confianza para permitirse lo segundo.

–Mi querido Copperfield –exclamó nuestro anfitrión, poniéndose en pie con los pulgares en los bolsillos del chaleco–, compañero de mi juventud, si me permite la expresión… y estimado amigo Traddles, si puedo tomarme la libertad de llamarle así, quisiera agradecerles del modo más caluroso y contundente sus buenos deseos, en nombre de la señora Micawber, en el mío y en el de nuestra progenie. Sería natural que, en vísperas de un traslado que nos conducirá a una existencia completamente nueva –hablaba como si fueran a alejarse quinientas mil millas–, yo dedicara unas frases de despedida a los dos amigos que tengo ante mí. Pero he dicho ya todo lo que tenía que decir al respecto. Sea cual sea la posición que yo consiga alcanzar, gracias a la docta profesión de la que estoy a punto de convertirme en indigno representante, me esforzaré por no deshonrarla, y la señora Micawber le servirá siempre de adorno. Bajo el peso transitorio de algunas deudas monetarias, contraídas pensando en su inmediata liquidación, pero que todavía no he pagado debido a un cúmulo de circunstancias, me he visto obligado a llevar algo que mi naturaleza aborrece…, es decir, las gafas, y a apropiarme de un apellido que no puedo reclamar legítimamente. Lo único que quiero decir sobre este asunto es que las nubes han desaparecido del sombrío paisaje, y que el Dios del día se halla de nuevo en la cumbre de la montaña. El próximo lunes, cuando la diligencia de las cuatro de la tarde llegue a Canterbury, pisaré mi patria adoptiva… ¡y mi apellido será Micawber!

El señor Micawber volvió a sentarse después de pronunciar estas palabras y bebió dos vasos seguidos de ponche.

–Me queda aún algo por hacer antes de que nuestra separación sea completa, y que considero un acto de justicia –añadió seguidamente, con enorme solemnidad–. Mi amigo Thomas Traddles «estampó su firma», si me permiten la expresión, en dos letras de cambio a favor mío. En la primera ocasión, el señor Thomas Traddles… en una palabra, se quedó en la estacada. La segunda letra de cambio todavía no ha vencido. El importe de la primera –dijo consultando cuidadosamente unos papeles– asciende a veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques y medio; el de la segunda, según mis anotaciones, a dieciocho libras, seis chelines y dos peniques. El importe total, si mis cálculos son correctos, asciende a cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio. Copperfield, amigo mío, ¿tiene la bondad de comprobar el resultado?

Así lo hice, y la suma era correcta.

–Si yo abandonara esta metrópoli –prosiguió–, y a mi amigo el señor Thomas Traddles, sin saldar mis deudas con él, me remordería la conciencia de un modo insoportable. Por ese motivo, he preparado este documento que lo deja todo arreglado. Le ruego a mi amigo el señor Thomas Traddles que acepte este reconocimiento de deuda por un total de cuarenta y una libras, diez chelines y once peniques y medio; me alegra recobrar de ese modo mi dignidad moral, y saber que puedo andar de nuevo con la cabeza alta delante de mis semejantes.

El señor Micawber pronuncia unas palabras de despedida

Después de esta introducción (que le emocionó profundamente), el señor Micawber entregó su reconocimiento de deuda a Traddles, y le deseó toda clase de éxitos en la vida. Estoy convencido, no sólo de que para el señor Micawber aquello equivalía a entregarle el dinero, sino de que el propio Traddles apenas se percató de la diferencia hasta que tuvo tiempo para reflexionar.

El señor Micawber, animado por su virtuosa acción, anduvo con la cabeza tan alta delante de sus semejantes que su pecho parecía dos veces más ancho de lo habitual cuando nos guió escaleras abajo con una vela. Nos despedimos con gran cordialidad por ambas partes; cuando hube dejado a Traddles en la puerta de su casa y me dirigía solo a mi apartamento, pensé, entre otras cosas extrañas y contradictorias, que, a pesar de lo voluble que era el señor Micawber, quizá jamás me había pedido dinero a causa de la compasión que le inspiré cuando era niño y me alojaba en su casa. Lo cierto es que no habría tenido valor para negárselo; y, dicho sea en su honor, no me cabe la menor duda de que él lo sabía tan bien como yo.

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