David Copperfield

LXIV Una última mirada retrospectiva

LXIV

Y llego al final de mi relato. Vuelvo la vista atrás, por última vez, antes de cerrar estas páginas.

Me veo a mí mismo, con Agnes a mi lado, andando por el camino de la vida. Nos rodean nuestros hijos y nuestros amigos; y, a medida que avanzo, oigo el estruendo de muchas voces que no me son indiferentes.

¿Qué rostros distingo con más claridad entre esa muchedumbre pasajera? Aquí están, vueltos hacia mí cuando se lo pregunto a mis pensamientos.

Veo a mi tía, con gafas más gruesas; una anciana de más de ochenta años, tan erguida como siempre y capaz de andar seis millas de un tirón en pleno invierno.

Siempre a su lado, veo a Peggotty, mi vieja y bondadosa niñera; también lleva gafas, y todas las noches saca sus labores a la luz de la vela, sin olvidar jamás el pedacito de cera, la cinta de medir en su pequeña cabaña y el costurero con la catedral de Saint Paul pintada en la tapa.

Las mejillas y los brazos de Peggotty, tan prietos y enrojecidos en mis días infantiles, cuando no podía dejar de sorprenderme que los pájaros no los picotearan más que a las manzanas, están llenos de arrugas; y sus ojos, tan negros que parecían oscurecer todo su rostro, son más pálidos (aunque aún conservan su brillo); pero su rugoso y encallecido dedo índice, que antaño asociaba con un pequeño rallador de nuez moscada, sigue igual; y, cuando veo a mi hijo menor agarrarse a él, mientras se dirige con paso vacilante desde mi tía hasta Peggotty, recuerdo el pequeño gabinete de nuestra casa, cuando yo apenas sabía andar. La vieja decepción de mi tía es cosa del pasado. Es la madrina de una verdadera Betsey Trotwood; y Dora (nuestra siguiente hija) asegura que la mima demasiado.

Hay algo muy voluminoso en el bolsillo de Peggotty. Se trata nada menos que del libro de los cocodrilos, bastante deteriorado, pues muchas de sus páginas han sido arrancadas y cosidas de nuevo; pero Peggotty se lo enseña a los niños como si fuera una preciosa reliquia. Me parece muy curioso ver mi propio rostro infantil, mirándome desde los cuentos de cocodrilos; y que él me recuerde mi vieja amistad con Brooks de Sheffield.

Al lado de mis hijos varones, durante estas vacaciones estivales, veo a un anciano que fabrica enormes cometas y contempla cómo se elevan en el aire con indecible felicidad. Me saluda con entusiasmo y me susurra, con toda clase de guiños y de cabeceos:

–Trotwood, te alegrará saber que terminaré el memorial cuando no tenga otra cosa que hacer, y que tu tía ¡es la mujer más extraordinaria del mundo!

¿Quién es esa dama encorvada, apoyada en un bastón, en cuyo rostro se advierten las huellas de un orgullo y de una belleza hoy desaparecidos y que luchan débilmente con los desvaríos quejumbrosos, lunáticos e impacientes de su cabeza? Está en un jardín; y cerca de ella, hay una mujer delgada, morena, marchita, con una cicatriz cenicienta en el labio. Oigamos lo que dicen:

–Rosa, he olvidado el nombre de este caballero.

Rosa se inclina hacia ella y le responde que soy el señor Copperfield.

–Me alegro de verlo, señor. Lamento que esté de luto. ¡Espero que el tiempo le sirva de consuelo!

Su fogosa acompañanta la reprende, le dice que no estoy de luto, le pide que me mire de nuevo, intenta que recobre algo de lucidez.

–¿Ha visto a mi hijo, caballero? –pregunta la anciana–. ¿Se han reconciliado ustedes?

Clavando sus ojos en mí, se lleva la mano a la frente y empieza a gemir. De pronto grita, con voz terrible:

–¡Rosa, ven a mi lado! ¡Él ha muerto!

Rosa se arrodilla a sus pies, y unas veces la acaricia y otras riñe con ella. Tan pronto le dice con vehemencia: «Yo le quería mucho más de lo que nunca le amó usted», como le habla con dulzura para que se duerma sobre su pecho, al igual que un niño enfermo. Así las dejo; así las encuentro siempre; y así pasan el tiempo, año tras año.

¿Qué barco es ése que llega de la India? ¿Y quién es esa dama inglesa, casada con un viejo y gruñón Creso escocés de enormes orejas? ¿Puede tratarse de Julia Mills?

En efecto, es Julia Mills, hermosa y displicente, con un criado negro que le presenta las tarjetas y las cartas en una bandeja de oro, y una doncella de piel cobriza, con un traje de lino y un pañuelo de brillantes colores, que le sirve el almuerzo en su gabinete. Pero Julia ya no escribe ningún diario, ni canta himnos fúnebres al amor; discute a todas horas con el viejo Creso escocés, que es una especie de oso amarillo de tez curtida. Julia nada en dinero, y no piensa en otra cosa ni tiene otro tema de conversación. Me gustaba más en el desierto del Sáhara.

¡O tal vez esto sea el desierto del Sáhara! Pues, aunque Julia posee una magnífica mansión, se codea con lo mejor de la sociedad y ofrece todos los días suntuosos banquetes, no veo nada que verdee a su alrededor; nada que pueda convertirse nunca en un fruto o en una flor. Veo lo que Julia denomina «la sociedad»; en ella está el señor Jack Maldon, de la agencia de patentes, burlándose de la mano que le ayudó a conseguirla, y hablándome del doctor como de un hombre «tan deliciosamente anticuado». Pero cuando «la sociedad», Julia, es el nombre que reciben unos caballeros y unas damas tan superficiales, y cuando su educación no es más que una declarada indiferencia a todo lo que significa progreso o retroceso del ser humano, creo que nos hemos perdido en el desierto del Sáhara, y lo mejor que podemos hacer es salir de él.

Y aquí está el doctor, nuestro leal y buen amigo, trabajando en su diccionario (en algún lugar de la letra D) y muy feliz en su hogar, con su mujer. Y también el Viejo Soldado, considerablemente disminuida y ¡muy lejos de tener la influencia de antaño!

Más tarde encuentro en su despacho del Temple a mi viejo y querido amigo Traddles, muy atareado; y sus cabellos (allí donde no se ha quedado calvo) parecen más rebeldes que nunca por el roce constante de su peluca de abogado. Su mesa está llena de montones de documentos, y yo le digo, mirando a uno y otro lado:

–Si Sophy fuera ahora tu escribiente, Traddles, ¡cuánto trabajo tendría!

–¡Tienes razón, mi querido Copperfield! Pero ¡qué felices fueron aquellos días de Holborn Court! ¿No crees?

–¿Cuando Sophy te decía que llegarías a ser juez? ¡Pero no era la comidilla de la ciudad!

–En cualquier caso –contesta Traddles–, si algún día lo soy…

–¡Sabes de sobra que lo serás!

–Está bien, mi querido Copperfield, lo sea, contaré esa historia, tal como prometí entonces.

Nos alejamos del brazo. Voy a cenar a casa de Traddles. Es el cumpleaños de Sophy; y, por el camino, Traddles me comenta la suerte que ha tenido.

–He podido hacer verdaderamente, mi querido Copperfield, lo que más deseaba. El reverendo Horace fue ascendido y obtiene unos emolumentos de cuatrocientas cincuenta libras al año; nuestros dos hijos están recibiendo la mejor educación posible, y se distinguen por su seriedad en los estudios y por su simpatía; tres de las hermanas de Sophy hicieron una buena boda; otras tres viven con nosotros; y las otras tres cuidan de la casa del reverendo Horace desde la muerte de la señora Crewler; y todas son felices.

–Excepto… –insinúo.

–Excepto la Beldad –prosigue Traddles–. Sí. Fue una lástima que se casara con semejante aventurero. Pero hubo algo en él que la deslumbró. Con todo, ya está a salvo en casa, y nos hemos librado de él; tenemos que animarla entre todos.

La casa de Traddles es una de aquellas mansiones que él y Sophy acostumbraban a distribuir en sus paseos nocturnos. Es muy espaciosa; pero Traddles guarda los documentos en el vestidor, y las botas con los documentos; y él y Sophy viven apretados en la buhardilla para dejar las mejores habitaciones a la Beldad y a las otras hermanas. No queda ningún cuarto libre en la casa, pues, por un motivo o por otro, siempre hay más «muchachas» de las que yo acierto a contar. Cuando entramos, una infinidad de ellas corren a la puerta, y dan tantos besos a Traddles que lo dejan sin aliento. La pobre Beldad se ha instalado para siempre con ellos, pues es viuda y tiene una niña. Como es el cumpleaños de Sophy, han venido a cenar las tres hermanas casadas con sus maridos, y el hermano de uno de los maridos, y el primo de otro, y la hermana de otro, que tengo la impresión de que está comprometida con el primo. Traddles, tan sencillo y natural como siempre, se sienta, como un patriarca, en la cabecera de la enorme mesa; y Sophy lo mira radiante desde el otro extremo, por encima de una alegre superficie que, desde luego, no brilla con metal de Britania.

Y ahora que finalizo mi tarea, reprimiendo el deseo de extenderme, todos esos rostros desaparecen. Pero hay uno que resplandece como una luz celestial y que ilumina todos los demás objetos, por encima y fuera del alcance de ellos. Y que siempre está ahí.

Vuelvo la cabeza y lo veo cerca de mí, con su hermosa serenidad. Mi lámpara está a punto de apagarse y he escrito hasta muy avanzada la noche; pero la adorada presencia sin la que yo no sería nada me acompaña.

¡Oh, Agnes! ¡Alma mía! ¡Que tu rostro siga junto al mío cuando llegue mi última hora! ¡Que cuando la realidad se desvanezca, como las sombras que ahora alejo de mí, pueda encontrarte a mi lado con la mano levantada, señalando el Cielo!

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