XXVII Tommy Traddles
XXVII
No sé si fue por el consejo de la señora Crupp, o porque había cierto parecido entre el sonido de las palabras «bolos» y «Traddles», pero lo cierto es que al día siguiente decidí ir en busca de mi viejo compañero de internado. Tenía que estar ya de vuelta en la ciudad, y vivía en una callejuela cerca de la Escuela Veterinaria, en Camden Town, un barrio donde la mayoría de los inquilinos, según uno de los escribientes del señor Spenlow que residía allí, eran estudiantes que compraban burros vivos para realizar experimentos en sus casas. Después de preguntar a ese empleado el mejor modo de llegar, fui aquella misma tarde a visitar a Traddles.
La verdad es que yo habría querido algo mejor para mi amigo, pues la calle dejaba bastante que desear. Sus habitantes parecían tener cierta propensión a arrojar los desperdicios a la calzada, que, además de maloliente, estaba encharcada y llena de hojas de col. Y no todos los deshechos pertenecían al reino vegetal, pues mientras buscaba el número de la casa, pude ver un zapato, una cacerola abollada, un sombrero negro y un paraguas en distintas fases de descomposición.
El aspecto general del barrio trajo forzosamente a mi memoria la época en que vivía con el señor y con la señora Micawber. Esa sensación se acrecentó cuando llegué al edificio de Traddles, gracias al aire indescriptible de marchita elegancia que lo diferenciaba de los demás… aunque todos estaban construidos siguiendo el mismo patrón, y parecían los primeros ensayos de algún torpe muchacho que estuviera aprendiendo a construir casas y no hubiese aprendido aún cómo fijar los ladrillos con el mortero. Coincidí en la puerta con el lechero, y el recuerdo del señor y de la señora Micawber me asaltó con más viveza que nunca.
–Veamos –preguntó el lechero a una criada muy jovencita–. ¿Sabes algo de mi pequeña factura?
–El señor dice que pronto se la pagará –repuso ella.
–Porque esa pequeña factura –exclamó el lechero, como si no hubiera oído su respuesta, y dirigiéndose, según me pareció por su tono, a alguien que estaba dentro de la casa, en lugar de a la joven (impresión que se acentuó cuando vi la furiosa mirada que lanzaba al pasillo)– lleva tanto tiempo dando vueltas por ahí que empiezo a creer que se ha perdido y que jamás volveré a oír hablar de ella. ¡Y no estoy dispuesto a consentirlo! –concluyó a voz en grito, sin dejar de escudriñar el interior.
¡Y pensar que vendía un producto tan inofensivo como la leche! Su conducta habría resultado violenta incluso en un carnicero o en un comerciante de licores.
La voz de la pobre muchacha se hizo casi inaudible, pero tuve la impresión, por el movimiento de sus labios, de que murmuraba nuevamente que en seguida le pagarían.
–Te diré una cosa –dijo el lechero, mirándola con dureza por primera vez y cogiéndole la barbilla–. ¿Te gusta la leche?
–Sí –replicó.
–Pues mañana no la probarás –aseguró él–. ¿Me oyes bien? Mañana no dejaré ni una gota.
Me dio la sensación de que para la joven era un alivio probarla aquel día. El vendedor, después de mover la cabeza con aire siniestro, le soltó la barbilla y, de muy mala gana, abrió su cántaro y vertió la cantidad habitual de leche en el jarro de la familia. Después se marchó murmurando y, con una voz cargada de odio, anunció su llegada a la casa vecina.
–¿Vive aquí el señor Traddles? –pregunté entonces.
–Sí –respondió una voz misteriosa desde el fondo del pasillo.
Y la criada asintió también.
–¿Se encuentra en casa? –inquirí.
La voz misteriosa contestó afirmativamente de nuevo, y la muchacha volvió a decir que sí. Entonces entré y, siguiendo las indicaciones de la joven, subí las escaleras; al pasar por delante de una salita situada en la parte posterior, me di cuenta de que me seguían unos ojos misteriosos, que sin duda tenían el mismo origen que la misteriosa voz.
Cuando llegué arriba –la casa era sólo de dos plantas–, Traddles me esperaba en el rellano. Se mostró encantado de verme y, con gran cordialidad, me invitó a pasar a su pequeño dormitorio. Se hallaba en la parte delantera del edificio, y estaba limpio y reluciente, aunque apenas tenía muebles. Me di cuenta de que era su único cuarto; pues había un sofácama en él, y tenía los cepillos de lustrar el calzado y el betún entre los libros, en el estante más alto, detrás de un diccionario. Su mesa estaba cubierta de papeles y él trabajaba de firme, ataviado con una vieja chaqueta. No creo que mirase nada en particular, pero, mientras me sentaba, lo vi todo, hasta la iglesia dibujada en su tintero de porcelana; y esa capacidad de observación era algo que había adquirido también cuando vivía con los Micawber. Llamaron poderosamente mi atención sus ingeniosos inventos para disimular la cómoda y esconder los zapatos, el espejo para afeitarse, etc…, ya que ponían de manifiesto que seguía siendo el mismo Traddles que antes fabricaba con papel de escribir guaridas de elefante para guardar moscas, y que se consolaba de los malos tratos con las memorables obras de arte que tan a menudo he mencionado.
En un rincón de su dormitorio había un objeto cuidadosamente tapado con una enorme tela blanca. Fui incapaz de adivinar lo que era.
–Traddles –exclamé, estrechando de nuevo su mano cuando tomé asiento–, estoy encantado de verte.
–Yo sí que estoy encantado, Copperfield –respondió–. No sabes cuánto me alegro. El día que nos encontramos en Ely Place me puse tan contento de verte, y estaba tan seguro de que tú también, que te di esta dirección en lugar de la de mi bufete.
–¡Ah! ¿Tienes bufete?
–Bueno, tengo la cuarta parte de un despacho y de un pasillo, y la cuarta parte de un empleado –contestó Traddles–. Tres compañeros y yo nos hemos unido para alquilar un bufete amueblado (nos da un aire más profesional) y compartimos, asimismo, el escribiente. Me cuesta media corona a la semana.
Volví a encontrar su antigua sencillez y buen humor, aunque también algo de su antigua mala suerte, en la sonrisa con que acompañó esta explicación.
–Si no acostumbro a dar esta dirección, Copperfield –señaló–, te aseguro que no es por orgullo. Sólo lo hago porque a algunas de mis visitas no les agradaría venir aquí. Por lo que a mí respecta, estoy luchando para abrirme camino en el mundo, y sería ridículo que fingiera otra cosa.
–El señor Waterbrook me dijo que estabas estudiando para ser abogado, ¿es así? –pregunté.
–En efecto –repuso Traddles, frotándose lentamente las manos–, me preparo para ejercer la abogacía. El hecho es que, después de un gran retraso, he empezado a cumplir mis plazos. Hace bastante tiempo que firmé el contrato de aprendizaje, pero el desembolso de cien libras ha sido muy duro. ¡Realmente duro! –repitió mi amigo con una mueca de dolor, como si acabaran de arrancarle una muela.
–¿Sabes de lo que no puedo evitar acordarme, Traddles, mientras te miro aquí sentado? –exclamé.
–No.
–De aquel traje azul celeste que solías llevar.
–¡Válgame Dios! ¡Es verdad! –dijo riéndose–. ¿Aquel que me oprimía brazos y piernas? ¡Ay! Eran tiempos felices, ¿no crees?
–Tengo la impresión de que habrían sido mejores –respondí–, si nuestro director no nos hubiera pegado.
–Es posible –replicó Traddles–. Pero lo cierto es que nos divertíamos mucho. ¿Recuerdas las noches en el dormitorio? ¿Y las cenas que hacíamos allí? ¿Y las historias que nos contabas? ¡Ja, ja, ja! ¿Te acuerdas cuando me propinaron una paliza por defender al señor Mell? ¡El viejo señor Creakle! ¡Me gustaría verlo de nuevo!
–Se comportó brutalmente contigo, Traddles –exclamé indignado; pues su buen humor me devolvía al pasado, y era como si tan sólo la víspera hubiera presenciado cómo le golpeaba.
–¿Eso crees? –dijo–. ¿En serio? Sí, quizá tengas razón. Pero todo eso pasó hace tanto tiempo… ¡El viejo Creakle!
–Un tío tuyo se ocupaba entonces de tu educación, ¿no? –inquirí.
–En efecto –contestó Traddles–. Aquel al que yo siempre iba a escribir, pero nunca escribía. ¿Te acuerdas? ¡Ja, ja, ja! Sí, en aquella época tenía un tío. Murió poco tiempo después de que terminara la escuela.
–¿De veras?
–Sí. Se trataba de un… ¿cómo se llama?… pañero… o, mejor dicho, de un comerciante de telas retirado, que me había nombrado su heredero. Pero dejé de gustarle al crecer.
–¿Hablas en serio? –quise saber.
Lo decía con tanta tranquilidad que tal vez estuviera bromeando, pensé.
–¡Claro que sí, Copperfield! Hablo muy en serio –repuso Traddles–. Fue una desgracia, pero yo no le gustaba nada. Según él, había defraudado sus expectativas, y se casó con su ama de llaves.
–¿Y qué hiciste entonces? –pregunté.
–Nada de particular –respondió él–. Viví con ellos, esperando el momento de ser arrojado al mundo, hasta que, desgraciadamente, a mi tío se le subió la gota al estómago y murió; entonces ella se casó con un hombre joven, y yo me quedé en la calle.
–¿Y no heredaste nada, Traddles?
–¡Oh, sí! –contestó mi amigo–. Recibí cincuenta libras. Como no había aprendido ninguna profesión, al principio no sabía a qué dedicarme. Sin embargo, empecé a trabajar con el padre de un viejo compañero de Salem House… Yawler, el de la nariz torcida, ¿te acuerdas de aquel muchacho?
No. No había coincidido con él; en mi época, todas las narices eran rectas.
–Da igual –prosiguió–. Comencé, gracias a su ayuda, a copiar escrituras. Pero no ganaba demasiado, así que empecé a preparar alegatos, redactar informes y tareas así. Porque soy un tipo muy voluntarioso, Copperfield, y he aprendido a hacer estas cosas con maestría. Pues bien, fue entonces cuando se me metió en la cabeza estudiar derecho; y así terminaron de desaparecer mis cincuenta libras. Yawler me recomendó a uno o dos bufetes más (el del señor Waterbrook era uno de ellos) y me encargaron bastantes asuntos. Tuve la suerte, asimismo, de conocer a una especie de editor que estaba preparando una enciclopedia, y que me contrató de ayudante; y lo cierto es que en estos momentos estoy trabajando para él –afirmó, echando una ojeada a su mesa–. No soy un mal compilador, Copperfield, pero carezco por completo de imaginación. Supongo que nunca ha existido un joven menos original que yo.
Como Traddles parecía esperar que yo mostrara mi acuerdo con él, asentí con la cabeza; y él prosiguió con la misma paciente vivacidad (no se me ocurre una expresión mejor para definirla) que antes.
–Y de ese modo, poco a poco, llevando una vida muy sencilla, logré ahorrar las cien libras –dijo Traddles–; y, gracias a Dios, ya están pagadas. Aunque ha sido… verdaderamente ha sido –afirmó con un gesto de dolor, como si le hubieran arrancado otra muela– muy duro. Me mantengo gracias a esta clase de trabajos, y espero, un día de éstos, relacionarme con algún periódico, lo que para mí significaría el camino de la fortuna. Pero tú, Copperfield, sigues exactamente igual… tan simpático como siempre; estoy tan contento de verte que no tendré secretos para ti. Por ese motivo, debes saber que estoy comprometido.
¡Comprometido! ¡Oh, Dora!
–Mi novia es la hija de un reverendo de Devonshire –señaló Traddles–, una de las diez hijas… ¡Sí! Ésa es la iglesia –señaló cuando me vio mirar, involuntariamente, el dibujo que había en el tintero–. Giras por aquí, a la izquierda, después de salir por esa puerta –continuó, señalando el recorrido con el dedo–, y la casa está exactamente ahí, donde apoyo la pluma… justo enfrente de la iglesia, como es natural.
No fui consciente hasta más tarde del placer que sentía Traddles al entrar en aquellos detalles; pues, mientras tanto, mis egoístas pensamientos estaban trazando el plano de la casa y del jardín del señor Spenlow.
–¡Es una joven tan dulce! –exclamó mi amigo–. Tiene algún año más que yo, pero ¡es tan dulce! Te conté que me marchaba de la ciudad, ¿no? Pues estuve allí. Fui a pie, tanto a la ida como a la vuelta, y pasé unos momentos deliciosos. No me sorprendería que nuestro noviazgo fuera bastante largo, pero nuestro lema es: «¡Sé paciente y no pierdas la esperanza!». Nos lo repetimos siempre: «¡Sé paciente y no pierdas la esperanza!». Y ella sería capaz de esperar hasta los sesenta años… o la edad que fuera, Copperfield, ¡para casarse conmigo!
Traddles se levantó de la silla y, con sonrisa victoriosa, puso la mano encima de la tela blanca que había llamado mi atención.
–Sin embargo –prosiguió–, eso no significa que no hayamos empezado a preocuparnos por nuestro hogar. No, no; hemos comprado algunas cosas. Debemos ir poco a poco, pero ya tenemos algo. He aquí –afirmó, tirando orgullosamente de la tela, con mucho cuidado– nuestras dos primeras adquisiciones: esta maceta con su soporte, la ha comprado ella. La colocas delante de la ventana del salón –señaló, echándose hacia atrás para admirarla mejor–, con una planta dentro… y ¡ya está! Esta mesita redonda con la encimera de mármol (de dos pies y diez pulgadas de circunferencia), la he comprado yo. ¿Que quieres dejar un libro, o recibes una visita y necesitas un lugar donde colocar la taza de té? Pues… ¡ya está! –concluyó Traddles–. Se trata de un trabajo admirable de artesanía. ¡Firme como una roca!
Me deshice en elogios ante aquellas dos maravillas y Traddles, con el mismo cuidado que antes, volvió a cubrirlas con la tela.
–No es que sea gran cosa todavía –comentó mi amigo–, pero por algo se empieza. Lo que más me desanima, Copperfield, son los manteles, las fundas de las almohadas y esa clase de artículos. Así como la quincallería: los candeleros, las parrillas, todos esos objetos indispensables… ¡Se necesitan tantos y son tan caros! No obstante, «¡sé paciente y no pierdas la esperanza!» ¡Y te aseguro que no puede ser una muchacha más dulce!
–No me cabe la menor duda –respondí.
–Entretanto –dijo Traddles, volviendo a su silla–, y con esto dejaré de hablar de mí mismo, me las arreglo como puedo. No gano mucho, pero tampoco gasto demasiado. Generalmente como con la familia que vive abajo, una gente realmente amable. Tanto el señor como la señora Micawber saben mucho de la vida, y resultan una compañía excelente.
–¡Mi querido Traddles! –me apresuré a exclamar–. ¿Qué estás diciendo?
Traddles me miró, como si fuera él quien no entendiera mis palabras.
–¡El señor y la señora Micawber! –repetí–. ¡Pero si soy íntimo amigo suyo!
Dos pequeños aldabonazos en la puerta de entrada, que yo conocía muy bien desde mis tiempos de Windsor Terrace, y que no podía haber dado nadie que no fuera el señor Micawber, vinieron a disipar todas mis dudas sobre si se trataba o no de mis viejos amigos. Le pedí a Traddles que llamara a su casero. Así lo hizo, desde lo alto de la escalera; y el mismo señor Micawber de siempre –con sus pantalones ajustados, su bastón, su cuello de camisa y su monóculo– entró en la habitación con aire juvenil y distinguido.
–Disculpe, señor Traddles –dijo el señor Micawber con su peculiar entonación, interrumpiendo la melodía que estaba tarareando–. No sabía que tuviera usted una persona ajena a la casa en su sanctasanctórum.
El señor Micawber se inclinó ligeramente ante mí, y enderezó el cuello de su camisa.
–¿Cómo está, señor Micawber? –pregunté.
–Es usted sumamente amable, caballero. Me encuentro .
–¿Y la señora Micawber? –añadí.
–Caballero –repuso él–, mi esposa también se encuentra, gracias a Dios, .
–¿Y sus hijos, señor Micawber?
–Me alegra poder contestarle que también ellos gozan de buena salud.
Durante todo ese diálogo, el señor Micawber no me había reconocido, a pesar de tenerme enfrente. Pero, de pronto, al verme sonreír, examinó mis facciones con más detenimiento.
–¡No es posible! ¡Pero si tengo el placer de volver a contemplar a Copperfield! –exclamó, echándose hacia atrás para verme mejor.
Y me estrechó con fuerza las dos manos.
–¡Dios mío, señor Traddles! –prosiguió el señor Micawber–. ¡Pensar que conoce usted al amigo de mi juventud, al compañero de mis viejos tiempos! ¡Querida! –gritó por encima de la barandilla a la señora Micawber, mientras Traddles parecía no salir de su asombro (con toda la razón) por el modo en que me describía–. ¡Hay un caballero en la habitación del señor Traddles que desea tener el placer de conocerte, mi amor!
El señor Micawber se apresuró a entrar de nuevo en el dormitorio y volvió a estrecharme la mano.
–¿Y cómo está nuestro buen amigo el doctor, Copperfield? –inquirió el señor Micawber–. ¿Y la gente de Canterbury?
–No tengo más que buenas noticias de ellos –repliqué.
–Me alegro muchísimo –aseguró el señor Micawber–. Fue allí donde nos vimos por última vez. Bajo la sombra, por decirlo en sentido figurado, de aquel sagrado edificio que inmortalizó Chaucer, al que antaño acudían los peregrinos desde los lugares más lejanos… en una palabra, en las inmediaciones de la catedral.
–En efecto –respondí.
El señor Micawber siguió hablando con toda la volubilidad de la que era capaz; pero su rostro reflejaba cierta alarma ante los ruidos que se oían en la habitación contigua, donde la señora Micawber parecía lavarse las manos, y abrir y cerrar precipitadamente unos cajones que no se deslizaban con la suavidad deseable.
–Nos encuentra usted, Copperfield –prosiguió el señor Micawber, con un ojo puesto en Traddles–, en lo que podría denominarse una situación modesta y sin pretensiones; pero usted sabe que, a lo largo de mi carrera, he superado muchas dificultades y he vencido toda clase de obstáculos. Tampoco desconoce el hecho de que han existido períodos en mi vida en los que me he visto obligado a esperar hasta que surgiera algo; o en los que ha sido necesario echarme hacia atrás para dar lo que yo llamaría…, y espero no ser tachado de vanidoso, un salto. En la actualidad, estoy en uno de esos momentos decisivos en la vida de un hombre. He retrocedido para coger impulso; y tengo poderosos motivos para creer que no tardaré en dar un vigoroso salto.
Estaba empezando a expresarle mi satisfacción cuando entró la señora Micawber; su aspecto era un poco más desaliñado de lo habitual (o al menos eso me pareció), aunque no hay duda de que se había arreglado para venir a vernos, e incluso llevaba unos guantes marrones.
–Querida –dijo el señor Micawber, guiándola hasta mí–. Aquí hay un caballero llamado Copperfield que desea reanudar su amistad contigo.
Habría sido preferible, como se puso de manifiesto, que la hubiera preparado un poco para semejante noticia; pues la señora Micawber, cuyo estado de salud era bastante delicado, sufrió una impresión tan fuerte que su marido se vio obligado a bajar corriendo al patio trasero, con gran agitación, a fin de llenar una jofaina de agua para refrescarle la frente. No tardó en reponerse, sin embargo, y se alegró sobremanera de verme. Conversamos todos juntos durante media hora; y yo les pregunté por los gemelos, que, según la señora Micawber, habían crecido mucho; y por el señorito y por la señorita Micawber, a los que describió como «verdaderos gigantes», pero a los que no vi en aquella ocasión.
El señor Micawber estaba deseoso de que me quedara a cenar. Yo no habría tenido ningún inconveniente en hacerlo; pero creí advertir cierta inquietud en la mirada de su mujer, a la que imaginé calculando la cantidad de carne que había en la despensa. Por ese motivo, declaré que tenía otro compromiso; y, al percatarme de que la señora Micawber parecía aliviada, hice caso omiso de sus ruegos.
Sin embargo, dije a Traddles, y al señor y a la señora Micawber que no me marcharía de allí hasta que fijaran un día para venir a cenar en casa. Traddles tenía tanto trabajo que fue preciso elegir una fecha bastante lejana; pero logramos ponernos de acuerdo, y entonces me despedí.
El señor Micawber, con el pretexto de enseñarme un camino más corto, me acompañó hasta la esquina, deseoso (según me explicó) de intercambiar algunas confidencias con un viejo amigo.
–Mi querido Copperfield –señaló el señor Micawber–, no es necesario que le explique cuánto nos tranquiliza, en las actuales circunstancias, tener bajo nuestro techo a una inteligencia que brilla, si se me permite la expresión, como la de su amigo Traddles. Entre la lavandera que habita en la casa contigua, que expone a la venta dulces y confites en la ventana de su salón, y el agente de policía de Bow Street que vive enfrente, la compañía de su amigo, como podrá imaginar, constituye un verdadero consuelo para mí y para la señora Micawber. En estos momentos, mi querido Copperfield, me dedico a la venta de trigo a comisión. No se trata de una ocupación remuneradora (en otras palabras no produce ganancias) y, como consecuencia de ello, estamos pasando algunas estrecheces, aunque de carácter transitorio. Sin embargo, celebro añadir que está a punto de surgirme algo (lamento no poder decirle en qué sentido) que me permitirá satisfacer, de forma permanente, no sólo las necesidades de mi familia, sino también las de su amigo Traddles, por el que siento un sincero interés. Tal vez no le sorprenda saber que el estado de salud de la señora Micawber parece indicar que pronto aumentará el número de esas pruebas de amor que… en una palabra, que pronto aumentará el grupo infantil. La familia de la señora Micawber ha tenido la amabilidad de expresar su disgusto ante semejante estado de cosas. Mi único comentario al respecto es que no creo que sea un asunto de su incumbencia, y que rechazo esa exhibición de sentimientos con desprecio.
El señor Micawber me dio entonces un nuevo apretón de manos y se despidió de mí.