III. Hechos y deducciones
III
Hechos y deducciones
¡La destrucción acaba de consumar su obra maestra!
¡El más sacrílego asesino ha profanado el templo
ungido del señor, robando la vida a ese santuario!
W S, , 2-3.
Al fijar nuevamente la atención en la estancia en que me hallaba, vi al juez instructor consultando un informe a través de unos impresionantes quevedos de oro.
—¿Está aquí el mayordomo? —preguntó.
Inmediatamente se agitó el grupo de criados y un irlandés de rostro inteligente, aunque algo pomposo, salió de entre ellos para ponerse ante al jurado.
—pensé para mis adentros al fijarme en sus patillas bien igualadas, en su firme mirada y en su expresión respetuosamente atenta, pero en modo alguno humilde—. .
No me equivocaba. Thomas, el mayordomo, era uno entre mil en todos los sentidos, y lo sabía.
El juez instructor, en quien parecía haber causado tan favorable impresión como en todos los presentes, comenzó a interrogarle sin vacilar.
—¿Se llama Thomas Dougherty?
—Sí, señor.
—Muy bien, Thomas. ¿Cuánto tiempo hace que desempeña su cargo?
—Hará unos dos años.
—¿Fue usted el primero en hallar el cadáver del señor Leavenworth?
—Sí, señor. El señor Harwell y yo.
—¿Quién es el señor Harwell?
—El señor Harwell es el secretario particular del señor Leavenworth; su escriba.
—Muy bien. ¿A qué hora del día o de la noche hizo usted ese descubrimiento?
—Muy temprano; esta mañana, a cosa de las ocho.
—¿Dónde?
—En la biblioteca, señor, junto a la alcoba del señor Leavenworth. Entramos en ella forzando la puerta, inquietos al ver que no bajaba a desayunar.
—Forzaron la puerta; ¿de modo que estaba cerrada?
—Sí, señor.
—¿Por dentro?
—No puedo decirlo; no había llave en la puerta.
—¿Dónde estaba tendido el señor Leavenworth cuando le hallaron?
—No estaba tendido, señor, sino sentado ante la mesa grande del centro de la habitación, de espaldas a la puerta de la alcoba; inclinado hacia adelante, con la cabeza entre las manos.
—¿Cómo iba vestido?
—Con su traje para cenar, tal como se levantó de comer anoche.
—¿Había señales de lucha en la estancia?
—No, señor.
—¿Ni una pistola en el suelo o en la mesa?
—No, señor.
—¿Ni razón para suponer que se intentara el robo?
—No, señor. El señor Leavenworth tenía en el bolsillo el reloj y el monedero.
Al preguntarle quién había en la casa cuando se descubrió el cadáver, replicó:
—Las señoritas Mary Leavenworth y Eleanore, el señor Harwell, Kate la cocinera, Molly la camarera y yo.
—¿Las personas de costumbre?
—Sí, señor.
—Ahora dígame quién es el encargado de cerrar la casa por la noche.
—Yo, señor.
—¿Lo hizo ayer como siempre?
—Lo hice.
—¿Quién ha abierto esta mañana?
—Yo, señor.
—¿Y cómo halló las puertas?
—Tal como las dejé.
—¿Ni una puerta, ni una ventana abiertas?
—No, señor.
Podía oírse el vuelo de una mosca. La certidumbre de que el asesino, quienquiera que fuese, no había salido de la casa al menos hasta que se abrió por la mañana parecía pesar en el ánimo de todos. Aunque yo lo sabía de antemano, no pude menos de sentir cierta emoción al verlo corroborado, y, mirando al mayordomo, intenté descubrir por alguna señal si había hablado tan enfáticamente para ocultar algún incumplimiento parcial de su deber. Pero el rostro de aquel hombre no se había conmovido, y sostenía con firmeza de roca la mirada concentrada de todos los que nos hallábamos en la estancia.
Preguntado después sobre cuándo había visto al señor Leavenworth vivo por última vez, dijo:
—Anoche, a la hora de cenar.
—¿Le vio alguien más tarde?
—Sí, señor. El señor Harwell dice que le vio a las diez y media.
—¿Qué habitación ocupa usted en la casa?
—Una pequeña del piso bajo.
—¿Y dónde duermen los demás?
—Casi todos en el tercer piso; las señoritas en las habitaciones de atrás, y el señor Harwell en la pequeña de enfrente. Las criadas duermen arriba.
—¿De modo que en ese piso no había nadie aparte del señor Leavenworth?
—No, señor.
—¿A qué hora se acostó?
—A eso de las once.
—¿Recuerda haber oído algún ruido en la casa, antes o después de esa hora?
—No, señor.
—¿Por lo que el descubrimiento de esta mañana fue para usted una sorpresa?
—Sí, señor.
Requerido para que diera cuenta más detallada del hallazgo del cadáver, pasó a decir que hasta que comprobaron que el señor Leavenworth no se presentaba cuando se hizo sonar la campanilla del desayuno, no surgió sospecha alguna en la casa de que algo fuera mal. E incluso entonces, esperaron un tiempo antes de hacer nada, pero a medida que pasaron los minutos sin que él acudiera, la señorita Eleanore se impacientó, de modo que salió finalmente del comedor, anunciando que iba a ver qué sucedía, para reaparecer al poco con aire asustado y asegurando que había llamado a la puerta de su tío, y hasta gritado su nombre, pero sin respuesta. Dadas las circunstancias, el señor Harwell y él mismo subieron e intentaron abrir las dos puertas; y, al hallarlas cerradas, descerrajaron la de la biblioteca, donde encontraron al señor Leavenworth, como ya se había dicho, sentado a la mesa, muerto.
—¿Y las damas?
—Oh, nos siguieron y entraron en la habitación; la señorita Eleanore se desmayó.
—¿Y la otra… Mary… creo que se llama?
—No recuerdo nada de ella; estaba muy ocupado yendo a por agua para la señorita Eleanore y no me fijé.
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que llevaron al señor Leavenworth a la habitación contigua?
—Casi en seguida, en cuanto se recuperó la señorita Eleanore, que fue apenas sus labios tocaron el agua.
—¿Quién propuso trasladar el cadáver?
—Ella, señor. En cuanto pudo levantarse, se acercó al muerto; lo miró, se estremeció y, llamándonos al señor Harwell y a mí, nos mandó llevarlo a la cama e ir a buscar al médico, cosa que hicimos.
—Espere un momento. ¿Les acompañó cuando entraron en la otra estancia?
—No, señor.
—¿Qué hizo?
—Se quedó junto a la mesa de la biblioteca.
—¿Y qué hacía?
—No lo sé; estaba de espaldas a mí.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí?
—Ya se había marchado cuando volvimos.
—¿Había abandonado la mesa?
—Había salido de la habitación.
—¡Hum! ¿Cuándo volvió a verla?
—Al cabo de un momento. Volvía a la biblioteca cuando salimos.
—¿Llevaba algo en la mano?
—No, que yo viera.
—¿Echó usted algo de menos en la mesa?
—No pensé en mirarlo. No me importaba la mesa. Sólo pensaba en ir a buscar al médico, aunque comprendía que era inútil.
—¿A quién dejó usted en la habitación al marcharse?
—A la cocinera, a Molly y a la señorita Eleanore.
—¿Y no a la señorita Mary?
—No, señor.
—Muy bien. ¿Tiene el jurado alguna pregunta que hacer al testigo?
De pronto vimos un movimiento en el respetable cuerpo del jurado.
—Yo quisiera preguntar algo —exclamó un hombrecillo nervioso de rostro escuálido a quien había visto antes removiéndose sin cesar en su asiento, de un modo que denotaba a las claras un deseo, intenso pero hasta entonces reprimido, de interrumpir el procedimiento.
—Muy bien, señor —respondió Thomas.
Pero como el jurado se detuviera para soltar un profundo suspiro, un hombre grueso y pomposo sentado a su derecha aprovechó la oportunidad para preguntar con voz imponente y autoritaria.
—Dice que lleva dos años en la casa. ¿Estaba la familia muy unida?
—¿Unida?
—Cariñosa, quiero decir… si se llevaban bien unos con otros.
Y el jurado levantó la cadena larga y pesada que le cruzaba el chaleco, como si aquel adorno tuviera tanto derecho como él a obtener una respuesta adecuada y considerada. El mayordomo, impresionado quizá por los modales del jurado, miró cohibido a su alrededor.
—Sí, señor; por lo menos que yo supiera —dijo.
—¿Querían las señoritas a su tío?
—¡Oh, sí, señor!
—Y entre ellas, ¿se querían?
—Sí, supongo que sí. No soy yo quien ha de decirlo.
—Lo supone usted. ¿Tiene alguna razón para creer lo contrario? —preguntó el jurado, enrollándose la cadena en un dedo, como si quisiera redoblar también la atención sobre ella al tiempo que la suya propia.
Thomas vaciló un instante. Pero cuando su interlocutor iba a repetir la pregunta, se colocó en actitud más envarada y seria y repuso:
—Bueno, no, señor.
El miembro del jurado, en vista de la respuesta, pareció respetar la reticencia de un criado que no quería dar su opinión acerca de semejante asunto y, echándose atrás complaciente, indicó con un ademán que no tenía más que preguntar.
En seguida el nervioso hombrecillo antes mencionado se deslizó hasta el borde de la silla y preguntó, esta vez sin titubear:
—¿A qué hora abrió la casa esta mañana?
—A eso de las seis.
—Después de esa hora, ¿pudo salir alguien sin que usted lo viera?
Thomas miró algo inquieto a los demás criados, pero respondió con prontitud y sin reservas:
—No creo que, pasadas las seis, nadie pueda salir de la casa sin que lo veamos la cocinera o yo. A la luz del día, no se salta por las ventanas de un segundo piso; y, en cuanto a salir por alguna puerta, la principal se cierra con tal estrépito que se oye en toda la casa de extremo a extremo, y por la trasera no puede salir nadie sin cruzar el patio exterior y pasar ante la ventana de la cocina, y nadie puede acercarse a dicha ventana sin que le vea la cocinera. Puedo jurarlo.
Y lanzó una mirada entre burlona y maliciosa al rostro redondo y encendido de la criada en cuestión, mirada que sugería poderosamente la idea de recientes y no olvidadas pendencias de cocina.
La respuesta, calculada para acrecentar las sospechas que ya se habían asentado en el ánimo de los presentes, produjo visible efecto. ¡Cerrada la casa, y no se había visto salir a nadie! Era claro que no se debía buscar mucho para hallar al asesino.
Moviéndose en la silla con acrecentado fervor, por así decirlo, el miembro del jurado miró a su alrededor. Pero al ver el interés renovado en los rostros de los circunstantes, renunció a debilitar con más preguntas el efecto de esas últimas palabras. Por tanto, echándose cómodamente hacia atrás, dejó el campo libre a cualquier otro jurado que quisiera proseguir las indagaciones. Pero como nadie pareció dispuesto a ello, Thomas hizo un ademán de impaciencia y, tras mirar respetuosamente a su alrededor, preguntó: —¿Hay algún otro señor que desee preguntarme algo?
Como nadie replicara, lanzó una mirada rápida de consuelo a los criados y, mientras todos se maravillaban de su repentino cambio de actitud, se retiró con una ansiosa alegría y una evidente satisfacción que no pude explicarme en aquel momento.
Pero como el testigo siguiente era nada menos que mi conocido de aquella mañana, Harwell, olvidé en seguida a Thomas y las dudas que su último ademán habían despertado en mí, dado el interés que seguramente despertaría el interrogatorio a un personaje tan importante como el secretario particular, brazo derecho del señor Leavenworth.
Harwell se adelantó con el aire tranquilo y resuelto de quien comprende que lo que va a decir es cuestión de vida o muerte, y se colocó ante el jurado con un talante digno que predisponía favorablemente hacia su persona, incluido a mí, que no había simpatizado mucho con aquel sujeto en nuestra primera entrevista, ya que encontré esa actitud admirable y sorprendente. Su aspecto era vulgar y adocenado, y producía una impresión negativa con sus rasgos pálidos y regulares, sus cabellos oscuros y repeinados y sus patillas simples, pero, pese a carecer de cualidades agradables de rostro y cuerpo, en su talante podía verse, al menos en aquella ocasión, cierto dominio de sí mismo que suplía en alguna medida la ausencia de expresión en facciones y figura. Pero, en realidad, no había nada notable en aquel hombre, o, al menos, nada que no tuvieran otros mil con que nos cruzamos a diario en Broadway, exceptuando, claro está, el aire de concentración y solemnidad que envolvía todo su ser, solemnidad en la que no habría reparado de no parecerme en aquel momento la actitud habitual de quien, en su corta vida, ha conocido más penas que alegrías y menos placeres que cuidados y ansiedades.
El juez instructor, a quien pareció interesarle poco el aspecto del secretario, se dirigió a él de inmediato y sin reservas.
—¿Su nombre?
—James Trueman Harwell.
—¿Su profesión?
—He sido secretario particular y amanuense del señor Leavenworth durante los últimos ocho meses.
—Es usted la última persona que vio vivo al señor Leavenworth, ¿verdad?
El joven alzó la mano con un ademán altanero que casi lo transfigura.
—No, pues no fui yo quien lo mató.
Esta respuesta, que parecía introducir algo de ligereza en una investigación cuya seriedad comprendía todo el mundo, produjo una inmediata reacción de sentimientos contra el hombre que se tomaba tan poco respetuosamente aquellos hechos conocidos y por conocer. Un murmullo de desaprobación recorrió la estancia, y con aquellas palabras perdió James Harwell en un instante lo que había ganado con su seguridad en sí mismo y con la firme mirada de sus ojos. Él mismo pareció comprenderlo así, por cuanto irguió más aún la cabeza, aunque su porte en general permaneció inalterable.
—Quiero decir —aclaró el juez instructor, evidentemente irritado por el sentido que había dado el joven a su pregunta— si fue el último que lo vio antes de ser asesinado por un desconocido.
El secretario se cruzó de brazos, no puedo decir si para ocultar cierto temblor que le había asaltado o para ganar tiempo con aquel sencillo ademán.
—No me es posible responder a esa pregunta, señor —dijo, por último—. Lo más probable es que yo fuera el último que lo vio, pero en una casa tan grande como ésta es difícil asegurar un hecho tan sencillo como ése. Mi deber era verlo tarde —añadió lentamente al observar la mirada insatisfecha de los presentes.
—Su deber como secretario, supongo.
Harwell asintió con gravedad.
—Señor Harwell —continuó el juez instructor—, el cargo de secretario particular no es corriente en nuestro país. ¿Puede explicarnos cuáles eran sus obligaciones? Es decir, ¿de qué servía al señor Leavenworth tener un empleado de esa clase, y en qué se ocupaba?
—El señor Leavenworth era, como ya deben de saber ustedes, un hombre de gran riqueza. Al estar relacionado con varias sociedades, casinos, instituciones y demás, y siendo por otro lado conocido por su generosidad, solía recibir cada día numerosas cartas con peticiones varias y de otra clase que yo tenía el deber de abrir y contestar, mientras que su correspondencia privada llevaba una señal que la distinguía del resto. Pero esto no era lo único que yo tenía que hacer. Como en su juventud se había dedicado al comercio del té, había hecho más de un viaje a China y, por consiguiente, le interesaban mucho las comunicaciones internacionales entre aquel país y el nuestro. Y como en sus diferentes viajes había aprendido muchas cosas que podían contribuir a que el pueblo americano comprendiera mejor las peculiaridades de aquella nación, y a que buscara la mejor manera de tratar con ella, se consagró desde hace algún tiempo a escribir un libro sobre la materia; durante los últimos ocho meses una de mis tareas consistía en ayudarle a prepararlo. Para ello escribía al dictado tres horas al día, una de las cuales solía ser de noche, es decir, de nueve y media a diez y media, porque el señor Leavenworth era hombre muy metódico y acostumbrado a regular su vida, y la de cuantos le rodeaban, con precisión casi matemática.
—Dice que solía escribir al dictado por las noches. ¿Lo hizo así la noche pasada?
—Sí, señor.
—¿Qué puede referirnos de sus modales y aspecto? ¿Hubo algo que le resultase extraño?
El secretario enarcó el entrecejo.
—Puesto que probablemente no presagiaba su muerte, ¿qué podía haber en sus modales?
Esto dio oportunidad al juez para desquitarse de la derrota de un momento antes, por lo cual dijo con severidad:
—El deber del testigo es contestar a las preguntas, y no hacerlas.
El secretario se sonrojó y continuó diciendo:
—Muy bien, señor. Si el señor Leavenworth tuvo algún presentimiento de su muerte, no me lo reveló. Al contrario, parecía más absorto en su trabajo que de costumbre. Una de las últimas cosas que me dijo fue: «Dentro de un mes tendremos en prensa el libro, ¿verdad?». Y lo recuerdo porque en aquel momento se estaba llenando la copa de vino. Acostumbraba a beber una copa antes de acostarse, y era obligación mía sacar la botella de jerez del armario, que era lo último que yo hacía antes de dejarle. Cuando me dijo aquello, estaba yo con la mano en el pomo de la puerta del vestíbulo, y al oírle avancé unos pasos hacia él y respondí: «Así lo espero, señor Leavenworth». «Entonces, beba conmigo una copa de jerez», me dijo, indicándome que sacara otra copa del armario. Así lo hice, y él mismo me escanció el vino. No soy muy aficionado al jerez, pero la ocasión era agradable y vacié la copa. Recuerdo que me avergoncé de haberlo hecho, porque el señor Leavenworth la dejó medio llena. Y medio llena estaba cuando la encontramos esta mañana.
Por mucho que se esforzara, y a pesar de lo reservado que era, le costaba dominar su emoción, y el horror del primer golpe aún parecía agobiarlo. Sacó el pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
—Señores, eso fue lo último que vi hacer al señor Leavenworth. Cuando dejó la copa en la mesa, le di las buenas noches y salí de la estancia.
El juez instructor, con su característica impasividad ante toda clase de emociones, se recostó en el asiento y observó al joven con escrutadora mirada.
—¿Y adónde fue entonces? —preguntó.
—A mi cuarto.
—¿Encontró a alguien en el camino?
—No, señor.
—¿Oyó o vio algo anormal?
—No, señor —dijo el secretario con voz algo apagada.
—Piénselo bien, señor Harwell. ¿Está dispuesto a jurar que no encontró ni vio a nadie ni oyó nada que le llamase la atención por lo desusado?
El rostro del señor Harwell se mostró intranquilo. Dos veces abrió los labios para hablar, más los cerró en seguida sin decir palabra. Por último contestó, haciendo un esfuerzo:
—Vi una cosa sin importancia, que no merece siquiera mencionarse, pero fue desusada, y no puedo menos de recordarla al preguntarme usted.
—¿De qué se trata?
—Una puerta entreabierta.
—¿Qué puerta?
—La del cuarto de la señorita Eleanore Leavenworth —dijo con voz que era casi un susurro.
—¿Dónde estaba al observarlo?
—No puedo decirlo con exactitud. Probablemente ya en la puerta de mi habitación, pues no me detuve en el camino. De no ser por este espantoso suceso no habría vuelto a pensar en ello.
—Al entrar en su cuarto, ¿cerró la puerta?
—Sí, señor.
—¿Cuánto tardó en acostarse?
—En seguida.
—¿Oyó algo antes de dormirse?
Otra vez aquella vacilación indefinible.
—Absolutamente nada.
—¿Ni pasos en el vestíbulo?
—Puede que oyera pasos.
—¿Los oyó?
—No podría jurarlo.
—¿Cree que los oyó?
—Sí, creo que sí. A decir verdad, recuerdo que cuando empezaba a dormirme oí un crujido como de faldas y pasos en el vestíbulo, pero no le di importancia, y me quedé dormido.
—¿Qué más?
—Algún tiempo después me desperté de repente, como si algo me hubiera sobresaltado, pero no sabría decir si fue un ruido o un movimiento. Recuerdo que me senté en la cama y miré a mi alrededor, pero, al no oír nada más, cedí en seguida a la somnolencia que me dominaba y me sumí en un profundo sueño. No volví a despertarme hasta esta mañana.
En este punto fue requerido para que contara cómo y cuándo se dio cuenta del asesinato, confirmando en todos sus pormenores el relato ya hecho por el mayordomo. Una vez concluido esto, continuó el juez preguntando si había observado el estado de la mesa de la biblioteca después de trasladar el cadáver.
—En parte, sí, señor.
—¿Qué había en ella?
—Lo de costumbre, señor: libros, papel, la pluma con la tinta seca y la botella y las copas en que habíamos bebido.
—¿Nada más?
—No recuerdo nada más.
—Con respecto a la botella y a la copa —interrumpió el jurado de la cadena—, ¿no dijo que las halló tal y como los dejara el día anterior?
—Sí, señor.
—Sin embargo, ¿él solía beberse el vaso entero?
—Sí, señor.
—De suerte que debió de ocurrir alguna interrupción muy poco después de salir usted, señor Harwell.
El rostro del joven se cubrió de repente de una azulada y fría palidez. Se sobresaltó y se quedó por un instante como asaltado por una idea horrible.
—Eso no quiere decir nada —dijo con alguna dificultad—. El señor Leavenworth pudo… —Pero se detuvo de repente, como si estuviera demasiado intranquilo para continuar.
—Continúe, señor Harwell. Oigamos lo que tiene que decir.
—No es nada —contestó débilmente, como si luchara con una fuerte emoción.
Al no haber respondido a la pregunta, sino dado una explicación voluntaria, el juez instructor lo pasó por alto, pero vi más de una mirada suspicaz entre los jurados, como si muchos creyeran haber encontrado algún asomo de pista en la emoción de aquel hombre. El juez, fingiendo no reparar ni en la emoción ni en la excitación despertada, continuó preguntando.
—¿Sabe si la llave de la biblioteca estaba o no en su sitio cuando salió anoche de la habitación?
—No, señor; no me fijé.
—¿Pero supone que estaría?
—Sí, señor.
—¿Y esta mañana estaba cerrada la puerta, pero la llave no estaba?
—Sí, señor.
—Entonces, el asesino debió de cerrar la puerta al salir y llevarse la llave.
—Es lo más probable.
El juez se volvió hacia los jurados y les miró con vehemencia.
—Señores —dijo—, parece que esa llave es un misterio que debe aclararse.
El murmullo que se alzó al punto en la habitación atestiguó la aquiescencia de todos los presentes. El jurado bajito se levantó apresuradamente y propuso que se buscara la llave en seguida, pero el juez instructor, volviéndose hacia él con mirada que denominaremos abrumadora, insistió en que se prosiguiera el sumario en la forma acostumbrada, hasta concluir el examen de los .
—Entonces, permítame una pregunta —dijo el bullicioso hombre—. Señor Harwell, nos han dicho que al descerrajar esta mañana la puerta de la biblioteca, las dos sobrinas del señor Leavenworth entraron con ustedes.
—Una de ellas, la señorita Eleanore.
—¿Es la señorita Eleanore quien parece ser única heredera del señor Leavenworth? —interrumpió el juez instructor.
—No, señor. Ésa es la señorita Mary.
—¿Fue ella quien dio orden de trasladar el cadáver a la otra habitación? —prosiguió el jurado.
—Sí, señor.
—¿Y usted la obedeció, ayudando a llevarlo?
—Sí, señor.
—Y al pasar, ¿no observó nada que le hiciera sospechar quién pudiera ser el asesino?
El secretario negó con la cabeza, y dijo enfáticamente:
—No tengo ninguna sospecha.
En cierto modo no le creí. Fuese el tono de su voz, o el crispamiento de su mano al cogerse la manga, pues las manos suelen revelar más que la fisonomía, comprendí que aquel hombre no merecía crédito al hacer semejante afirmación.
—Quisiera hacer una pregunta al señor Harwell —dijo un jurado que aún no había hablado—. Ya tenemos un relato detallado de lo que parece ser el descubrimiento de un asesinato. Pero no se asesina sin motivo. ¿Sabe el secretario si el señor Leavenworth tenía algún enemigo secreto?
—No lo sé.
—¿Todos los de la casa se llevaban bien con él?
—Sí, señor —contestó, aunque en la afirmación había alguna vislumbre de negativa.
—¿No tiene noticias de algún roce entre él y otro miembro de la casa?
—No podría decirlo —respondió Harwell completamente desasosegado—. Un roce es cosa poco importante. Pudo haberlo…
—¿Entre él y quién?
Larga vacilación.
—Una de sus sobrinas, señor.
—¿Cuál de ellas?
De nuevo el secretario irguió retador la cabeza y dijo:
—La señorita Eleanore.
—¿Cuánto tiempo hace que observa esa actitud?
—No podría decirlo.
—¿Sabe la causa?
—No, señor.
—¿Ni la profundidad del sentimiento?
—No, señor.
—¿Abría usted las cartas del señor Leavenworth?
—Lo hacía.
—¿Recuerda si recibió últimamente alguna que pudiera arrojar alguna luz sobre lo sucedido?
Parecía como si no quisiera contestar. ¿Meditaba la respuesta o estaba paralizado?
—¿Ha oído al jurado, señor Harwell? —preguntó el juez instructor.
—Sí, señor; estaba pensando…
—Bien; responda.
—Señor —dijo volviéndose al jurado y mirándolo de frente, de modo que me mostraba la desprotegida mano izquierda—. Durante los últimos quince días he abierto las cartas del señor Leavenworth como de costumbre, y no recuerdo ninguna que pudiera estar relacionada con esta tragedia.
Mentía; lo supe al instante. Me bastó la mano cerrada con fuerza hasta que se decidió a mantener la mentira con firmeza.
—Señor Harwell, no dudo que eso sea así a su juicio —dijo el juez—, pero habrá que examinar toda la correspondencia del señor Leavenworth para comprobarlo.
—Desde luego —replicó el secretario con indiferencia—. Es lo correcto.
Esta observación dio fin por el momento al interrogatorio de Harwell. Cuando se sentó, tomé nota de cuatro cosas.
De que el señor Harwell, por algún motivo no explicado, albergaba sospechas que deseaba desterrar de su propia mente.
De que éstas estaban relacionadas de algún modo con una mujer, puesto que había oído en la escalera unos pasos y un crujido como de faldas.
De que había llegado a la casa una carta que, de hallarse, arrojaría alguna luz sobre el caso.
Y de que el nombre de Eleanore Leavenworth salía con dificultad de los labios del señor Harwell, y de que este hombre imperturbable manifestaba una cierta emoción cuando se veía obligado a pronunciarlo.