El caso Leavenworth

XXII. Labor de taracea

XXII

Labor de taracea

Venga, dadnos una muestra de vuestro arte.

W S, , 2-2.

Partiendo de la suposición de que el señor Clavering, en nuestra conversación de aquella mañana, me había dado, con más o menos precisión, detallada cuenta de su experiencia y posición respecto a Eleanore Leavenworth, me pregunté qué hechos concretos necesitaría comprobar para demostrarme la verdad de aquella hipótesis, y deduje que eran los siguientes:

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  • 5

Después me pregunté cómo comprobar tales hechos. La vida del señor Clavering me era desconocida para servirme de ayuda, de modo que prescindí de momento de ella y retomé la historia de Eleanore, y descubrí que en el momento dado había estado en R***, balneario de moda en nuestro estado. Ahora bien, si eso era cierto, y mi teoría correcta, él también debió de estar allí. Por tanto, probarlo pasó a ser mi primer objetivo. Resolví ir a R*** al día siguiente.

Pero antes de lanzarme a una empresa tan importante creí conveniente hacer cuantas pesquisas y reunir cuantos datos me fuera posible en las pocas horas que me restaban. Empecé por ir a casa de Gryce.

Lo encontré tendido en un sofá del salón que ya mencioné antes, atacado de un fuerte ataque de reumatismo. Tenía las manos vendadas y los pies ocultos por los múltiples pliegues de una manta roja, tan sucia que parecía haber sobrevivido a más de una guerra. Me recibió con una inclinación de cabeza que era al mismo tiempo un saludo y una excusa, y pasó a explicarme en pocas palabras su involuntaria situación, para luego, sin más preliminares, enzarzarse en el tema que nos preocupaba; me preguntó con cierto sarcasmo si me había sorprendido mucho ver que el pájaro había volado cuando fui aquella tarde a la Residencia Hoffman.

—Me asombra que le dejara escapar —repliqué—. Por la manera en que me rogó que me hiciera su amigo, supuse que lo consideraba un personaje importante en la tragedia que se representó hace poco.

—¿Y qué le hace creer que no es así? ¿El hecho de que le dejara irse tan fácilmente? Eso no prueba nada. Yo no tiro de los frenos hasta que el coche va cuesta abajo. Pero dejemos esto por ahora; ¿así que el señor Clavering no se explicó antes de marchar?

—Ésa es una pregunta a la que me resulta muy difícil responder —contesté tras reflexionar un momento—. Obligado por las circunstancias, no puedo hablar ahora con la claridad debida, pero le diré lo que pueda. Sepa que, a mi juicio, el señor Clavering se explicó en una entrevista que tuvo conmigo esta mañana. Pero lo hizo con tal vaguedad, que me es preciso hacer algunas averiguaciones antes de poder confiar en él. Me dio una posible pista…

—Un momento —dijo el señor Gryce—, ¿lo sabe él? ¿Lo ha hecho con intención y con algún motivo siniestro, o de forma inconsciente y con buena fe?

—De buena fe, creo yo.

—Es una lástima que no pueda explicarse un poco más —dijo por fin, tras un momento de silencio—. Casi me da miedo que haga esas averiguaciones por su cuenta, como las llama. No es ducho en el oficio y perderá el tiempo; por no mencionar que podría seguir pistas falsas y malgastar energías en detalles insignificantes.

—Debió pensar en eso cuando se asoció conmigo.

—¿Insiste en trabajar sólo esa veta?

—Señor Gryce, ésa es precisamente la cuestión. Por lo que sé, el señor Clavering es un caballero de reputación inmaculada. Ni siquiera sé por qué me puso sobre su pista. Pero al seguirla he dado con algunos hechos que parecen dignos de ser investigados más a fondo.

—Bueno, bueno, allá usted. Pero el tiempo vuela. Hay que hacer algo y pronto. El público empieza a quejarse.

—Lo sé, y por eso acudo a usted en busca del auxilio que pueda prestarme en este momento del proceso. Usted conoce ciertos hechos referentes a ese hombre que ahora me es preciso saber, o su conducta respecto a él carecería de sentido. Pues bien, con toda franqueza, ¿quiere revelarme esos hechos? En una palabra, ¿decirme todo lo que sepa del señor Clavering, sin reclamar una confianza recíproca e inmediata por mi parte?

—Eso es mucho pedir a un detective de profesión.

—Lo sé, y en otras circunstancias habría dudado antes de hacer semejante petición; pero, tal y como están las cosas, no sé cómo proceder con este asunto sin alguna concesión por su parte. De todos modos…

—¡Espere! ¿No será el señor Clavering amante de alguna de las señoritas?

A pesar de mi deseo de no revelar el secreto de mi interés por aquel caballero, no pude evitar que el rubor me cubriera el rostro ante lo repentino de la pregunta.

—Lo suponía —continuó Gryce—. Al no ser ni un pariente ni un amigo conocido, di por sentado que debía de ocupar alguna posición semejante en esa familia.

—No sé de dónde infiere eso —dije, ansioso por averiguar cuánto sabía Gryce acerca de aquel hombre—. El señor Clavering es forastero en la ciudad, hacía mucho tiempo que no venía a este país, y de hecho no ha tenido tiempo de colocarse en la situación que usted refiere.

—Ésta no es la única vez que el señor Clavering viene a Nueva York. Sé de buena tinta que estuvo aquí hace un año.

—¿Lo sabe?

—Sí.

—¿Qué más sabe? ¿Será posible que yo me esté volviendo loco buscando hechos que usted ya conoce? Le ruego que responda a mis súplicas, señor Gryce, y me diga de una vez lo que necesito saber. No le pesará. No me guía ningún móvil egoísta. Si tengo éxito, la gloria será suya; si fracaso, la vergüenza de la derrota será mía.

—Eso es muy bonito —murmuró—. ¿Y qué hay de la recompensa?

—Mi recompensa será liberar a una mujer inocente de la acusación que pende sobre ella.

Pareció satisfacerle mi respuesta. Su voz y su aspecto cambiaron y por un momento se mostró completamente confidencial.

—Bueno, bueno —me dijo—, ¿y qué es lo que necesita saber?

—En primer lugar, cómo empezó a sospechar de él. ¿Qué razón tuvo para pensar que un caballero de su porte y posición tenía algo que ver en este asunto?

—Ésa es una pregunta que no debería hacerme —contestó.

—¿Por qué?

—Sencillamente, porque la ocasión de responderla estuvo de su mano antes de llegar a las mías.

—¿Qué quiere decir?

—¿No recuerda la carta que envió la señorita Mary Leavenworth cuando la acompañó a casa de su amiga, en la Calle 37?

—¿La tarde del día del sumario?

—Sí.

—Lo recuerdo, pero…

—¿No pensó en mirar las señas antes de que se echara al buzón?

—No tuve ni oportunidad ni derecho a hacerlo.

—¿No se escribió en su presencia?

—Sí.

—¿Y no creyó que aquello era digno de su atención?

—Aunque lo hubiera creído, no sé cómo habría podido evitar que la señorita Leavenworth echara la carta al buzón por sí misma.

—Eso es porque usted es un caballero, lo cual tiene sus desventajas —murmuró entre dientes.

—Pero ¿cómo llegó a saberlo? ¡Ah, ya comprendo! —añadí recordando que el coche en que viajamos nos lo había proporcionado él—. Era su cochero.

El señor Gryce guiñó misteriosamente a sus embozados pies.

—No es eso —dijo—. Me bastó con saber que una carta, que probablemente me interesara, acababa de ser depositada a tal hora en el buzón de la esquina de cierta calle. Telegrafié a la estafeta a la que pertenecía aquel buzón, pidiendo que tomaran nota de las señas de una carta sospechosa que debía pasar por allí con destino a la central de Correos y, tras seguir la pista personalmente, me enteré de que acababa de llegar una carta de curioso aspecto cuyas señas, escritas con lápiz, me permitieron ver…

—¿Y cuáles eran?

—Henry R. Clavering, Residencia Hoffman, Nueva York.

—De modo —dije exhalando un profundo suspiro— que así se fijó usted por primera vez en ese hombre.

—Sí.

—Extraño, pero continúe. ¿Qué más?

—Oh, seguí la pista, yendo a la Residencia Hoffman y haciendo indagaciones. Supe que Clavering era huésped del hotel. Que había llegado en el vapor de Liverpool tres meses antes y que, con el nombre de Henry R. Clavering, Londres, había alquilado una habitación de primera clase que aún conservaba. Que, si bien no se sabía nada con seguridad, se le había visto conversando con varias personas respetabilísimas, tanto de su nación como de la nuestra, siendo tratado con respeto por todas ellas. Por último, supe que, pese a no ser generoso, había dado muchas muestras de ser hombre de posición desahogada. Después entré en el despacho y aguardé a que llegara, con la esperanza de tener oportunidad de observarlo cuando le entregasen la peculiar carta de Mary Leavenworth.

—¿Y lo consiguió?

—No. Un majadero se interpuso entre nosotros en el momento crítico y no pude ver lo que necesitaba. Pero el conserje y el personal me dieron esa misma noche noticia de la agitación que se observaba en él desde que recibió la carta, lo cual me convenció de que la pista era digna de ser seguida. En vista de ello, aposté a mi gente, y Clavering estuvo sujeto durante dos días a la vigilancia más estricta. Pero no conseguí nada. Su interés por el asesinato, de tenerlo, era secreto, y aunque paseaba, leía los periódicos y rondaba alrededor de la casa de la Quinta Avenida, no sólo no entró en ella, sino que ni siquiera trató de comunicarse con nadie de la familia. Entonces usted se cruzó en mi camino, y su determinación me incitó a renovar mis esfuerzos. Convencido por el porte del señor Clavering y por lo que sabía de él, de que sólo un caballero y amigo podría descubrir su relación con la familia del difunto, se lo indiqué a usted y…

—Y vio que yo era un colega poco manejable.

El señor Gryce sonrió como si le hubieran metido en la boca una ciruela agria, pero no me contestó. Siguió una pausa momentánea.

—¿Pensó en averiguar —pregunté por fin— si alguien sabía dónde pasó el señor Clavering la noche del asesinato?

—Sí, pero sin resultado. Todos convienen en que estuvo fuera durante la noche, y también en que estaba en su cama a la mañana siguiente, cuando entró el criado a encender fuego. Nadie parecía saber más.

—De modo que, en resumidas cuentas, no descubrió nada que relacionase a ese hombre con el crimen, exceptuando su notable y agitado interés por él y el hecho de que la sobrina del muerto le escribiese una carta.

—Eso es.

—Otra pregunta. ¿Averiguó de qué modo y a qué hora se procuró un periódico aquella noche?

—No. Lo único que sé es que más de uno le vio salir apresuradamente del comedor con el en la mano y dirigirse en seguida a su cuarto sin probar la comida.

—¡Hum!… Eso no parece…

—Si el señor Clavering hubiera tenido un conocimiento culpable del crimen, no habría encargado comida antes de coger el periódico o se la habría tomado tras haberla solicitado.

—Entonces, por lo que sabe, no cree que Clavering sea el culpable.

El señor Gryce se agitó inquieto y miró los periódicos que sobresalían del bolsillo de mi americana.

—Estoy dispuesto a dejarme convencer por lo que usted haya averiguado —exclamó.

Estas palabras me recordaron mi asunto. Aparentando no haber reparado en la mirada que me había lanzado, continué mis preguntas.

—¿Cómo ha sabido que el señor Clavering estuvo el verano pasado en esta ciudad? ¿También lo averiguó en la Residencia Hoffman?

—No. Lo supe por otros medios. En una palabra, he tenido noticias de Londres respecto al asunto.

—¿De Londres?

—Sí, tengo allí un amigo de mi misma profesión que a veces me ayuda con algunos informes, cuando se lo pido.

—¿Pero cómo? No ha podido escribir a Londres y tener respuesta desde que se cometió el crimen.

—No es preciso escribir. Me basta telegrafiarle el nombre de una persona para que él entienda que necesito saber cuanto se pueda reunir acerca de ella en un plazo prudencial de tiempo.

—¿Le envió el nombre de Clavering?

—Sí. Cifrado.

—¿Y ha tenido respuesta?

—Esta mañana. No está ahí —dijo viendo que yo miraba al escritorio—. Si quiere buscar en mi bolsillo del pecho, hallará una carta…

La tuve en la mano antes de que hubiera terminado la frase.

—Perdone mi vehemencia. Estos asuntos son completamente nuevos para mí.

El policía sonrió con aire de indulgencia a un cuadro muy viejo y estropeado que colgaba de la pared de enfrente.

—La vehemencia no es un defecto, lo es revelarla. Léalo. Sepamos lo que mi amigo Brown tiene que decirnos acerca del señor Henry Ritchie Clavering de Portland Place, Londres.

Acerqué el papel a la luz y leí lo que sigue:

Henry Ritchie Clavering, 43 años. Nacido en ***, Hertfordshire, Inglaterra. Su padre perteneció algún tiempo al ejército. Su madre, Helen Ritchie, de Dumfriesshire, Escocia, aún vive. H. R. C. vive en Portland Place, Londres. H. R. C. es soltero, de seis pies de estatura, complexión recia, 70 kilos de peso. Ojos pardos, nariz recta. Se le considera apuesto; camina erguido y con rapidez. En sociedad se le considera un buen muchacho; muy querido, sobre todo entre las damas. Generoso, no extravagante. Se cree que percibe unas 5000 libras al año, y las apariencias lo confirman. Sus propiedades son una pequeña heredad en Hertfordshire y algunas fincas, cuyo valor se ignora. Desde que escribí esto, un corresponsal me comunicó lo que sigue sobre su pasado. En el 46 fue a Eton; de Eton fue a Oxford y se graduó en el 56. Buen estudiante. En el 55 murió su tío y su padre heredó de él. El padre murió en el 57 de una caída de caballo u otro accidente por el estilo. Poco después, H. R. C. llevó a su madre a Londres, a la residencia mencionada, donde han vivido desde entonces.

Viajó mucho en 1860. Parte del tiempo estuvo con ***, en Múnich; después en una fiesta de los Vandervort de Nueva York; se fue al este hasta llegar a El Cairo. Viajó en solitario a Estados Unidos en 1875, pero volvió a los tres meses por enfermedad de la madre. Se ignora lo que hizo en Norteamérica.

Por los criados se sabe que desde niño ha sido mimado. Recientemente se ha vuelto algo taciturno. En los últimos tiempos de su estancia aquí, aguardaba el correo con gran ansiedad, sobre todo las cartas procedentes del extranjero. Al correo no ha echado casi nada aparte de periódicos. Ha escrito a Múnich. En el cesto de sus papeles se encontró un sobre roto dirigido a Amy Belden, sin señas. Casi todos sus corresponsales de Estados Unidos están en Boston; dos en Nueva York. Nombres desconocidos, pero es de esperar que sean banqueros. Volvió con mucho equipaje y arregló parte de la casa como para una dama. Dicha parte se cerró poco después. Salió para América hace dos meses. Tengo entendido que anda viajando por el sur. Ha telegrafiado dos veces a Portland Place. Sus amigos sólo tienen noticias suyas de tarde en tarde. Las cartas recibidas últimamente están fechadas en Nueva York. Por el último vapor se recibió una, fechada en F***, N. Y.

Sus negocios aquí son administrados por ***. El que administra sus posesiones en el campo es *** de ***.

B.

La carta se me cayó de las manos. F***, N. Y., era una pequeña ciudad cerca de R***.

—Su amigo es una joya —declaré—. Me dice todo lo que necesitaba saber. —Saqué el cuaderno y apunté los hechos que más me habían llamado la atención durante la lectura de la carta—. Con lo que me dice, aclararé el misterio de Henry Clavering en una semana. Ya lo verá.

—¿Y cuándo —me preguntó Gryce— me dejará participar en esa partida?

—En cuanto esté razonablemente convenido de que estoy en la buena pista.

—¿Cuándo cree que estará convencido de ello?

—Pronto; en cuanto resuelva un punto, y…

—¡Calma! ¿Quién sabe lo que aún puedo hacer yo por usted?

Miró hacia la mesa del rincón y me pidió que abriera el primer cajón y le diese los fragmentos de un papel medio quemado que encontraría en él.

Me apresuré a complacerle y saqué tres o cuatro pedazos de papel roto y los coloqué en la mesa que tenía al lado.

—Otro resultado de las pesquisas de Fobbs entre los carbones, el día del sumario —exclamó lacónicamente Gryce—. Usted creyó que sólo había hallado la llave, pero no fue así. Al apartar por segunda vez el carbón, halló esos fragmentos que también son interesantísimos.

Me incliné de inmediato con gran ansiedad sobre aquellos garabatos rotos y descoloridos. Eran cuatro y, a primera vista eran los restos de una hoja de papel de cartas vulgar y corriente, rota a lo largo en pedazos, que luego habían sido retorcidos para quemarlos; pero tras una atenta inspección mostraban huellas de escritura en uno de los lados y, más importante aún, la presencia de una o más gotas de sangre salpicada. Ese último descubrimiento me causó horror, y me quedé atontado, de tal suerte que dejé los pedazos en la mesa y, volviéndome hacia el señor Gryce, le pregunté:

—¿Qué deduce de ellos?

—Eso es precisamente lo que iba a preguntarle.

Dominé mi repugnancia y volví a cogerlos.

—Parecen los restos de una carta vieja.

—Eso parecen —dijo el señor Gryce algo ceñudo.

—Carta que, a juzgar por la gota de sangre que se ve en el lado escrito, debía de estar en la mesa del señor Leavenworth cuando se cometió el crimen.

—Precisamente.

—Por la uniformidad de tamaño de cada uno de los pedazos, y por su tendencia a enrollarse, debieron de romperla y luego retorcer varias veces los trozos antes de arrojarlos a la chimenea donde se los encontró.

—Muy bien —dijo el señor Gryce—. Continúe.

—La letra, por lo que puede colegirse, es de un caballero instruido; no es del señor Leavenworth, pues la conozco lo bastante bien como para distinguirla a primera vista. Quizá… ¡Un momento! —exclamé de pronto—. Si tiene algo de goma a mano, y la usamos para pegar estos pedazos en una hoja de papel, de modo que queden lisos, creo que podré decirle con mucha más facilidad lo que pienso de ellos.

—En el escritorio tiene goma —me replicó el señor Gryce.

Cogí la goma y procedí a examinar una vez más los pedazos buscando algo que me ayudara a colocarlos bien. Eran mucho más reveladores de lo que creía. El más largo y mejor conservado empezaba por «señor Hor», denotando a la primera que era el margen izquierdo de la carta, mientras que el borde largo del otro, cortado a máquina, mostraba también a las claras que era el margen derecho. Escogí estos dos y los pegué en una hoja de papel a la distancia que habrían guardado si el pliego del que procedían hubiera sido del tamaño ordinario comercial. Inmediatamente vi dos cosas: la primera, que se necesitaban otros dos pedazos de la misma anchura para rellenar el espacio que quedaba en medio; la segunda, que lo escrito no terminaba al pie de la hoja, sino que pasaba a otra.

Cogí el tercer pedazo y miré el borde: también estaba cortado a máquina y el orden de sus palabras revelaba que era el fragmento parcial de una segunda hoja. Lo pegué también, y pasé a examinar el cuarto pedazo al estar cortado a máquina por el borde superior y no por el lateral, traté de acomodarlo al pedazo ya pegado, pero las palabras no casaban. Colocándolo luego en la posición que habría ocupado de ser el tercer fragmento, no conseguí tampoco resultado. Por fin quedaron todos en la forma que puede verse en la página opuesta.

—Bueno —exclamó el señor Gryce—. Eso es trabajar. —Y después, tras mirarlo detenidamente, añadió—: Pero no me lo enseñe. Estúdielo y dígame lo que piensa.

—No cabe duda de que es una carta dirigida al señor Leavenworth desde una residencia u hotel y fechada el… veamos: ¿No es esto una z y una o? —dije señalando una letra que podía verse en el mismo borde, debajo de la palabra «hotel».

—Eso creo; pero no me pregunte.

—Sí, es zo. El año es 1876. Fechada el 1 de marzo de 1876, y firmada…

El señor Gryce, con éxtasis anticipado, fijó la vista en el techo.

—Por Henry Clavering —dije sin titubear.

Los ojos del señor Gryce volvieron a clavarse en los fajados dedos.

—¡Hum! ¿Cómo lo sabe?

—Espere un momento y se lo demostraré.

Y sacando del bolsillo la tarjeta que me había dado el señor Clavering al presentárseme, la coloqué bajo la última línea escrita de la segunda página. Me bastó una ojeada. En la tarjeta decía Henry Ritchie Clavering, y en la carta «H… chie…», con la misma letra.

—Es Clavering, sin duda —me dijo el señor Gryce; pero vi que no se mostraba sorprendido.

—Ahora —continué yo—, veamos su contenido y significado.

Y, empezando por el principio, leí en voz alta las palabras tal como estaban, con pausas en los claros, de la siguiente forma:

Señor Hor… o… sobrina a quien …ree, y que paree… el amor y confian…, u otro hombre …rmosa, tan encant…r su rostro, figu… conversación …ay rosa sin espi… de ust… no es excepción …mable como es, encant… tierna como es, no s… …apaz de pisot… de uno que creyó… corazón… aquél a …n debe to… honor …iento.

Si… creer esto… …ted a… cruel y he… rostro q… quien es… de servi…

H… …tchie…

—Parece una queja contra una de las sobrinas del señor Leavenworth —dije, y me asusté en seguida de mis propias palabras.

—¿Cómo? —exclamó el señor Gryce—. ¿Qué dice?

—La verdad es que ya había oído hablar de esta carta. Es una queja contra una de las sobrinas del señor Leavenworth, y fue escrita por Clavering.

Y le conté al inspector lo que me había dicho Harwell.

—¡Ah! Así que el señor Harwell ha hablado, ¿eh? Creí que no debíamos contarlo entre los cotillas.

—El señor Harwell y yo nos hemos visto casi a diario durante los últimos quince días —le contesté—. Habría sido muy raro que no me dijera algo.

—¿Y dice que leyó una carta escrita por el señor Clavering y dirigida al señor Leavenworth?

—Sí, pero afirmó haber olvidado sus términos.

—Puede que estos pocos le ayuden a recordar los demás.

—Preferiría que no se enterara de la existencia de esta prueba. Creo que no debemos confiarnos a nadie que no sea necesario.

—Ya veo —respondió secamente el señor Gryce.

Sin darme por aludido por la intención que encerraban estas palabras, cogí de nuevo la carta y empecé a anotar aparte las palabras truncadas que creí podíamos arriesgarnos a completar, tales como .

Después intenté la intercalación de otras que parecían necesarias para el sentido, como después de después de , con un posible antes de , y otras que me parecieron probables, y el resultado fue el siguiente:

Residencia… ***

1 de marzo de …76

Señor Horatio Leavenworth

Querido señor:

Tiene usted una sobrina a quien …ree, y que parece digna… el amor y confianza… de… u otro hombre… hermosa, tan encantadora… por su rostro, figura… Y conversación… No hay rosa sin espinas, y la de usted no es excepción… amable como es, encantadora (como es), tierna como es, no… (es) capaz de pisotear… de uno que creyó… corazón… aquél a quien debe todo… honor… lento. Si (no quiere) creer esto… usted a… cruel y he… rostro… quien es su humilde servidor.

H R C.

—Creo que con esto basta —dijo el señor Gryce—. Ya conocemos el sentido general de la carta, es cuanto necesitamos por ahora.

—El tono es cualquier cosa menos halagador para la dama de quien habla —observé yo—. Debía de haber sido objeto de alguna ofensa grave como para tener que emplear ese lenguaje al referirse a una mujer a quien todavía puede considerar encantadora, tierna y hermosa.

—Las ofensas suelen estar detrás de los crímenes más misteriosos.

—Creo que ya sé cuál fue esta ofensa —dije—. Pero de momento no puedo comunicarle mis sospechas. Mi teoría sigue en pie, incólume, y confirmada hasta cierto punto. Es cuanto puedo decir.

—¿De modo que esa carta no le proporciona lo que necesitaba?

—No; es una prueba muy valiosa, pero no es la que busco.

—Sin embargo, debe de ser una pista importante, o Eleanore Leavenworth no se habría tomado tantas molestias, primero para cogerla de la mesa de su tío y luego para…

—¡Un momento! ¿Qué le hace creer que fue éste el papel que cogió o que se dijo que había cogido de la mesa del señor Leavenworth aquel día?

—El hecho de que se encontrase junto a la llave, que sabemos que ella arrojó a la chimenea, y que en la carta hubiese gotas de sangre.

Negué con la cabeza.

—¿Por qué niega con la cabeza? —preguntó el señor Gryce.

—Porque no me satisface su razonamiento para pensar que fue éste el papel que cogió Eleanore de la mesa de su tío.

—¿Por qué?

—En primer lugar, porque Fobbs no dijo haber visto semejante papel en sus manos al inclinarse ella ante el fuego; por lo que podemos sacar la conclusión de que esos fragmentos estaban en el cesto de carbón que arrojó a la chimenea, y no es verosímil que colocara en semejante sitio un papel que tanto se había esforzado por tener en su poder. En segundo lugar, porque esos pedazos estaban arrugados, como si se hubieran usado para hacer fuego o algo parecido, algo difícil de explicar siguiendo su hipótesis.

Los ojos del policía se clavaron con gran interés en el lazo de mi corbata, lo más cercano a un rostro a lo que se habían acercado nunca.

—Es usted muy listo. Muy listo. Le admiro, señor Raymond.

Algo sorprendido, y no muy complacido por aquel cumplido inesperado, le miré dubitativamente antes de preguntarle:

—¿Qué opina de ello?

—Ya sabe que no opino. Dejé de tener opinión en cuanto puse el asunto en sus manos.

—Pero…

—Pues bien, que creemos que la carta, cuyos restos tenemos ahí, estaba en la mesa del señor Leavenworth cuando tuvo lugar el asesinato. Que una vez trasladado el cadáver, se vio a la señorita Eleanore Leavenworth coger un papel. Que cuando ésta vio que la habían observado, y que toda la atención recaía en el papel y en la llave, recurrió a un subterfugio para librarse de la vigilancia del centinela que se le había puesto y, consiguiendo en parte lo que se proponía, arrojó la llave a la chimenea, donde luego se hallaron esos fragmentos. Le dejo sacar las conclusiones de estos hechos.

—Muy bien —dije levantándome—, dejémonos por ahora de conclusiones. Debo consagrarme a descubrir la falsedad o la certeza de una suposición para que mi opinión sea digna de éste o de cualquier otro pormenor relacionado con el crimen.

Y, tras pedirle las señas de su subordinado P, por si acaso necesitaba su ayuda en mis investigaciones, dejé al señor Gryce y me dirigí en seguida a casa del señor Veeley.

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