El caso Leavenworth

IX. Un hallazgo

IX

Un hallazgo

Sus ojos nunca permanecían quietos, sino que

se posaban donde, por miedo a ocultos infortunios,

alzaban un velo ante su rostro, a través del cual

él seguía mirando, a medida que avanzaba.

E S, .

La señorita Leavenworth, que parecía agobiada por un temor indefinido a todo y a todos los de la casa que no estuvieran al alcance de su mirada inmediata, se apartó de mi lado en cuanto vio que nos quedamos relativamente solos y, retirándose a un rincón, dio rienda suelta a su pena. Por tanto, volví mi atención al señor Gryce, al que hallé muy ocupado en contarse los dedos, con una turbada expresión en el rostro que podía ser resultado o no de su ardua tarea. Pero al acercarme a él, satisfecho quizá de comprobar que no poseía más dedos de los necesarios, dejó caer las manos y me saludó con una débil sonrisa que, considerándolo todo, resultaba demasiado sugerente para ser agradable.

—Bueno —dije yo, parándome ante él—. No puedo reprochárselo. Usted tenía el derecho de obrar como mejor creyera, pero ¿cómo pudo tener valor para hacerlo? ¿Acaso no estaba ella ya bastante comprometida sin que usted trajera ese maldito pañuelo, que ella podría haber dejado o no caer en la alcoba pero que, pese a estar tiznado con grasa de armas, no prueba que la señorita Eleanore tenga que ver con el crimen?

—Señor Raymond —me contestó—, se me ha encomendado ocuparme de este caso como oficial y detective de policía, y eso es lo que me propongo hacer.

—Naturalmente —me apresuré a responder—. Sería yo el último en desear que faltara a su deber; pero no tendrá la temeridad de declarar que esa joven y tierna criatura pueda estar verosímilmente implicada en un crimen tan monstruoso e inhumano. La mera sospecha que pueda tener otra mujer no debe…

Pero el señor Gryce me interrumpió.

—Habla cuando su atención debería concentrarse en asuntos más importantes. Esa otra mujer, a la que usted considera el más hermoso adorno de la sociedad de Nueva York, está ahí hecha un mar de lágrimas; vaya a consolarla.

Le miré asombrado y dudé en hacer lo que me decía; pero viendo que hablaba en serio, me acerqué a Mary Leavenworth y me senté a su lado. Estaba llorando, pero de un modo apagado e involuntario, como si su pena estuviera ahogada por el miedo. El miedo era demasiado evidente y la pena demasiado natural para que pudiera yo dudar de la veracidad de uno y de otra.

—Señorita Leavenworth —dije—, cualquier intento de consuelo por parte de un extraño parecerá en estos momentos la más amarga de las burlas; pero considere que una evidencia circunstancial no es una prueba concluyente.

Estremeciéndose como un ser a quien se arranca del borde del abismo cuando la muerte parece inevitable, la joven volvió hacia mí los ojos con mirada interrogadora, admirable de ver en aquellas órbitas tan tiernas y tan femeninas.

—No —murmuró—, una evidencia circunstancial no es una prueba concluyente, pero Eleanore no lo sabe. ¡Es tan vehemente! No ve más que una cosa cada vez… Se ha metido en un atolladero y… —hizo una pausa y me oprimió el brazo con apasionada fuerza—. ¿Cree que corre algún peligro? Acaso ellos le…

No pudo proseguir.

—Señorita Leavenworth —cuchicheé yo, mirando significativamente al policía—. ¿Qué quiere decir?

Su mirada siguió la dirección de la mía, y al momento se operó un cambio en su aspecto.

—Su prima puede ser vehemente —dije yo como si nada hubiera ocurrido—, pero no sé a qué se refiere cuando dice que está en un atolladero.

—Quiero decir —me respondió con firmeza— que, queriendo o sin querer, la forma en que ha contestado o rechazado las preguntas que se le han formulado ha hecho creer a todos los presentes que sabe más de lo que debería con respecto a este horrible asunto. Ha actuado como si… —Y dijo esto susurrando, pero no tan bajo como para que sus palabras no se oyeran claramente en toda la estancia—… como si quisiera ocultar algo. Pero no es así, estoy segura de que no. Eleanore y yo no somos buenas amigas, pero nada en el mundo me hará creer que sabe de este crimen más de lo que sé yo. ¿No habrá alguien que le diga que su actitud es una equivocación, que puede levantar sospechas y que de hecho ya las ha levantado? ¡Oh!, ¿querrá decírselo? —continuó diciendo, bajando aún más la voz, hasta que fue un susurro—. Ah, y no olvide decirle lo que acaba de contarme: que las pruebas circunstanciales no son necesariamente concluyentes.

La contemplé lleno de asombro. ¡Qué gran actriz era!

—¿Me pide que se lo diga yo? —exclamé—. ¿No sería mejor que se lo dijera usted misma?

—Eleanore y yo no nos confiamos nuestras cosas —me replicó Mary.

Podía creer eso sin problemas, pero aun así seguía desconcertado. Había algo incomprensible en su actitud. Al no saber qué más decir, recalqué:

—¡Es una lástima! Alguien debería hacerle comprender que lo mejor es decir las cosas a las claras.

—¡Oh! —exclamó llorando la joven—. ¿Por qué tuvo que pasarme esta desgracia tan grande? ¡Con lo feliz que he sido siempre!

—Quizá por el mismo motivo por el que siempre ha sido dichosa.

—No bastaba que mi querido tío muriera de forma tan horrible, sino que mi misma prima tenía que…

Le toqué el brazo, y mi ademán pareció recordarle que debía reponerse. Se interrumpió y se mordió los labios.

—Señorita Leavenworth —susurré—, debe esperar lo mejor. Además, creo de verdad que se preocupa de forma innecesaria. Si no media nada nuevo, el silencio o la mentira de su prima no bastarán para hacerle daño.

—¿Algo nuevo? ¿Cómo podría pasar nada nuevo, cuando es completamente inocente?

De pronto pareció asaltarla una idea. Se giró en el asiento hasta que su chal delicadamente perfumado me rozó la rodilla.

—¿Por qué no me hicieron más preguntas? Yo habría podido decir que Eleanore no salió anoche de su cuarto.

—¿Habría podido?

¿Qué debía pensar de esa mujer?

—Sí, mi cuarto está más cerca de la escalera que el suyo, y de haber pasado ante mi puerta para bajar, la habría oído. ¿Se da cuenta?

Ah, era eso.

—Eso no significa nada —respondí con tristeza—. ¿No puede dar otra razón?

—Diría lo que fuera necesario —balbuceó.

Retrocedí estremecido. Sí, aquella mujer mentiría para salvar a su prima; había mentido durante su declaración. Si entonces se lo agradecí, ahora estaba horrorizado.

—Señorita Leavenworth —dije—, nada puede justificar que se violen los dictados de nuestra conciencia, ni siquiera la salvación de un ser amado.

—¿No? —me respondió; y temblaron sus labios, jadeó el hermoso pecho y desvió dulcemente la vista.

En el supuesto de que la belleza de Eleanore hubiera causado menos impresión en mi mente, o de que su terrible situación despertase menos ansiedad en mi pecho, a partir de ese momento yo habría estado perdido.

—No quería hacer nada malo —murmuró—. No piense tan mal de mí.

—No, no —dije, y ningún hombre vivo habría dicho otra cosa en mi lugar.

No sé que más habríamos podido aportar al respecto, porque fue precisamente entonces cuando se abrió la puerta y entró un hombre al que reconocí como el que había salido un momento antes siguiendo a Eleanore Leavenworth.

—Señor Gryce, quisiera decirle unas palabras, por favor —dijo deteniéndose en la puerta.

El detective asintió, pero, en vez de acercarse a él, caminó deliberadamente hacia el otro extremo de la estancia, donde alzó la tapa de un tintero que había allí, y, tras murmurar algunas palabras ininteligibles, lo cerró luego con presteza. En ese momento tuve la absurda ocurrencia de que si me llegaba hasta ese tintero y lo abría y miraba en él, sorprendería y captaría la confidencia que se le acababa de susurrar. Pero contuve ese alocado impulso y me contenté con notar la contenida mirada de respeto con que el enjuto subordinado veía acercarse a su superior.

—¿Qué hay? —preguntó este último al acercarse—. ¿Qué ocurre?

El hombre se encogió de hombros y condujo a su jefe al otro lado de la puerta. Ya en el vestíbulo, las voces de ambos se convirtieron en un murmullo, y, al verles sólo la espalda, me volví para mirar a mi acompañante. Estaba pálida, pero tranquila.

—¿Viene de estar con Eleanore? —me preguntó.

—No lo sé; me temo que sí. Señorita Leavenworth, ¿es posible que su prima tenga en su poder algo que desee ocultar?

—¿De modo que piensa que trata de ocultar algo?

—No digo eso. Pero se ha hablado mucho de un papel…

—No hallarán ni un papel ni nada sospechoso en poder de Eleanore —me interrumpió—. En primer lugar, no había ningún papel con la suficiente importancia —en este momento vi que el señor Gryce se envaraba— como para que alguien desease ocultarlo.

—¿Está segura de ello? ¿No podría tener Eleanore noticia de algo…?

—No hay nada de lo que tener noticia, señor Raymond. Llevábamos la más metódica y doméstica de las vidas. Yo, por mi parte, no consigo entender por qué se da tanta importancia a esto. No hay duda de que mi tío murió a manos de algún ladrón. El que no se robara nada no prueba que no entrara algún ladrón. En cuanto a que las puertas y ventanas estuvieran cerradas, ¿tan ciegamente cree en la palabra de un criado irlandés? Yo no puedo. Creo que el asesino debía pertenecer a alguna banda que se gana la vida salteando casas, y, si a usted le es imposible convenir de corazón conmigo en esto, intente considerar plausible esta explicación, si no por el buen nombre de esta familia —y volvió hacia mí ese rostro de tan gran belleza, de tan exquisitos ojos, mejillas, boca—, por el mío propio.

En aquel momento se acercó a nosotros el señor Gryce.

—Señor Raymond, ¿tiene la bondad de venir conmigo?

Contento de escapar de mi posición, obedecí a toda prisa.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Queremos confiarle una cosa —me dijo en voz baja—. Señor Raymond, señor Fobbs.

Saludé al hombre que tenía delante, y esperé con inquietud. Por ansioso que estuviera por saber lo que temía, seguía reticente a comunicarme con alguien al que consideraba un espía.

—Es cosa de cierta importancia —continuó el señor Gryce—. No necesito recordarle que es una confidencia.

—No.

—Lo suponía. Puede proceder, señor Fobbs.

El talante del señor Fobbs cambió al instante. Adoptó una actitud de sublime importancia, se llevó la mano abierta al corazón y empezó a hablar.

—Encargado por el señor Gryce para que vigilase los movimientos de la señorita Eleanore Leavenworth, salí de esta habitación y la seguí a ella y a las dos criadas que la llevaron hasta su cuarto. Una vez allí…

—¿Una vez allí? ¿Dónde? —interrumpió el señor Gryce.

—En su cuarto, señor.

—¿Dónde está situado?

—Al final de la escalera.

—Ése no es su cuarto. Continúe.

—¿No es su cuarto? ¡Entonces lo que buscaba era el fuego! —exclamó, dándose un golpe en la rodilla.

—¿El fuego?

—Perdonen, me adelanto a mi relato. Ella no pareció fijarse mucho en mí, aunque yo estaba justo detrás de ella. Hasta que llegó a la puerta de aquella habitación que no era su alcoba —añadió con dramatismo— y se volvió para despedir a las criadas, no se dio cuenta de que la seguían. Me miró con una gran dignidad, que en seguida quedó eclipsada por una expresión de paciente resignación, y entró en el cuarto, dejando la puerta abierta, cortesía que no puedo ensalzar tanto como se merece.

No pude evitar fruncir el ceño. Por muy honesto que pareciera ser el hombre, era evidente que el tema le resultaba molesto. Al observar mi ceño, suavizó el tono.

—No viendo otro modo de no perderla de vista, como no fuera entrando en la habitación, la seguí dentro y me senté en el rincón más apartado. Ella me lanzó una mirada centelleante y empezó a pasear por la habitación con un aire inquieto que no me es desconocido. Por último se detuvo bruscamente, en el mismo centro de la estancia. «Tráigame un vaso de agua —me dijo—, o me desmayaré otra vez… ¡Deprisa! De ese tocador». Pues bien, para darle el vaso de agua, me era preciso pasar por detrás de un espejo que llegaba casi al techo, y, naturalmente, vacilé. Pero ella volvió a mirarme, y… Bueno, señores, creo que también ustedes se habrían apresurado a hacer lo que pedía; o como mínimo… —Dedicó una mirada dubitativa al señor Gryce— habrían dado las dos orejas por haber tenido ese privilegio, aun cuando no hubiesen sucumbido a la tentación.

—Bueno, bueno —exclamó impaciente el señor Gryce.

—Ya continúo —dijo Fobbs—. La perdí de vista entonces, por un momento, pero debió bastar para su propósito, pues cuando reaparecí vaso en mano ella estaba arrodillada junto la chimenea, a metro y medio de donde estuvo antes, y hurgaba en la cintura del vestido de un modo que me hizo sospechar que allí ocultaba algo de lo que deseaba deshacerse. La examiné atentamente cuando le entregué el vaso de agua, pero ella miraba a la chimenea y no pareció verlo. Bebió apenas un sorbo, me devolvió el vaso y un instante después acercó las manos al fuego. «¡Oh, qué frío tengo! ¡Cuánto frío!», murmuró. Y creo que era cierto. Pues temblaba de forma natural. Pero en la chimenea había unas cuantas ascuas medio apagadas, y cuando la vi llevarse nuevamente las manos a los pliegues del vestido, desconfié de sus intenciones. Me acerqué un poco más y miré por encima de su hombro, para ver con claridad que arrojaba a la chimenea algo que chocó al caer. Sospechando lo que era, iba ya a interponerme cuando se puso en pie, cogió el cesto de carbón depositado junto al hogar y volcó todo su contenido sobre los moribundos rescoldos. «¡Necesito fuego! ¡Fuego!», exclamó. «Ésta no es la mejor manera de procurárselo», dije yo, recogiendo con cuidado el carbón, pedazo a pedazo, y volviendo a ponerlo en el cesto, hasta…

—¿Hasta qué? —pregunté, viendo que el señor Gryce y él intercambiaban una mirada apresurada.

—¡Hasta que hallé esto! —dijo abriendo la manaza y mostrándome una llave con el ojo roto.

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