XII. Eleanore
XII
Eleanore
Sé que eres constante, pero mujer.
Y tan discreta como puede serlo una dama.
W S, , 2-3.
No, es la calumnia, cuyo corte
es más afilado que el de la espada cuya lengua
supera en veneno al de todas las serpientes del Nilo.
W S, , 3-4.
—La señorita Eleanore está en el salón; allí la encontrará —me dijo Molly al abrirme la puerta y franquearme el paso.
Temiendo no sabía bien qué, me apresuré a la estancia indicada, notando como nunca la suntuosidad del magnífico vestíbulo de suelo antiguo, madera tallada y ornamentos de bronce; todo ese falso adorno me impuso. Posé la mano en la puerta del salón y escuché. Todo estaba silencioso. La abrí despacio, apartando los pesados cortinones de seda que llegaban hasta el suelo, y miré al interior. ¡Qué imagen se presentó a mis ojos!
Sentada a la luz de una solitaria lámpara de gas, cuyo débil brillo bastaba para hacer visible la brillante seda y el inmaculado mármol de la hermosa estancia, estaba Eleanore Leavenworth, pálida como la imagen esculpida de Psique, que sobresalía encima de ella entre la tenue oscuridad de la ventana, junto a la cual se hallaba, tan hermosa y casi inmóvil como ella. Tenía las manos rígidas y heladas, tendidas como en profundo ruego, insensible en apariencia al sonido, al movimiento y al tacto; era la silenciosa imagen de la desesperación en presencia de un hado inexorable.
Impresionado por esa escena, me quede inmóvil con la mano en las cortinas, dudando si avanzar o retroceder, cuando de pronto un temblor estremeció todo el ser de la joven, que separó las manos, dulcificó los petrificados ojos y, poniéndose en pie, lanzó una exclamación de satisfacción y se adelantó a recibirme.
—¡Señorita Leavenworth! —exclamé, estremeciéndome por el sonido de mi voz.
Ella se detuvo y se llevó las manos a la cara, como si el mundo y todo lo que había olvidado acudieran en tropel a ella al pronunciar simplemente su nombre.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Ella dejó caer las manos.
—¿No lo sabe? Ya… ya empiezan a decir que yo… —hizo una pausa y se llevó las manos al cuello—. ¡Lea! —murmuró, señalándome un periódico que yacía en el suelo a sus pies.
Me incliné a recogerlo, y vi a la primera ojeada que era el . No necesité más que mirarlo para ver lo que Eleanore quería enseñarme.
Allí, en grandes letras, leí:
E L
Últimas novedades del misterioso caso.
El primer sospechoso del crimen es un miembro de la familia del asesinado.
La mujer más hermosa de Nueva York bajo sospecha.
La historia de la señorita Eleanore Leavenworth.
Lo esperaba; puedo afirmar que me había preparado para ello, y, sin embargo, no pude evitar estremecerme. Dejé caer el periódico y me quedé ante la joven, ansiando y temiendo al mismo tiempo mirarle el rostro.
—¿Qué significa esto? —gimió—. ¿Qué significa? ¿Se ha vuelto loco el mundo? —Y sus ojos, inmóviles y vidriosos, se clavaron en los míos, como si le fuera imposible comprender el sentido de aquel ultraje.
Moví la cabeza sin poder contestar.
—¡Acusarme a mí! —murmuró Eleanore—. ¡A mí, a mí! —añadió golpeándose el pecho con la mano crispada—. ¡A mí, que he venerado hasta el suelo que pisaba, que me habría interpuesto entre él y la bala mortífera de saber el peligro que corría! ¡Oh! ¡No es sólo una calumnia lo que dicen, sino un puñal que me clavan en el alma!
Abrumado por tanto sufrimiento, pero resuelto a no mostrar compasión hasta estar más seguro de su inocencia, repliqué, después de una pausa:
—Parece que le sorprende mucho, señorita Leavenworth. ¿Es que no pudo prever cuál sería la consecuencia de su reticencia a hablar sobre determinadas cuestiones? ¿Tan poco conoce la naturaleza humana que creía poder guardar silencio respecto a asuntos relacionados con el crimen sin suscitar el rechazo de las masas, por no mencionar las sospechas de la policía?
—Pero… pero…
Agité la mano.
—Cuando retó al juez instructor a que encontrase algún papel sospechoso en su poder, cuando se negó a explicar al señor Gryce cómo llegó a sus manos la llave…
Ella retrocedió al oírme y su rostro se cubrió de mortal palidez.
—Cállese —susurró mirando aterrada a su alrededor—. ¡Cállese! A veces creo que las pareces oyen, que hasta las mismas sombras nos escuchan.
—Ah, luego espera ocultar al mundo lo que ya sabe la policía.
Ella no respondió.
—Señorita Leavenworth —continué—. Me temo que no comprende cuál es mi situación. Examine este caso como lo haría una persona sin prejuicios; intente darse cuenta de la necesidad de explicar…
—No puedo dar explicaciones —murmuró ásperamente.
—¡No puede!
No sé si fue el tono de mi voz o mis palabras, pero aquella sencilla expresión pareció afectarla como un golpe en el rostro.
—¡Oh! —exclamó retrocediendo—. ¿No dudará también de mí? Creí que usted… —dijo, interrumpiéndose—. No imaginé que… —Y volvió a interrumpirse. De pronto se estremeció todo su ser—. ¡Oh, ya veo! Desconfió de mí desde el principio; las sospechas en mi contra eran demasiado fuertes —murmuró dejándose caer inerte sobre el sillón, perdida en la profundidad de su vergüenza y humillación—. ¡Ah, todos me abandonan!
Sus palabras me llegaron al alma, y me adelanté exclamando:
—Señorita Leavenworth, no soy más que un hombre; no soporto verla tan angustiada. Dígame que es inocente, y la creeré, a pesar de todas las apariencias.
Se levantó erguida, dominándome con la mirada.
—¿Es que puede alguien mirarme a la cara y aun así acusarme de un crimen? —Y como yo negaba con tristeza, jadeó apresuradamente—: ¿Necesita más pruebas? —Y estremeciéndose por la emoción, se dirigió a la puerta—. ¡Venga, pues, venga!
Sus ojos centelleaban de resolución.
Excitado, sin aliento, conmovido a mi pesar, crucé la estancia hacia donde estaba ella, ya en el vestíbulo. La seguí apresuradamente, lleno de un temor que no me atrevía a expresar, y me vi al pie de la escalera; la joven estaba ya a la mitad del tramo. Entré tras ella en el vestíbulo superior y vi su silueta erguida y llena de nobleza, parada ante la puerta de la alcoba de su tío.
—¡Venga! —exclamó de nuevo, pero esta vez con tono tranquilo y reverencial. Y, tras abrir la puerta, penetró en la alcoba.
Dominando el asombro que sentía, la seguí despacio. En aquella habitación de muerte no había más iluminación que la fatídica luz de gas situada al otro extremo de la estancia, y a su resplandor vi a la joven, arrodillada junto al lecho fúnebre, con la cabeza inclinada sobre la del asesinado, apoyando la mano en su pecho.
—Ha dicho que si yo declaraba mi inocencia me creería —exclamó irguiendo la cabeza al verme entrar—. ¡Pues mire! —Apoyó la mejilla en la pálida frente de su desgraciado benefactor, le besó dulcemente los helados labios con ansia y angustia y, luego, cayendo de rodillas, habló con tono apagado pero vibrante—. ¿Podría hacer esto de ser culpable? ¿No se me helaría el aliento en mis labios y la sangre en mis venas y huiría la vida de mi alma? Usted, que es hijo de un padre querido y venerado, ¿puede creer que soy una mujer mancillada por el crimen al verme hacer esto?
Y arrodillándose de nuevo rodeó el inanimado cuerpo con los brazos, mirándome al mismo tiempo con una expresión que ningún pincel podría pintar ni ninguna pluma describir.
—En tiempos más antiguos —continuó la joven— solía decirse que un cuerpo muerto sangraría si lo tocaba su asesino. ¿Qué sucedería ahora si yo, su hija, su niña querida, colmada de beneficios, enriquecida con sus joyas, arrullada por sus besos, fuera lo que me acusan de ser? ¿No rompería el cuerpo del muerto ultrajado su misma mortaja para rechazarme?
No pude responder; ante escenas como aquéllas, la lengua olvida su funcionamiento.
—¡Oh! —prosiguió ella—. Si hay un Dios en el cielo que ame la justicia y odie el crimen, que me oiga ahora. Si yo, de hecho o de pensamiento, con intención o sin ella, he sido causa de que este ser querido haya acabado de este modo, si en mi corazón o en estas débiles manos de mujer anida aunque sólo sea la sombra de la culpa, por no decir la esencia, ¡que hable la cólera divina en justo castigo y que sobre el pecho del muerto caiga exánime esta cabeza culpable para no volverse a levantar!
Un silencio sobrecogedor siguió a esta invocación, y de mi pecho brotó tembloroso un suspiro largo, larguísimo, de completo alivio, y todos los sentimientos reprimidos hasta entonces en mi corazón rompieron de pronto sus ligaduras e, inclinándome hacia la joven, cogí su mano entre las mías.
—¿No creerá ahora, no me creerá ahora manchada por este crimen? —susurró, con una sonrisa que no asoma a los labios sino que emana del semblante como la flor de la paz interior y abarca el ceño y las mejillas.
—¡Crimen! —Esta palabra salió de mis labios sin poder reprimirla—. ¡Crimen!
—No —dijo la joven con calma—. No ha nacido el hombre que pueda acusarme de un crimen .
Por toda respuesta, cogí la mano que aún retenía entre las mías y la posé en el pecho del muerto.
Dulcemente, despacio, y llena de gratitud, inclinó la cabeza.
—¡Que empiece ya la lucha! —exclamó—. Hay alguien que creerá en mí por terribles que sean las apariencias.