XVII. Principio de grandes sorpresas
XVII
Principio de grandes sorpresas
Se mira a una estrella por dos motivos: porque es
luminosa y porque es enigmática. Tiene usted a su lado
una luz más encantadora y un misterio mayor: la mujer.
V H, .
Muy poco pude conseguir en los días siguientes a los sucesos relatados en el capítulo anterior, pues el señor Clavering, molesto quizá por mi presencia, dejó de visitar los lugares que acostumbraba, privándome así de oportunidades para entablar amistad con él de forma natural, y las tardes que pasaba en casa de la señorita Leavenworth no me proporcionaban más que constantes dudas e inquietudes.
El manuscrito requirió menos revisión de lo que creía. Pero, mientras hacía las pocas correcciones necesarias, tuve amplia oportunidad de estudiar el carácter de Harwell. Vi que no era ni más ni menos que un excelente amanuense. Era rígido, inflexible y sombrío, pero fiel a su deber y digno de confianza en el cumplimiento del mismo, y empecé a respetarle y hasta me llegó a caer bien, si bien noté que la simpatía no era recíproca, por más que lo fuera el respeto. Nunca hablaba de Eleanore Leavenworth, ni mencionaba en modo alguno a la familia ni el crimen, y hasta empecé a pensar que su silencio obedecía a motivos profundos más que a su propio carácter, y que si callaba era por alguna razón. Por descontado, esta sospecha me hizo observarle con más ansiedad. No podía menos de lanzarle a intervalos miradas furtivas para ver cómo actuaba cuando no se creía observado, pero siempre era él mismo; un trabajador pasivo, diligente, inmutable.
Aquel continuo darme de bruces contra una pared, pues así me sentía, llegó a resultarme casi insoportable. Receloso Clavering, e inabordable el secretario, ¿cómo iba a averiguar yo nada? Las cortas entrevistas que mantuve con Mary no me sirvieron de nada. Altiva, cohibida, febril, caprichosa, agradecida, suplicante, todo a un tiempo y nunca dos veces la misma, empecé a temer esas reuniones, aún codiciándolas. La joven parecía atravesar por una crisis que le ocasionaba agudos padecimientos. Yo la había visto, cuando se creía sola, tender las manos con el ademán que hacemos para protegernos de un daño, o para ahuyentar una visión horrible. Asimismo la había visto con la altiva cabeza abatida, caídas las nerviosas manos, y todo su ser agobiado e inerte, como si un peso que no podía soportar ni quitarse de encima le impidiera hasta aparentar resistencia. Pero esto ocurrió sólo una vez, pues de ordinario exhibía majestuosamente su pena. Incluso cuando sus ojos brillaban suplicantes, se mantenía erguida y conservaba el control. Hasta la misma noche en que me salió al encuentro en el vestíbulo, con las mejillas ardiendo y los labios temblorosos por la ansiedad, para a continuación dar media vuelta e irse sin pronunciar lo que quería decirme, se condujo con fiera dignidad, casi imponente.
Yo estaba seguro de que aquello indicaba algo, por lo que esperaba paciente a que me hiciera alguna revelación el día menos pensado. Aquellos labios temblorosos no permanecerían siempre cerrados, y sería aquella inquieta criatura, y no otra, quien me revelara el secreto que empañaba la pena y la felicidad de Eleanore. Ni el recuerdo de aquella acusación extraordinaria, por no decir cruel, que le había oído formular bastaba para destruir mi esperanza, pues esperanza era ya. De modo que fui acortando insensiblemente el tiempo que pasaba con Harwell en la biblioteca y prolongando mis conversaciones con Mary, hasta el punto de que el imperturbable secretario acabó quejándose de que a menudo se pasaba horas enteras sin nada que hacer.
Pasaron los días y llegó un segundo lunes, sin haber hecho más progresos en el problema que los de dos semanas antes. No se decía ni una palabra del crimen, ni se hablaba de Hannah, aunque observé que los periódicos no lo abandonaron ni un solo instante, pues tanto el ama como los criados mostraban idéntico interés por su contenido. Todo aquello me parecía raro. Era como ver a un grupo de personas comer, beber y dormir en las laderas de un volcán aún caliente por la última erupción y en medio del temblor que presagia una nueva. Yo ansiaba quebrantar aquel silencio voceando el nombre de Eleanore por aquellas habitaciones doradas y aquellos vestíbulos ornados de raso. Sentía el insano impulso de estrujar las flores y golpear las paredes, como si así pudiera obligarlas a decirme lo que tanto anhelaba saber. Pero aquel lunes por la tarde yo estaba más tranquilo. Había pasado el día anterior ante la casa de Eleanore y divisado por la ventana un rostro que tenía la dulzura y tristeza suficientes para compensarme una semana entera de contrariedades. Resolví no esperar nada de mis visitas a casa de Mary Leavenworth y entré en su casa aquella víspera con la misma ecuanimidad que sentí el primer día en que atravesé su infortunada puerta.
Al acercarme al salón, vi a Mary paseando muy agitada, con la actitud de quien espera algo o a alguien. Tomé una resolución súbita y me acerqué a ella.
—¿Está usted sola, señorita Leavenworth? —le dije.
Ella interrumpió sus agitados movimientos, se sonrojó e hizo una reverencia, pero, contra su costumbre, no me pidió que entrase.
—¿Sería indiscreto por mi parte atreverme a entrar? —pregunté.
Su mirada se posó con inquietud en el reloj y me pareció que iba a excusarse, pero capituló de repente y, colocando una silla ante el fuego, me indicó que me sentara. Aunque trataba de aparentar calma, comprendí vagamente que la había pillado en uno de sus instantes de mayor agitación, y que sólo tenía que mencionar el asunto que me rondaba por la mente para que toda la altivez de la joven desapareciera como nieve derretida. También comprendí que tenía poco tiempo para hacerlo, así que entré en materia de inmediato.
—Señorita Leavenworth, le impongo mi presencia esta noche con un propósito muy diferente del de pasar un rato agradable. He venido a suplicarle algo.
En seguida vi que había empezado mal.
—¿Suplicarme algo? —preguntó exudando frialdad por todos los rasgos de su rostro.
—Sí —continué con apasionada imprudencia—. Frustrados todos los intentos de saber la verdad, acudo a usted, pues la creo noble de alma, en busca de la ayuda que parece escasear en todas partes, en busca de una palabra que, aunque no salve por completo a su prima, sí nos ponga en el buen camino para ello.
—No entiendo lo que quiere decir —protestó, encogiéndose ligeramente.
—Señorita Leavenworth —proseguí—, no es necesario que le diga la situación en que se halla su prima. Usted recuerda tanto la forma como el alcance de las preguntas que se le hicieron el día del sumario, y lo sabe sin necesidad de explicación por mi parte. Pero lo que quizá no sepa usted es que, a menos que se la limpie pronto de la sospecha que pesa sobre ella, con razón o sin razón, las consecuencias que implican esa sospecha caerán sobre ella y…
—¡Santo Dios! —exclamó Mary—. ¿Supone que será…?
—¿Qué será encarcelada…? Sí.
Fue un golpe. La vergüenza, el horror y la angustia se pintaron en cada arruga de su pálido rostro.
—¡Y todo por esa maldita llave! —murmuró.
—¿La llave? ¿Cómo sabe que hay una llave…?
—¿Cómo? —dijo sonrojándose—. No sabría decirlo. ¿No me lo ha dicho usted?
—No —le repliqué.
—Por los periódicos…
—Los periódicos no han hablado de ello.
La joven se agitó más aún.
—Creí que todos lo sabían —exclamó, con un súbito estallido de vergüenza y arrepentimiento—. Yo sabía que era un secreto, pero ¡ay, señor Raymond, fue la misma Eleanore quien me lo dijo!
—¿Eleanore?
—Sí. La última tarde que estuvo aquí, en el salón.
—¿Qué dijo?
—Que habían encontrado en su poder la llave de la biblioteca.
Apenas pude ocultar mi incredulidad. ¡Eleanore, que conocía las sospechas de su prima, informó a esta de un hecho que parecía darles pábulo! No podía creerlo.
—¿Pero usted lo sabía? —continuó la joven—. No he dicho nada que deba permanecer secreto.
—No —dije yo—. Y es precisamente eso lo que hace tan peligrosa la posición de su prima. Es un hecho que, de quedar sin explicación, manchará de infamia su nombre para siempre, pues es una evidencia circunstancial que ningún sofisma puede borrar, ni una negativa desvirtuar. Sólo su reputación, hasta ahora intachable, y los esfuerzos de un hombre que cree en su inocencia, pese a las apariencias, la han salvado de las garras de la policía. La llave, y el silencio que guarda acerca de ella, la hunden poco a poco en un abismo del que no podrá sacarla ni todo el empeño de sus mejores amigos.
—¿Y usted me dice eso…?
—Para que tenga piedad de esa pobre niña que no quiere apiadarse de sí misma, y para que, al explicar algunas circunstancias que no pueden ser misteriosas para usted, me ayude a librarla de la terrible sombra que amenaza acabar con ella.
—¿Supone, caballero, que yo sé de este asunto más que usted? —exclamó clavando en mí una mirada de cólera—. ¿Qué sé algo de la horrible tragedia que ha convertido nuestra casa en un desierto, nuestra existencia en un horror perenne? También sobre mí ha caído la sombra de la sospecha, y viene usted a acusarme en mi propia casa…
—Señorita Leavenworth —le rogué—. Cálmese. No la acuso de nada. Sólo deseo que me ilumine con respecto a los posibles motivos del silencio incriminante de su prima. No puede ignorarlos. Es su prima, casi su hermana. Fue su compañera durante años, y debe de saber qué o quién sella sus labios, ocultando hechos que de saberse desviarían esas sospechas hacia el verdadero criminal. Es decir, siempre que crea en lo que ha afirmado hasta ahora de que su prima es una mujer inocente.
Como no me respondía a esto, me levanté y me enfrenté a ella.
—Señorita Leavenworth, ¿cree usted a su prima inocente de ese crimen?
—¿Inocente? ¿Eleanore? ¡Dios mío, ojalá todo el mundo fuera tan inocente como ella!
—Entonces —dije yo— debe creer también que si no habla con respecto a ciertos hechos que necesitan explicación, es tan sólo por bondad hacia alguien menos inocente que ella.
—¿Cómo? No, no digo eso. ¿Qué le hace pensar semejante cosa?
—Su mismo gesto. Dado el carácter de Eleanore, semejante conducta no admite más explicación que ésa. O está loca, o encubre a alguien a expensas de sí misma.
Los labios de Mary, antes temblorosos, se serenaron lentamente.
—¿Y quién cree que puede ser la persona por la que tanto se sacrifica Eleanore?
—¡Ah! —dije yo—. Aquí es donde necesito su ayuda. Con lo que sabe de ella…
Pero Mary Leavenworth se levantó de la silla con altivez y me detuvo con un ademán.
—Perdóneme —dijo—. Pero está equivocado. Sé muy poco o nada de los sentimientos personales de Eleanore. Ese misterio debe aclararlo otro, no yo.
Varié de táctica.
—Cuando Eleanore le confesó que habían encontrado en su poder la llave desaparecida, ¿le dijo también de dónde la había sacado y por qué razón la ocultaba?
—No.
—¿Se limitó a decírselo, sin más explicaciones?
—Sí.
—¿No le parece que le daba una información gratuita a quien, pocas horas antes, la había acusado de cometer un terrible crimen?
—¿Qué quiere decir? —preguntó con voz desmayada de repente.
—No negará que no sólo estaba usted dispuesta a creerla culpable, sino que la acusó de haber cometido el crimen.
—¡Explíquese! —exclamó.
—Señorita Leavenworth, ¿no recuerda lo que dijo en la habitación de arriba, a solas con su prima el día del sumario, justo antes de que entráramos el señor Gryce y yo?
No bajó los ojos, pero se le llenaron de súbito terror.
—¿Oyó…? —balbuceó.
—No pude evitarlo. Estaba al otro lado de la puerta y…
—¿Qué oyó?
Se lo dije.
—¿Y el señor Gryce?
—Estaba a mi lado.
Pareció querer devorarme con los ojos.
—¿Y no dijo nada al entrar?
—No.
—¿Y no lo ha olvidado?
—¿Cómo podría hacerlo, señorita Leavenworth?
Dejó caer la cabeza entre las manos y, por un momento, pareció perdida en un abismo. Después, se levantó y exclamó con desesperación:
—¿Y a eso viene esta noche? Viene con esa frase grabada en el alma, invade mi presencia, me tortura con preguntas…
—Perdóneme, pero ¿acaso vacila al responderme, teniendo en cuenta que mis preguntas atañen al honor de quien ha sido su amiga? ¿Acaso me deshonro yo al preguntarle cómo y por qué llegó usted a formular tan grave acusación cuando estaban recientes todas las circunstancias de lo sucedido, para luego insistir con tanta fuerza en la inocencia de Eleanore cuando usted misma podía ver que su acusación tenía aún más fundamento de lo que había supuesto?
—¡Ah, destino cruel! —murmuró como si no me hubiera oído—. ¡Destino cruel el mío!
—Señorita Leavenworth —dije levantándome y colocándome ante ella—. Aunque su prima y usted estén temporalmente distanciadas, no creo que la considere su enemiga. Hable pues y hágame saber al menos el nombre de aquél por quien se inmola Eleanore. Una insinuación…
Pero ella se levantó y, tras mirarme de un modo extraño, me interrumpió con severidad.
—Si no lo sabe, yo no puedo informarle de ello. No me lo pregunte, señor Raymond.
Y miró el reloj por segunda vez.
—Señorita Leavenworth —dije, tomando otro camino—. Me preguntó el otro día si una persona que ha hecho algún mal debe confesarlo forzosamente, y yo le contesté que no, a menos que la confesión pudiera reparar algo. ¿Lo recuerda?
Movió los labios, pero ninguna palabra salió de ellos.
—Empiezo a pensar —continué solemne, siguiendo el curso de sus emociones— que la confesión es el único medio de salir de este aprieto, que sólo lo que usted diga podría librar a Eleanore de la desgracia que le espera. ¿Por qué no se muestra como una mujer de verdad y responde a mi ardiente súplica?
Me pareció haber tocado de forma adecuada su fibra sensible, pues se echó a temblar y una mirada meditabunda empañó sus ojos.
—¡Oh! ¡Si pudiera…! —murmuró.
—¿Por qué no puede? No será feliz hasta que hable. Eleanore insiste en callar, pero no hay motivo para que siga su ejemplo. Así solo consigue complicar aún más su situación.
—Lo sé, pero no puedo remediarlo. El destino me tiene atrapada; no puedo librarme de él.
—Eso no es cierto. Todos podemos librarnos de ataduras imaginarias como la suya.
—No, no —exclamó—. No me entiende.
—Entiendo que el camino de la rectitud está bien marcado, y que quien se desvía de él obra mal.
Un destello de luz indescriptiblemente patético iluminó su rostro por un instante; la garganta se le hinchó como por un sollozo; sus labios se separaron y pareció a punto de ceder, cuando… el timbre de la puerta principal sonó violentamente.
—¡Oh! —exclamó volviéndose de pronto—. ¡Dígale que no puedo verlo, dígale…!
—Señorita Leavenworth —dije yo, tomándole ambas manos—, nada importa la puerta; sólo importa una cosa. Le he hecho una pregunta referente al misterio de todo este asunto. ¡Respóndame, por el bien de su alma, y dígame qué desgraciadas circunstancias pueden inducirla…!
—¡La puerta! —exclamó apartando sus manos de las mías—. Se abrirá, y…
Salí al vestíbulo y vi que Thomas subía la escalera.
—¡Atrás! —le dije—. Ya le llamaremos cuando le necesitemos.
El mayordomo desapareció tras hacer una reverencia.
—¿Espera que abra yo? —exclamó la señorita Mary cuando volví a entrar—. No puedo hacerlo.
—Pero…
—¡Me es imposible! —dijo clavando la mirada en la puerta principal.
—¡Señorita Leavenworth!
Ella se estremeció.
—Si no habla ahora, temo que la ocasión no llegará nunca.
—¡Imposible! —repitió.
Volvió a sonar el timbre.
—¡Ya me ha oído! —dijo.
Salí al vestíbulo y llamé a Thomas.
—Ya puede abrir la puerta —le dije, y me volví de nuevo al lado de la joven.
Pero ésta me indicó imperativamente la escalera.
—¡Déjeme! —exclamó, mirando a Thomas, que se detuvo donde estaba.
—La veré antes de marcharme —dije subiendo la escalera.
Thomas abrió la puerta, y oí una voz, sonora y trémula, que preguntaba:
—¿Está en casa la señorita Leavenworth?
—Sí, señor —respondió el mayordomo con tono respetuoso y comedido.
Y, al inclinarme sobre la barandilla, pude ver, con gran asombro por mi parte, la figura del señor Clavering cruzando el vestíbulo en dirección al salón.