El caso Leavenworth

XXX. Papel quemado

XXX

Papel quemado

Habría preferido prescindir de un hombre mejor.

W S, ,5-4.

Creo que no pedí auxilio inmediatamente. La terrible impresión de aquel descubrimiento cuando me forjaba más esperanzas, el súbito desquiciamiento de todos mis planes basados en la esperada declaración de aquella mujer y, lo peor y más terrorífico de todo, la coincidencia tremenda de aquella muerte con las necesidades del culpable, quien quiera que fuese, requerían de mí una actuación inmediata. Yo sólo podía mirar, en inmovilidad completa, el tranquilo rostro que tenía delante, sonriendo en su sosegado reposo como si la muerte fuese más bondadosa de lo que creemos; y maravillarme ante la providencia, que nos proporcionaba temores renovados en lugar de consuelo, complicaciones en lugar de claridad, contrariedades en vez de victorias. Por elocuente que sea la muerte, aun en quienes desconocemos y no amamos, sus causas y consecuencias eran demasiado importantes para permitir que mi imaginación se detuviera en el sentido de la escena en sí. Hannah, la joven, desaparecía ante Hannah, la testigo.

Pero, al mirarla, poco a poco, el gesto de expectación que vi asomar en la boca inmóvil y los párpados entreabiertos me atrajo de un modo singular, e, inclinándome sobre ella como un amigo, me pregunté si estaba realmente muerta, y si serviría de algo la inmediata asistencia médica. Pero cuanto más de cerca miraba, más me convencía de que había muerto hacía algunas horas, y el desaliento que me ocasionó el pensarlo, el remordimiento que sentiría siempre por no haber dado un golpe de audacia en la noche anterior abriéndome paso hasta el escondite de aquella pobre criatura para impedir la consumación de su muerte me hicieron reflexionar sobre mi situación. Me aparté de su lado, entré en la habitación contigua, abrí la ventana y até a ella el pañuelo encarnado que había tenido la precaución de llevar conmigo.

Instantes después, un joven que imaginé era P., aunque no tenía el menor parecido, ni en ropas ni en semblante, con el individuo a quien yo conocía, salió de la casa del hojalatero y se acercó a la nuestra.

Al ver que me echaba una mirada rápida, salí del cuarto y le esperé en lo alto de la escalera.

—¿Qué hay? —cuchicheó al entrar en la casa y verme desde abajo—. ¿La ha visto?

—Sí —respondí amargamente—. La he visto.

P. subió apresuradamente a mi lado y me preguntó:

—¿Ha confesado?

—No. No he hablado con ella.

Y viendo que le asustaban cada vez más mi voz y mi actitud, le hice entrar en la habitación de la señora Belden y le pregunté:

—¿Qué quiso decir esta mañana al informarme de que había visto a esa muchacha, y que estaba en cierta habitación en la que yo podría hallarla?

—Lo que dije lisa y llanamente.

—¿De modo que ha estado en su cuarto?

—No, sólo lo he visto por fuera. Al ver una luz trepé al borde del tejado anoche cuando salieron la señora Belden y usted, y al mirar al través de una ventana, la vi moverse en la habitación.

Debió de ver que mi faz cambiaba de aspecto porque se detuvo y exclamó:

—¿Pero qué ocurre?

—Venga —le dije, sin poder reprimirme por más tiempo—. Véalo usted mismo —y llevándole al cuartito de que acababa de salir, le señalé el inanimado cuerpo que allí yacía—. Me dijo que aquí encontraría a Hannah; pero no me dijo que la encontraría de este modo.

—¡Santo cielo! —gritó sobresaltado—. ¡Muerta!

—Sí —dije—. ¡Muerta!

—Es imposible —me replicó como si no pudiera comprenderlo—. Está dormida… Habrá tomado un narcótico…

—No es sueño, y si lo es, no despertará nunca; mire usted.

Y volviendo a tomar su mano, la dejó caer de nuevo sobre el lecho, como una piedra.

Aquello pareció convencerlo. Inclinándose más, se quedó mirándola, con extraña expresión en el rostro. De pronto se paró, y empezó a remover las ropas que estaban en el suelo.

—¿Qué hace? —le pregunté—. ¿Qué busca?

—Busco el papel del cual la vi tomar anoche una cosa, que supuse era una dosis de medicina. ¡Oh, aquí está! —exclamó levantando un pedazo de papel que, por estar en el suelo debajo del borde de la cama, yo no había visto hasta entonces.

—¡A ver! —exclamé con ansiedad.

Me alargó el papel, en cuya superficie interior pude ver las huellas de un polvo blanco.

—Esto es importante —dije, doblando cuidadosamente el papel—. Si ha quedado bastante polvo para demostrar que se trataba de un veneno, se explica la muerte de la joven y se evidencia un suicidio deliberado.

—Y no lo aseguraría —me replicó—; si entiendo algo de rostros, y me vanaglorio de decir que sí, esa joven no tenía la menor idea de que estaba tomando un veneno. No sólo estaba tranquila, sino alegre; y cuando tiró el papel, cruzó por su rostro una sonrisa casi de triunfo. Si la señora Belden le dio esta dosis, diciéndole que era medicina…

—Eso es lo que queda por averiguar. Y también si la dosis, como la llama, era veneno o no. Pudo haber muerto de un ataque al corazón.

P. se limitó a encogerse de hombros y a señalar primero la fuente de comida dejada en la silla y luego la derribada puerta.

—Sí —dije, respondiendo a su mirada—. La señora Belden estuvo aquí esta mañana y cerró la puerta al salir, pero eso tan sólo prueba que no conocía el estado de Hannah.

—¿Y no se fijó en el lívido rostro de la joven?

—Quizás en su precipitación no lo viera, y dejase la fuente sin mirar a la cama.

—No quiero sospechar de nadie: pero ¡es una coincidencia tan grande!

—Bueno —dije retrocediendo un paso—. Es inútil que permanezcamos aquí haciendo conjeturas. Hay mucho que hacer. Venga —añadí, dirigiéndome rápidamente a la puerta.

—¿Qué va a hacer? —me preguntó—. ¿Olvida que esto sólo es un episodio más del gran misterio que intentamos descifrar? Si esta joven ha muerto de un modo violento, nuestro deber es descubrirlo.

—Eso queda para el juez instructor. Ya no está en nuestras manos.

—Lo sé, pero al menos podemos tomar nota completa de la habitación y de todo cuanto hay en ella, antes de que unos extraños se hagan cargo del asunto. Estoy seguro de que el señor Gryce espera que lo hagamos.

—Ya he analizado la habitación, que está retratada en mi mente. Temo que no podré olvidarla nunca.

—¿Y el cadáver? ¿Ha observado su posición? ¿El modo como están las ropas de la cama? ¿La ausencia de toda señal de lucha o de temor? ¿El aspecto reposado del rostro? ¿La postura de las manos?

—Sí, sí. No me haga mirarlo otra vez.

—¿Y los vestidos que cuelgan de las paredes? —me dijo señalando con rapidez a todos los objetos que citaba—. ¿Ve usted? Un vestido de indiana, un chal, pero no el que dijeron que llevaba puesto al huir, sino otro negro, probablemente de la señora Belden. Y este cofre —comentó, abriéndolo— que contiene ropa interior con unas iniciales… Veamos… ¡Ah, con el nombre de la señora de la casa!… pero más pequeñas que las suyas; hechas para Hannah, ve, pero con sus propias iniciales para alejar las sospechas. Y esos vestidos del suelo, todos nuevos, y marcados del mismo modo. ¿Qué es esto? ¡Vaya! ¡Mire esto! —exclamó de repente.

Me acerqué a él y, al inclinarme, vi un cubo medio lleno de papeles quemados.

—Yo la vi inclinándose sobre una cosa que había en este rincón, pero no pude ver lo que era. ¿Se tratará de un suicidio al fin y al cabo? Evidentemente, aquí quemó algo que no quería que viera nadie.

—No sé —dije—. Casi espero que sea eso.

—¡Ni siquiera un pedazo que nos indique la naturaleza de los papeles! ¡Qué lástima!

—La señora Belden nos resolverá el enigma —exclamé.

—Sí —me contestó—, porque de ello depende que se aclare el asesinato de Leavenworth —y, mirando de nuevo el montón de papeles quemados, añadió—: ¿Quién sabe si no sería eso una confesión?

La conjetura parecía muy probable.

—Fuera lo que fuera —dije—, ahora sólo son cenizas, y hemos de aceptarlo y sacar de ello el mejor partido posible.

—Sí —dijo, lanzando un profundo suspiro—. Así ha de ser; pero el señor Gryce no me lo perdonará nunca, ¡nunca! Dirá que debí fijarme en que tomar una dosis de medicina en el momento en que se la iba a descubrir resultaba sospechoso.

—¡Pero si Hannah no sabía eso! No le vio.

—No sabemos ni lo que vio ella ni lo que vio la señora Belden. Las mujeres son un misterio, y aunque me jacto de saber entenderlas, confieso que en este caso me he visto vergonzosamente superado.

—Bueno, bueno —dije—. Aún no hemos llegado al final. ¿Quién sabe lo que dará de sí un poco de charla con la señora Belden? Pronto estará de vuelta, y debo disponerme a recibirla. Todo depende de que averigüe si estaba al tanto o no de esta tragedia. Es muy posible que no la conozca.

Y, sacándole de la estancia, cerré la puerta y lo guié escalera abajo.

—Ahora —dije— hay que enviar al señor Gryce un telegrama sin pérdida de tiempo para informarle de este suceso imprevisto.

—Bien, señor —me respondió P. dirigiéndose a la puerta.

—Espere un momento. Puede que no tenga otra ocasión de decirlo. La señora Belden recibió ayer dos cartas por correo; si puede averiguar dónde fueron selladas…

P. se metió la mano en el bolsillo.

—Creo que no tendré que ir muy lejos para saber de dónde vino una de ellas. ¡Por vida de…! ¡La he perdido!

Y antes de que me diera cuenta, había vuelto a subir la escalera.

En aquel momento, oí rechinar la puerta de la casa.

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