XXVIII. Una experiencia extraña
XXVIII
Una experiencia extraña
El mayor robo con escalo jamás cometido.
W S, , 4-2.
Lo primero que hice fue examinar la habitación en que me hallaba.
Como ya he dicho, era un apartamento agradable; cuadrado, soleado y bien amueblado. Había una alfombra carmesí en el suelo, varios cuadros en las paredes, ventanas con alegres cortinas blancas adornadas con mucho gusto con helechos y hojas otoñales, un viejo órgano pequeño en un rincón y una mesa en el centro de la sala, cubierta con un mantel y por varios cachivaches que, sin ser ricos o caros, eran bonitos y ornamentales hasta cierto punto. Pero no fueron esas cosas, que había visto repetidas en otras muchas casas de campo, las que atrajeron mi atención o me impulsaron a iniciar el lento paseo con el que empecé a recorrer la estancia. Era algo soterrado en todo lo que me rodeaba, en todas las evidencias encontradas, o que deseaba encontrar, no sólo en el aspecto general de la habitación sino en cada objeto trivial con que me topaba, en el carácter, actitud e historia de la mujer con la que tenía que tratar ahora. Fue por eso por lo que estudié los daguerrotipos del mantel, los libros de la estantería y las partituras del estante, pues era allí donde podría detectar algún indicio de que en la casa había otras personas, como, por ejemplo, Hannah.
Empecé, pues, por la pequeña biblioteca que ocupaba un ángulo de la estancia. Estaba compuesta de pocos libros escogidos, de poesía, historia y narrativa, y bastaba para comprender el poso de cultura que la conversación de la señora Belden dejaba traslucir. Cogí un ejemplar de Byron y lo abrí. Había muchos pasajes acotados, y lo devolví a su sitio tomando nota mental acerca de la evidente impresionabilidad de la señora Belden respecto a las emociones más hondas; luego me volví hacia el órgano que estaba situado en la pared opuesta. Estaba cerrado, pero sobre la limpia funda se veían uno o dos libros de himnos, una cesta de manzanas rojas y un trabajo de calceta sin concluir.
Cogí este último, pero me vi obligado a dejarlo sin comprender ni remotamente lo que pretendía ser. Continuando mi examen, me detuve ante una ventana que daba al patinejo que rodeaba la casa y la separaba de la contigua. El paisaje no me llamó la atención, cosa que sí hizo la ventana en sí, pues vi escritas en el cristal con una punta de diamante una serie de letras que, por lo que imaginé, correspondían a una palabra o palabras pero que carecían de sentido y de significado aparente. Juzgándolas obra de alguna colegiala, fijé la vista en el cesto de costura que había en una mesa a mi lado. Estaba lleno de diferentes clases de trabajos, entre los cuales vi un par de medias, que eran demasiado pequeñas y estaban demasiado destrozadas para pertenecer a la señora Belden. Las cogí y me puse a examinarlas atentamente para ver si podía hallar, marcado en ellas, algún nombre. Apenas empecé vi la letra H claramente marcada en una de las medias. Las dejé en su sitio, exhalando un profundo suspiro de satisfacción, volví a mirar a la ventana y me llamaron de nuevo la atención esas letras:
G Y
¿Qué podían significar? Empecé con indiferencia a leerlas del revés, cuando… Pero pruébalo tú, lector, y juzga cuál debió de ser mi sorpresa al ver el resultado. Animado por el descubrimiento que acababa de hacer, me senté a escribir las cartas. Apenas las había terminado cuando entró la señora Belden para decirme que la cena estaba dispuesta.
—En cuanto a su habitación —me dijo—, le he preparado la mía, pensando que preferiría estar en el primer piso.
Y abriendo una puerta que había a mi lado, me mostró una estancia pequeña, pero confortable, en la que apenas distinguí una cama, un escritorio enorme y un empañado espejo, con marco oscuro a la antigua.
—Vivo muy modestamente —me dijo, guiándome al comedor—, pero quiero estar cómoda y que lo estén también los demás.
—Y lo consigue usted divinamente —le dije, mirando al bien provisto aparador.
Ella sonrió, y vi que me había granjeado sus simpatías de una forma que había de redundar en mi provecho.
No olvidaré nunca aquella cena, ni los delicados manjares, ni la agradable libertad, ni aquel ambiente de irrealidad misteriosa y encantadora, ni la sensación de vergüenza que me acometía con cada plato que me presentaba, al pensar en que comía lo que aquella mujer me daba con el alma roída por la sospecha. No olvidaré nunca la emoción que experimenté la primera vez que percibí que algo la tenía preocupada, algo a lo que ansiaba dar voz, a pesar de sus dudas. O cómo se sobresaltó cuando un gato saltó desde el tejado inclinado de la cocina al césped de la parte trasera de la casa, o cómo me latió el corazón al oír, o creer que oía, que un tablón crujía sobre mi cabeza. Estábamos en una sala alargada y estrecha que, curiosamente, parecía atravesar la casa en diagonal, dando por un lado al salón y por el otro al pequeño dormitorio que había destinado para mi uso.
—¿Vive aquí sola, y no tiene miedo? —pregunté a la señora Belden cuando ésta me puso en el plato otro pedazo de pollo, contra mis deseos—. ¿No hay ladrones en esta ciudad, ni mendigos a quienes deba temer una mujer sola?
—Nadie me haría daño. Ni nadie vendría a pedirme alimento o abrigo sin que yo se lo diera.
—Entonces me figuro que, viviendo como vive junto al ferrocarril, la acosarán continuamente seres indignos, cuyo único modo de subsistir consiste en apoderarse de todo lo que puedan, sin dar nada a cambio.
—No puedo rechazarlos —me dijo—. Es el único lujo que me permito: dar de comer a los pobres.
—Pero a los vagos, que ni trabajan ni dejan trabajar…
—Ésos también son pobres.
Observando mentalmente que aquélla era la mujer más idónea para proteger a una infeliz enredada en la madeja de un gran crimen, me separé de la mesa. Al hacerlo, me asaltó la idea de que si Hannah estuviera oculta en la casa, la señora Belden subiría a proporcionarle algún alimento a la primera oportunidad; y salí al balcón a fumar un cigarro para que no se sintiera obstaculizada por mi presencia.
Busqué a P. mientras fumaba. Sentía que el menor indicio de su presencia en el pueblo me animaría mucho en esa situación. Pero no parecía que fuera a tener tal satisfacción. Si P. estaba cerca, estaba siendo muy discreto.
Al volver a sentarme con la señora Belden (que había bajado con una fuente vacía, cosa que supe al ir a la cocina en busca de un poco de agua y verla en el momento de colocarla bajo la mesa), me dispuse a esperar un espacio prudencial de tiempo escuchando lo que quisiera decirme, y después, si no me hablaba, hacer una tentativa para descubrir su secreto.
Pero la confesión, que no imaginé tan próxima, fue muy diferente de lo que yo esperaba, y trajo con ella sus consecuencias.
—Creo que es abogado —empezó a decir cogiendo la calceta, con un despliegue forzado de actividad.
—Sí —dije—. Ésa es mi profesión.
Guardó silencio por un instante, y estoy seguro de que estropeó la labor, pues al cabo de un rato la apartó de sí con mirada de sorpresa y disgusto.
—Entonces, quizá tendrá la amabilidad de darme un consejo —dijo después con vacilante voz—. Estoy en un trance muy curioso, y no sé cómo salir de él, siendo además de los que requieren una intervención inmediata. ¿Quiere que se lo explique?
—¡Ya lo creo! Tendré verdadera satisfacción en aconsejarla, si puedo.
Tomó aliento en una especie de vago consuelo, pero su frente no perdió las arrugas.
—Se cuenta con pocas palabras. Tengo en mi poder un fajo de papeles que me fue confiado por dos señoras con la condición de que no los devolvería o destruiría sin el pleno conocimiento y expreso deseo de ambas, solicitado de palabra o por escrito. Hasta que llegara ese caso, debía conservarlos, sin que nada ni nadie me hiciera separarme de ellos.
—De momento es fácil de entender —dije yo cuando se detuvo la señora Belden.
—Pues bien; ahora recibo aviso de una de las damas, la más interesada en el caso, diciéndome que, por ciertas razones, conviene a su sosiego y a su seguridad que los papeles sean destruidos inmediatamente.
—¿Y quiere saber cuál es su deber en ese caso?
—Sí —me contestó temblorosa.
Me levanté sin poderlo remediar, pues un mar de conjeturas se agolpaba en mi mente.
—Guardar hasta la muerte esos papeles mientras no la libre de su custodia el deseo conjunto de ambas partes.
—¿Es ésa su opinión como abogado?
—Sí, y como hombre también. Una vez comprometida a ello, no tiene otro remedio. Sería una traición destruir por las instrucciones de una parte lo que se ha obligado usted a devolver a las dos. Ni la libra de su palabra el hecho de que, conservando esos papeles, pueda ocasionarse algún pesar o pérdida. No tiene nada que ver con ello; además, no puede tener la seguridad de que sean ciertas las razones de la parte interesada. Puede que haga mayor mal destruyendo lo que evidentemente es de interés para ambas que conservando intactos los papeles, según lo pactado.
—Pero ¿y las circunstancias? A veces las circunstancias obligan, y a mí me parece que los deseos de la más interesada deben ser respetados, sobre todo teniendo en cuenta que las dos están algo distanciadas, lo cual puede impedir que se obtenga el consentimiento de la otra.
—No —dije yo—, dos males no producen nunca un bien; ni podemos hacer un acto justo a costa de uno injusto. Los papeles deben ser conservados, señora Belden.
Ésta dejó caer la cabeza con gran abatimiento. Evidentemente su deseo era complacer a la parte interesada.
—Muy dura es la ley —dijo—, muy dura.
—No es sólo la ley, sino también el deber —dije—. Suponga el caso contrario; esto es, que el honor y la dicha de la otra parte dependan de la conservación de los papeles. ¿Cuál sería entonces su deber?
—Pero…
—Un contrato es un contrato —dije—, y no se puede alterar. Aceptada la confianza y dada la palabra, está obligada a cumplirla al pie de la letra. Sería un quebrantamiento de confianza devolverlo o destruirlo sin el necesario consentimiento mutuo.
Poco a poco se cubrieron de sombras sus facciones.
—Creo que tiene razón —me dijo, y volvió a callar.
Al observarla, me decía en mi interior: .
Pero como yo no era ni uno ni otro, sólo podía alentar la conversación hasta que la señora Belden dijera algo que me sirviera de guía para ulteriores pesquisas; me disponía, por tanto, a hacerle algunas preguntas, cuando me llamó la atención la figura de una mujer que salía de la puerta trasera de la casa vecina. Por lo haraposo y mugriento del traje, aquella mujer era el arquetipo de los mendigos de que habíamos hablado durante la cena. Roía un mendrugo que tiró al llegar a la calle, atravesó la vereda y pude ver el sucio traje lleno de zurcidos y manchas, que ondulaba al viento sutil de la primavera, y sus maltrechos zapatos cubiertos por el barro del camino.
—Ahí tiene una cliente —dije— que podría interesarle.
La señora Belden pareció despertar de un letargo. Se levantó despacio, miró hacia fuera y, dulcificando rápidamente la mirada, contempló a la desamparada criatura que tenía delante.
—¡Pobre! —murmuró—, no hay duda de que pide limosna. Poco puedo hacer por ella esta noche —añadió viendo que la anciana se detenía a la puerta—. Apenas darle una buena cena.
Y dirigiéndose a la puerta principal, hizo entrar a la vieja en la cocina. Un momento después oí una voz áspera que decía «Bendita sea» y que sólo podía provenir de la mendiga ante las cosas buenas con que debía de estar obsequiándole la señora Belden.
Pero no era la cena lo único que necesitaba. Al cabo de un rato, empleado, según creí, en mascar, oí que la voz de la vieja volvió a sonar implorando asilo.
—El granero, señora —le oí decir—, o la leñera, cualquier parte donde pueda recogerme.
E inició una larga historia de necesidades y dolencias, tan lastimosa, que no me sorprendió nada que, al volver la señora Belden a mi lado, me dijera que había consentido, a pesar de su anterior determinación, en que la vieja pasara la noche junto al fuego de la cocina.
—Parece una buena mujer —me dijo—, y ya sabe que la caridad es mi único lujo.
Aquel incidente interrumpió nuestra conversación. La señora Belden subió la escalera y yo quedé un instante a solas, meditando en lo que había oído y planeando lo que tenía que hacer. Había llegado a la conclusión de que tan fácil era que sus sentimientos la hicieran destruir aquellos papeles como de que se dejara gobernar por las reglas de equidad que yo le había expuesto, y entonces la vi bajar furtivamente por la escalera y salir por la puerta principal. Desconfiando de sus intenciones, cogí el sombrero y la seguí apresuradamente. Iba andando por la calle principal, y mi primera idea fue que se dirigía a casa de algún vecino o quizás al mismo hotel; pero la súbita prisa en que trocó muy pronto su reposado andar me convenció de que se dirigía a un sitio más distante. No pasó mucho rato antes de que dejara yo atrás el hotel y sus dependencias, y hasta el pequeño colegio que era el último edificio del pueblo. Después se internó en el campo. ¿Qué sería aquello?
Aún continuaba corriendo la señora Belden, cuya silueta se iba esfumando más y más en las sombras de esa noche de abril, y aún la seguía yo, andando sobre el césped del borde del camino para evitar que oyera mis pasos y mirara hacia atrás.
Por fin llegamos a un puente, sobre el cual la oí pasar, y después cesó todo ruido. La señora Belden se había parado y evidentemente escuchaba. No me convenía detenerme, por lo cual, procurando desfigurarme todo lo posible, pasé caminando a su lado. Pero, al llegar a cierto punto, me detuve y desanduve lo andado mirando entre la oscuridad por si la veía avanzar. Llegué de nuevo al puente. No estaba allí.
Convencido de que había descubierto el motivo por el que yo estaba en su casa y de que, alejándome de ella, buscaba proporcionar a Hannah ocasión de huir, ya iba a correr de vuelta al puesto que tan incautamente había abandonado cuando me detuvo un rumor extraño que oí a la izquierda. El rumor llegaba desde los márgenes del mezquino riachuelo que corría bajo el puente, y parecía el rechinar de una puerta vieja sobre goznes enmohecidos.
Saltando por el pretil, atravesé lo mejor que pude la pendiente del campo, en dirección al lugar de donde había partido el rumor. Como la oscuridad era completa, adelantaba yo muy poco; hasta el punto de que ya empezaba a creer que me había perdido, cuando cruzó el cielo un relámpago inesperado, a cuyo resplandor vi delante de mí lo que me pareció a primera vista una granja antigua. Por el cercano ruido del agua juzgué que estaba construida al borde del riachuelo y, por ende, titubeé antes de avanzar. De pronto oí muy cerca el ruido de una respiración cansada, seguido de un rumor, como si alguien caminara sobre un montón de maderas sueltas. Después se encendió una débil luz azul en el interior de la granja y vi a través de la derribada puerta a la señora Belden, con una cerilla encendida en la mano y mirando las cuatro paredes que la rodeaban. Sin atreverme a respirar apenas, por no asustarla, la vi dar una vuelta y mirar al techo, tan viejo que estaba casi abierto a la intemperie, y al suelo, que no estaba en mejor estado, y finalmente a una cajita de hojalata que sacó de debajo del chal y dejó a sus pies en el suelo. Aquella caja me indicó en seguida cuáles eran las intenciones de la señora Belden. Iba a esconder lo que no se atrevía a destruir. Consolado respecto a este punto, iba ya a dar un paso hacia delante, cuando se extinguió la cerilla en las manos de ella. Mientras encendía otra, pensé que quizá sería mejor no despertar sus sospechas presentándome ante ella, para no comprometer el éxito de mi plan principal, y resolví esperar a que se fuera antes de apoderarme de la caja. Así que me coloqué al lado de la granja y esperé a que la señora Belden se fuera, comprendiendo que si intentaba mirar por la puerta corría gran riesgo de ser visto, por los frecuentes relámpagos que centelleaban por todas partes. Trascurrieron minutos y minutos en aquella alternativa de oscuridad y súbitos resplandores y, entre tanto, la señora Belden no salía. Por último, cuando ya estaba yo a punto de salir impaciente de mi escondite, apareció y empezó a andar con vacilantes pasos hacia el puente. Cuando creí que ya no podía oírme, entré en la granja que, por supuesto, estaba tan oscura como el Erebo; pero, por ser fumador, yo también iba provisto de cerillas. Encendí una y la levanté en alto, pero como su luz era muy débil, seguía sin saber dónde buscar cuando se apagó sin que yo hubiera podido echar algo más que una ojeada al lugar en que me hallaba. Encendí otra, pero aunque limité mi atención a un solo sitio, es decir, al suelo, se apagó también antes de colegir alguna señal de dónde había escondido la caja. Entonces comprendí la dificultad que tenía delante. Probablemente, antes de salir de casa, la señora Belden tenía determinado en qué punto de la granja ocultaría su tesoro; pero al no tener yo nada que me guiara, no podía hacer más que gastar cerillas. Y las gasté. Encendí una docena, que se apagaron antes de convencerme de que la caja no se hallaba bajo el montón de escombros que había en un rincón, y la última me había quemado la mano antes de ver que uno de los tablones del suelo estaba algo desencajado de su posición natural. Sólo me quedaba una cerilla, y tenía que levantar esa tabla, examinar lo que había debajo y sacar la caja, si es que estaba allí. Decidido a no malgastar mis recursos, me arrodillé en la oscuridad, busqué la tabla y vi que estaba desclavada. Tiré de ella con todas mis fuerzas, la aparté y la eché a un lado, para encender luego la cerilla y mirar el hueco que había dejado. Pude distinguir algo que no supe si era piedra o caja, pero se me escapó la cerilla de la mano mientras me inclinaba a cogerlo. Deplorando mi atolondramiento, pero resuelto a apoderarme de lo que había visto, me metí en aquel hueco y al cabo de un momento tuve en la mano lo que quería. Era la caja.
Satisfecho por el resultado de mis esfuerzos, me dispuse a irme, pues mi único deseo era llegar a casa antes que la señora Belden. ¿Sería posible? Ella me llevaba unos cuantos minutos de ventaja y yo tendría que pasar por su lado en la carretera, exponiéndome a ser reconocido. ¿Valía la pena arriesgarse? Me dije que sí.
Volví al camino y partí a paso redoblado, que conservé durante cierto trecho, sin encontrar a nadie. Pero, de pronto, al volver un recodo, me topé con la señora Belden, que estaba en medio del sendero, mirando hacia atrás. Algo desconcertado, pasé por su lado rápidamente, esperando que hiciera algún esfuerzo por detenerme. Pero me dejó pasar sin decir palabra. La verdad es que ahora dudo de que me hubiera reconocido. Asombrado, miré hacia atrás, y vi lo que la encadenaba a aquel sitio y lo que la había impedido fijarse en mí. La granja estaba ardiendo.
En seguida comprendí que el fuego era obra mía; había dejado caer una cerilla encendida, que habría entrado en contacto con alguna sustancia inflamable.
Horrorizado al verlo, me detuve y me quedé mirando a mi vez. Las llamas iban en aumento, iluminando más y más las nubes y el riachuelo. Fascinado al contemplar la escena, me olvidé de la señora Belden. Pero su fatigada respiración me recordó en seguida su presencia, y a medida que se acercaba en mi dirección la oí exclamar, como si hablara en sueños: «Bueno, yo no he querido hacerlo». Y después, con tono más bajo y más expresivo: «Ya está todo arreglado; por fortuna los papeles se han perdido, y Mary quedará contenta sin que nadie haya tenido la culpa de ello».
No me detuve a oír más; si aquélla era la conclusión a que había llegado, no se quedaría allí mucho tiempo, sobre todo porque el rumor de pasos precipitados y gritos lejanos anunciaba que una muchedumbre de chiquillos se dirigía al lugar del siniestro.
Lo primero que hice al llegar a casa fue asegurarme de que mi salida no había producido ningún daño dejándola a merced de la vieja a quien había alojado; lo siguiente, retirarme a mi cuarto y echar un vistazo a la caja. Vi que era un pulido cofrecillo de hojalata, con su correspondiente cerradura. Convencido por su peso de que no contenía nada más que los papeles de que me había hablado la señora Belden, la escondí bajo la cama y volví a la salita. Apenas había tenido tiempo de sentarme y abrir un libro cuando entró la señora Belden.
—¡Bueno! —exclamó quitándose el gorro y mostrándome un rostro encendido por el ejercicio pero de expresión aliviada—. ¡Vaya una noche! Relampaguea y hay un incendio a lo lejos. Espero que no se haya sentido solo —continuó mirándome al rostro de un modo penetrante que soporté lo mejor que supe—. Tenía que hacer una diligencia, pero no creí que fuera a llevarme tanto tiempo.
La contesté cualquier cosa, y ella se apresuró a salir de la estancia para cerrar la casa.
Esperé, pero no volvió; temiendo traicionarse a sí misma, se retiró a su cuarto, dejándome que me las compusiera yo sólo como se me antojara. Confieso que esto me consoló. La verdad es que no estaba para más excitaciones aquella noche, y me alegré de dejar ulteriores proyectos para el siguiente día. Por lo tanto, en cuanto pasó la tormenta, me acosté, y después de algún esfuerzo, logré conciliar el sueño.