X. El señor Gryce recibe nuevos alicientes
X
El señor Gryce recibe nuevos alicientes
Nada malo puede residir en semejante templo.
W S, , 1-2.
Este asombroso hallazgo me causó una triste impresión. Entonces, era cierto. La hermosa, la adorable Eleanore era… Oh, no podía terminar la frase, ni siquiera en el silencio de mi mente.
—Parece sorprendido —dijo el señor Gryce, mirando la llave con curiosidad—. , en cambio, no. Las mujeres no se estremecen, se sonrojan, se equivocan o se desmayan sin un motivo, y menos las mujeres como la señorita Leavenworth.
—Una mujer que pudiera cometer semejante crimen sería la última en estremecerse, equivocarse y caer desmayada —repliqué yo—. Deme la llave; déjeme verla.
—Es la que buscamos —dijo poniéndomela en la mano con complacencia—. No hay salida para esto.
—Si ella se declara inocente, la creeré —dije, devolviendo la llave.
—Tiene mucha fe en las mujeres —repuso riendo y mirándome lleno de asombro—. Espero que nunca le decepcionen.
No tenía réplica para esto, por lo que siguió un momento de silencio, que interrumpió Gryce.
—Ya sólo nos queda una cosa. Fobbs, tenga la bondad de hacer bajar a la señorita Leavenworth. No la alarme, pero procure que baje. Al salón de recibir —añadió cuando el agente se alejaba.
En cuanto quedamos solos, hice ademán de volver al lado de Mary, pero él me detuvo.
—Venga a verlo —susurró—. Bajará dentro de un momento. Debe presenciar esto hasta el final.
Miré hacia atrás titubeando; pero la perspectiva de volver a ver a Eleanore me dominó muy a mi pesar. Le dije que esperase y volví junto a Mary para pedirle que me dispensase.
—¿Qué hay? ¿Qué ocurre? —me dijo sin aliento.
—Nada de lo que deba preocuparse por el momento. No se alarme.
Pero mi rostro me delataba.
—¡Sucede algo! —dijo ella.
—Va a bajar su prima.
—¿Aquí? —dijo estremeciéndose visiblemente.
—No; al salón.
—No lo entiendo. Todo esto es terrible, y nadie me dice nada.
—Quiera Dios que no haya nada que decirle. A juzgar por la fe que demuestra en su prima, no habrá nada. Consuélese, pues, y esté segura de que la informaré en cuanto pase algo que deba saber.
La miré con aire tranquilizador, la dejé desplomada sobre los almohadones carmesíes del sofá en que se hallaba y me uní al señor Gryce. Apenas habíamos entrado en el salón, cuando hizo acto de presencia la señorita Eleanore Leavenworth.
Se mostraba más lánguida que una hora antes, pero aun así altanera mientras caminaba, y, al verme, inclinó la cabeza.
—Me ha hecho venir aquí un individuo que creo está a sus órdenes —dijo dirigiéndose exclusivamente al señor Gryce—. De ser así, le ruego que me comunique en seguida lo que desea, pues estoy muy fatigada y necesito reposo.
—Señorita Leavenworth —contestó el señor Gryce, juntando las manos y mirando de manera paternal al pomo de la puerta—. Siento mucho tener que molestarla, pero el caso es que necesito preguntarle…
Pero la joven lo interrumpió.
—¿Algo relacionado con la llave que ese hombre me ha visto arrojar al fuego?
—Sí, señorita.
—Entonces, he de negarme a contestar cualquier pregunta relacionada con eso. No tengo nada que decir al respecto, salvo que… —Y le dirigió una mirada llena de dolor, pero también iluminada de cierta clase de valor—… este hombre no ha mentido al decir que yo tenía oculta la llave y que intenté esconderla en las cenizas de la chimenea.
—Entonces, señorita…
Pero Eleanore ya se retiraba hacia la puerta.
—Le ruego que me excuse. Ningún argumento suyo alterará en nada mi decisión; así que intentarlo sería una pérdida de tiempo.
Y tras una fugaz mirada en mi dirección, no carente de atractivo, salió de la estancia en silencio.
El señor Gryce se la quedó mirando con gran interés por un momento, y luego, tras hacer una reverencia de homenaje casi exagerada, se apresuró a seguirla.
Apenas me había yo repuesto de la sorpresa que me causó este suceso inesperado, cuando oí pasos rápidos en el vestíbulo, y Mary, acalorada y ansiosa, apareció a mi lado.
—¿Qué ocurre? —inquirió—. ¿Qué decía Eleanore?
—¡Ah! —respondí—. No ha dicho nada. Ése es el problema, señorita Leavenworth. Su prima muestra una reticencia muy dolorosa respecto a algunos detalles. Debería comprender que de persistir en su actitud…
—¿Qué? —No había error posible en la horrorosa ansiedad que motivaba esa pregunta.
—Que no podrá evitar los problemas que le sobrevendrán.
Por un momento permaneció mirándome con ojos desmesuradamente abiertos por el horror y la incredulidad, después se dejó caer en un sillón y escondió el rostro entre las manos.
—¡Oh! ¿Por qué habremos nacido? ¿Por qué se nos permitió vivir? ¿Por qué no perecimos con los que nos dieron el ser?
Ante una angustia como aquélla, no pude permanecer callado.
—Querida señorita Leavenworth —le dije—, no hay razón para desesperar de ese modo. El porvenir se presenta negro, pero no inevitable. Su prima atenderá a razones, y en cuanto explique…
Pero ella, sorda a mis palabras, se levantó de nuevo y se paró ante mí en actitud horrible.
—Otra mujer en mi situación se volvería loca. ¡Loca, loca!
La miré con creciente asombro. Creí comprender lo que quería decir. Pensaba habernos proporcionado un hilo que nos condujo a sospechar de su prima y que, por tanto, la desgracia que pesaba sobre ellas era responsabilidad suya. Traté de apaciguarla, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Apenas me prestaba atención, absorta en su angustia. Viendo por fin que nada podía hacer por ella, me volví para marcharme, y mi ademán pareció despertarla.
—Siento irme sin haber podido ofrecerle ningún consuelo —dije—. Crea que siento enormes deseos de serle útil. ¿No hay nadie a quien pueda hacer venir? ¿Algún amigo o pariente? Me resulta muy triste dejarla sola en esta casa en semejantes circunstancias.
—¿Cree que pienso quedarme aquí? No, me moriría. ¡Pasar aquí esta noche! —repitió estremeciéndose.
—No es necesario en modo alguno que se quede —dijo tras nosotros una voz suave.
Al volverme sobresaltado vi que el señor Gryce no sólo estaba allí, sino que parecía llevar un buen rato escuchándonos. Estaba sentado junto a la puerta, con una mano metida en el bolsillo y la otra acariciando el brazo del sillón, y recibió nuestra mirada con una sonrisa ladeada que parecía tanto pedir perdón por la interrupción como asegurarnos que no respondía a un motivo baladí.
—De todo se cuidará, señorita; puede usted marcharse con tranquilidad.
Esperaba yo que le disgustara la intervención del inspector, pero, en vez de ello, mostró cierta satisfacción al verlo allí.
Ella me llevó aparte y me habló en voz baja.
—¿Considera inteligente a este señor Gryce?
—Bueno —contesté precavidamente—, debe de serlo para mantenerse en el cargo que ocupa. Las autoridades depositan gran confianza en él.
Se apartó de mi lado tan rápidamente como se había acercado y cruzó la estancia para encararse con el señor Gryce.
—Señor —le dijo, mirándole con suplicantes ojos—. Me han dicho que tiene gran habilidad, que puede encontrar a un criminal entre veintenas de personajes de dudosa moral y que nada escapa a la perspicacia de sus ojos. Si eso es cierto, compadézcase de dos pobres huérfanas repentinamente privadas de su tutor y protector, y emplee su habilidad para descubrir a quien ha cometido este crimen. Sería una locura por mi parte querer ocultarle que mi prima dio motivos de sospecha en su declaración, pero yo le digo que es tan inocente o culpable como yo, y, al pedirle que busque en otro lugar al culpable de este acto, sólo suplico que la mirada de la justicia se aparte del inocente para fijarse en el culpable —hizo una pausa y alzó ambas manos ante él—. Debió de ser algún vulgar ladrón; ¿no puede buscarlo y llevarlo ante la justicia?
Era tan conmovedora su actitud, tan vehemente y suplicante todo su ser que noté el rostro del señor Gryce lleno de emoción reprimida, aunque su mirada no se apartó nunca de la cafetera en donde la había posado al acercársele la joven.
—Debe encontrarlo… ¡Tiene que ser capaz de encontrarlo! —prosiguió—. Hannah, la criada que desapareció, debe de saber algo. Búsquela, registre la ciudad, haga lo que sea, pongo todas mis posesiones a su servicio. ¡Ofreceré una recompensa a quien identifique al ladrón que cometió este crimen!
El señor Gryce se levantó despacio.
—Señorita Leavenworth… —empezó a decir, y se detuvo; el hombre estaba muy agitado—. Señorita Leavenworth, no precisa de su muy conmovedora súplica para incitarme a cumplir con mi deber en este caso. Mi orgullo personal y profesional es por sí solo acicate suficiente. Pero, dado que me ha honrado al expresarme sus deseos, no le ocultaré que a partir de ahora mostraré un redoblado interés por el asunto. Haré todo cuanto pueda hacer un hombre, y si de aquí a un mes no me he presentado ante usted por mi recompensa, es que Ebenezer Gryce no es el hombre que siempre creí que era.
—¿Y Eleanore?
—No citaremos nombres —dijo con gentil ademán.
Pocos minutos después salía de la casa con la señorita Leavenworth, pues ésta me había expresado su deseo de que la acompañara a casa de su amiga, la señorita Gilbert, en la que había decidido refugiarse. Cuando nos alejábamos en el coche que el señor Gryce había tenido la amabilidad de proporcionarnos, observé que mi compañera dejó tras sí una mirada de pesar, como si no pudiera menos de sentirse compungida al abandonar a su prima.
Pero aquella expresión se trocó muy pronto en la mirada vigilante de quien teme toparse con un rostro conocido en un barrio desconocido. Mary miraba arriba y abajo de la calle, fijando la vista en los portales, estremeciéndose y temblando, cada vez que aparecía algún rostro en una esquina, y no pareció respirar con tranquilidad hasta que salimos de la avenida para entrar en la Calle 37. Entonces recobró su color natural e, inclinándose gentilmente hacia mí, me preguntó si tenía lápiz y un pedazo de papel. Como por fortuna tenía yo ambas cosas, se las di y observé con cierta curiosidad mientras escribía dos o tres líneas, preguntándome por qué habría elegido aquella ocasión y lugar para hacerlo.
—Es una nota que quiero enviar —explicó, mirando los casi ilegibles garabatos con expresión de duda—. ¿No puede detener el coche un momento mientras pongo las señas?
Así lo hice, y un instante después la hoja que había yo arrancado de mi cartera estuvo doblada, con las señas puestas y sellada con un lacre que ella sacó del bolsillo.
—Parece escrita por una loca —murmuró, dejándosela en el regazo, con las señas hacia abajo.
—¿Por qué no ha esperado a llegar a destino, donde podría sellarla y cerraría adecuadamente, con toda comodidad?
—Porque tengo prisa. Quiero echarla ahora mismo al correo. Allí, en esa esquina, hay un buzón; diga al cochero que vuelva a parar.
—¿Quiere que la eche por usted? —le pregunté alargando la mano.
Pero ella negó con la cabeza y, sin esperar a que la ayudase, abrió la portezuela de su lado y puso pie en tierra. Aun entonces se detuvo para mirar en todas direcciones antes de aventurarse a depositar la apresurada carta en el buzón. Una vez echada, se mostró con más ánimos y esperanzas que hasta entonces.
Y cuando, unos momentos después, se volvió para despedirse frente a la casa de su amiga, lo hizo con un aire casi alegre, animándome a ir a verla al día siguiente para informarle de cómo iban las investigaciones.
No intentaré ocultarles que pasé toda la larga velada recapacitando en mi casa sobre las declaraciones de la mañana y tratando de conciliar lo oído con cualquier otra teoría distinta de la de la culpabilidad de Eleanore. Cogí un trozo de papel y anoté como sigue las principales causas de sospecha:
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
- 6
, decidí mientras lo examinaba; pero mientras lo hacía empecé a escribir en otra parte de la hoja las siguientes explicaciones:
- 1
- 2
- 3
- 4
Pero ¡y la llave! ¿Qué podía decir de eso? Nada. Al tener esa llave en su poder, y no ofrecer explicación alguna al respecto, Eleanore Leavenworth se ponía en una situación que hasta yo me veía forzado a reconocer que era sospechosa. Cuando llegué a ese punto de mis meditaciones, me metí el papel en el bolsillo y cogí el . Mi mirada se posó al instante en estas palabras:
H
El conocido millonario Leavenworth, hallado muerto en su habitación.
No hay pistas del asesino.
El espantoso crimen se cometió con un revólver.
Un asunto con tintes extraordinarios.
¡Ah! Por lo menos había un consuelo: el nombre de Eleanore no se mencionaba todavía como sospechosa. Pero ¿qué ocurriría al día siguiente? Pensé en la expresiva mirada del señor Gryce al enseñarme la llave, y me estremecí.
, me repetía a mí mismo. Y después, reflexionando, me pregunté: ¿qué prueba tenía de ello? Sólo su hermoso rostro, sólo, solamente su rostro. Abatido, estrujé el periódico y bajé al piso inferior justo cuando llegaba el chico del telégrafo con un mensaje del señor Veeley. Lo firmaba el dueño del hotel donde se alojaba el señor Veeley y decía así:
W, D. C.
Señor Everett Raymond:
El señor Veeley yace enfermo en mi casa. No le he mostrado el telegrama, por temer consecuencias. Se lo mostraré cuando sea oportuno.
T L
Quedé pensativo. ¿A qué venía la repentina sensación de alivio que sentía? ¿Acaso albergaba un temor subconsciente a la vuelta de mi socio superior? Pues, ¿quién podía conocer mejor que él los secretos que había en esa familia? ¿Quién mejor que él podía ponerme sobre la verdadera pista? ¿Sería posible que yo, Everett Raymond, no quisiera conocer la verdad? No, nunca diría eso en voz alta; por eso me senté, saqué la lista que había confeccionado y, tras examinarla atentamente, escribí al lado del 6 la palabra en mayúsculas. ¡Eso era! Podría decirse que, después de todo, había dejado que un rostro encantador me cegara para no ver lo que en una mujer con menos atractivos sería considerado una indiscutible prueba de culpabilidad.
Pero, una vez hecho esto, me descubrí repitiendo en voz alta: «Si se declara inocente, la creeré». Así nos controlan nuestros impulsos.