XIII. El problema
XIII
El problema
Pero quien quiera forzar el alma, ataca con paja
a un campeón con armadura de diamante.
W W, .
Cuando volvimos al salón de abajo, lo primero que vieron mis ojos fue a Mary, parada en el centro de la estancia, arropada con su larga capa. Había llegado durante nuestra ausencia, y nos estaba esperando con la cabeza erguida y el rostro inmóvil, en su expresión más orgullosa. Al mirarle a la cara, me di cuenta de lo embarazoso que debía de ser ese encuentro para esas mujeres, y me habría retirado de no impedírmelo algo que detecté en la actitud de Mary Leavenworth. Al mismo tiempo, resuelto a no dejar pasar la oportunidad sin procurar alguna especie de reconciliación entre ellas, me adelanté y, tras hacerle una reverencia a Mary, dije:
—Su prima ha conseguido convencerme de su completa inocencia. Y ahora me dispongo a colaborar con el señor Gryce en cuerpo y alma para encontrar al verdadero culpable.
—Creía que una mirada al rostro de Eleanore Leavenworth habría bastado para convencerlo de que es incapaz de este crimen —fue su inesperada respuesta, e, irguiendo la cabeza con altivo ademán, clavó con resolución sus ojos en los míos.
Sentí que la sangre me enrojecía la frente, pero, antes de que pudiera contestar, volvió a oírse su voz, aún más fría que antes.
—A una niña delicada, criada en el seno del cariño y del lujo, acostumbrada sólo a la adulación y a las expresiones más sinceras de miramiento, le es muy difícil verse obligada a convencer al mundo de su inocencia respecto a la perpetración de un crimen tan horrendo. Compadezco a Eleanore con toda mi alma.
Y, tras quitarse la capa de los hombros con rápido ademán, clavó por primera vez la vista en su prima.
Eleanore se adelantó al instante como para recibirla, y no pude evitar pensar que, en cierto sentido, aquel momento tenía para ellas una importancia que yo no estaba capacitado para comprender. Pero si bien no pude comprender todo su significado, al menos sí comprendí su intensidad. Y, en efecto, fue un momento para recordar. Contemplar frente a frente y en evidente antagonismo a aquellas dos mujeres, cada una de las cuales podía considerarse ejemplo de su época, era un espectáculo que habría conmovido al más insensible. Pero aún había algo más en aquella escena. Era el choque de las emociones más apasionadas del alma humana, el encuentro de aguas cuya profundidad y fuerza sólo pueden adivinarse por su efecto. Eleanore fue la primera en volver a dominarse. Retrocediendo con la fría altivez que, ¡ay!, casi había olvidado ante el despliegue de emociones recientes y dulces, exclamó:
—Hay algo mejor que la compasión, y es la justicia —se volvió como para marcharse—. Quiero hablar con usted en el salón, señor Raymond.
Pero Mary se adelantó y, haciendo retroceder a su prima con poderosa mano, le dijo:
—No, ¡tienes que hablar conmigo! Tengo algo que decirte, Eleanore Leavenworth.
Y colocándose de nuevo en medio de la estancia, esperó.
Miré a Eleanore, vi que yo estaba de más y me apresuré a retirarme. Durante diez minutos largos paseé de extremo a extremo del salón, entregado a mil dudas y conjeturas. ¿Cuál era el secreto de aquella casa? ¿Cuál era el origen de aquella desconfianza mortal, continuamente manifestada entre las primas, que por naturaleza parecían destinadas al compañerismo más completo y a la más cordial amistad? No era por un asunto de ayer o de hoy. Ninguna llama repentina podría alentar semejante concentración de calor emocional como el que acababa de presenciar. Era preciso retroceder a mucho antes del asesinato para encontrar las raíces de una desconfianza tan grande que se saldaba con un altercado que se oía hasta donde me hallaba, aunque sólo el más débil de los murmullos llegaba a mis oídos a través de las puertas cerradas.
En ese momento, las cortinas de la puerta del salón estaban corridas y la voz de Mary se oyó con claridad.
—Después de esto, no podemos vivir bajo el mismo techo. Mañana, o tú o yo nos buscaremos otra casa.
Y salió al vestíbulo, sofocada y jadeante, dirigiéndose hacia donde yo estaba. Pero al verme cambió por completo su actitud, su orgullo pareció disiparse y, extendiendo las manos como para protegerse de mi escrutinio, se alejó de mi lado y echó a correr escaleras arriba, llorando.
Aún me sentía yo oprimido por la penosa conclusión de esa singular escena, cuando volvieron a apartarse las cortinas y Eleanore entró en la estancia donde me encontraba. Se sentó a mi lado, pálida, pero tranquila, sin dar señales del altercado que acababa de sostener, salvo por un ligero cansancio en los ojos, y afrontó mi mirada con otra de insondable valor.
—Dígame en qué posición estoy, y no se guarde nada; me temo que aún no he comprendido cuál es mi situación —dijo al cabo de una pausa.
Regocijado al oír de sus labios tal admisión, me apresuré a complacerla. Empecé por mostrarle cómo vería el caso una persona imparcial, extendiéndome en los motivos de sospecha e indicándole de qué manera algunas cosas predisponían en su contra, cosas que quizá para ella fueran poco importantes y de fácil explicación; intenté hacer que entendiera la importancia de sus decisiones y acabé con una súplica. ¿Querría confiarse a mí?
—Pero creí que ya estaba usted satisfecho —me dijo temblando.
—Y lo estoy; pero me gustaría que también lo estuviese el mundo.
—¡Ah, pide demasiado! —me dijo con tristeza—. El dedo de la sospecha nunca olvida dónde ha señalado. Mi nombre está manchado para siempre.
—¿Y se somete a ello cuando una palabra…?
—Cualquier palabra que yo dijese ahora apenas cambiaría nada.
Desvié la mirada, porque la visión del señor Fobbs, oculto tras las cortinas de la casa de enfrente, reaparecía de forma constante en mi mente.
—Si el asunto está tan mal como dice —prosiguió la joven—, no es probable que al señor Gryce le importen mis explicaciones al respecto.
—El señor Gryce estará encantado de saber dónde cogió la llave, aunque sólo sea para ayudarle a buscar en la buena dirección.
Ella no replicó, y mi corazón volvió a oprimirse.
—Vale la pena que le complazca en esto —proseguí—, y aunque ello pueda comprometer a alguien a quien desee proteger…
La señorita Eleanore se levantó impetuosamente.
—Nunca diré a nadie cómo llegó a mis manos esa llave —me contestó, volviendo a sentarse y cruzando las manos con firme resolución.
Yo me levanté a mi vez y di unas vueltas por la estancia, sintiendo que los colmillos de los celos irracionales se clavaban en mi corazón.
—Señor Raymond, no lo diré ni aunque sucediese lo peor y mis seres queridos me lo pidieran de rodillas.
—Entonces —dije yo, resuelto a no revelar mi secreta pero igualmente firme intención de descubrir si me era posible la razón de su silencio— desea oponerse a la justicia.
Ni me contestó ni hizo el menor movimiento.
—Señorita Leavenworth —continué—. No hay duda de que esa resolución tan firme de proteger a otro a expensas de su buen nombre es muy generosa, pero ni sus amigos ni los amantes de la verdad y de la justicia podemos aceptar semejante sacrificio.
—¡Caballero! —dijo mirándome con altivez.
—Si no quiere ayudarnos —continué yo con calma, pero resueltamente—, deberemos obrar sin su ayuda. Después de la escena que acabo de presenciar, tras la triunfante convicción que usted me ha infundido no sólo de que es inocente sino de cuánto le horrorizan el crimen y sus consecuencias, yo no podría considerarme un hombre si no sacrificara hasta la buena opinión que tiene de mí a cambio de defenderla y de limpiar su nombre de tan repugnante mancha.
Volvió a reinar ese profundo silencio.
—¿Qué se propone hacer? —me preguntó por fin.
Atravesé la habitación y me planté ante ella.
—Me propongo librarla de toda sospecha para siempre encontrando y mostrando al mundo al verdadero culpable.
Esperaba verla estremecerse, pues estaba ya muy convencido de quién era el culpable. Pero, en vez de ello, se limitó a cruzar los brazos con más fuerza aún.
—Dudo de que sea capaz de conseguirlo, señor Raymond.
—¿Duda de que descubra al culpable o duda de que pueda llevarlo ante la justicia?
—Dudo —dijo con violento esfuerzo— de que alguien llegue a saber quién es el culpable de este caso.
—Hay una persona que lo sabe —dije por probarla.
—¿Una?
—La joven Hannah está al tanto de lo que sucedió esa noche, señorita Leavenworth. Una vez encontremos a Hannah, podrá señalarnos al asesino de su tío.
—Eso es una mera suposición —dijo, pero vi que el tiro había dado en el blanco.
—Su prima ha ofrecido una gran recompensa a quien la encuentre, y todo el país está advertido. En menos de una semana la habremos localizado.
De pronto, cambiaron su expresión y su actitud.
—Esa joven no puede ayudarme.
Desconcertado por su actitud, arrié velas.
—¿Hay alguien o algo que pueda ayudarla?
La joven apartó la mirada con lentitud.
—Señorita Leavenworth —continué con renovada firmeza—. No tiene un hermano que la ampare, ni madre que la guíe. A falta de amigos más íntimos y queridos, deme muestras de confianza suficiente para decirme una cosa.
—¿Cuál?
—Si es cierto que cogió de la mesa de la biblioteca ese papel.
No me contestó en seguida, sino que se quedó mirando al vacío con tal intensidad que denotaba estar meditando tanto la pregunta como la respuesta. Por último, volviéndose hacia mí, dijo:
—Le contesto, en confianza, señor Raymond, que sí lo cogí.
Contuve el suspiro de desesperación que asomó a mis labios y continué:
—No quiero saber lo que era ese papel —ella movió la mano en ademán de súplica—, pero dígame otra cosa. ¿Existe todavía?
—No —contestó, mirándome con firmeza.
Apenas pude evitar que se trasluciera mi contrariedad.
—Señorita Leavenworth —dije—, puede parecerle una crueldad por mi parte acosarla así, pero es la convicción que tengo del peligro que la acecha lo que me induce a correr el riesgo de incurrir en su desagrado preguntándole lo que en otras circunstancias serían cuestiones pueriles y ofensivas. Me ha dicho una de las cosas que más deseaba saber. ¿Quiere decirme también qué fue lo que oyó aquella noche desde su cuarto, tras subir el señor Harwell y antes de oír, como declaró el otro día, que se cerraba la puerta de la biblioteca?
Había ido demasiado lejos con mis preguntas, y lo supe al punto.
—Señor Raymond —me contestó—, movida por el deseo de no parecerle una ingrata, he respondido confidencialmente a una de sus peticiones, pero no puedo decir más. No me pregunte más.
Conmovido hasta el alma por su mirada de reproche, le dije con cierta tristeza que respetaría sus deseos.
—Pero pretendo hacer todo cuanto esté en mi mano por descubrir al verdadero autor del crimen. Es un deber sagrado que me siento llamado a cumplir; pero no le haré más preguntas ni la apremiaré con más peticiones. Lo que se haya de hacer se hará sin su ayuda y espero que, de tener éxito en mi empresa, se dé cuenta de que mis motivos han sido puros y mis actos desinteresados.
—Estoy dispuesta a creerlo ahora —comenzó a decir; pero se detuvo y me miró con súplica casi de agonía—. Señor Raymond, ¿no puede dejar las cosas como están? Ni le pido auxilio ni lo quiero. Preferiría…
Pero yo no quise escucharla.
—El culpable no tiene derecho a aprovecharse de la generosidad del inocente. La mano que cometió ese acto no respondería de la pérdida del honor y de la dicha de una noble mujer. Haré cuanto pueda, señorita Leavenworth.
Aquella noche, al caminar por la avenida, sintiéndome como un aventurero que, en un momento de desesperación, ha puesto el pie en una plancha que se extiende sobre el vacío de un abismo insondable, vi que el problema se definía ante mi vista como si surgiera de entre las sombras. ¿Cómo podría yo, sin más pista que el convencimiento de que Eleanore Leavenworth buscaba encubrir a otro a expensas de su buen nombre, vencer los prejuicios del señor Gryce, descubrir al verdadero asesino del señor Leavenworth y librar a una mujer inocente de las sospechas que, no sin motivo, habían recaído sobre ella?