XI. La llamada
XI
La llamada
La flor de la cortesÃa.
W S, , 2-4.
Los periódicos de la mañana ofrecÃan un relato más pormenorizado del asesinato que el de la noche, pero, para mi alivio, en ninguno se mencionaba el nombre de Eleanore relacionándolo con lo que yo más temÃa. El último párrafo decÃa: «Los detectives andan tras la pista de una joven desaparecida, Hannah».
Y en el leà la siguiente nota: «Los herederos del difunto señor Horatio Leavenworth ofrecerán una gran recompensa a quien aporte noticias del paradero de Hannah Chester, desaparecida de la casa… de la Quinta Avenida, la noche del 4 de marzo. Dicha joven es de origen irlandés, de unos veinticinco años de edad, y puede reconocerse por las siguientes señas particulares: alta y delgada, cabello castaño oscuro con reflejos rojizos, facciones delicadas y correctas, manos pequeñas con dedos muy picados por el uso de la aguja, pies grandes y más toscos que las manos. La última vez que se la vio llevaba puesto un vestido de algodón, de cuadros blancos y marrones, y se supone que se abrigaba con un chal rojo y verde muy viejo. Además de las señas anteriores, tiene en la muñeca derecha la cicatriz de una gran quemadura, y uno o dos hoyos de viruelas en la sien izquierda».
Este párrafo desvió mis pensamientos en otra dirección. Extrañamente habÃa pensado poco en esta joven; y eso que resultaba evidente que era la persona sobre cuyo testimonio dependÃa el caso, si bien no podÃa estar yo conforme con quienes la consideraban implicada personalmente en el asesinato. Como cómplice, y sabiendo lo que le aguardaba, se habrÃa llevado todo el dinero que tenÃa. Pero el rollo de billetes encontrado en el baúl de Hannah probaba que se habÃa ido demasiado apresuradamente para tomar tal precaución. Y si, por el contrario, habÃa visto inesperadamente al asesino consumar su obra, ¿cómo se la podÃa haber sacado de la casa sin armar tal escándalo que despertase a las damas, una de las cuales tenÃa abierta la puerta de su cuarto? El primer impulso de una joven inocente en ocasión semejante serÃa el de gritar, y no se habÃa oÃdo grito alguno. La joven se habÃa limitado a desaparecer. ¿Qué habÃa que pensar? ¿Que la persona a quien vio era conocida y respetada? No querÃa yo admitir semejante posibilidad, por lo que aparté el periódico y me dispuse a no hacer más consideraciones sobre el suceso mientras no adquiriera nuevos datos sobre los que basar una teorÃa. Pero ¿quién puede contener la imaginación cuando está excitado por un tema? Pasé toda la mañana dándole vueltas en la mente, para llegar a una de dos conclusiones. O se encontraba a Hannah Chester o Eleanore Leavenworth debÃa explicar cuándo y por qué medios llegó a su poder la llave de la puerta de la biblioteca.
A las dos salà de la oficina para presenciar la prosecución del sumario; pero, como me detuvieron en el camino, no pude llegar a la casa antes de que se diera el veredicto, lo cual fue para mà una gran contrariedad, sobre todo porque perdà la oportunidad de ver a Eleanore Leavenworth, que se retiró a su estancia nada más marcharse el jurado. Pero pude ver a Harwell, por quien supe cuál habÃa sido el veredicto.
—Muerte por tiro de revólver, disparado por una persona desconocida.
El resultado del sumario fue para mà un gran consuelo. Lo habÃa temido mucho peor. Observé también que, a pesar de todo su dominio sobre sà mismo, el pálido secretario compartÃa mi satisfacción.
Lo que menos me agradó fue el hecho, que supe en seguida, de que el señor Gryce y sus subordinados hubieran salido de la casa inmediatamente después del veredicto. El señor Gryce no es de los hombres que olvidan asuntos como este mientras queden pendientes de explicación circunstancias importantes relacionadas con él. ¿PodrÃa ser que preparase alguna acción decisiva? Algo alarmado, estuve a punto de salir corriendo de la casa con el objetivo de descubrir cuáles eran sus intenciones, cuando me llamó la atención un movimiento repentino en una ventana de la casa de enfrente y, tras mirar atentamente, detecté el rostro del señor Fobbs observando desde detrás de las cortinas. La visión me aseguró que no me equivocaba en mi valoración del señor Gryce, y, sintiendo piedad por la desolada chica que debÃa enfrentarse a las exigencias de un destino del que esta vigilancia de sus movimientos era sólo el precursor evidente, le escribà una nota en la que le ofrecÃa mis servicios, como representante del señor Veeley, en caso de que se produjese alguna emergencia imprevista, y que se me podrÃa encontrar en mis aposentos entre las seis y las ocho. Una vez hecho esto, dirigà mis pasos a la casa de la Calle 37, donde habÃa dejado a la señorita Mary Leavenworth el dÃa antes.
Fui conducido por uno de esos salones grandes y estrechos que tan de moda estuvieron últimamente en las casas del centro y me encontré casi en seguida en presencia de la señorita Leavenworth.
—¡Oh! —exclamó con elocuente gesto de bienvenida—. Empezaba a pensar que me habÃa olvidado usted. ¿Qué noticias hay de casa?
—Veredicto de asesinato, señorita Leavenworth.
Sus ojos no perdieron su expresión interrogante.
—Perpetrado por uno o más desconocidos —añadÃ.
Por el rostro de la joven cruzó un relámpago de consuelo.
—¿Y se han ido todos? —exclamó.
—No he visto en la casa a nadie ajeno a ella —repliqué.
—Oh, entonces no nos molestarán más, ¿verdad?
Lancé una mirada rápida a la estancia.
—Aquà no hay nadie —exclamó.
Aun asÃ, vacilé. Por último, con ademán bastante torpe, me volvà hacia ella.
—No quiero ofenderla ni alarmarla, pero debo decir que considero su deber que usted vuelva esta noche a su casa.
—¿Por qué? —balbuceó—. ¿Hay alguna razón concreta para que vuelva? ¿No comprende que no puedo vivir en la misma casa que Eleanore?
—Ni lo comprendo ni puedo detenerme a considerar la cuestión. Eleanore es su prima, y ha sido para usted como una hermana; no es digno de usted abandonarla en este apuro. Usted misma se darÃa tanta cuenta de ello como a poco que lo reflexionase un instante sin apasionamiento.
—Eso es muy difÃcil en estas circunstancias —me replicó con sonrisa de amarga ironÃa.
Pero antes de que yo pudiera replicarle, ella dulcificó el tono y me preguntó si tanta ansiedad sentÃa yo por su vuelta; y cuando le contesté «más de lo que podrÃa expresar», se echó a temblar y por un momento pareció inclinada a ceder. Pero rompió a llorar repentinamente, exclamando que no era posible, y que yo era muy cruel al pedÃrselo.
—Perdóneme —dije yo, desconcertado y dolido—. He traspasado los derechos que se me han otorgado. No volveré a hacerlo. Sin duda tendrá muchos amigos; deje que le aconseje alguno de ellos.
Ella se volvió hacia mà con el rostro encendido.
—Los amigos de que me habla sólo son aduladores. Sólo usted ha tenido el valor de ordenarme que haga lo que debo hacer.
—Perdóneme —dije—. Yo no ordeno, ruego.
Ella no respondió nada a esto, pero empezó a caminar a uno y otro lado del cuarto, con la mirada fija, agitando las manos convulsamente.
—No sabe lo que me pide. Me siento como si la misma atmósfera de esa casa pudiera acabar conmigo, pero… ¿Por qué no puede venir Eleanore aquÃ? —preguntó impulsivamente—. Sé que la señora Gilbert la acogerÃa, y yo seguirÃa en el cuarto donde estoy, y no tendrÃamos que vernos.
—Olvida que tiene otro deber en su casa, además del que ya he mencionado. Mañana por la tarde enterrarán a su tÃo.
—¡Ah, sÃ! ¡Pobre tÃo!
—Usted es la cabeza de familia y —me arriesgué a decir—, por tanto, quien debe cumplir los últimos deberes con quien tanto hizo por usted.
HabÃa algo extraño en la mirada que me lanzó.
—Es cierto —asintió. Luego, estremeciéndose y con aire de resolución, añadió—: Deseo hacerme digna de la buena opinión que tiene de mÃ. Volveré al lado de mi prima, señor Raymond.
Algo reanimado, le cogà la mano.
—Ojalá su prima no necesite del consuelo que seguramente está dispuesta a darle.
—Pienso cumplir con mi deber —me respondió con frialdad, apartando su mano de la mÃa.
Cuando bajé la escalera, hallé a cierto joven delgado y elegantemente vestido que me lanzó una mirada penetrante al pasar. Como su traje era algo llamativo para un perfecto caballero, y como recordaba haberlo visto durante el sumario, le tomé por otro subalterno del señor Gryce y me apresuré a salir a la calle. Pero cuál fue mi sorpresa al ver en la esquina a otra persona que, aparentando buscar un coche, me lanzó al pasar otra mirada furtiva de intenso examen. Como este último era, sin la menor duda, un caballero, me sentà molesto y me encaminé resuelto hacia él para preguntarle si mi semblante le era familiar, dado el modo en que me escudriñaba.
—Lo encuentro muy agradable —fue su réplica inesperada, mientras se alejaba de mÃ, avenida abajo.
Colérico y algo avergonzado, me quedé mirándole un instante, pensando quién y qué podÃa ser aquel individuo. Porque no sólo era caballero, sino un caballero distinguido, con rasgos de inusual simetrÃa además de poseer una elegancia peculiar. No era muy joven, de unos cuarenta años cumplidos, pero en su rostro era evidente la impronta de las emociones fuertes de la juventud, y ni la curva de la barbilla ni la mirada delataban aburrimiento alguno, aunque rostro y figura pertenecieran a la clase de hombres que invitan a ello y lo atesoran.
—pensé—, .
La llamada de Eleanore Leavenworth me llegó a eso de las ocho de la tarde. Me la trajo Thomas, y decÃa lo siguiente:
«Venga, oh, venga. Yo…». Y la escritura se interrumpÃa en un rasgo tembloroso, como si la pluma se hubiera desprendido de una mano impotente y sin fuerzas.
No tardé mucho en dirigirme a su morada.