El caso Leavenworth

XXIII. Historia de una mujer encantadora

XXIII

Historia de una mujer encantadora

Fa, fe, fi, fo fum, huelo la sangre de un inglés.

Canción antigua.

Os tengo por una criatura santificada, elevada a los cielos.

W S, , 1-4.

—Entonces, ¿no sabe nada acerca de las circunstancias del matrimonio del señor Leavenworth?

Era mi socio quien hablaba. Le había yo pedido que me explicara la conocida antipatía del señor Leavenworth hacia la raza inglesa.

—No.

—De saberlo, no habría venido a pedirme esta explicación —me replicó, recostándose en la cama, pues aún no estaba del todo repuesto de su enfermedad—. Pero no es extraño que ignore el asunto. Dudo que haya media docena de personas que puedan decirle dónde conoció Horatio Leavenworth a la hermosa mujer que después fue su esposa y menos aún que puedan darle detalles de las circunstancias que le indujeron a casarse.

—Entonces, soy afortunado al merecer la confianza de quien puede contármelas. ¿Qué circunstancias fueron ésas, señor Veeley?

—De poco le servirá a usted conocerlas. Horatio Leavenworth era muy ambicioso de joven, tanto que en una ocasión aspiró a casarse con una dama rica de Providence. Pero le aconteció tener que ir a Inglaterra, y allí conoció a una mujer joven cuyas gracias y atractivos le produjeron tal efecto que olvidó por completo a la dama de Providence, si bien pasó algún tiempo antes de que decidiera casarse con su nueva amada; pues no sólo se hallaba ella en posición humildísima, sino que tenía un hijo cuyo origen desconocían los vecinos y callaba la muchacha. Pero, como suele suceder en estos casos, el amor y la admiración dominaron pronto a la prudencia. Jugándose el todo por el todo, Leavenworth se ofreció como esposo y ella se mostró al punto digna del gesto de Horatio, pasando a darle las explicaciones que él era demasiado caballero para requerir.

»La historia que ella contó era muy triste. Al parecer, era americana de nacimiento, pues su padre había sido un comerciante muy conocido de Chicago. Mientras vivió éste, su morada fue de las más lujosas, pero murió cuando su hija llegaba a la pubertad. Fue en sus funerales donde ella vio al hombre destinado a ser su ruina. Nadie sabe cómo llegó a conocerle, pues no era amigo de su padre. Se casaron al cabo de tres semanas, y no se asombre usted, pues así de infantil era ella todavía. A las veinticuatro horas comprendió la doncella lo que el matrimonio era para ella: ser golpeada. No crea que esto es un cuento, Everett. A las veinticuatro horas de la boda, llegó el marido borracho a casa, la vio en medio de su camino y la derribó al suelo de un golpe. Aquello sólo fue el principio. Al ver que la fortuna de su padre era menor de lo esperado, aquel hombre se la llevó a Inglaterra, donde no esperaba a estar borracho para maltratarla. La infeliz no se libraba de sus crueldades ni de día ni de noche. Antes de cumplir los dieciséis años ya había recorrido toda la escala de los padecimientos humanos, y no a manos de un rufián vulgar y grosero, sino a las de un caballero elegante, apuesto, amigo del lujo, cuyo gusto en el vestir era tan exigente que prefería arrojar al fuego un vestido de ella antes que dejar que lo acompañara si iba ataviada de un modo que no considerara apropiado. Ella lo soportó todo hasta que nació su hijo, y entonces huyó. Dos días después de dar a luz, se levantó del lecho y cogiendo al niño en brazos, escapó de la casa. Las pocas joyas que consiguió reunir bastaron para mantenerla hasta que pudo poner una tiendecita. En cuanto a su marido, ni volvió a verlo ni supo nada de él desde el día en que lo dejó hasta dos semanas antes de conocer a Horatio Leavenworth, cuando se enteró por la prensa de que había muerto. Estaba, por tanto, libre; pero aunque amaba a Leavenworth con toda su alma, se negaba a casarse con él. Se sentía manchada para siempre por aquel año terrible de abusos e indignidades. No consiguió persuadirla hasta que la muerte de su hijo, acaecida al mes de la petición de Leavenworth, hizo que consintiera en entregarle la mano y lo que quedaba de su infeliz vida. Horatio la trajo a Nueva York, la rodeó de lujo y tiernísimos cuidados, pero el dardo había penetrado demasiado hondo y dos años después de la muerte del niño murió también ella. Éste fue el golpe más grande que recibió Horatio Leavenworth en su vida, y desde entonces no fue el mismo. Aunque Mary y Eleanore entraron poco tiempo después en su casa, nunca recobró su antigua alegría. El dinero pasó a ser su ídolo, y la ambición de crear y dejar una gran fortuna modificó toda su visión de la vida. Y la prueba de que nunca olvidó a su esposa es que no soportaba que en su presencia se pronunciara la palabra .

Aquí hizo el señor Veeley una pausa, y yo me levanté para irme.

—¿Recuerda la fisonomía de la señora Leavenworth? —le pregunté—. ¿Podría describírmela?

Él se mostró algo sorprendido por mi pregunta, pero respondió al punto.

—Era una mujer muy pálida; no lo que se considera hermosa, pero su semblante y expresión tenían un gran encanto. Tenía los cabellos castaños, los ojos grises…

—¿Y muy separados?

Asintió con la cabeza, mostrándose aún más asombrado.

—¿Cómo lo sabe? ¿Ha visto su retrato?

No respondí a la pregunta.

Al bajar la escalera, me acordé de una carta que llevaba en el bolsillo para Fred, el hijo del señor Veeley, y como no se me ocurrió medio mejor de que la tuviera aquella misma noche que dejarla en la mesa de la biblioteca, me dirigí a dicha estancia, que en aquella casa estaba al fondo, y, al no recibir respuesta a mi llamada, abrí la puerta y, miré al interior.

No había luz en la biblioteca, pero en la chimenea ardía un alegre fuego, a cuyo resplandor vi una dama sentada junto al hogar, a quien tomé a primera vista por la señora Veeley. Pero, al adelantarme y llamarla por su nombre, vi que me había equivocado, pues no sólo no me contestó, sino que, levantándose al oír mi voz, me mostró una figura de proporciones tan nobles que desapareció toda posibilidad de que fuera la delicada mujercita de mi socio.

—Veo que me he equivocado —dije—. Perdóneme.

Iba a salir de la habitación, pero algo en la actitud de la dama me contuvo y, creyendo que era Mary Leavenworth, pregunté:

—¿No será usted la señorita Leavenworth?

Pareció abatirse la noble figura e inclinarse la erguida cabeza, y por un momento dudé de lo acertado de mi suposición. Entonces se irguieron lentamente cuerpo y rostro, habló una vez muy suave y oí un muy débil. Me adelanté presuroso, encontrándome no con Mary, de mirada febril y labios escarlata y temblorosos, sino con Eleanore, la mujer cuya mirada triste me había conmovido nada más verla, la mujer a cuyo esposo creía estar persiguiendo yo.

La sorpresa fue demasiado grande, y no pude mantenerla ni ocultarla. Retrocedí despacio y murmuré algo sobre que la había confundido con su prima, y luego, consciente sólo de mi deseo de huir de una presencia a la que no me atrevía a afrontar en mi presente estado de ánimo, di media vuelta, pero volvió a oírse esa voz musical y llena de sentimiento.

—Dado que la casualidad nos reúne, no se marchará sin decirme una palabra, señor Raymond. —Y como yo me adelanté despacio, añadió—: ¿Le ha sorprendido verme aquí?

—No sé… no esperaba… —Fue mi incoherente respuesta—. Me dijeron que estaba enferma, que no se la veía en ninguna parte, que no quería ver a sus amigos…

—He estado enferma, pero ya estoy mejor, y he venido a pasar la tarde con la señora Veeley, porque no podía soportar por más tiempo las cuatro paredes de mi habitación.

—Me alegro de que lo haya hecho. Debería quedarse aquí. Esa siniestra y solitaria casa de huéspedes no es lugar para usted, señorita Leavenworth. A todos nos preocupa pensar que se autoexilie de ese modo.

—No deseo preocupar a nadie. Es mejor que siga donde estoy. Tampoco estoy tan sola. Hay allí una niña cuyos ojos inocentes sólo ven inocencia en los míos. Ella mantiene a raya mi desesperación. No permita que mis amigos se preocupen; no lo soportaría. —Y entonces, bajó el tono de voz—. Sólo una cosa me disgusta, y es mi ignorancia de todo cuanto ocurre en casa. Puedo soportar la pena, pero me mata la incertidumbre. ¿Puede hablarme de Mary y de casa? No puedo preguntar a la señora Veeley; es muy amable, pero no nos conoce bien ni a Mary ni a mí, ni sabe nada de nuestro distanciamiento. Me considera obstinada, y me reprocha que haya abandonado a mi prima en su pesar. Pero ya sabe usted que no he podido obrar de otro modo. Ya sabe usted… —Su voz titubeó temblorosa y no pudo acabar la frase.

—No puedo contarle gran cosa —me apresuré a responder—, pero todo cuanto yo sepa lo sabrá usted también. ¿Desea saber algo en concreto?

—Sí, cómo está Mary; si está bien y… y tranquila.

—La salud de su prima es buena, pero siento no poder decir que esté tranquila. Está consumida de ansiedad por usted.

—¿La ve con frecuencia? —me dijo.

—Ayudo al señor Harwell a preparar el libro de su tío para la imprenta, por lo cual paso allí bastante tiempo.

—¡El libro de mi tío! —exclamó con apagado tono de horror.

—Sí, señorita Leavenworth. Se ha creído conveniente publicarlo para que lo lea el mundo y…

—¿Y Mary le ha encargado esa tarea?

—Sí.

—¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido hacerlo? —exclamó la joven como si no pudiera librarse del horror que le provocaba esto.

—Cree que así cumple con los deseos de su tío. Como ya sabrá, el señor Leavenworth tenía gran interés en tenerlo impreso para julio.

—¡No hable de semejante cosa! —exclamó retrocediendo unos pasos—. ¡No puedo soportarlo! —Después, como si temiera haberme ofendido con su brusquedad, dulcificó la voz—. No obstante, no conozco de nadie a quien más me agradara que encargase esa tarea que usted. Lo hará con respeto y reverencia, pero, ay, un extraño… ¡Oh! No habría podido soportar que un extraño pusiera sus manos en él.

Iba a sumirse de nuevo en ese horror, pero se rehízo.

—Quería preguntarle algo… ¡Ah, ya sé! —dijo, adelantándose un poco hasta ponerse frente a mí—. Quería preguntarle si todo sigue igual en la casa. Los criados… y lo demás.

—Ahora hay una tal señora Darrell. No tengo noticia de ningún otro cambio.

—¿No habla Mary de marcharse?

—Creo que no.

—Pero ¿tiene visitas? ¿Alguien aparte de la señora Darrell que la ayude a sobrellevar la soledad?

Sabía lo que se avecinaba y me esforcé por mantener la compostura.

—Sí —repliqué—, alguien más… varias personas…

—¿Tiene inconveniente en decirme sus nombres? —Me preguntó con voz queda, pero muy clara.

—Ninguno. El señor Veeley, por supuesto, la señora Gilbert, la señorita Martin, y un… y un…

—Continúe —susurró.

—Un caballero llamado Clavering.

—Pronuncia ese nombre con turbación evidente —dijo, tras un momento de gran ansiedad por mi parte—. ¿Puedo preguntarle por qué?

Asombrado, alcé la vista hasta su rostro. Estaba muy pálido, y en él brillaba esa mirada de calma forzada que tan bien recordaba. Bajé la mirada inmediatamente.

—¿Por qué? Porque le rodean algunas circunstancias que me resultan muy singulares.

—¿Cómo es eso?

—Se ha presentado con dos nombres. Hoy se llama Clavering, y hace poco tiempo se llamaba…

—Siga.

—Robbins.

Su vestido crujió ante el hogar con un sonido desolador, pero el tono de su voz al hablar era tan carente de expresión como el de un autómata.

—¿Cuántas veces ha ido a ver a Mary esa persona de cuyo nombre no parece estar seguro?

—Una.

—¿Cuándo?

—Anoche.

—¿Estuvo mucho rato?

—Unos veinte minutos, me parece.

—¿Y cree que volverá?

—No.

—¿Por qué?

—Porque se ha ido del país.

Siguió a estas palabras un breve silencio. Sentí que los ojos de la joven se clavaban en mi rostro, pero no habría alzado yo la vista ni aun sabiendo que tenía en la mano una pistola cargada.

—Señor Raymond —me dijo por fin, cambiando de tono—, la última vez que nos vimos me dijo que intentaría devolverme a mi antigua posición a los ojos del mundo. Ni entonces deseaba yo que hiciera eso, ni lo deseo ahora. ¿No puede hacerme relativamente feliz asegurándome que ha abandonado o abandonará un proyecto tan carente de esperanzas?

—Imposible —repliqué con énfasis—. No puedo abandonarlo. Por mucho que me duela ser fuente de pesar para usted, es mejor que sepa que mientras yo viva nunca renunciaré a la esperanza de hacerle justicia.

La joven extendió la mano, en una especie de petición muda, indeciblemente conmovedora de presenciar. Pero yo me mostré inflexible.

—No podría soportar mi conciencia si una debilidad me hiciera perder el bendito privilegio de enderezar un entuerto y salvar a una noble dama de una desgracia inmerecida. —Viendo que no parecía dispuesta a contestarme, adelanté un paso y proseguí—. ¿Hay algún gesto que pueda hacer por usted, señorita Leavenworth? ¿No se le ocurre algún mensaje o gesto que le complacería que se realizara?

—No —dijo, tras pensar un momento—. No tengo que pedir más que una cosa, que se ha negado a concederme.

—Por la menos egoísta de las razones —dije yo.

—Así lo cree —murmuró negando lentamente con la cabeza. Y antes de que yo pudiera contestar, añadió—: No obstante, quisiera que me hiciese un pequeño favor.

—¿Cuál?

—Que si sucediera algo, si se encontrase a Hannah o… o se requiriera mi presencia por cualquier causa, no me mantendrá en la ignorancia. Me hará saber sin falta todo lo que ocurra, por malo que sea.

—Lo haré.

—Y ahora, buenas noches. La señora Veeley vuelve ya y no querrá que le encuentre aquí.

—No —le dije.

Y sin embargo no me fui, sino que me quedé contemplando el fuego cuyos resplandores se quebraban en su vestido negro, hasta que el recuerdo de Clavering, y la tarea que me esperaba al día siguiente, penetraron en mi corazón como frío acero y me volví hacia la puerta. En el umbral volví a detenerme y miré atrás. ¡Oh, esa titilante llama moribunda! ¡Oh, esa multitud de sombras agolpadas! ¡Oh, esa figura abatida en su seno, agarrándose las manos, ocultando el rostro! Todavía los veo, los veo como en un sueño, y entonces cayó la oscuridad y me apresuré a recorrer las calles al brillo de la luz de gas, triste y solo, camino de mi solitaria casa.

Descargar Newt

Lleva El caso Leavenworth contigo