XXVI. El señor Gryce se explica
XXVI
El señor Gryce se explica
¿Soplará el viento por esa parte?
W S, , 2-3.
No quisiera pasar a describir los contradictorios sentimientos que me asaltaron al oír aquello. Así como se dice que un ahogado revive toda su vida en un instante de horror, así cada palabra que me había dicho Mary, desde que me la presentaron la mañana del sumario hasta nuestra última conversación en la noche de la visita de Clavering, pasó por mi cerebro como una fantasmagoría salvaje, horrorizándome por el significado que parecía adquirir su conducta a la lúgubre luz que se cernía ahora sobre ella.
—Veo que he despertado en usted un torbellino de dudas —exclamó mi compañero desde la altura de su calmosa superioridad—. ¿De modo que nunca pensó que tal cosa fuera posible?
—No me pregunte lo que he pensado. Sólo sé que nunca daré sus sospechas por ciertas. Que por mucho que se haya beneficiado Mary de la muerte de su tío, nunca creeré que interviniera en ella.
—¿Y qué le hace estar tan seguro de ello?
—¿Y qué le hace estar tan seguro de lo contrario? Es usted quien ha de probar su culpabilidad, no yo su inocencia.
—¡Ah! —dijo el señor Gryce a su manera lenta y sarcástica—. Recuerda ese principio jurídico, ¿verdad? Si no me engaño, no fue tan puntilloso al respecto cuando se trataba de saber si el señor Clavering era o no era el asesino.
—Es un hombre. No me parece tan horrible acusar a un hombre de un crimen. ¡Pero a una mujer! ¡Y a una mujer así! ¡No puedo oírlo; es horroroso! Sólo una confesión completa por su parte me convencerá de que Mary Leavenworth u otra mujer pudo cometer semejante acto. Fue demasiado cruel, demasiado premeditado, demasiado…
—Lea las estadísticas de los crímenes que se cometen —me interrumpió el señor Gryce.
—¿Qué me importan las estadísticas? —repliqué con obstinación—. Todas las del mundo no me habrían hecho creer que Eleanore cometió el crimen, y no seré menos generoso con su prima. Mary Leavenworth es una mujer imperfecta, pero no una criminal.
—Parece que es más benévolo en su juicio que su prima.
—No le entiendo —murmuré, sintiéndome blanco de una nueva luz más espantosa todavía.
—¿Cómo? ¿Acaso ha olvidado con los últimos acontecimientos las acusaciones que oímos la mañana del día del sumario?
—No, pero…
—¿Creyó que se las dijo Mary a Eleanore?
—Desde luego, ¿usted no?
¡Oh, qué sonrisa cruzó el rostro del señor Gryce!
—Claro que no. Dejé que pensara eso. Creí que bastaba con que uno siguiera aquella pista.
¡Qué luz! ¡Qué luz la que me iluminaba!
—De modo que cree que fue Eleanore la que habló —exclamé—. ¿De modo que he estado trabajando durante tres semanas bajo la creencia de una terrible confusión, y que usted pudo haberme corregido con una sola palabra y no lo hizo?
—Bueno. Respecto a eso, yo me proponía dejar que siguiera su propia pista por algún tiempo. Primero por no estar yo seguro de quién había hablado, aunque tenía pocas dudas al respecto. Habrá observado que sus voces son muy parecidas, y la actitud en que las hallamos al entrar podía explicarse tanto suponiendo que era Mary quien lanzaba la acusación como que era su blanco. Si bien no tenía dudas respecto a la interpretación de la escena presenciada, me complació ver que usted asumía la contraria, pues así podrían probarse ambas teorías, que es como debe procederse en un caso tan desconcertante. De modo que usted se encargó del asunto partiendo de una idea, y yo de la otra. Usted veía los hechos que se desarrollaban suponiendo que Mary creía en la culpabilidad de Eleanore, y yo todo lo contrario. ¿Cuál ha sido el resultado? Para usted, dudas, contradicciones, incertidumbres constantes y la necesidad de recurrir a fuentes ajenas para conciliar las apariencias con sus convicciones; mientras que para mí, cada nuevo hecho aumentaba mi certeza, fortaleciendo mi opinión y convirtiéndola en la más probable.
De nuevo se presentó ante mí aquel inmenso panorama de actos, miradas y palabras. Las repetidas afirmaciones de Mary acerca de la inocencia de su prima, el altivo silencio de Eleanore ante ciertos extremos que a su juicio señalaban al asesino…
—Su teoría debe de ser la correcta —dije por fin—. Debió de ser Eleanore quien habló. Cree a Mary culpable, y yo estuve ciego al no verlo desde el principio.
—Si Eleanore Leavenworth cree culpable a su prima, tendrá motivos para ello.
Me vi obligado a admitirlo.
—Debía de tener un motivo para ocultar esa llave delatora, hallada quién sabe dónde, como tenía un motivo para destruir, o intentar destruir, la carta que presentaba a su prima como una mujer cruel y sin principios, capaz de destrozar el sosiego de un hombre confiado.
—Cierto, cierto.
—Y sin embargo, usted, un extraño, un joven que no había visto nunca a Mary Leavenworth bajo otra luz que aquella bajo la cual despliega su coquetería, sostiene su inocencia sin tener en cuenta la actitud que desde el principio adoptó su prima.
—Pero Eleanore Leavenworth no es infalible —dije, resistiéndome a aceptar sus conclusiones—. Pudo equivocarse en sus sospechas. Nunca ha dicho en qué las basaba, ni podemos saber a qué se debe la actitud de que habla. Por cuanto sabemos, y probablemente por cuanto ella sabe, Clavering es tan probable asesino como Mary.
—Parece casi supersticioso en esa creencia en la culpabilidad de Clavering.
Retrocedí. ¿Era cierto? ¿Podía ser que la convicción fantasiosa del señor Harwell respecto a aquel hombre me hubiera influido en detrimento de mi buen juicio?
—Puede que tenga razón —continuó el señor Gryce—. No pretendo ser inamovible en mis ideas. Puede que las futuras investigaciones arrojen alguna luz respecto a él, pero no lo considero probable. Su conducta, como marido secreto de una mujer con motivos para cometer un crimen, ha sido demasiado consistente.
—Todo menos abandonarla.
—Eso también, pues no la ha abandonado.
—¿Qué quiere decir?
—Que en vez de abandonar el país, el señor Clavering sólo ha fingido que se iba. En lugar de irse a Europa siguiendo los deseos de ella, se ha limitado a cambiar de alojamiento, y ahora se le puede encontrar no sólo en la casa de enfrente de la de Mary, sino ante la ventana de dicha casa, donde pasa el día entero vigilando quién entra y sale por la puerta principal.
Recordé lo último que me dijo Clavering en la entrevista que mantuvimos en mi despacho y me vi obligado a darle otro sentido.
—Pues en la Residencia Hoffman me aseguraron que había partido para Europa, y yo mismo vi al cochero que dijo haberle llevado al vapor.
—Así es.
—¿Y el señor Clavering volvió a la ciudad después de eso?
—En otro coche y a otro hotel.
—¿Y dice que ese hombre está limpio de culpa?
—No —me replicó—. Sólo digo que no hay ni un indicio de prueba que le acuse de ser la persona que mató al señor Leavenworth.
Me levanté y paseé por la habitación, y ambos permanecimos callados unos minutos. Pero sonó el reloj, recordándome la urgencia del momento, por lo que pregunté a Gryce lo que se proponía hacer.
—Sólo puedo hacer una cosa —me replicó.
—¿Y es…?
—Actuar guiándome por los indicios que tengo y detener a la señorita Leavenworth.
Como por entonces ya me había acostumbrado a la resignación, oí al inspector sin emitir la menor queja. Pero no pude dejar de hacer un esfuerzo para combatir su resolución.
—Pero no veo qué prueba sólida tiene para tomar medidas tan extremas. Usted mismo ha dicho que no basta con la existencia de un móvil, aunque se le añada el hecho de que la persona sospechosa estuviera en la casa al ocurrir el asesinato. ¿Qué más sabe para actuar ya contra la señorita Leavenworth?
—Perdone. Dije la señorita Leavenworth, y debí decir Eleanore Leavenworth.
—¿Eleanore? ¿Cómo, si usted y todos creen que ella es la única completamente limpia de culpa?
—Y sin embargo, es la única a la que se puede acusar con pruebas.
No pude menos de reconocerlo.
—Señor Raymond —me dijo con gravedad—, el clamor popular es cada vez mayor; hay que hacer algo para aplacarlo, aunque sólo sea de momento. Eleanore ha dado motivo de sospecha a la policía, y debe sufrir las consecuencias de sus actos. Yo lo siento mucho; es una noble criatura y la admiro, pero la justicia es la justicia, y aunque la crea inocente, me veré obligado a detenerla a no ser…
—No puedo admitirlo. Eso le causaría un daño irreparable a quien sólo es responsable de profesar un cariño equivocado e indebido a una prima indigna. Si Mary es…
—A no ser que ocurra algo entre hoy y mañana por la mañana —continuó el señor Gryce, como si yo no hubiera hablado.
—¿Mañana por la mañana?
—Sí.
Intenté asimilarlo, afrontar el hecho de que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Pero no lo conseguí.
—¿No me concederá un día más? —pregunté lleno de desesperación.
—¿Para qué?
¡Ay! Yo no lo sabía.
—Para enfrentarme al señor Clavering y sonsacarle la verdad.
—¡Y embrollar más el asunto! —gruñó él—. No, señor, la suerte está echada. Eleanore Leavenworth sabe qué es lo que prueba la culpabilidad de su prima y deberá confesarlo o sufrir las consecuencias de su negativa.
Hice un nuevo esfuerzo.
—Pero ¿por qué mañana? Ya que hemos dedicado tanto tiempo a nuestras pesquisas, ¿por qué no esperar un poco más, sobre todo cuando la pista se vuelve más y más caliente? Un poco más de paciencia…
—¡Un poco más de demora! —exclamó el señor Gryce perdiendo la calma—. No, señor. Ya ha pasado el momento de la paciencia; hay que actuar ya con decisión. Aunque, si encontrara el eslabón que falta…
—¿Un eslabón que falta? ¿Cuál?
—El móvil inmediato de la tragedia; una prueba de que el señor Leavenworth hizo partícipe a Mary de su desagrado, o amenazó al señor Clavering con su venganza, me colocaría en ventaja y entonces no arrestaría a Eleanore. ¡No, señora mía! Iría a sus salones y, cuando me preguntara si había descubierto ya al asesino, yo le diría que sí, y le mostraría a usted un pedacito de papel que le sorprendería un tanto. Pero el eslabón que falta es difícil de encontrar. Se ha buscado, y buscado, por parte de lo que a usted le complace llamar nuestro sistema de investigación, y sin conseguir resultado alguno. Sólo la confesión de algún participante en el crimen nos proporcionaría lo que queremos. Le diré lo que voy a hacer —exclamó de pronto—. La señorita Leavenworth me ha pedido que la mantenga informada; está ansiosa porque encontremos al asesino, y ofrece una gratificación inmensa. Pues bien, voy a complacerla. Las sospechas que tengo, junto a mis motivos para concebirlas, serán una revelación muy interesante. Y mucho me engaño si no producen una confesión no menos interesante.
Sólo pude reaccionar levantándome horrorizado.
—Pienso intentarlo, pase lo que pase. Vale la pena asumir el riesgo por Eleanore.
—Será inútil —dije—. Si Mary es culpable, no confesará nunca. Si no…
—Nos dirá quién es.
—No si es Clavering, su marido.
—Sí, aunque sea Clavering, su marido. Mary no tiene la abnegación de Eleanore.
No tuve más remedio que admitir eso. Ella no habría ocultado ninguna llave para proteger a otro. No; si acusaban a Mary, ella hablaría. El futuro que se abría ante nosotros era sombrío. Aun así, cuando me encontré poco después a solas en una calle atestada, la idea de que Eleanore estaba libre de sospecha se impuso a las demás, y me llenó y me conmovió hasta el punto de que mi regreso a casa bajo la lluvia se convirtió en un recuerdo crucial de mi vida. Hasta el anochecer no empecé a darme cuenta de la posición, verdaderamente crítica, en que se encontraría Mary, si la teoría del señor Gryce era acertada. Y desde el momento en que me dio por pensar eso, nada pudo apartarlo de mi mente. Por más esfuerzos que hacía, lo tenía presente a todas horas acosándome con los presagios más funestos. Aunque me retiré temprano, no hallé sueño ni reposo. Pasé toda la noche recostado en la almohada, diciéndome con temible insistencia: «Tiene que pasar algo, tiene que pasar algo que impida al señor Gryce hacer algo tan horrible». Y luego me levantaba y me preguntaba lo que podría pasar, y mi mente repasaba varias posibilidades como que el señor Clavering confesara, que Hannah reapareciera, que Mary se diera cuenta de cuál era su situación y dijera lo que una vez vi aflorar en sus labios. Pero no tardé en darme cuenta de lo improbable que era que sucediera alguna de esas cosas, por lo que fue con la mente completamente exhausta como acabé durmiéndome al romper el alba, para soñar con Mary, pistola en mano, apuntando al señor Gryce. Una llamada en la puerta me despertó de tan agradable visión. Me levanté apresuradamente y pregunté quién era. La respuesta llegó en forma de un sobre introducido bajo la puerta. Lo cogí para descubrir que era una nota del señor Gryce, que rezaba lo siguiente: «Venga enseguida. Encontrada Hannah Chester».
***
—¿Han encontrado a Hannah?
—Tenemos motivos para creerlo.
—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién la ha encontrado?
Lleno de esperanza y temor, cogí una silla y me senté junto al señor Gryce.
—No está en la alacena —me dijo éste secamente, observando sin duda que mi vista recorría la estancia con ansiedad—. No tenemos la absoluta seguridad de que esté en alguna parte. Pero hemos sabido que el rostro de una joven, que se cree es Hannah, ha sido visto en la ventana superior de cierta casa de… no se sobresalte… de R***, que la muchacha solía visitar cuando estuvo allí hace un año acompañando a las señoritas Leavenworth. Pues bien, como ya está probado que dejó Nueva York la noche del crimen, en el ferrocarril de ***, si bien aún no hemos podido determinar con qué destino, consideramos que el asunto es merecedor de más averiguaciones.
—Pero…
—Si está allí —continuó el señor Gryce—, está escondida y muy bien protegida. Nadie salvo el informante la ha visto, y entre los vecinos no se sospecha de que esté en esa ciudad.
—¿Hannah escondida en una casa de R***? ¿En qué casa?
El señor Gryce me agració con una de sus más siniestras sonrisas.
—El comunicado dice que el nombre de la señora con quien está es Belden. Señora Amy Belden.
—¡Amy Belden! Ése es el nombre que una de las criadas del señor Clavering vio en Londres, escrito en un sobre roto, en el cesto de los papeles.
—Sí.
No me esforcé por ocultar mi satisfacción.
—Entonces estamos en vías de hacer algún descubrimiento. Ha intervenido la providencia, y Eleanore se salvará. Pero ¿cuándo recibió la noticia?
—Anoche, o, mejor dicho, esta mañana; la trajo P.
—¿De modo que P. recibió un telegrama?
—Sí, debido a sus pesquisas en R***, supongo.
—¿Quién lo firma?
—Un respetable hojalatero que vive cerca de la casa de la señora Belden.
—¿Y ésta es la primera noticia que tiene de que Amy Belden vive en R***?
—Sí.
—¿Casada o viuda?
—No sé; no sé nada de ella aparte de su nombre.
—¿Y ha enviado usted ya a P. para que lo compruebe?
—No. El asunto es demasiado serio para que lo maneje él solo. No está a la altura de las grandes ocasiones, y podría fracasar al carecer de una mente aguda que lo dirija.
—En una palabra…
—Que deseo que vaya usted. Dado que no puedo ir yo en persona, no conozco a nadie que esté lo bastante enterado de este asunto para salir con buen éxito de la empresa. Comprenderá que no basta con encontrar e identificar a la joven. Tal como está ahora la situación, se requiere que el arresto de un testigo tan importante como ella se mantenga en secreto. Ahora bien, que un hombre entre en una casa extraña en un pueblo distante, encuentre a una joven que se oculta en ella, la asuste, la convenza, la fuerce, según sea el caso, a salir de su escondite para ir a las dependencias de un detective en Nueva York, a ser posible sin que se entere el vecino de al lado, requiere buen juicio, cerebro, talento. Por otro lado, la mujer que la esconde debe tener sus propios motivos para hacerlo, y debemos saber cuáles son. En cualquier caso es un asunto delicado. ¿Cree que podrá salir airoso del cometido?
—Al menos me gustaría intentarlo.
—¡Ah, cuántos placeres me pierdo por vuestra culpa! —dijo el señor Gryce acomodándose en el sofá y mirando con reproche a sus impotentes extremidades—. Pero pongamos manos a la obra. ¿Cuándo puede usted partir?
—Inmediatamente.
—Muy bien. A las 12:15 sale un tren. Tómelo. Una vez en R***, ya decidirá cómo trabar conocimiento con la señora Belden sin despertar sus sospechas. P., que le seguirá, estará a su disposición para ayudarle cuando lo requiera. Como sin duda irá disfrazado, no le reconocerá, y mucho menos interferirá con él o con sus planes, hasta que le permita hacerlo, mediante alguna seña convenida. Usted trabajará por su lado y él por el suyo, hasta que las circunstancias requieran auxilio mutuo. Ni siquiera puedo decir si lo verá o no; puede que él considere necesario no intervenir, pero puede estar seguro de una cosa, y es de que él sabrá dónde está usted y que cuando vea un, bueno, convengamos en usar un pañuelo de seda rojo… ¿Tiene usted uno?
—Me procuraré uno.
—Él lo tomará como señal de que desea su presencia o su ayuda, cuando lo lleve en la mano o lo ponga en la ventana de su cuarto.
—¿Y ésas son todas las instrucciones que puede suministrarme?
—Sí, no se me ocurre nada más. Deberá depender usted de su propio criterio y de las exigencias del momento. Su inteligencia será su mejor guía. Pero, si le es posible, manténgame informado o visíteme mañana a estas horas.
Y me dio un número por si necesitaba telegrafiarle.