El caso Leavenworth

XXXII. El relato de la señora Belden

XXXII

El relato de la señora Belden

Avaricia maldita y destructora,

eterno enemigo del amor y el honor.

Trap’s Atram.

La malicia nunca medra sin ayuda de la mujer.

Trap’s Atram.

En julio hará un año que vi por vez primera a Mary Leavenworth. Entonces llevaba yo una vida muy monótona. Amaba la belleza, odiaba la sordidez y mi naturaleza me atraía hacia lo romántico y lo inusual, pero, al estar obligada por mi posición y por la soledad de mi viudez a pasar los días dedicada a prosaicas labores de costura, empezaba ya a sospechar que se cernía sobre mí la sombra de una triste vejez, cuando una mañana, en el periodo supremo de mi insatisfacción, cruzó Mary Leavenworth el umbral de mi puerta y con una sola sonrisa cambió por completo de mi vida.

Esto podría parecerle a usted exageración, sobre todo si le digo que sólo la traía un asunto de trabajo, pues había oído decir que yo era muy habilidosa con la aguja. Pero si la hubiese visto tal como se me presentó aquel día, y observado el aspecto con que se me acercó y la sonrisa que me lanzó al marcharse, perdonaría la locura de una vieja romántica que vio a la reina de las hadas allí donde los demás veían a una mujer hermosa. El hecho es que me deslumbraron su belleza y encantos. Y, cuando pocos días después, volvió de nuevo y, sentándose en un taburete a mis pies, me pidió permiso para descansar un instante, diciéndome que estaba fatigada de la charla y el bullicio del hotel, y que a veces anhelaba huir y ocultarse junto a alguien que la permitiese obrar como la niña que era… entonces experimenté yo la felicidad más grande de mi vida. Y al experimentarla, era imposible para mí no dejarla traslucir. Algo que hasta entonces había mantenido yo ahogado despertó en respuesta a su persuasiva mirada, y al cabo de poco rato vi que la joven me contemplaba con evidente satisfacción mientras escuchaba la historia de mi vida pasada en forma de divertida alegoría.

Al día siguiente la vi en el mismo sitio, y también al otro; siempre con aquellos ojos atentos y sonrientes, y con sus inquietas manos, que se apoderaban de cuanto veían y rompían todo lo que tocaban.

Al cuarto día no vino, ni al quinto ni al sexto; y ya empezaba yo a sentir que volvía la vieja sombra, cuando un día, a la hora en que la opacidad del crepúsculo se hundía en la oscuridad de la noche, llegó Mary furtivamente a mi puerta y, acercándose hasta mí, me tapó los ojos con la mano, lanzando una carcajada tan argentina que me estremecí.

—No sabrá qué hacer conmigo —me dijo, echando a un lado la capa y mostrándose con todo el esplendor de su vestido de noche—. Yo tampoco lo sé, como no sea huir para decirle a alguien que ciertos ojos se han mirado en los míos, y que por primera vez en mi vida me siento como una mujer y como una reina. —Y con una mirada en que la timidez luchaba con el orgullo, recogió la capa y exclamó riendo—: ¿No la ha visitado a usted algún espíritu? ¿No ha penetrado un rayito de luz en su prisión, por un momento, al entrar en ella la risa de Mary y sus níveas sedas y refulgentes pedrerías? ¡Venga, dígalo! —añadió dándome un golpecito en la mejilla y sonriendo tan hechiceramente, que aún ahora, a pesar de todo el horror que han arrojado sobre mí sucesos posteriores, sigo sin poder contener las lágrimas al recordarlo.

—¿De suerte que el príncipe azul ha venido a por usted? —murmuré, aludiendo a un cuento que le había contado la última vez que me visitó, un cuento en el que una chica, que había esperado toda su vida degradada y vestida con harapos a que llegara un caballero que la sacara de la choza en que vivía para instalarla en un palacio, moría cuando su único amante, un campesino honrado a quien había rechazado orgullosa, se presentaba ante su puerta con una fortuna amasada con esfuerzo para ella.

Al oírme se sonrojó y se dirigió a la puerta.

—No lo sé; me temo que no. Yo… Yo no creo en eso. Los príncipes no se dejan conquistar tan fácilmente —dijo en voz queda.

—¡Cómo! ¿Se va sola? Deje que la acompañe.

—No, no —me replicó moviendo la gentil cabeza—. No, eso sería estropear la novela. He llegado hasta aquí como un espíritu, y como un espíritu me voy.

Y, centelleando como la luz de la luna, salió a la noche y se alejó flotando calle abajo.

La siguiente vez que volvió observé en su porte una excitación febril que me convenció, más aún que la alegre dulzura de la ocasión pasada, de que su corazón se había conmovido por las atenciones de su novio. Algo me insinuó antes de marcharse, diciéndome con tono melancólico, al terminar yo mis cuentos, como de costumbre, con besos y boda:

—No me casaré nunca —y terminó con un profundo suspiro, que me dio audacia para hablar.

—¿Por qué? ¿Qué motivo hay para que esos labios tan lindos digan que su dueña no se casará nunca?

Me lanzó una mirada fugaz y bajó los ojos. Temí haberla ofendido, y se lo iba a decir con gran humildad, cuando exclamó de pronto con tono más apagado:

—Digo que no me casaré nunca porque el único hombre que me gusta es el único a quien el destino no me daría por esposo.

—¿El destino? —repetí yo, sintiendo revivir todo el romanticismo oculto de mi carácter.

—Sí.

—¿Qué quiere decir? Explíquese.

—No hay nada que decir —me contestó—, sólo que he sido tan débil que… —no quiso decir que se había enamorado, pues era demasiado orgullosa—… que admiro a un hombre con quien mi tío no me permitirá desposarme nunca.

Se levantó como para marcharse, pero yo la detuve.

—¿Con quién no la dejará casarse su tío? ¿Por qué? ¿Porque es pobre?

—No, a mi tío le gusta el dinero, pero eso no basta. Además, el señor Clavering no es pobre. Es dueño de buenas heredades en su país…

—¿En su país? —interrumpí—. ¿No es americano?

—No —me respondió—. Es inglés.

No comprendí por qué lo decía de aquel modo; pero suponiendo que la atormentaba algún recuerdo secreto, continué preguntando.

—Entonces ¿qué dificultad puede haber? ¿No es…? —iba a decir de confianza, pero me contuve.

—Es inglés —exclamó Mary, con la misma amargura que antes—. Con eso está dicho todo. Mi tío no consentirá nunca que me case con un inglés.

La miré llena de asombro. No acertaba a comprender una razón tan pueril.

—Es una manía suya —me dijo—. Sería mejor recibida si le pidiese permiso para ahogarme.

Una mujer de mejor juicio que yo habría dicho: «Entonces, ¿por qué no desterrar todo pensamiento de ese hombre? ¿A qué bailar con él, hablarle y dejar que la admiración se convierta en amor?». Pero yo era romántica, indignada por un prejuicio que no podía entender ni apreciar.

—¡Eso es una tiranía! ¿Por qué ha de odiar a los ingleses de ese modo? Y, ¿por qué ha de complacerle en una cosa tan irracional?

—¿Por qué? ¿Debo decirlo? —exclamó sonrojándose y desviando la vista.

—Sí —respondí—. Dígamelo todo.

—Pues bien, si quiere saber lo peor de mí, ya que sólo conoce lo mejor, le diré que no quiero incurrir en el desagrado de mi tío porque… porque… siempre me ha considerado su heredera, y sé que si me casara contra su voluntad revocaría su testamento, y me dejaría sin un cuarto.

—Pero… —exclamé viendo que aquella respuesta echaba un poco por tierra mi romanticismo—. Dice que el señor Clavering tiene suficiente para vivir. Y si está enamorada…

Sus ojos de color violeta centellearon de asombro.

—No me entiende —dijo—. El señor Clavering no es pobre, pero mi tío es rico. Seré una reina… —Hizo una pausa, temblando y abrazándome—. ¡Oh, ya sé que parece interesado por mi parte, pero es un defecto en mi educación! Me han enseñado a adorar el dinero. Y, sin embargo… —añadió con rostro dulcificado por otro sentimiento— no puedo decir a Henry Clavering: «Vete, porque amo más mis riquezas que a ti». No puedo, no puedo.

—¿Le ama, pues? —dije resuelta a averiguar la verdad, si era posible.

—¿No es eso una prueba de amor? —me dijo, levantándose inquieta—. Si me conociera usted diría que lo era.

Y dando media vuelta, se quedó mirando a un cuadro que colgaba de la pared de la salita.

—Se parece a mí —dijo.

Era una de dos buenas fotografías qué yo poseía.

—Sí —dije—, por eso la aprecio tanto.

No pareció oírme. Estaba absorta contemplando el hermoso rostro que tenía delante.

—Es un rostro muy atractivo —le oí decir—. Más dulce que el mío. ¿Vacilaría ella entre el amor y el dinero? No lo creo —añadió con rostro cada vez más sombrío y triste—. Ella sólo pensaría en la felicidad que le depararía; no está tan endurecida como yo. A Eleanore le habría gustado esta chica.

Creí que había olvidado mi presencia, pero al mencionar a su prima, se volvió con mirada suspicaz y me dijo con ligereza:

—Parece horrorizada, mi querida cuentacuentos. No sabía lo poco romántica que es la amiga a quien le cuenta esas maravillosas historias en las que el amor mata dragones y vive en cuevas y pasea por ascuas ardientes como si fueran praderas de hierba primaveral, ¿verdad?

—No —dije abrazándola con irresistible impulso de admiración—. Pero si ello es verdad, no importa. Le seguiré hablando de amor, y de todo lo que pueda hacerle más dulce y alegre este mundo de trabajos y fatigas.

—¿De veras? ¿Luego no me cree tan perversa?

¿Qué podía yo decir? La creía la mujer más encantadora del mundo, y se lo dije con toda franqueza. Instantáneamente recuperó su espontánea alegría.

No creí entonces, como no lo creo ahora, que le importase lo que opinara de ella, pero su carácter necesitaba que la admiraran, e inconscientemente florecía bajo las lisonjas como un capullo a la luz del sol.

—¿Y me dejará volver y decirle lo mala que soy? ¿No me despedirá?

—Nunca.

—¿Ni aunque cometiera un acto horrible? ¿Ni aunque me escapara con mi novio una noche y dejara que mi tío viera cuán mal ha sido recompensada su cariñosa parcialidad?

Lo dijo con toda ligereza, tanto, que ni siquiera esperó mi respuesta. Pero a pesar de ello, sus palabras penetraron en lo hondo de nuestros corazones. Y durante dos días estuve proyectando lo que yo haría si me veía obligada a llevar a feliz término un drama tan conmovedor como una fuga. Puede usted imaginar, por tanto, cuánto me regocijó ver que Hannah, esa infeliz muchacha que arriba yace, llegaba una noche a mi casa con una carta de Mary que decía lo siguiente:

Tenga preparado para mañana el cuento más encantador que sepa, que el príncipe sea muy guapo… como alguien de quien ha oído hablar, y la princesa tan alocada como su afectuosa.

M.

Carta que sólo podía querer decir que se había comprometido. Pero el día siguiente no me trajo a Mary Leavenworth, ni tampoco el siguiente, ni el siguiente; y fuera de oír que el señor Leavenworth había vuelto de su viaje, no tuve más noticia o carta. Pasaron dos días más, y por fin llegó Mary al anochecer. Hacía una semana que no la veía, pero parecía haber sido un año a juzgar por el cambio que observé en su porte y expresión. Apenas pude saludarla con alegría, de tan diferente como era de su ser anterior.

—Está decepcionada, ¿verdad? —dijo, mirándome—. Esperaba revelaciones, esperanzas susurradas y toda clase de dulces confidencias; y en lugar de ello ve una mujer fría y amargada que por primera vez se muestra reservada y poco comunicativa con usted.

—Será porque ha tenido más motivos de disgusto que de aliento en sus amores —repliqué, no sin cierto estremecimiento causado más por su actitud que por sus palabras.

No me contestó a esto, pero se levantó y dio unos pasos por la estancia, con frialdad al principio pero después con cierta excitación que denotaba el preludio de un cambio en su manera de ser, porque, deteniéndose de pronto, se volvió hacia mí y dijo:

—El señor Clavering se ha ido de R***, señora Belden.

—¡Se ha ido!

—Sí, mi tío me mandó que le despidiera, y le obedecí.

Se me cayó la labor de las manos por la contrariedad que experimenté.

—¿De modo que conocía su relación con el señor Clavering?

—Sí, a los cinco minutos de regresar se lo había dicho Eleanore.

—¿Pero ella lo sabía?

—Sí —dijo medio suspirando—. No pude evitarlo. Fue una locura decírselo en mi primer instante de alegría y debilidad. No pensé en las consecuencias; pero debí preverlo. Es tan escrupulosa…

—Nada tiene de escrupuloso contar los secretos ajenos —respondí yo.

—Usted no es Eleanore.

—¿De modo que su tío no vio el compromiso con buenos ojos?

—¿Con buenos ojos? ¿No le he dicho que nunca permitiría que me casara con un inglés? Dijo que preferiría verme enterrada.

—¿Y usted ha cedido? ¿No ha luchado? ¿Ha dejado que ese hombre duro y cruel se salga con la suya?

Ella se había quedado mirando el retrato que tanto le llamó la atención días antes, pero al oírme me lanzó una mirada de soslayo indeciblemente sugestiva.

—Le obedecí cuando me lo ordenó, si es eso lo que quiere decir.

—¿Y ha despedido al señor Clavering tras darle palabra de honor de ser su esposa?

—¿Por qué no, al ver que no podía mantener mi palabra?

—¿De suerte que ha decidido no casarse con él?

Tardó en contestarme, pero alzó maquinalmente la mano hacia el retrato.

—Mi tío le diría que he resuelto guiarme en todo por sus deseos —me respondió por fin con tono que traslucía un amargo desprecio de sí misma.

—¡Oh, Mary! —exclamé grandemente contrariada y rompiendo en llanto—. ¡Oh, Mary!

E instantáneamente me sonrojé, al reparar en que la había llamado por su nombre de pila. Pero Mary no pareció percatarse de ello.

—¿La he decepcionado? ¿No debo acaso guiarme por los deseos de mi tío? ¿No me ha criado desde la infancia? ¿No me ha rodeado pródigamente de lujos? ¿No me ha dado todo lo que poseo, hasta el amor a las riquezas que me ha infiltrado en el alma con cada regalo que me ha hecho, con todas las palabras que me ha dicho desde que tengo edad para entender lo que significa la opulencia? ¿Debo volver la espalda a un hombre tan bueno, prudente y generoso sólo porque otro hombre, a quien conozco desde hace dos semanas, me ofrece a cambio lo que él se complace en llamar su amor?

—Pero si en esas dos semanas —le dije tímidamente, convencida quizá, por su tono de sarcasmo, de que no estaba muy lejos de pensar como yo— ha aprendido a amar a ese hombre más que a nadie, y hasta más que a las riquezas que nacen del favor de su tío…

—Bueno, ¿qué…?

—Entonces yo diría: «Asegure su felicidad con el hombre de su elección, aunque deba casarse con él en secreto, y confíe en que podrá influir en su tío para obtener el perdón que no podrá negarle eternamente».

¡Ojalá hubiera visto, señor Raymond, la expresión de su rostro al oírme!

—¿Y no sería mejor asegurarme el favor de mi tío antes de arriesgarme al peligroso experimento de huir con un novio apasionado? —me dijo, arrojándose en mis brazos y apoyando la cabeza en mi hombro.

Conmovida por su actitud, le aparté el rostro de mi cuerpo y me la quedé mirando.

Sonreía.

—¡Oh, querida! —dije—. ¿De modo que no ha despedido al señor Clavering?

—Le he despedido —balbuceó con gazmoñería.

—Pero no sin esperanzas.

—Querida mamá Hubbard —me dijo echándose a reír—. ¡Qué casamentera está usted hecha! ¡Parece más preocupada que el novio!

—Pero, dígame ya… —insistí.

—Me esperará —dijo volviendo a adoptar su primitiva seriedad.

Al día siguiente le indiqué el plan que había forjado para su clandestina comunicación con el señor Clavering. Los dos debían cambiar de nombres; ella tomaría el mío, que era mejor que uno desconocido para evitar conjeturas, y él se haría llamar Le Roy Robbins. Le agradó el plan, y se adoptó de inmediato, con el ligero añadido de emplear una señal convenida en el sobre para distinguir sus cartas de las mías.

Y de esta suerte di el paso fatal que me ha envuelto en esta desgracia. Diríase que me desprendí de todo juicio y discreción al ceder mi nombre a la joven para que lo usara a su gusto y firmara lo que quisiera. Desde entonces no fui más que fiel esclava. Tan pronto copiaba las cartas que ella me traía, dirigiéndolas al nombre supuesto que habíamos convenido, como me ocupaba yo en buscar maneras de enviar a Mary las que recibía de él, sin riesgo de que fueran descubiertas. Hannah solía ser el medio que empleábamos, porque Mary no creía prudente venir muy menudo a mi casa. Por tanto, confió a esa pobre niña las cartas que no podía enviarle de otro modo, pues su reserva natural y el no saber leer garantizaban que las misivas dirigidas a la señora Amy Belden, llegarían a su verdadero destino sin tropiezo alguno.

Pero pronto cambiaron las cosas. El señor Clavering, que había dejado enferma a su madre en Inglaterra, recibió inesperadamente noticias de que estaba grave y requería su regreso inmediato. Se dispuso a cumplir con sus deberes filiales, pero, enardecido de amor, roído de dudas, afligido por el temor de que, al alejarse de una mujer tan universalmente cortejada como Mary, tendría muy pocas probabilidades de conservar su posición respecto a ella, le escribió contándole sus temores y pidiéndole que se casaran antes de que él se fuera.

Acéptame como esposo y acataré tus deseos en todas las cosas. La seguridad de que eres mía hará posible nuestra separación; si no me aceptas, no me iré, aunque mi madre muera sin el consuelo de despedirse de su único hijo.

La casualidad quiso que estuviera Mary en mi casa al recibir yo la carta; y no olvidaré nunca su rostro al leerla. Aunque se enderezó como si hubiera recibido una ofensa, empezó en seguida a considerar el asunto con calma, y escribió y me dio a copiar unas pocas líneas en las que prometía acceder a su petición si él dejaba a la discreción de ella la declaración pública del matrimonio y consentía en abandonarla a la puerta de la iglesia o donde quiera que se consumara la boda, para no volver a su presencia hasta que se hubiera hecho la mentada declaración. Por descontado que, al cabo de dos días, llegó esta respuesta: «Todo con tal de que seas mía».

Y se requirió por segunda vez todo el ingenio y la capacidad de planificación de Amy Belden para estudiar cómo se arreglaría el asunto sin poner a los interesados en peligro de ser descubiertos. La cosa me parecía muy difícil. Primero, porque era indispensable que la boda se celebrara en tres días, pues nada más recibir la carta el señor Clavering había sacado un pasaje en un vapor que zarpaba el sábado siguiente; y segundo, porque tanto la señorita Leavenworth como él llamaban demasiado la atención por sí mismos para poderse casar lejos de todo cotilleo. Sin embargo, era necesario que la ceremonia no se realizara muy lejos, pues, de lo contrario, el tiempo empleado en el viaje de ida y vuelta requeriría que la señorita Leavenworth se ausentara del hotel un rato bastante largo, suficiente para despertar las sospechas de Eleanore, cosa que Mary quería evitar. He olvidado decir que el tío no estaba aquí, pues había vuelto a salir de viaje poco tiempo después de la aparente despedida del señor Clavering.

La única aldea que me pareció oportuna, por reunir las ventajas de estar cerca y ser fácilmente accesible, era F***. Aunque tiene estación de ferrocarril, es un pueblecito poco importante y, lo que era mejor aún, tenía por sacerdote a un hombre poco conocido que, para colmo de ventajas, vivía junto a la estación. ¿Y si podían casarse allí? Tras algunas pesquisas, vi que era factible, y entusiasmada por lo novelesco del lance empecé a planear los detalles.

Y ahora llego a un incidente que pudo haber causado la ruina del proyecto entero. Hannah, que en sus idas y venidas se había aficionado mucho a mi compañía, vino una noche a pasar un rato conmigo. No llevaba ni diez minutos en casa cuando oímos llamar a la puerta principal. Al abrir, la larga capa de la visitante me hizo pensar que se trataba de Mary Creyendo que me traía una carta para el señor Clavering, le cogí del brazo, haciéndola entrar en el vestíbulo, y le dije:

—¿Me trae una carta? Tendré que echarla esta noche si quiere que él la reciba a tiempo.

Y no dije más, porque al volverse hacia mí la dama a quien tenía cogida por el brazo vi que me era desconocida.

—Se equivoca —exclamó—. Soy Eleanore Leavenworth, y vengo a por Hannah, mi doncella. ¿Está aquí?

En mi turbación no pude hacer más que alzar la mano y señalar a la muchacha sentada en un rincón de la habitación que tenía ella delante. Ésta se puso en pie inmediatamente.

—Te necesito, Hannah —exclamó; y se habría marchado sin más palabras de no haberla detenido yo por el brazo.

—Ah, señorita… —empecé a decir; pero me lanzó una mirada tal que solté el brazo como si hubiera sido hierro candente.

—No tengo nada que decirle —dijo con voz grave y penetrante—. No me detenga.

Y mirando si Hannah la seguía, desapareció.

Una hora estuve sentada en la escalera, en el mismo sitio en que ella me había dejado. Me acosté después, pero no pude pegar ojo aquella noche. Puede, por tanto, imaginar mi asombro cuando al primer destello de la luz matutina Mary, más hermosa que nunca, subió corriendo la escalera y entró en mi habitación, agitando en su mano temblorosa la carta para el señor Clavering.

—¡Ah! —exclamé con alegre consuelo—. ¿De modo que ella no entendió el sentido de mis palabras?

La alegre mirada de Mary se convirtió en despreciativa.

—Si se refiere a Eleanore, sí. Por desgracia está en el secreto, mamá Hubbard. Sabe que amo al señor Clavering y que le escribo. No he podido ocultarlo después de su equivocación de ayer noche.

—¿Y le dijo que va a casarse?

—Por supuesto que no. No creo en confidencias innecesarias.

—¿Y no se enfadó tanto como usted creía?

—No puedo decirlo; se enfadó mucho, y sin embargo… —continuó Mary con expresión de desprecio—. No quiero llamar enfado a la altiva indignación de Eleanore. Se disgustó, mamá Hubbard, se disgustó.

Y lanzó una carcajada que más que dedicada a su prima, creo se debía al alivio, inclinó la cabeza para mirarme de una forma que parecía decir: «¿Te hago sufrir mucho, querida mamá Hubbard?».

Sí que me hacía sufrir, y yo no sabía disimularlo.

—¿Y no se lo dirá a su tío? —balbuceé.

—No —dijo Mary, cambiando al punto su ingenua expresión.

—¿Podemos seguir adelante, pues? —pregunté satisfecha como si me quitaran de encima una pesada mano, abrasada por la calentura.

Por toda respuesta me tendió la carta.

El plan convenido para llevar a cabo nuestras intenciones era el siguiente: Mary se alejaría de su prima pretextando que había prometido llevarme a ver a una amiga de la aldea próxima. Subiría a una calesa encargada previamente y vendría aquí a recogerme. Inmediatamente nos dirigiríamos a F***, donde esperábamos hallarlo todo preparado. Pero en nuestro plan olvidamos una particularidad: la naturaleza del cariño que Eleanore profesaba a su prima. Verá usted. Mary, que había seguido el programa hasta el punto de dejar dos palabras excusándose en el tocador de Eleanore, acababa de llegar a mi casa y ya se quitaba la larga capa para enseñarme el vestido cuando oímos unos golpes autoritarios en la puerta principal. Volví a echarle la capa apresuradamente y corrí a abrir, pensando despachar al visitante con poca ceremonia, cuando oí detrás de mí una voz que decía: «Santo Cielo, ¡es Eleanore!». Y al volverme hacia atrás, vi a Mary mirando a través de los visillos de la ventana.

—¿Qué hago? —exclamé convulsa.

—¿Qué? Abrir la puerta y dejarla entrar. Eleanore no me da miedo.

Así lo hice inmediatamente, y Eleanore Leavenworth, pálida pero resuelta, entró en la casa y en esta habitación y se puso ante Mary casi en el mismo sitio en que está usted sentado.

—He venido a preguntarte, sin pedirte excusas por mi demanda, si permites que te acompañe esta mañana en tu paseo —dijo Eleanore, irguiendo el rostro con una expresión mezcla de dulzura y de dominio que no pude menos de admirar aun en aquel momento.

Mary, que había esperado palabras de acusación o de súplica, se volvió con indiferencia hacia el espejo.

—Lo siento mucho, pero la calesa no tiene más que dos asientos, y me veo obligada a decirte que no.

—Tomaremos un coche.

—Es que no quiero que me acompañes, Eleanore. Vamos a una excursión de recreo, y deseamos hacerla tal como hemos proyectado.

—¿No permites que te acompañe?

—No puedo impedir que vayas en otro coche.

—Mary —dijo Eleanore con una vehemente expresión en el rostro—, nos hemos educado juntas. Soy tu hermana por cariño, ya que no por sangre, y no puedo permitir que partas para una aventura semejante sin más compañía que la de esa mujer. No me lo consienten ni la conciencia, ni el cariño ni la gratitud que profeso a nuestro tío ausente. Si vas donde te propones, debo acompañarte. Escoge, pues, ¿iré a tu lado como hermana o detrás de ti como forzoso guardián de tu honor y contra tu voluntad?

—¿Mi honor?

—Vas a ver al señor Clavering.

—¿Qué más?

—A veinte millas de casa.

—¿Qué más?

—¿Es discreto u honroso por tu parte hacer semejante cosa?

—La misma mano que te educó a ti me educó a mí —exclamó Mary con amargura, frunciendo los altivos labios de un modo siniestro.

—No es momento para hablar de eso —replicó Eleanore.

Mary se sonrojó, y se despertó todo el antagonismo de su temperamento. Parecía la diosa Juno en su cólera y actitud amenazadora.

—¡Eleanore! —exclamó—. ¡Voy a F*** a casarme con el señor Clavering! ¿Quieres ahora acompañarme?

—Sí.

La actitud de Mary cambió por completo. Adelantándose, cogió por el brazo a su prima y se lo sacudió, diciendo:

—¿Cómo? ¿Qué te propones?

—Ser testigo del matrimonio si es verdadero, e interponerme entre ti y la vergüenza de haber algún engaño que afectase a su legalidad.

—No te entiendo —dijo Mary apartando la mano del brazo de su prima—. Creí que no admitías lo que no creías recto.

—No lo admito. Todo el que me conozca sabría que asistir a esa ceremonia en calidad de testigo involuntario no significa que la apruebe.

—Entonces, ¿a qué ir?

—Porque tengo en más estima tu honor que mi sosiego. Porque amo a nuestro benefactor, y sé que nunca me perdonaría que permitiera que su ojito derecho se casara, por contrario que fuese a sus deseos el enlace, sin mi presencia para asegurarse de que al menos era una ceremonia respetable.

—Pero, al hacerlo así, te verás envuelta en un mundo de engaños… que odias.

—¿Más que ahora?

—El señor Clavering no volverá conmigo, Eleanore.

—No, ya me lo figuraba.

—Nos separaremos inmediatamente después de la ceremonia.

Eleanore inclinó la cabeza.

—Se marcha a Europa.

Pausa.

—Y yo vuelvo a casa.

—¿A esperar qué, Mary?

El rostro de Mary se tiñó de púrpura y desvió lentamente la mirada de su prima.

—Lo que cualquier otra muchacha esperaría en tales circunstancias. El desarrollo de sentimientos más razonables en el alma de un pariente obstinado.

Suspiró Eleanore y siguió una breve pausa, al cabo de la cual se arrodilló de pronto y le cogió la mano a su prima.

—¡Ah, Mary! —sollozó, en tanto que desaparecía toda su altivez al formular una impetuosa súplica—. ¡Oh, Mary!, piensa en lo que haces. Reflexiona en las consecuencias de un acto como éste. Un matrimonio fundado en el engaño nunca podrá conducir a la felicidad. El amor… pero, no, no es eso. El amor te habría inducido a despedir para siempre al señor Clavering, o a aceptar abiertamente el destino que te deparara tu unión con él. Sólo el frenesí es capaz de valerse de un subterfugio como éste.

Y usted —continuó levantándose y volviéndose hacia mí con una especie de desesperada esperanza en extremo conmovedora—, usted, que ha tenido y educado hijos, ¿consentirá en que esta joven sin madre, guiada por el capricho y sin freno moral, penetre en la oscura y tortuosa senda que se está trazando sin darle una palabra de consejo ni de súplica? ¿Qué excusa dará por su participación en los sucesos de hoy, cuando Mary, con el rostro marchito por las penas que seguirán a este fraude, acuda a usted…?

—Probablemente —estalló Mary con helado y reprimido tono— la misma excusa que darás tú cuando nuestro tío te pregunte cómo fuiste capaz de consentir que algo así sucediera en su ausencia: que no lo pudiste remediar, que Mary quería salirse con la suya y que todos debían doblegarse ante su voluntad.

Estas palabras fueron como un chorro de aire helado en una habitación caldeada hasta el límite de la fiebre. Eleanore se incorporó inmediatamente y, retrocediendo pálida y serena, se volvió hacia su prima diciendo:

—¿De modo que nada te conmueve?

Por toda respuesta, Mary frunció los labios desdeñosa.

No quiero, señor Raymond, cansarle contándole mis sentimientos, pero la primera vez que desconfié de mi prudencia al haber llevado tan adelante el asunto fue cuando vi ese frunce de labios en Mary. Me mostró el temperamento con que se arrojaba a aquella empresa con más claridad que las palabras de Eleanore. Sobrecogida por un desaliento momentáneo, abrí los labios para hablar, pero Mary me detuvo.

—Vamos, mamá Hubbard, no vaya a decirme que está asustada, porque no quiero oírlo. Prometí casarme hoy con Henry Clavering y cumpliré mi palabra… aunque no le ame —añadió con enfática amargura.

Después, sonriéndome de un modo que me hizo olvidarlo todo menos el hecho de que iba a casarse, me dio el velo para que se lo prendiera. Mientras yo lo hacía así, con dedos temblorosos, Mary se dirigió a Eleanore mirándola con fijeza.

—Te has mostrado más interesada por mi suerte de lo que yo imaginaba. ¿Vas a continuar sermoneándome hasta F*** o cabe esperar que me dejes soñar en paz en esta aventura que, según dices, conllevará tan terribles consecuencias?

—Si te acompaño a F*** —replicó Eleanore—, será como testigo y nada más. Mis deberes como hermana han terminado.

—Muy bien —dijo Mary sonriendo con repentino regocijo—. Creo que aceptaré la situación. Mamá Hubbard, siento mucho desairarla, pero no caben tres en la calesa. Si es buena, será la primera en felicitarme —cuchicheó— cuando vuelva a casa esta noche.

Antes de que me diera cuenta, ambas habían subido al vehículo que esperaba a la puerta.

—¡Adiós! —gritó Mary, saludándome con la mano—. Deséeme muchas felicidades.

Traté de hacer lo que me pedía, pero no hallé palabras para hacerlo. Sólo pude responder saludando con la mano, antes de entrar sollozando en la casa.

No puedo decidirme a hablar de aquel día y de las horas larguísimas de remordimiento y ansiedad alternativas. Déjeme que salte hasta la hora en que yo estaba sentada en mi cuarto esperando el regreso que me había anunciado Mary. Por fin, envuelta en una larga capa, con el bello rostro encendidísimo, penetró furtivamente cuando ya empezaba yo a desesperar. Con ella entró una oleada de música que llegaba desde el pórtico del hotel, en donde había baile. Aquello produjo en mi imaginación un efecto tan grande que no me sorprendió nada que tras quitarse la capa me mostrara Mary su blanco traje de novia y la cabeza coronada de níveas rosas.

—¡Oh, Mary! —exclamé prorrumpiendo en llanto—. De modo que es usted…

—Señora de Henry Clavering, para servirla. Soy una mujer casada.

—Sin marido —murmuré abrazándola apasionadamente.

No fue Mary insensible a mi emoción. Estrechándose con más fuerza contra mí, se entregó por un instante a una ingenua explosión de llanto, diciendo entre sollozos toda clase de ternezas; que me quería mucho, que yo era la única del mundo a quien se atrevía a acudir en su noche de bodas en busca de consuelos y parabienes y que estaba asustadísima ahora que todo había pasado, como si con su nombre hubiera renunciado a algo de inestimable valor.

—¿Y no la consuela pensar que ha hecho a alguien el más feliz de los hombres? —le pregunté, más que desalentada por mi fracaso al querer hacer felices a esos amantes.

—No lo sé —me dijo sollozando—. ¿Qué satisfacción puede tener él, atándose de por vida a alguien que a fin de no perder una fortuna lo somete a semejante despedida?

—Hábleme de ello —dije yo.

Pero en ese momento no estaba de humor para confidencias. La excitación del día había sido demasiado grande para ella y mil temores parecían abrumarle la mente. Sentándose a mis pies en el taburete, se quedó con las manos cruzadas, con una expresión en el rostro que daba a su espléndido traje el aspecto de una irrealidad extraña.

—¿Cómo voy a mantenerlo secreto? Esta idea me acosa a cada instante. ¿Cómo voy a mantenerlo secreto?

—¿Cómo? ¿Hay peligro de que se sepa? —le pregunté—. ¿Ha sido vista o seguida?

—No —musitó—. Todo salió bien, pero…

—¿Dónde está entonces el peligro?

—No sabría decirlo, pero hay actos que son como fantasmas. No podemos ahuyentarlos; reaparecen; hablan; se muestran al mundo, queramos o no. No pensé en ello antes. He sido una loca, una atolondrada, lo que quiera. Pero desde que ha caído la noche lo he sentido extenderse sobre mí como un manto que sofoca la vida y me arrebata del corazón la juventud y el amor. Mientras ha lucido el sol, he podido soportarlo, pero ahora comprendo finalmente que he destruido mi felicidad.

El espanto no me dejaba hablar.

—He tratado de fingir alegría durante dos horas. He estado en los salones de mi casa, vestida de novia y coronada con mi guirnalda de rosas forjándome la ilusión de que recibía a los invitados a mi boda, y de que cada cumplido que me decían, y fueron numerosísimos, era una felicitación por mi matrimonio. Pero ha sido inútil; Eleanore sabe que ha sido inútil. Se ha ido a rezar a su cuarto, en tanto que yo… yo he salido por primera y quizá por última vez para caer a los pies de alguien y exclamar: «¡Dios tenga piedad de mí!».

—¡Oh, Mary! —dije mirándola con irresistible emoción—. ¿De modo que sólo he conseguido hacerla a usted desgraciada?

No me respondió, pues estaba cogiendo la corona de rosas que se le había caído de la cabeza al suelo.

—¡Si no me hubieran enseñado a querer tanto las riquezas! —dijo, por fin—. ¡Si, como Eleanore, pudiera yo mirar el esplendor que nos ha rodeado desde la infancia como un mero accesorio de la vida, que cede fácilmente a la voz del deber o del cariño! ¡Si el prestigio, la adulación y la elegancia no importaran tanto a mis ojos, y el amor, la amistad y la felicidad doméstica pesaran más en mi alma! ¡Si alcanzara a dar un solo paso sin arrastrar la cadena de mil deseos de lujo! Eleanore puede hacerlo. A pesar del señorío de su belleza, a pesar de lo altiva que se muestra cuando se hiere con demasiada rudeza la delicada planta de su amor propio, la he visto permanecer horas y horas en un desván pequeño, helado, mal alumbrado y maloliente, meciendo a un niño miserable en las rodillas y dando de comer con su propia mano a una anciana enferma a quien nadie se habría atrevido a tocar. ¡Oh! ¡Se habla de arrepentimiento y de mudanzas de almas! ¡Si alguien o algo pudiera cambiar la mía! Pero no hay que esperarlo. No puedo esperar la redención de lo que soy: ¡una mujer egoísta, testaruda y venal!

No fue transitorio este estado de ánimo. Aquella misma noche descubrió Mary una cosa que trocó sus recelos casi en terror. Y fue el hecho de que Eleanore había estado escribiendo un diario de las últimas semanas.

—¡Oh! —exclamaba al decírmelo al día siguiente—. ¡Qué seguridad puedo tener mientras ese diario esté al alcance de mis ojos cada vez que entro en su habitación! Y Eleanore no quiere destruirlo, aunque he hecho todo lo posible para convencerla de que es una traición a la confianza que en ella he depositado. Dice que lo hace para justificar sus razones para obrar como lo ha hecho, y que sin él le faltarían medios de defensa si nuestro tío llegara a acusarla de traición. Me promete guardarlo bajo llave, pero ¿de qué sirve eso? Pueden ocurrir mil accidentes que lo pongan en manos de mi tío. No me sentiré tranquila mientras exista ese diario.

Procuré calmarla, diciéndole que si Eleanore no tenía malicia, sus temores carecían de fundamento. Pero se negó a aceptar mis consuelos y al verla tan agitada, insinué que pidiese a Eleanore que me entregara el diario para su custodia hasta que creyera indispensable usarlo. Mi idea fue bien recibida.

—Sí —exclamó Mary—, y pondré junto a él la partida de boda, y de ese modo me libraré de una vez de toda mi ansiedad.

Antes de terminar la tarde, Mary había visto a Eleanore y le había manifestado su deseo, al cual accedió la segunda, con la condición de que yo no destruiría los papeles ni los entregaría a no ser que me lo pidieran las dos juntas. En vista de ello, nos procuramos una cajita de hojalata, en la que se colocaron todas las pruebas existentes del matrimonio de Mary; es decir, la partida, las cartas del señor Clavering y las hojas del diario de Eleanore referentes al asunto. Después, me entregaron la caja con la condición mencionada y yo la guardé en un pequeño armario de arriba, donde permaneció hasta la pasada noche.

***

Al llegar a este punto la señora Belden se detuvo y, sonrojándose, alzó sus ojos a los míos con una mirada en la que se mezclaban de un modo muy curioso la ansiedad y la súplica.

—No sé qué va usted a pensar —me dijo—, pero, guiada por mis temores, anoche saqué la caja de su escondite y, a pesar de su consejo, la saqué de casa, y ahora está…

—En mi poder —dije tranquilamente.

No creo que la haya visto nunca más asustada, ni siquiera cuando le participé la muerte de Hannah.

—Imposible —exclamó—. La dejé anoche en la granja que se ha incendiado. Sólo quería esconderla, y con la prisa no se me ocurrió sitio mejor, porque dicen que hay duendes en la granja desde que se ahorcó allí un hombre, y nadie se acerca por aquellos parajes. Yo… yo… usted no puede tener la caja —exclamó—. A menos que…

—A menos que la encontrara y la cogiera antes del incendio —insinué.

—¿De modo que me siguió? —me preguntó más sonrojada todavía.

—Sí —le dije, y como sentí que yo también me sonrojaba, me apresuré a añadir algo—. Ambos hemos representado papeles extraños y desusados para nosotros. Algún día, cuando todos estos terribles sucesos sean sólo un sueño del pasado, nos pediremos perdón mutuamente. Pero ahora no hay que hablar de eso. Baste con decir que la caja está a salvo y que anhelo oír el resto del relato.

Eso pareció apaciguarla y, al cabo de un momento, continuó hablando.

***

Mary pareció más tranquila a partir de aquel día. Y aunque la vuelta del señor Leavenworth y los subsiguientes preparativos de la partida hicieron que la viera mucho menos, lo que vi bastó para hacerme temer que el entregarme las pruebas de su matrimonio le hiciese acariciar la idea de que tal matrimonio no existía. Pero puede que la haya juzgado mal.

Casi he concluido la historia de aquellas semanas. La víspera de la partida vino Mary a decirme adiós. Me traía un regalo cuyo valor no puedo calcular, porque no lo acepté, por más que ella intentara convencerme con bonitas palabras. Pero aquella noche dijo algo que aún no he podido olvidar. Yo le hablé de mis esperanzas en que no pasarían dos meses sin que hubiese conseguido conquistar de tal modo al señor Leavenworth que podría enviar a por el señor Clavering, y que me encantaría que me avisara cuando llegase ese día; pero ella me interrumpió de pronto.

—Mi tío no se dejará conquistar mientras viva. Si antes sólo lo sospechaba, ahora estoy segura de ello. Sólo su muerte me permitiría reunirme con el señor Clavering.

Después, al ver que yo parecía asustada por el largo periodo de separación que parecía implicar aquello, dijo entre dientes, sonrojándose un poco:

—Parece algo dudosa la perspectiva, ¿verdad? Pero si el señor Clavering me ama, podrá esperar.

—Pero su tío apenas ha llegado a la edad madura, y aparenta tener una salud de hierro; deberá esperar años.

—No lo sé —balbuceó—. No lo creo. Mi tío no es tan fuerte como parece y…

No dijo más, horrorizada quizá por el giro que tomaba el diálogo. Pero tenía su rostro tal expresión que ya entonces me dio que pensar, y me ha seguido dando que pensar hasta ahora.

No, no es que el temor a que sucediera lo que acabó sucediendo acosara mi soledad durante estos largos meses que han pasado desde entonces. Todavía estaba yo demasiado hechizada por su encanto como para pensar que nada tan calculado pudiera arrojar una sombra sobre la imagen que tenía de ella. Pero al llegar el otoño recibí personalmente una carta del señor Clavering suplicándome con ardor que le dijese algo de la mujer que, a pesar de sus promesas, le tenía en tan cruel incertidumbre. En la tarde de aquel mismo día, una amiga que acababa de regresar de Nueva York me dijo que había visto a Mary Leavenworth rodeada de admiradores. Entonces comencé a comprender el cariz alarmante del asunto, y me senté a escribir una carta a Mary no en el tono con que solía yo hablarle, pues no tenía ante mí aquellos ojos suplicantes ni aquellas manos acariciadoras que me impedían ver las cosas como eran, sino en un tono honesto y minucioso con el que le expresaba lo que sentía el señor Clavering y el riesgo que corría ella al negar sus derechos a un ardiente amante. La respuesta de Mary me dejó sobresaltada.

Por el momento, he dejado al señor Robbins al margen de mis proyectos, y le aconsejo que haga lo mismo, por desagradable que sea. En cuanto al caballero en sí, le tengo dicho que, cuando pueda recibirle, me esforzaré por avisarle. Aún no ha llegado el día.

Y, en una postdata, añadía: «Pero no lo desanime. Cuando le llegue la dicha, ésta será muy satisfactoria».

, pensé yo. ¡Ése cuando es el que lo estropeará todo! Pero atenta sólo a cumplir la voluntad de Mary, escribí al señor Clavering, comunicándole lo que me había dicho ella y rogándole que tuviera paciencia. Añadí que yo me encargaría de notificarle si sucediera algún cambio en Mary o en las circunstancias que la rodeaban. Dirigí la carta a su domicilio de Londres y aguardé el desarrollo de los acontecimientos.

No tardaron estos mucho tiempo en traslucirse. A las dos semanas me enteré de la muerte repentina del señor Stebbins, el sacerdote que les había casado; y mientras aún estaba bajo la agitación que me produjo aquel golpe, recibí un nuevo sobresalto al ver en un periódico de Nueva York el nombre del señor Clavering entre la lista de viajeros llegados a la Residencia Hoffman. Comprendí que mi carta no había surtido el efecto apetecido, y que la paciencia con que tan ciegamente contara Mary había llegado a su límite. Por consiguiente, estuve muy lejos de sorprenderme cuando, cosa de dos semanas más tarde, recibí una carta del señor Clavering, la cual abrí, al carecer de la señal secreta en el sobre, aunque estaba dirigida a Mary De dicha carta leí lo bastante para enterarme de que, desesperado, había realizado todos los esfuerzos por acercarse a ella en público o en privado. No se recataba en culpar a los pocos deseos que tenía ella de verle, así que había decidido arriesgarlo todo, incluido el desagrado de ella, y dirigir a su tío una súplica que acabara de una vez por todas con la incertidumbre que le agobiaba. «Te necesito, Amy —escribió—. No me importa si es con dote o sin ella. Si no vienes por ti misma, seguiré el ejemplo de los valientes caballeros que fueron mis antepasados y tomaré al asalto el castillo que te encierra, robándote por la fuerza de las armas».

No me sorprendió, conociendo a Mary como la conocía, recibir a los pocos días esta respuesta, que me envió para copiarla:

Si el señor Robbins desea ser feliz con Amy Belden, que reflexione en lo que dice. Con semejante acción, no sólo destruiría la felicidad de aquélla a quien ama, sino que correría el riesgo enorme de anular el cariño que hace soportable el vínculo que los une.

No llevaba fecha ni firma esta carta. Era el grito de aviso que un animal fiero y en peligro lanza al verse acosado. Hasta a mí me hizo estremecer, y eso que yo había visto desde el primer momento que sus arrumacos de joven mimada no eran más que la espuma que flotaba sobre los insondables abismos de la resolución fría y del propósito más deliberado.

Sólo puedo hacer conjeturas sobre el efecto que tuvo esa carta en él y sus consecuencias en el destino de ella. Sólo sé que dos semanas después encontraron asesinado al señor Leavenworth, y que Hannah Chester vino directamente a mi puerta desde el escenario del crimen y me rogó que la escondiese si quería a Mary Leavenworth y deseaba complacerla.

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