El caso Leavenworth

VIII. Una prueba circunstancial

VIII

Una prueba circunstancial

¡Oh, oscuridad, oscuridad, oscuridad!

J M, .

Y ahora que el interés estaba en su punto más álgido, que el velo que amortajaba esa terrible tragedia parecía a punto de ser apartado, cuando no retirado del todo, yo sentí el deseo de huir de esa escena, de abandonar el lugar, de no saber más. Y no porque albergara la menor sospecha de que esa mujer pudiese traicionarse. La fría calma de su semblante, ahora impasible, era en sí misma suficiente garantía contra semejante catástrofe. Pero, si en verdad las sospechas de su prima nacían no sólo del odio sino del conocimiento, si ese bello rostro era en realidad una máscara, y Eleanore Leavenworth era lo que daban a entender su conducta y las palabras de su prima, ¿cómo podría soportar yo permanecer allí sentado viendo como la temible víbora de engaño y pecado surgía del pecho de esta rosa blanca? Aun así, tal es la fascinación de la incertidumbre, que, aunque vi parte de mis sentimientos reflejados en el semblante de muchos de los presentes, ni un solo hombre de los allí reunidos mostró disposición alguna a irse, y yo menos que ninguno.

El juez instructor, al que la rubia belleza de Mary había causado gran impresión en aparente detrimento de Eleanore, fue el único de la estancia que se mostró insensible en aquel instante. Volviéndose a la testigo con una mirada respetuosa, aunque con un dejo de austeridad, empezó la declaración: —Según me han dicho, vive con el señor Leavenworth desde la infancia, señorita Eleanore.

—Desde los diez años —replicó ésta.

Era la primera vez que oía su voz, y me sorprendió, por ser parecida y al mismo tiempo diferente de la de su prima.

—Desde entonces se la ha tratado como a una hija, ¿verdad?

—Sí, señor. Como una hija; era más que un padre para las dos.

—Usted y la señorita Mary Leavenworth son primas, según creo. ¿Cuándo entró ella en la casa?

—Al mismo tiempo que yo. Nuestros respectivos padres fueron víctimas del mismo desastre. De no ser por nuestro tío, nos habríamos visto abandonadas. Pero él… —Aquí se detuvo, y sus serenos labios se estremecieron con cierto temblor—, pero él, con la bondad de su alma, nos acogió en su casa y nos dio lo que ambas habíamos perdido: un padre y un hogar.

—Dice que fue para usted un padre, igual que para su prima… Que las acogió en su casa. Con eso ¿quiere decir que no sólo la rodeó del lujo presente, sino que le dio a entender que tal lujo quedaba asegurado para después de su muerte? En una palabra, ¿qué pensaba dejarle a usted parte de su fortuna?

—No, señor; desde el primer momento me dio a entender que legaría su fortuna a mi prima.

—Su prima tenía tanto parentesco con él como usted, señorita Leavenworth. ¿Le dio su tío alguna razón de esta parcialidad evidente?

—Ninguna más que su gusto.

—Si su tío hizo por usted todo lo que dice, debía de profesarle gran cariño.

—Sí, señor —respondió frunciendo repentinamente los labios con resolución.

—Por tanto, su muerte ha debido de ser un gran golpe.

—Muy grande, mucho.

—¿Lo bastante por sí solo para provocarle un desmayo, como dicen que le ocurrió, al ver por vez primera su cadáver?

—Sí, señor.

—Y sin embargo, ¿estaba preparada para ello?

—¿Preparada?

—Dicen los criados que estaba usted muy agitada al ver que su tío no aparecía a la hora del almuerzo.

—¡Los criados! —Parecía que se le pegaba la lengua al paladar; no podía hablar apenas.

—Y que cuando usted volvió de la estancia de su tío estaba muy pálida.

—Eso no es extraño. Mi tío era un hombre muy metódico; el menor cambio en sus costumbres había de despertar nuestros recelos.

—¿De modo que estaba asustada?

—Hasta cierto punto, sí.

—Señorita Leavenworth, ¿quién se encarga de supervisar el arreglo de las habitaciones particulares de su tío?

—Yo, señor.

—Entonces, conoce, sin duda, cierta mesilla que hay en su estancia, y que tiene un cajón.

—Sí, señor.

—¿Cuándo estuvo junto a esa mesilla por última vez?

—Ayer —respondió con visible temblor.

—¿A qué hora?

—Creo que cerca del mediodía.

—¿Estaba entonces en su sitio el revólver que solía guardar allí su tío de usted?

—Creo que sí; no lo observé.

—¿Echó la llave al cerrar el cajón?

—Sí, señor.

—¿La quitó?

—No, señor.

—Señorita Leavenworth, como verá, ese revólver está en esta mesa. ¿Quiere examinarlo? —dijo, levantándolo a la vista y tendiéndoselo.

Si pretendía sobresaltarla con ese gesto repentino, lo logró ampliamente. Ella se encogió ante la visión del arma asesina y un grito de horror, rápidamente contenido, brotó de sus labios.

—¡Oh, no, no! —gimió, tapándose el rostro con las manos.

—Debo insistir en que lo examine, señorita Leavenworth —prosiguió el juez instructor—. Cuando fue hallado, hace un momento, el cargador estaba completo.

La mirada de agonía desapareció de su rostro al instante.

—Oh, entonces… —No terminó la frase, pero extendió la mano para coger el arma.

—A pesar de ello, ha sido disparado recientemente —continuó el juez instructor, mirándola fijamente—. La mano que limpió el cañón se olvidó del tambor, señorita Leavenworth.

Ésta no volvió a gritar, pero una oleada de desesperación e impotencia le cubrió el rostro; pareció a punto de desmayarse, pero la reacción fue fugaz como un relámpago, e irguió la cabeza con un ademán firme y noble que no he visto hacer nunca más a nadie.

—Bueno, ¿y qué significa eso? —exclamó.

El juez dejó el revólver, hombres y mujeres se miraron mutuamente, todos inseguros. Oí un tembloroso suspiro a mi lado y, al volverme, vi a Mary Leavenworth mirando a su prima con las mejillas encendidas, como si comprendiera que otras personas, además de ella misma, sentían que aquella mujer tenía algo que explicar.

Por último, el juez instructor hizo acopio de valor para proseguir.

—¿Me pregunta, señorita Leavenworth, en vista de lo dicho, que qué significa esto? Esa pregunta me obliga a decir que ni un ladrón ni un asesino contratado habrían usado ese revólver para un acto criminal, tomándose luego el trabajo no sólo de limpiarlo, sino de volverlo a cargar y guardarlo de nuevo en el cajón donde estaba.

La señorita Eleanore no contesto a esto, pero noté que el señor Gryce tomó buena nota de ello con una de sus características inclinaciones de cabeza.

—Ni sería posible —continuó el juez instructor con mayor gravedad— que una persona no acostumbrada a entrar continuamente en la habitación del señor Leavenworth se introdujera en ella a altas horas de la noche, cogiera el revólver del cajón, atravesara la alcoba y se acercara a él tanto como fuera preciso para matarlo, según demuestran los hechos… Sin que él volviera la cabeza, cosa que, según la declaración del médico, no hizo.

Era una idea horrible, y todos miramos a Eleanore Leavenworth para ver si se estremecía. Pero el despliegue de sentimiento ultrajado parecía quedar reservado para su prima, pues Mary se levantó indignada del asiento, lanzó una mirada rápida en derredor y abrió los labios para hablar. Pero Eleanore, volviéndose apenas, le hizo ademán de que tuviera paciencia y contestó con fría y calculada voz: —No está usted seguro, señor, de que sucediera de ese modo. Si hubiera sido mi tío quien, por algún motivo personal, hubiera disparado el revólver, cosa posible aunque no probable, se obtendría el mismo resultado y se llegaría a las mismas conclusiones.

—Señorita Leavenworth —dijo el juez instructor—, la bala ha sido extraída del cráneo de su tío.

—¡Ah!

—Y se corresponde con las de los cartuchos encontrados en el cajón del tocador, y con el calibre de los que se usan para ese revólver.

La señorita Eleanore dejó caer la cabeza, buscando el suelo con la vista, y toda su actitud expresó el mayor descorazonamiento. Al verlo, el juez instructor se puso aún más grave.

—Señorita Leavenworth —dijo—. Ahora debo hacerle algunas preguntas relativas a la noche pasada. ¿Dónde estuvo?

—Sola en mi cuarto.

—Sin embargo, ¿vio a su tío o a su prima durante la noche?

—No, señor. No vi a nadie después de levantarme de la mesa… Excepto a Thomas —añadió tras un momento de pausa.

—¿Y cómo fue que le viera?

—Fue a llevarme la tarjeta de un caballero que vino a verme.

—¿Puedo preguntarle el nombre de ese caballero?

—El nombre de la tarjeta era el señor Le Roy Robbins.

El asunto parecía trivial, pero el súbito estremecimiento de la señorita Mary hizo que me fijara en ella.

—Señorita Leavenworth, ¿acostumbra a dejar la puerta abierta cuando está en su cuarto?

—Por costumbre, no, señor —dijo mirándole sorprendida.

—¿Por qué la dejó usted abierta anoche?

—Porque tenía calor.

—¿No por otra causa?

—No puedo dar otra.

—¿Cuándo la cerró?

—Al ir a acostarme.

—¿Antes o después de que subieran los criados?

—Después.

—¿Oyó al señor Harwell cuando salió de la biblioteca para subir a su cuarto?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo tuvo la puerta abierta después de eso?

—Yo… yo… unos minutos… no puedo decirlo —añadió apresuradamente.

—¿No puede decirlo? ¿Porque lo ha olvidado?

—He olvidado cuánto tardé en cerrarla después de subir el señor Harwell.

—¿Fueron más de diez minutos?

—Sí.

—¿Más de veinte?

—Quizá.

¡Qué pálido tenía el rostro, y cómo temblaba!

—Señorita Leavenworth, según demuestran los hechos, su tío murió poco tiempo después de dejarle el señor Harwell. Si tenía su puerta abierta, debió de oír si alguien fue a su habitación, o si se disparó un tiro. ¿Oyó usted algo?

—No oí nada… no, señor.

—¿No oyó nada?

—No oí ningún disparo.

—Señorita Leavenworth, perdone la insistencia. ¿No oyó usted nada?

—Oí una puerta que se cerraba.

—¿Qué puerta?

—La de la biblioteca.

—¿Cuándo?

—No lo sé —dijo crispando histéricamente las manos—. No puedo decirlo. ¿Por qué me hace tantas preguntas?

Me levanté al verla vacilar, casi desmayarse. Pero antes de que me acercara a ella, se repuso y adoptó la actitud del principio.

—Perdónenme —dijo—. Desde esta mañana no soy yo misma. ¿Qué me preguntaba? —dijo volviendo a mirar con fijeza al juez instructor.

—Preguntaba —dijo éste con voz aguda y alta, pues era evidente que la actitud de la joven empezaba a hablar en su contra—: ¿cuándo oyó cerrarse la puerta de la biblioteca?

—No puedo fijar la hora precisa, pero fue después de subir el señor Harwell y antes de que cerrara la puerta de mi cuarto.

—¿Y no oyó un tiro?

—No, señor.

El juez lanzó una mirada rápida a los jurados, que bajaron la mirada como un solo hombre.

—Señorita Leavenworth, nos han dicho que Hannah, una de las criadas, fue a su cuarto bastante tarde a por una medicina. ¿Es verdad eso?

—No, señor.

—¿Cuándo tuvo noticias de su extraña desaparición?

—Esta mañana antes de almorzar. Molly se me acercó en el vestíbulo y me preguntó dónde estaba Hannah. Me pareció extraña la pregunta, y así se lo dije. Un momento de conversación nos convenció de que la joven se había marchado.

—¿Qué pensó al asegurarse de ese hecho?

—No supe qué pensar.

—¿No sospechó nada?

—No, señor.

—¿No relacionó la desaparición de Hannah con el asesinato de su tío?

—Entonces no sabía que habían matado a mi tío.

—¿Y después?

—Algún pensamiento acerca de la posibilidad de que ella supiera algo cruzó por mi mente… No sabría decirlo.

—¿Puede contarnos detalles del pasado de esa joven?

—No puedo decir más de lo que ha dicho mi prima.

—¿Sabe por qué motivo se mostraba tan triste algunas noches?

Las mejillas de la dama se tiñeron de cólera. ¿Sería por el tono del juez o por la pregunta en sí?

—No, señor; nunca me confiaba sus secretos.

—Entonces no sabrá decirnos dónde puede haber ido al dejar esta casa.

—Desde luego que no.

—Señorita Leavenworth, nos vemos obligados a hacerle otra pregunta. Nos han dicho que fue usted quien ordenó que se transportara el cadáver de su tío desde donde se encontró hasta la alcoba contigua.

La joven asintió con la cabeza.

—¿No sabía que no es correcto mover el cadáver de una persona si no es en presencia y bajo la supervisión de la policía?

—No me paré a examinar mis conocimientos, señor, me dejé guiar por mis sentimientos.

—Entonces supongo que fueron sus sentimientos los que le hicieron permanecer junto a la mesa donde fue asesinado su tío, en vez de seguir al cadáver para ver si lo depositaban en la cama como es debido. O quizá —continuó con implacable sarcasmo— estaba demasiado interesada en el pedazo de papel que se llevó de la mesa como para pensar en lo que era más correcto hacer.

—¿Un papel? —dijo la joven alzando resuelta la cabeza—. ¿Quién dice que cogí un pedazo de papel de la mesa? Estoy segura de que no.

—Un testigo ha jurado que la vio a usted inclinada sobre la mesa, en la que había varios papeles; otro, que al verla a usted minutos después en el vestíbulo se guardaba un papel en el bolsillo. Los dos coinciden en ello, señorita Leavenworth.

Ésta fue una estocada maestra, y todos miramos a la joven para ver si daba alguna muestra de agitación; pero sus altaneros labios no se inmutaron.

—Usted ha inferido ese hecho, y usted debe probarlo.

La respuesta fue la majestad misma, y no nos sorprendió ver que el juez quedaba algo desconcertado; pero se rehízo y continuó.

—Señorita Leavenworth, debo preguntarle de nuevo si cogió, o no, algo de la mesa.

La joven se cruzó de brazos.

—Declino contestar esa pregunta —dijo en voz queda.

—Perdóneme —añadió el juez instructor—. Es preciso que conteste.

Los labios de ella se fruncieron más resueltamente.

—Cuando se halle en mi poder algún papel sospechoso, será cuando explique cómo es que lo tengo.

Este desafío pareció hacer vacilar al juez instructor.

—¿Sabe lo que puede implicar esa negativa?

—Por desgracia, sí, señor —dijo bajando la cabeza.

El señor Gryce alzó la mano y retorció suavemente las borlas del cortinaje de la ventana.

—¿E insiste todavía?

La joven rehusó contestar.

El juez instructor no siguió insistiendo.

Era ya evidente para todos que Eleanore Leavenworth no sólo sabía defenderse, sino que comprendía perfectamente su posición y estaba resuelta a mantenerla. Incluso su prima, que hasta entonces se había mantenido con cierta compostura, empezó a dar señales de fuerte e irreprimible agitación, como si pensara que una cosa era hacer una acusación en sí, y otra muy distinta verla reflejada en el semblante de quienes la rodeaban.

—Señorita Leavenworth —prosiguió el juez instructor, variando la línea de ataque—, usted siempre ha tenido libre acceso a las habitaciones de su tío, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Podía entrar en su alcoba por la noche, cruzarla y llegarse hasta su lado sin que por ello él volviera la cabeza?

—Sí —dijo cruzando penosamente las manos.

—Señorita Leavenworth, falta la llave de la puerta de la biblioteca.

La joven no contestó.

—Se ha testificado que, antes del descubrimiento del asesinato, fue sola hasta la puerta de dicha estancia. ¿Quiere decirnos si la llave estaba entonces en la cerradura?

—No estaba.

—¿Está segura?

—Lo estoy.

—¿Tenía esa llave alguna particularidad, en tamaño o forma?

Esforzándose por reprimir el repentino terror que le produjo la pregunta, miró la joven al grupo de criados que se hallaba a su espalda y murmuró por último con voz temblorosa:

—Era distinta de las otras —admitió por fin.

—¿En qué sentido?

—Tenía el ojo roto.

—¡Ah, caballeros; tenía el ojo roto! —observó el juez instructor mirando a los jurados.

El señor Gryce pareció asimilar aquella observación en su interior, pues volvió a asentir con la cabeza.

—Entonces, señorita Leavenworth, ¿reconocería esa llave si la viera?

La joven le miró sobresaltada, como si esperase ver la llave en su mano; pero pareció reunir alientos al no verla, y contestó con calma:

—Creo que sí, señor.

El juez instructor pareció satisfecho, y estaba punto de despedir a los testigos cuando se le acercó el señor Gryce y le tocó en el brazo.

—Un momento —dijo el caballero, e inclinándose murmuró unas palabras al oído del juez instructor, tras las cuales se incorporó, manteniendo la mano en el bolsillo del pecho y la vista fija en la palmatoria.

Apenas me atrevía a respirar. ¿Le habría repetido las palabras que oyera arriba por casualidad? Pero una mirada al juez me probó que nada de tal importancia había ocurrido. No sólo parecía cansado, sino algo molesto.

—Señorita Leavenworth —dijo volviéndose de nuevo a ella—. Ha declarado que anoche no visitó a su tío. ¿Se reafirma en lo dicho?

—Sí, señor.

El juez instructor miró al señor Gryce, que inmediatamente sacó del bolsillo un pañuelo manchado de un modo extraño.

—Entonces resulta muy extraño —dijo el juez instructor— que este pañuelo haya sido encontrado esta mañana en la alcoba.

La joven lanzó un grito. Mientras el rostro de Mary Leavenworth se endurecía por la desesperación, Eleanore tensó los labios y replicó con frialdad:

—No veo por qué ha de ser tan extraño. Estuve en la alcoba esta mañana.

—¿Y entonces lo dejó caer?

El rostro de la dama se cubrió de angustiado rubor, y no contestó.

—¿Manchado de este modo? —continuó el juez instructor.

—No sé nada de las manchas. ¿De qué son? Déjeme usted verlas.

—En un momento. Lo que ahora queremos saber es cómo llegó a la alcoba de su tío.

—Hay mil maneras. Pude olvidarlo allí hace días. Ya he dicho que acostumbraba a entrar en su cuarto. Pero, antes, deje que vea si es mi pañuelo —dijo extendiendo la mano.

—Creo que sí lo es, pues me dicen que tiene bordadas sus iniciales —dijo el juez instructor mientras el señor Gryce entregaba el pañuelo a la joven.

Pero ésta, con voz horrorizada, le interrumpió diciendo:

—Estas manchas… ¿Qué son? Parecen…

—… Lo que son —dijo el juez—. Sabrá lo que son si ha limpiado alguna vez un revólver.

Ella soltó el pañuelo con un sobresalto, y se lo quedó mirando cuando tocó el suelo.

—No sé nada de esto, caballero —dijo—. Es mi pañuelo, pero… —Algo le impidió terminar la frase, pero volvió a decirlo—. De verdad, señores, no sé nada de esto.

Así terminó su declaración.

Se volvió a llamar a Kate, la cocinera, y se le preguntó cuándo había lavado por última vez el pañuelo:

—¿Ése, señor? ¿Ese pañuelo? Esta semana —dijo lanzando una mirada suplicante a su señorita.

—¿Qué día?

—Ay, ojalá pudiera olvidarlo, señorita Eleanore, pero no puedo. No hay otro igual en toda la casa. Lo lavé anteayer.

—¿Cuándo lo planchó?

—Ayer por la mañana —dijo casi ahogándose con las palabras.

—¿Y cuándo lo llevó a la habitación de la señorita Eleanore?

La cocinera se cubrió el rostro con el delantal.

—Ayer por la tarde, con el resto de la ropa, justo antes de la cena. ¡Tenía que decirlo, señorita Eleanore! Cuchicheó. Ésa es la verdad.

Eleanore Leavenworth frunció el ceño. Aquella declaración contradictoria la había afectado sensiblemente y, un momento después, cuando el juez instructor despidió a la testigo y se volvió hacia ella para preguntarle si tenía algo que añadir al respecto a modo de explicación o cualquier otro concepto, la joven alzó las manos de forma casi convulsa, negó despacio con la cabeza y, sin mediar palabra o aviso, cayó desvanecida en el asiento.

Como era natural, el desmayo originó gran confusión en todos los presentes, y, durante ella, observé que Mary no se apresuró a auxiliar a su prima, y dejó que Molly y Kate hicieran lo posible por reanimarla. En pocos instantes lo consiguieron, hasta que pudieron llevársela de la habitación. Cuando lo hicieron, observé que un hombre alto se levantaba y las seguía.

Siguió a esto un momentáneo silencio, pronto interrumpido por un murmullo de impaciencia al levantarse el jurado bajito, que propuso que las actuaciones se suspendieran por aquel día.

La propuesta pareció coincidir con la opinión del juez, por cuanto éste dijo que se suspendía la sesión hasta las tres del día siguiente, y que confiaba en que todos los jurados estarían presentes a dicha hora.

En pocos minutos una desbandada general desalojó la habitación, en la que sólo permanecimos la señorita Leavenworth, el señor Gryce y yo.

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