El caso Leavenworth

XXXI. P.

XXXI

P.

Es toda una historia.

W S, , 4-1.

—Ha sido una broma. No había tal ataque; me han engañado. Me han engañado del todo.

Y la señora Belden, con las mejillas encendidas y jadeante, entró en la habitación en que yo me hallaba y se quitó el sombrero. De repente se detuvo y preguntó:

—¿Qué ocurre? ¡Cómo me mira! ¿Ha sucedido algo?

—Algo muy serio —repliqué—. Ha estado fuera muy poco tiempo, pero en este rato he hecho un descubrimiento… —Aquí dejé de hablar, adrede, por ver si la incertidumbre la delataba; pero aunque se puso pálida, manifestó menos emoción de lo esperado—… que probablemente tendrá importantes consecuencias.

Con gran sorpresa por mi parte, la señora Belden rompió de repente a llorar.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Siempre dije que sería imposible guardar el secreto si alguien entraba en la casa. Es tan inquieta… Pero olvidaba —dijo de pronto con mirada de espanto— que no me ha dicho cuál es el descubrimiento. Tal vez no sea lo que yo creo. Tal vez…

—Señora Belden —la interrumpí sin vacilar—. No quiero mitigar el golpe. La mujer que, a pesar del urgente llamamiento de la ley y de la justicia, puede albergar y esconder en su casa a un testigo tan importante como Hannah no necesita prepararse para oír que sus esfuerzos han alcanzado el mayor éxito posible; que ha realizado su designio de suprimir un testigo valiosísimo; que la ley y la justicia quedan ultrajadas, y que la mujer inocente a quien podía haber salvado la declaración de esa joven queda comprometida para siempre a los ojos del mundo, que no a los de la policía.

Los ojos de la señora Belden, que no se habían apartado de mí mientras yo hablaba, se abrieron desmesuradamente.

—¿Qué quiere decir? —gritó—. No he querido hacer ningún mal; sólo me he propuesto salvar a alguien. Yo… yo… Pero ¿quién es usted? ¿Qué tiene que ver con todo esto? Dijo que era abogado. ¿No vendrá de parte de Mary Leavenworth para ver cómo cumplo sus órdenes y…?

—Señora Belden —dije—, ahora no importa quién soy, ni por qué estoy aquí. Pero le diré que no la he engañado ni respecto a mi nombre ni a mi posición; es verdad que soy amigo de las señoritas Leavenworth y que todo cuanto les concierne me interesa. Cuando digo, por tanto, que Eleanore Leavenworth está horriblemente comprometida por la muerte de esa joven…

—¿Muerte? ¿Qué quiere usted decir…? ¿Muerte…?

Las palabras eran demasiado naturales, y demasiado horrorizado su tono para que yo dudase ni por un instante de la ignorancia de aquella mujer respecto al verdadero estado de las cosas.

—Sí —repetí—, la joven a quien ha ocultado tanto tiempo y tan bien se ha librado ya de su custodia. Sólo es un cadáver, señora Belden.

No olvidaré nunca el grito que profirió, ni el terrible «¡No me lo creo, no me lo creo!» que pronunció al precipitarse escaleras arriba.

Tampoco podré olvidar nunca la escena siguiente, cuando, en presencia de la muerta, se frotaba las manos y protestaba entre sollozos de pena y dolor sinceros que no sabía nada de aquello, que había dejado a la joven muy contenta la noche antes, que era cierto que la había encerrado, pero porque siempre lo hacía cuando había alguien en la casa, y que, si había muerto de un ataque repentino, debió de ser con mucha tranquilidad, porque no había oído ni un solo ruido en toda la noche, que ella había pasado en vela angustiada ante la idea de que me despertase cualquier imprudencia de la joven.

—Pero usted entró aquí esta mañana —dije.

—Sí, pero no me fijé en ella. Tenía mucha prisa y la creí dormida; de modo que le dejé las cosas donde pudiera encontrarlas y me marché, cerrando la puerta como de costumbre.

—Es muy raro que haya muerto precisamente esta noche. ¿Se encontraba mal ayer?

—No, señor; estaba más alegre que nunca, y hasta más despejada. Jamás pensé que pudiera estar enferma. Si no…

—¿Nunca pensó que estuviera enferma? —interrumpió una voz—. Entonces, ¿por qué le dio anoche una medicina para que la tomara? —dijo P. entrando desde la habitación contigua.

—¡No hice tal cosa! —dijo la señora Belden, suponiendo sin duda que era yo quien hablaba—. ¿Te la di yo, Hannah? ¿Te la di yo, infeliz? —exclamó apretando la mano que tenía entre las suyas con ademán que parecía de pesar y remordimiento sinceros.

—Entonces ¿cómo llegó a sus manos esa medicina? ¿Dónde se la procuró, si no se la dio usted?

En aquel momento, la señora Belden pareció darse cuenta de que le hablaba alguien que no era yo, porque se levantó apresuradamente y miró a P. con ojos asombrados, sin contestarle.

—No sé quién es usted, señor. Pero puedo decirle que la joven no tenía medicina, ni se tomó nada. Anoche no estaba enferma, que yo supiera.

—Pues yo la vi tomar unos polvos.

—¿La vio usted…? O está loco o lo estoy yo… ¿La vio tomar unos polvos? ¿Cómo pudo verla? ¡Si estuvo encerrada veinticuatro horas en este cuarto!…

—Sí, pero con una ventana como ésa en el techo no es difícil ver la habitación, señora.

—¡Ah! —exclamó estremeciéndose—. ¿De modo que tengo un espía en casa? Lo merezco. La tuve encerrada entre cuatro paredes y no subí a verla en toda la noche. Me lo merezco. Pero ¿qué dice que la vio tomar? ¿Medicina? ¿Veneno?

—No he dicho veneno.

—Pero lo ha dado a entender. ¡Usted cree que se ha envenenado, y que yo he tenido algo que ver en eso!

—No —me apresuré a decir yo—, no cree que haya tenido algo que ver con eso. Dice que vio a la muchacha tomar algo que cree le produjo la muerte. Y sólo le pregunto dónde lo adquirió.

—¿Qué puedo yo saber? Yo no le he dado nunca nada, ni sabía que tuviera nada.

La creí, por lo que no quise prolongar la conversación; sobre todo teniendo en cuenta que cada instante que pasaba dilataba la ejecución de lo que teníamos que hacer. Por tanto, hice una seña a P. para que fuera a hacer mi encargo, cogí a la señora Belden por la mano e intenté sacarla del cuarto. Pero ella se resistió sentándose al lado de la cama y diciendo:

—No la volveré a dejar. No me lo pida; éste es mi puesto y aquí he de permanecer.

Entre tanto, P, inflexible por primera vez, se quedó mirándonos con severidad y no quiso moverse hasta que le repetí que se apresurara, porque terminaba la mañana y había que enviar el telegrama al señor Gryce.

—Mientras esta mujer no salga del cuarto no me iré; y no saldré de la casa a no ser que me prometa usted vigilarla en mi lugar.

Asombrado, me aparté de la señora Belden y me acerqué a P.

—Lleva demasiado lejos sus sospechas —cuchicheé—, y creo que comete una grosería. No hemos visto nada que autorice ese proceder. Además, aquí no puede hacer ningún daño; en cuanto a lo de vigilarla, le prometo hacerlo si eso ha de tranquilizarle.

—No quiero que la vigile aquí; llévela abajo. No me puedo marchar mientras no se mueva.

—¿No se está otorgando demasiada autoridad?

—No lo sé… tal vez sí. En todo caso, tengo en el bolsillo algo que disculpa mi conducta.

—¿Qué es? ¿La carta?

—Sí.

—A ver —le dije, agitado a mi vez y alargando la mano.

—No, mientras permanezca aquí esa mujer.

Al verle tan implacable, me volví hacia la señora Belden.

—Le ruego que venga conmigo —dije—. Ésta no es una muerte natural; habrá que llamar al juez instructor y a otras autoridades. Es mejor que deje esta habitación y venga abajo.

—No me importa el juez instructor. Es un vecino. El que venga no me impedirá velar a esta pobre joven mientras tanto.

—Señora Belden —dije—, su posición como única persona al tanto de la presencia de esa joven en la casa exige, por prudencia, que no dé lugar a sospechas permaneciendo más de lo necesario en la habitación en que yace el cadáver.

—¡Como si abandonarla ahora fuera prueba de mis buenas intenciones hacia ella en días pasados!

—No será abandonarla acompañarme abajo porque yo se lo ruegue. No puede hacer ningún bien aquí, y puede que sí haga un mal. Créame, o me veré obligado a dejarla a usted a cargo de este hombre e ir yo mismo a avisar a las autoridades.

El último argumento pareció persuadirla, porque se levantó, mirando con estremecimiento de horror a .

—Me tiene en su poder —dijo.

Y sin pronunciar más palabras, cubrió con su pañuelo el rostro de la joven y salió del cuarto. Al cabo de dos minutos tenía yo en la mano la carta de la que me había hablado P.

—Es la única que he encontrado, señor. Estaba en el bolsillo del traje que llevaba anoche la señora Belden. La otra andará por ahí, pero no he tenido tiempo de encontrarla. Aunque creo que ésta bastará. No necesitará la otra.

Sin reparar apenas en la intención con que hablaba, abrí la carta. Era la más pequeña de las dos que había visto ocultar a la señora Belden debajo del chal el día anterior en la oficina de Correos, y decía como sigue:

Queridísima amiga:

Estoy en situación angustiadísima. Usted, que tanto me quiere, ya se la imaginará. Yo no puedo explicarle nada, sólo rogarle una cosa. Destruya lo que tiene, hoy, en seguida, sin preguntas ni vacilaciones. No es preciso el consentimiento de nadie más. Debe obedecer. Estoy perdida si se niega. Haga lo que le pido, y salve a

Una que la quiere.

Iba dirigida a la señora Belden; no tenía firma ni fecha, salvo el sello de correos de Nueva York, pero reconocí la letra. Era de Mary Leavenworth.

—¡Una carta condenatoria! —exclamó P. con el tono seco que le parecía propio para la ocasión—. Y un indicio muy acusador contra quien la escribió y contra quien la recibió.

—Terrible prueba, en verdad —dije—, de no saber yo que se refiere a la destrucción de algo completamente distinto de lo que usted sospecha. Alude a algunos papeles que custodiaba la señora Belden. Y nada más.

—¿Está seguro, señor?

—Completamente, pero ya hablaremos luego de ello. Es hora de que envíe el telegrama y vaya a por el juez instructor.

—Muy bien, señor —dijo, y tras esto nos separamos; él para cumplir con sus deberes y yo con los míos.

Hallé a la señora Belden paseando en el piso bajo, lamentando su situación por medio de frases entrecortadas en las que se quejaba de lo que pensarían los vecinos, el sacerdote, Clara, todos, y en las que aseguraba que preferiría haber muerto antes de mediar en el asunto.

Conseguí calmarla al cabo de un rato, y la induje a sentarse y a escuchar lo que tenía que decirle.

—Con esos extremos —le dije— no hará más que perjudicarse, inhabilitándose además para decir lo que le preguntarán ahora.

Y sentándome también para consolar a la infeliz mujer, expliqué primero lo que el caso requería, y le pregunté si tenía algún amigo a quien llamar.

Con gran sorpresa mía me explicó que no; que aunque tenía vecinos bondadosos y buenos amigos, en un caso como aquél no podía contar con el auxilio ni con la compasión de nadie; y que si no me apiadaba yo de ella, tendría que hacer frente sola a la situación.

—Como lo he afrontado todo, desde la muerte del señor Belden hasta la pérdida de casi todos mis ahorros en un incendio el año pasado.

Me conmovió oír que ella, que, a despecho de sus flaquezas e inconsistencias de carácter, poseía al menos el don de hacerse simpática por su bondad, pudiera quejarse por falta de amigos. Sin vacilar, le ofrecí hacer cuanto pudiera, con tal de que me tratara con toda la franqueza que el caso requería. Con gran consuelo mío, me manifestó no sólo su voluntad, sino sus grandes deseos de decir cuanto sabía.

—Ya he guardado bastantes secretos en mi vida —me dijo.

Y realmente creo que estaba tan asustada que si un policía hubiera entrado en la casa y le hubiese pedido que revelase secretos que comprometieran el nombre de su propio hijo, lo habría hecho sin vacilaciones ni preguntas.

—Comprendo que necesito declarar ante el mundo entero lo que he hecho por Mary Leavenworth. Pero antes —murmuró—, dígame por amor de Dios cuál es la situación de esas jóvenes. No me he atrevido a preguntar ni a escribir. Los periódicos hablan mucho de Eleanore, pero no de Mary Y sin embargo, Mary sólo se refiere a su propio peligro si se supieran ciertos hechos. ¿Cuál es la verdad? No quiero perjudicarlas, sino mirar por mí misma.

—Señora Belden —dije—. Eleanore Leavenworth se ve en la situación en que está por no decir lo que debía. Y Mary Leavenworth… pero no puedo hablarle de ella sin saber antes lo que tiene usted que decirme. Su posición, al igual que la de su prima, es demasiado anómala para que la discutamos nosotros. Lo que quiero saber es qué relación tiene usted con este asunto y qué sabía Hannah para huir de Nueva York y refugiarse aquí.

Pero la señora Belden, retorciendo las manos, me contempló llena de zozobras.

—No me creerá —exclamó—, pero no sé lo que sabía Hannah. Ignoro por completo lo que vio u oyó aquella noche fatal. Ni me lo comunicó ni le pregunté nunca. Sólo me dijo que la señorita Leavenworth deseaba que la escondiese algún tiempo, y yo, que quiero a Mary Leavenworth y la admiro como a nadie, tuve la debilidad de consentir y…

—¿Quiere decir que después de conocer lo del asesinato continuó ocultando a la joven sin hacerle preguntas ni pedirle explicaciones, sólo porque se lo pidió la señorita Leavenworth?

—Sí, señor. No me creerá, pero es la verdad. Pensé que si Mary la había enviado aquí, tendría sus razones, y… y… no puedo explicarlo ahora, pero hice lo que he dicho.

—Una conducta muy singular. Debió de tener muy poderosas razones para obedecer tan ciegamente a Mary Leavenworth.

—Señor —murmuró—. Creí entenderlo todo; juzgué que Mary, la hermosa criatura que había descendido de su altivez para recurrir a mí y ofrecerme su confianza, estaba ligada de algún modo al criminal y que era mejor para mí que no supiera nada más y que me limitara a hacer lo que me mandaban, en el convencimiento de que todo saldría bien. No reflexioné; me limité a seguir mi primer impulso. No podía hacer otra cosa, dado mi carácter. No puedo negarme a hacer algo que me pide una persona a la que quiero.

—¿Y quiere a Mary Leavenworth, a la que parece creer capaz de cometer un crimen horrendo?

—Oh, no he dicho eso; no sé si lo he pensado siquiera… Quizás esté relacionada de algún modo con el crimen, sin ser su verdadera autora. Eso no es posible; es demasiado delicada.

—Señora Belden, ¿qué sabe de Mary Leavenworth que le haga creer posible esa suposición?

—Apenas sé qué contestar —me respondió, a la vez que se inflamaba su pálido rostro—. Es una historia larga y…

—No importa —interrumpí—. Sepamos la principal razón.

—Pues, bien. Mary se hallaba en una situación de la que sólo podía librarle la muerte de su tío.

—¿Cómo es eso?

Pero, al llegar a este punto, nos interrumpió un ruido de pasos, y vi a P. entrar sólo en la casa. Dejé a la señora Belden donde se hallaba y salí al vestíbulo.

—Bien —dije—, ¿qué ocurre? ¿No ha encontrado al juez instructor? ¿No estaba en casa?

—No, se había marchado en una calesa para recoger a un hombre hallado a unas diez millas de aquí, tendido en un barranco junto a una yunta de bueyes —y, al ver mi mirada de alivio, pues me alegraba aquel retraso, añadió con expresivo guiño—: Tardará mucho en venir. Creo que unas horas.

—¿De veras? —le pregunté, divertido por su actitud—. ¿Mal camino?

—Mucho. No encontrará caballo que pueda avanzar de otra manera que al paso.

—Bueno —dije—, tanto mejor. La señora Belden tiene una historia larga que contar y…

—No desea que la interrumpan. Entendido.

Asentí con la cabeza, y P. se dirigió a la puerta.

—¿Ha telegrafiado al señor Gryce? —le pregunté.

—Sí, señor.

—¿Cree que vendrá?

—Sí, aunque tenga que hacerlo con muletas.

—¿A qué hora le espera?

—Espérelo a eso de las tres. Yo estaré en la montaña, buscando una carreta destrozada o algo por el estilo.

Y cogiendo el sombrero, se marchó calle abajo, como quien dispone de un día para holgar y no sabe cómo matar el tiempo.

De este modo se daba una oportunidad para que la señora Belden contara su historia, y a ello se puso con el siguiente resultado.

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