XXXIV. El señor Gryce asume el mando
XXXIV
El señor Gryce asume el mando
Es más herodista que Herodes.
W S, , 3-2.
Algo concebido por el enemigo.
W S, , 5-3.
Pasó media hora. Ya había llegado el tren en que esperaba la llegada del señor Gryce, y yo estaba en la puerta de la casa aguardando con agitación indescriptible la lenta y laboriosa aproximación del abigarrado grupo de hombres y mujeres que había visto salir de la estación. ¿Vendría el inspector? ¿Era el telegrama lo bastante perentorio para asegurarme su presencia en R***; por muy enfermo que estuviera? La confesión escrita de Hannah latía contra mi corazón, un corazón ahora exultante, que media hora antes había sido todo dudas y desconfianza, y se me presentó la perspectiva de pasar una larguísima tarde de impaciencia, cuando parte de la multitud que llegaba se desvió por una calle lateral y divisé la figura de Gryce, cojeando dolorosamente, no con dos bastones, sino con uno solo, acercándose despacio por la calle.
Su rostro, a medida que se acercaba, era digno de estudio.
—Bueno, bueno, bueno —exclamó, cuando nos encontramos en la puerta—, ¡vaya forma de saludar! Así que Hannah ha muerto, y todo ha quedado patas arriba. ¡Humph! ¿Y qué piensa ahora de Mary Leavenworth?
Lo natural habría sido que en la conversación que siguió una vez instalado en la salita de la señora Belden, yo hubiera empezado mi relato por mostrarle la confesión de Hannah, pero no lo hice así. No sabría decir si fue porque quería que el señor Gryce pasase por las mismas variaciones de temor y esperanza que yo había experimentado desde que llegué a R*** o porque, en la depravación de la naturaleza humana, aún sintiera cierto resentimiento por el continuado desprecio a que siempre sometió mis sospechas sobre Henry Clavering, pero el caso es que decidí reservarme esa parte para el momento en que sus propias convicciones alcanzaran una certeza absoluta. Baste con decir que hasta que no le hice un relato pormenorizado de todo lo referente a mi estancia en la casa; hasta que no vi que sus ojos echaban chispas y sus labios se estremecían por la excitación que le produjo la lectura de la carta de Mary, hallada en el bolsillo de la señora Belden, y hasta que no me convencí, con expresiones como: «¡Tremendo! ¡La mejor pieza de la temporada! ¡No se ha visto nada así desde el asunto Lafarge!» y otras por el estilo, de que no tardaría mucho en formular alguna teoría u opinión que una vez oída se interpondría para siempre como una barrera entre nosotros, no decidí llegado el momento de enseñarle la carta que había encontrado debajo del cadáver de Hannah.
—¡Santo Cielo! —exclamó—. ¿Qué es esto?
—La confesión de una moribunda —repliqué yo—. De Hannah. La encontré en la cama cuando subí hace media hora para echarle otro vistazo.
Gryce la miró con aire de incredulidad que muy pronto se volvió asombro, a medida que la leía a toda prisa, y luego se quedó dándole vueltas en la mano, examinándola con gran atención.
—Es una prueba notabilísima —exclamé yo, no sin cierta sensación de triunfo—. ¡Cambia por completo el cariz de este asunto!
—¿De veras? —me respondió bruscamente; y, mientras yo me quedaba mirándole estupefacto al verle con actitud tan distinta de la que esperaba, alzó la vista y añadió—: ¿Dice que ha encontrado esto en su cama? ¿En qué parte de la cama?
—Debajo del cadáver —respondí—. Sobresalía una esquina debajo de su hombro y la cogí.
—¿Estaba cerrada o abierta cuando la vio? —Se paró ante mí.
—Cerrada; dentro de este sobre —dije enseñándoselo.
Lo cogió, lo examinó un instante y continuó con sus preguntas:
—El sobre parece muy manoseado, igual que la carta. ¿Estaban así cuando los encontró?
—Sí, y todo doblado todo como puede ver.
—¿Doblado? ¿Está seguro de eso? ¿Cerrada la carta, sellada y después doblado el sobre, como si el cuerpo hubiera rodado sobre él en vida?
—Sí.
—¿No podía haber algún truco? ¿No parecía que la hubieran colocado allí después de su muerte?
—De ningún modo. Más bien parece que la tenía en la mano al acostarse y que al volverse la soltó y la aplastó con el cuerpo.
Los ojos del señor Gryce, brillantes hasta entonces, se velaron de un modo siniestro; evidentemente le habían decepcionado mis respuestas. Dejó la carta y quedó pensativo, pero de pronto la volvió a coger y examinó con gran atención los bordes del papel en que estaba escrita, y, lanzándome una mirada rápida, se dirigió con ella hacia la ventana. Era tan singular su actitud que me levanté involuntariamente para seguirle, pero me hizo retroceder por señas, diciendo:
—Entreténgase con esa caja de la mesa por la que tanto alborota y compruebe que contiene todo lo que es de esperar que encontremos en ella. Necesito estar solo un momento.
Dominando mi asombro, procedí a satisfacer sus deseos; pero apenas había alzado la tapa de la caja cuando volvió a acercarse a mí y, arrojando la carta a la mesa con aire de gran excitación, exclamó:
—¿He dicho ya que no ha habido nada tan notable desde el asunto Lafarge? Pues le digo que nunca ha habido nada así en ningún asunto. Es el caso más extraño que recuerdo. Señor Raymond —y en su excitación, sus ojos se encontraron con los míos por primera vez desde que le conocía—, prepárese para un desengaño. Esta supuesta confesión de Hannah es falsa.
—¿Falsa?
—Sí, un fraude, una falsificación, lo que quiera; no la escribió la muchacha.
—¿Cómo lo sabe? —exclamé, saltando de la silla, estupefacto, casi ofendido.
—Vea —me dijo, inclinándose hacia delante y poniendo la carta en mi mano—. Examínela de cerca. Ahora dígame qué es lo primero de ella que le llama la atención.
—Lo primero es que está escrita con mayúsculas, en vez de con caligrafía, que es lo que, según todos, cabía esperar de esta muchacha.
—¿Qué más?
—Que está escrita en una hoja de papel ordinario.
—¿Papel ordinario?
—Sí.
—Esto es, una simple hoja de papel comercial para tomar notas.
—Por supuesto.
—¿Pero es eso?
—Oh, sí; ya lo creo. Mire las líneas escritas.
—¿Para qué? Ah, ya veo, empiezan muy arriba, en el borde mismo de la hoja. No cabe duda de que se han empleado unas tijeras.
—En resumen, es una hoja grande, cortada al tamaño del papel comercial de notas.
—Sí.
—¿Y eso es todo lo que ve?
—Nada más, aparte de lo escrito.
—¿No ve lo que se ha perdido al cortarla?
—No, a no ser que se refiera a la marca del fabricante en una esquina —el señor Gryce asintió con la mirada—. Pero no veo por qué tiene tanta importancia esa pérdida.
—¿No lo ve? ¿Ni siquiera al considerar que así se nos priva de la oportunidad de seguir el rastro de este papel hasta la resma de la que procede?
—No.
—¡Humph! Entonces es usted más aficionado de lo que creía. ¿No ve que si Hannah no tenía ningún motivo para ocultar de dónde provenía el papel en que escribió sus últimas palabras, es que la nota ha debido de prepararla otra persona?
—No, no puedo decir que lo vea.
—¡No lo ve! Muy bien, pues respóndame a lo siguiente: ¿por qué le importaba a Hannah, que iba a suicidarse, que su confesión proporcionara una pista acerca del escritorio, cajón o resma de papel de dónde sacó la hoja para escribir en ella?
—No le importaba.
—Y sin embargo, se ha hecho un esfuerzo para que no se sepa.
—Pero…
—Otra cosa. Lea la confesión en sí, señor Raymond, y dígame qué deduce de ella.
—Que la niña —dije después de hacer lo que me decía—, consumida por temores constantes, decidió acabar con su vida, y que Henry Clavering…
—¿Henry Clavering?
Puso tanto énfasis en la pregunta que alcé la mirada.
—Sí.
—Ah, no sabía que en ella se mencionara el nombre del señor Clavering; disculpe.
—No se menciona su nombre, pero se hace de él una descripción tan exacta…
—¿No le parece muy sorprendente —me interrumpió entonces el señor Gryce— que una niña como Hannah se detuviera a describir a un hombre a quien conocía de nombre?
Me estremecí; verdaderamente no era natural.
—Cree la historia de la señora Belden, ¿verdad?
—Sí.
—¿La considera bien enterada de lo que ocurrió aquí hace un año?
—Sí.
—Por tanto, ¿cree que Hannah, la correveidile, conocía al señor Clavering y lo conocía por su nombre?
—Sin duda.
—Entonces, ¿por qué no lo usa? Si, como dice, su intención era salvar a Eleanore Leavenworth de la falsa acusación que recae sobre ella, habría elegido un método más directo. Esa descripción de un hombre cuya identidad podía establecer sin dejar lugar a dudas con sólo mencionar su nombre es obra no de una pobre niña ignorante, sino de otra persona que intentó representar el papel de Hannah, sin conseguirlo. Pero eso no es todo. Según usted, la señora Belden sostiene que Hannah le dijo, al llegar aquí, que la enviaba Mary Leavenworth. Pero en este documento declara que ha venido por obra y gracia de Bigote Negro.
—Lo sé, pero ¿no pudieron participar los dos en la transacción?
—Sí, pero siempre resulta sospechoso que haya discrepancia entre las declaraciones hablada y escrita de una persona. Pero ¿qué hacemos aquí diciendo tonterías cuando unas palabras de la señora Belden, de la que tanto habla, podrían aclararnos todo este asunto?
—¿Unas palabras de la señora Belden? —repetí yo—. Mil le he oído ya hoy, y el asunto no me ha resultado más claro que al principio.
—Las habrá oído usted, no yo, señor Raymond —me dijo—. Llámela.
—Una cosa más antes de irme —dije, levantándome—. ¿Y si Hannah hubiera encontrado la hoja, ya recortada, y la hubiera usado sin pensar en las sospechas que podía ocasionar?
—Ah, eso es justo lo que vamos a descubrir.
La señora Belden era un remolino de impaciencia cuando entré en la salita de estar. ¿Cuándo creía yo que llegaría el juez instructor? ¿Y qué creía yo que podía hacer ese detective por nosotros? Era espantoso estar allí sola esperando no sabía el qué.
La calmé lo mejor que pude, diciéndole que el detective aún no me había informado de lo que podía hacer, y que antes quería hacerle algunas preguntas. ¿Querría acompañarme a verlo? Se levantó con prontitud. Cualquier cosa era mejor que el suspense.
El señor Gryce, que durante mi breve ausencia había trocado en benévolo su talante severo, recibió a la señora Belden con una respetuosa cortesía que seguramente impresionaría a una mujer tan dependiente de la opinión ajena.
—¡Ah! ¿Ésta es la dama en cuya casa ha ocurrido tan desagradable suceso? —exclamó el señor Gryce, levantándose casi, en su entusiasmo por saludarla—. Le ruego que se siente —añadió—, si es que un extraño puede tomarse la libertad de invitar a una señora a sentarse en su propia casa.
—Ya no parece mi casa —dijo ella, pero con tono triste y no agresivo, tanto la había impresionado la actitud del señor Gryce—. Soy aquí poco menos que una prisionera. Voy y vengo, hablo o callo, según me lo ordenan, y todo porque una criatura infeliz, a quien acogí por el menos egoísta de los motivos, ha muerto por casualidad en mi casa.
—¡Así es! —exclamó el señor Gryce—. Es muy injusto. Pero quizá podamos arreglar ese asunto. Tengo motivos para creer que podremos hacerlo. Esta muerte repentina ha de ser muy fácil de explicar. ¿Dice que no tenía veneno en casa?
—No, señor.
—¿Y no salió nunca la niña?
—Nunca, señor.
—¿Y no ha venido nadie a verla?
—Nadie, señor.
—¿De modo que, aunque hubiera querido, no habría podido procurarse tal cosa?
—No, señor.
—A no ser —añadió el señor Gryce con suavidad— que lo trajera consigo al llegar aquí.
—No puede ser, señor. No traía equipaje; y en cuanto a sus bolsillos, sé todo cuanto llevaba en ellos, pues los registré.
—¿Y qué vio?
—Algún dinero en billetes, más de lo que podía esperarse en una chica así, algo de calderilla y un vulgar pañuelo.
—De suerte que está probado que la niña no murió envenenada, puesto que no lo había en la casa.
Dijo esto con tal tono de convicción que la engañó.
—Eso es precisamente lo que le he dicho al señor Raymond —exclamó lanzándome una mirada de triunfo.
—Debía de estar enferma del corazón —continuó el detective—. ¿Y dice que ayer estaba bien?
—Sí, señor; o eso parecía.
—¿Pero no alegre?
—No he dicho eso; sí que lo estaba, sí, mucho.
—¿Cómo, señora? —dijo el señor Gryce lanzándome una mirada—. No lo entiendo. Creía que su ansiedad por los que había dejado en la ciudad bastaría para impedir que estuviera alegre.
—Era de esperar —replicó la señora Belden—, pero no era así. Al contrario, nunca pareció estar preocupada por eso.
—¿Cómo? —exclamó el señor Gryce—. ¿Ni siquiera por la señorita Eleanore, que, según los periódicos, se halla en tan comprometida situación a ojos del mundo? Pero igual es que no lo sabía… me refiero a la situación de la señorita Leavenworth.
—Sí lo sabía, porque yo se lo dije. Me quedé tan asombrada que no pude callar. Siempre he considerado a Eleanore por encima de todo reproche; y me chocó tanto ver en un periódico su nombre relacionado con el crimen que fui al lado de Hannah, le leí el artículo en voz alta y le miré a la cara para ver cómo se lo tomaba.
—¿Y qué impresión le causó?
—No sé decir. Parecía no haberme entendido; me preguntó por qué le leía aquellas cosas, y me dijo que no quería oír más, que le había prometido no desazonarla con el asesinato y que si continuaba haciéndolo no me escucharía.
—¡Hum! ¿Y qué más?
—Nada más. Se llevó las manos a los oídos y se puso tan ceñuda que salí del cuarto.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará unas tres semanas.
—Sin embargo, ¿volvió ella a hablar del asunto?
—No, señor; ni una vez siquiera.
—¿Cómo? ¿No preguntó lo que iban a hacer con su señorita?
—No, señor.
—¿Demostró, no obstante, que le atormentase algo… temor, remordimiento, ansiedad?…
—No, señor. Al contrario; hasta parecía sentirse orgullosa en secreto.
—Pero eso es muy extraño y antinatural —exclamó el señor Gryce, lanzándome otra mirada de soslayo—. No consigo entenderlo.
—Tampoco yo, señor. Me dije que se le habría embotado la sensibilidad, o que era demasiado ignorante para comprender la gravedad de lo que sucedía; pero, a medida que iba conociéndola mejor, fui variando mi modo de pensar. Era demasiado metódica su alegría. No pude menos de pensar que veía en el porvenir algo que la regocijaba. Por ejemplo, un día me preguntó si yo creía posible que ella aprendiese a tocar el piano. Finalmente, llegué a la conclusión de que le habían prometido dinero si guardaba el secreto que le habían confiado, y de que le agradaba tanto la perspectiva que le hacía olvidar el terrible pasado y todo lo relacionado con él. Ésa fue la única explicación que pude hallar para su conducta general y sus deseos de perfeccionarse, o para las sonrisas complacidas que de vez en cuando veía en su rostro cuando no sabía que yo la miraba.
Me dije que en ese momento no asomaría una sonrisa de ese tipo en el semblante del señor Gryce.
—Es todo eso lo que hace que su muerte sea una sorpresa para mí —continuó la señora Belden—. No podía creer que una criatura tan alegre y saludable pudiera morir así, en una noche, sin que nadie lo supiera, pero…
—Espere un momento —interrumpió el inspector—. ¿Habla de sus deseos de perfeccionarse? ¿Qué quiere decir con eso?
—Que deseaba aprender cosas que no sabía, como, por ejemplo, a escribir y a leer. Cuando vino, apenas sabía escribir torpemente con mayúsculas.
Creí que el señor Gryce quería arrancarme el brazo, de tanto como me lo apretó.
—¡Cuándo vino! ¿Quiere decir que desde que vino aprendió a escribir?
—Sí, señor. Yo le ponía modelos, y…
—¿Dónde están esos modelos? —interrumpió el señor Gryce, dominándose hasta dar a su voz el tono más profesional posible—. ¿Y dónde están sus pruebas de escritura? Me gustaría verlos. ¿Puede enseñárnoslos?
—No lo sé, señor. Tenía yo costumbre de romperlos una vez servían a su fin. No me gusta tener esas cosas por ahí tiradas. De todos modos, iré a ver.
—Vaya usted —dijo el señor Gryce—. Yo la acompañaré. Necesito además echar un vistazo a la parte de arriba.
Y sin cuidarse de sus reumáticos pies, se levantó dispuesto a acompañarla.
—Esto se pone interesantísimo —le dije en voz baja, cuando pasó por mi lado.
La sonrisa que me dedicó en respuesta habría hecho la fortuna de un actor que representara el papel de Mefistófeles.
Nada diré de los diez minutos de incertidumbre que soporté en su ausencia. Por fin volvieron con las manos llenas de cajas de papel, que colocaron sobre la mesa.
—El papel de escribir de la casa —observó el señor Gryce—. Hasta la última hoja y pedazo que hemos podido encontrar. Pero antes de verlo, examine esto.
Y me alargó Una hoja de papel azulado en la que aparecía escrito doce veces el modelo: «S» con algún «La belleza no es eterna» y «Las malas compañías corrompen los buenos sentimientos».
—¿Qué me dice?
—Muy limpio y muy legible.
—Son las últimas tentativas de Hannah. Las únicas muestras que podemos hallar de su letra. No se parecen mucho a esos garabatos que vimos antes, ¿verdad?
—No.
—La señora Belden dice que hacía ya una semana que la muchacha había aprendido a escribir de este modo. Estaba muy orgullosa de ello, y se envanecía continuamente de su habilidad. —Y, acercándose a mí, me dijo al oído—: La confesión que tiene usted en la mano, si es suya, debió de escribirse hace algún tiempo. Y ahora, veamos el papel en que solía escribir.
Quitando las cubiertas de las cajas que había sobre la mesa, sacó las hojas sueltas que contenían y las esparció ante mí. A primera vista se observaba que eran de calidad completamente distinta de la empleada para la confesión.
—Éste es todo el papel que hay en la casa —me dijo.
—¿Está segura de eso? —pregunté a la señora Belden, que nos miraba desconcertada—. ¿No habría alguna hoja suelta por alguna parte que pudiera haber tomado Hannah sin que usted lo supiera?
—No, señor. No lo creo. Yo sólo tengo de estas clases. Además, Hannah guardaba en su habitación un montón de papel como éste, y no tenía necesidad de ir cazando hojas sueltas.
—Pero usted no sabe lo que podría hacer una joven así. Mire esta hoja —le dije mostrándole el lado en blanco de la confesión—. ¿No pudo coger una hoja como ésta? Mírela bien. El asunto es importante.
—La he visto bien y le digo que no. Nunca he tenido papel como ése en casa.
El señor Gryce me quitó la confesión de las manos y me habló en voz baja.
—¿Qué piensa ahora? ¿Verdad que es muy probable que Hannah no escribiera tan precioso documento?
Moví la cabeza afirmativamente, convencido al fin. Pero un momento después me volví hacia él.
—Pero si no lo escribió Hannah, ¿quién lo escribió? ¿Y cómo pudo estar donde estaba?
—Eso —me dijo— es precisamente lo que nos falta averiguar.
Y, volviendo a la carga, formuló una pregunta tras otra respecto a la vida de la niña en la casa, y recibió respuestas que sólo tendían a mostrar que no pudo haber ido a la casa con la confesión ya escrita y mucho menos haberla recibido por mediación de un mensajero secreto. A no ser que dudáramos de la palabra de la señora Belden, el misterio parecía indescifrable, y empezaba yo a desconfiar de mi éxito, cuando el señor Gryce me miró de reojo e, inclinándose hacia la señora Belden, le preguntó:
—¿Ayer recibió usted una carta de la señorita Mary Leavenworth, según nos han dicho?
—Sí, señor.
—¿Esta carta? —continuó, enseñándosela.
—Sí, señor.
—Ahora necesito hacerle una pregunta. ¿Era esta carta, tal como la ve ahora, el único contenido del sobre en que vino? ¿No había dentro otra carta para Hannah?
—No, señor —replicó la señora Belden con singular ansiedad—. En mi carta no había nada para Hannah, pero ella recibió también una ayer. Vino en el mismo correo que la mía.
—¡Hannah tuvo carta! —exclamamos ambos—. ¡Y por correo!
—Sí, pero no iba dirigida a ella. Iba dirigida a mí —añadió dedicándome una mirada llena de desesperación—. Tan sólo por una pequeña señal en una esquina conocí que…
—¡Santo cielo! —interrumpí yo—. ¿Dónde está esa carta? ¿Por qué no ha hablado antes de ella? ¿Cómo pudo mantenernos en la oscuridad, cuando una sola mención de esa carta nos habría llevado por el camino seguro?
—No me he acordado de ella hasta ahora. No sabía que fuese de importancia. Yo…
—Señora Belden —exclamé sin poder contenerme—. ¿Dónde está esa carta? ¿La tiene usted?
—No —replicó—. Se la di a Hannah ayer mismo, y no la he vuelto a ver.
—Entonces debe de estar arriba. Volvamos a buscar —dije, y me dirigí hacia la puerta.
—No la encontrará —dijo el señor Gryce deteniéndome—. Ya la he buscado yo. No hay más que un montón de papeles quemados en un rincón. ¿Y qué supone que puedan ser? —preguntó a la señora Belden.
—No lo sé, señor. No me parece que pudiese quemar cosa alguna, a excepción de la carta.
—Vamos a verlo —murmuré, precipitándome escalera arriba; y bajé en seguida el cubo con su contenido—. Si la carta es la que vi yo sus manos en Correos, tenía sobre amarillo.
—Sí, señor.
—Los sobres amarillos sometidos al fuego no presentan el mismo aspecto del papel blanco quemado. Podré descubrir su ceniza con sólo verla. ¡Ah! La carta fue rota; aquí está un pedazo del sobre —dije, y saqué del montón de tostados garabatos un pedacito menos quemado que los demás.
—Entonces, es inútil buscar aquí el contenido de la carta —dijo el señor Gryce apartando el cubo—. Tendremos que preguntarle a usted, señora Belden.
—Yo no sé nada. Iba dirigida a mí, como he dicho; pero la primera vez que Hannah me pidió que le enseñara a escribir, me dijo que esperaba dicha carta y que no la abriera cuando llegara.
—Aun así, ¿estuvo con ella cuando la leyó?
—No, señor. Estaba demasiado turbada. Acababa de llegar el señor Raymond y no tenía tiempo de pensar en Hannah. Además la carta que recibí yo me apuró mucho.
—Pero seguramente le haría algunas preguntas acerca de la carta antes de que terminara el día.
—Sí, señor; cuando fui a llevarle de comer; pero no quiso decirme nada. Era reservadísima cuando quería. Ni siquiera me confesó que era de su señorita.
—¿De modo que usted pensó que era de Mary Leavenworth?
—Sí, señor. ¿Qué otra cosa iba a pensar viendo aquella señal en la esquina? Aunque también pudo ponerla el señor Clavering —añadió pensativa.
—Dice que Hannah estuvo ayer alegre. ¿Fue después de recibir la carta?
—Sí, señor; al menos por lo que yo pude juzgar. No estuve con ella mucho tiempo; la necesidad de poner a salvo la caja que tenía a mi cuidado… pero quizá se lo haya dicho el señor Raymond.
El señor Gryce asintió con la cabeza.
—Fue una tarde agotadora y no me acordé siquiera de Hannah, pero…
—Espere —exclamó el señor Gryce, quien, llevándome a un rincón, me dijo en voz baja—: Ahora entra lo que vio P., mientras estaba usted fuera de casa, y antes de que la señora Belden volviera a ver a Hannah, cuando observó que la niña se inclinaba sobre algo que se hallaba en un ángulo de su habitación, lo cual bien podría ser ese cubo. Después de eso, la vio tomar con mucho contento una dosis de algo contenido en un pedazo de papel. ¿Vio algo más?
—No —le dije.
—Muy bien —exclamó volviéndose a la señora Belden—. Pero…
—Cuando subí a acostarme pensé en la niña, y fui a su puerta y la abrí. La luz estaba apagada, y Hannah parecía dormida, de modo que volví a cerrar y salí.
—¿Sin hablar?
—Sí, señor.
—¿Observó cómo estaba tendida?
—No me fijé. Creo que boca arriba.
—¿En la misma posición en que se la ha encontrado esta mañana?
—Sí, señor.
—¿Es eso cuanto puede decirme de la carta y de su misteriosa muerte?
—Sí, señor.
—Señora Belden —dijo el señor Gryce levantándose—, ¿conoce la letra del señor Clavering?
—La conozco.
—¿Y la de la señorita Leavenworth?
—También, señor.
—¿A cuál de los dos atribuye el sobre de la carta que dio usted a Hannah?
—No puedo decirlo. Parecía letra contrahecha, y podía ser de cualquiera de ellos; pero creo…
—¿Qué?
—Que era más parecida a la de ella que a la de él, aunque tampoco se parecía a la de ella.
El señor Gryce, sonriendo, metió la confesión que tenía en la mano dentro del sobre en que se había encontrado.
—¿Recuerda el tamaño de la carta que le dio?
—¡Oh!, era grande, muy grande; de las mayores.
—¿Y gruesa?
—¡Oh, sí!, lo bastante gruesa como para contener más de un pliego.
—¿Lo bastante gruesa y larga para contener esto? —dijo el inspector enseñándole la confesión doblada tal como estaba.
—Sí, señor —respondió la señora Belden mirando la carta con sobresaltado asombro.
Los ojos del señor Gryce, adquiriendo el fulgor de los diamantes, recorrieron toda la habitación y finalmente se detuvieron en una mosca posada en mi manga.
—¿Necesitamos preguntarnos ahora —me dijo en voz baja— de dónde y de quién viene esta supuesta confesión?
El señor Gryce se permitió un momento de silencioso triunfo; después se levantó y procedió a doblar los papeles que había sobre la mesa y a metérselos en el bolsillo.
—¿Qué va a hacer? —le pregunté aceleradamente.
Me cogió por el brazo y, cruzando el vestíbulo, me llevó a la sala.
—Me vuelvo a Nueva York. Voy a proseguir este asunto. Voy a averiguar de quién procede el veneno que ha matado a esa niña y qué mano ha escrito esa confesión.
—Pero P. y el juez instructor llegarán en seguida. ¿No quiere esperarles?
—No. Pistas como ésta han de seguirse mientras el rastro esté caliente. No puedo esperar.
—Si no me engaño, ya están aquí —dije, porque un rumor de pasos en la calle anunciaba la llegada de alguien a la puerta.
—Así es —dijo el señor Gryce apresurándose a abrir.
A juzgar por la experiencia, teníamos todos los motivos del mundo para temer una interrupción a nuestras pesquisas en cuanto entrara el juez instructor. Pero felizmente para nosotros y para lo que nos interesaba, el doctor Fink, de R***, resultó ser hombre sensato. Sólo necesitó oír el verdadero relato del asunto y comprendió en seguida su importancia y la necesidad de la mayor cautela en la intervención. Además, por cierta simpatía que le inspiró el señor Gryce, notable por cuanto no la había visto antes, expresó su deseo de participar en nuestros planes, por lo cual no sólo permitió que usáramos temporalmente los papeles que deseábamos, sino que sugirió rellenar de tal modo las formalidades necesarias para convocar al jurado e instruir el sumario que nos daría tiempo para realizar las investigaciones que nos proponíamos hacer.
Corto era por lo tanto el plazo. El señor Gryce pudo tomar el tren de las 6.30 a Nueva York, y yo le seguí en el de las 10 de la noche; entre tanto, se reunió al jurado, se ordenó la autopsia y, por último, se señaló para la instrucción del sumario el martes siguiente.