XXXV. Un trabajo sagaz
XXXV
Un trabajo sagaz
Ni gozne ni perno del que pueda colgarse una duda.
W S, , 3-3.
Y, no obstante, ¡qué lástima, Yago! ¡Qué lástima!
W S, , 4-1.
Una frase del señor Gryce antes de abandonar R*** me había preparado para su siguiente movimiento.
—La pista de este asesinato está en el papel en que se escribió la confesión. Averigüemos de qué escritorio o portafolios salió esta hoja y descubriremos al autor del doble asesinato —me había dicho.
Por lo tanto, al visitarle en su casa al día siguiente muy temprano no me sorprendió verlo sentado ante una mesa en la que había un cartapacio de mujer y un montón de papel, que, según me dijo, pertenecían a Eleanore.
—¿Cómo? —le dije—. ¿Aún no está convencido de su inocencia?
—¡Oh, sí! Pero debemos ser concienzudos. Ninguna conclusión es válida si no va precedida de una investigación completa. Ya ve —añadió fijando complacientemente la vista en las pinzas de la chimenea—, he revuelto en los efectos del señor Clavering, sin que él se enterara, por supuesto, y eso que la confesión en sí contiene la prueba de que no pudo escribirla él. No basta con buscar pruebas donde uno espera hallarlas. Ahora bien —dijo abriendo el cartapacio—, no creo encontrar aquí lo que necesito, pero existe una posibilidad, y eso basta para un policía.
—¿Ha visto a la señorita Leavenworth esta mañana? —le pregunté cuando empezaba a colocar sobre la mesa el contenido del escritorio.
—Sí, no podía conseguir lo que deseaba sin verla. Se ha mostrado muy amable, y me ha dado el cartapacio sin hacer la menor objeción. Con seguridad ha pensado que lo quería para convencerme de que no había ocultado en él ese papel del que tanto se ha hablado. Pero lo mismo habría hecho de saber la verdad. Este cartapacio no contiene nada de lo que buscamos.
—¿Se encontraba bien la señorita Leavenworth? —pregunté sin poder dominar mi ansiedad—. ¿Conocía la muerte de Hannah?
—Sí, y estaba muy agitada por ello, como era de esperar. Pero veamos lo que hay aquí —prosiguió, cogiendo el paquete de papel con mirada de gran expectación—. Esta resma, tal como está, se hallaba en el cajón de la mesa de la biblioteca, en la casa de la señorita Leavenworth en la Quinta Avenida. Si no me equivoco, es lo que necesitamos.
—Pero…
—Pero este papel es cuadrado, mientras que el de la confesión tiene la forma y el tamaño del papel comercial; lo sé, pero recuerde que la hoja de la confesión estaba cortada. Comparemos la calidad.
Sacó del bolsillo la confesión y una hoja del paquete de papel y, tras mirarlas atentamente, me las dio para que yo las examinara.
Una ojeada bastó para ver que eran del mismo color.
—Mírelas a la luz —me dijo.
Así lo hice. El aspecto de ambas hojas era exactamente el mismo.
—Ahora comparemos el rayado.
Y, colocándolas sobre la mesa, juntó los bordes de las dos hojas. Las rayas de una coincidían con las de la otra. La cuestión estaba decidida, y asegurado el triunfo del señor Gryce.
—Estaba convencido de ello: —me dijo—. Desde el momento en qué abrí el cajón y vi ese paquete de papel, comprendí que había llegado el final.
—Pero ¿no hay lugar a dudas? —objeté yo con mi antiguo espíritu combativo—. Ese papel es de la clase más corriente. Centenares de familias pueden tenerlo en su biblioteca.
—No es así —me dijo—. Es de un tamaño que ha pasado de moda. El señor Leavenworth lo empleaba para su manuscrito, pues de lo contrario dudo que hubiera estado en su biblioteca. Pero, si sigue mostrándose incrédulo, veamos lo que se puede hacer al respecto.
Y levantándose, se acercó con la confesión a la ventana, la miró por todas partes y, por fin, hallando lo que quería, volvió a mi lado y, poniéndomela delante, me señaló una de las líneas del rayado mucho más marcada que las otras y otra tan débil que apenas se veía.
—Defectos como éste suelen hallarse en cierto número de hojas consecutivas —me dijo—. Si hallamos el cuadernillo de que se sacó ésta, le daré una prueba que disipará cualquier duda. —Cogió el primer cuadernillo y contó rápidamente sus hojas. No eran más que ocho—. Pueden haberla tomado de éste —dijo, pero, tras mirar atentamente el rayado, vio que era distinto, y musitó entre dientes—: ¡Hum! Éste no sirve.
El papel restante, unos doce cuadernillos, parecía no haber sido tocado. El señor Gryce golpeó la mesa con los dedos y frunció el ceño.
—¡Vaya una gracia! Esto es incomprensible. ¡Cuente usted las hojas! —dijo de pronto, cogiendo el cuadernillo siguiente y dándomelo, en tanto que él cogía otro.
—Doce —dije después de hacer lo que me pedía.
—Siga con los que quedan —exclamó tras contar el suyo y dejarlo a mi lado.
Conté las hojas del siguiente; doce. Él contó las del suyo, y se detuvo.
—¡Once!
—Vuelva a contar.
Así lo hizo y apartó tranquilamente el cuadernillo.
—Me he equivocado —observó.
Pero no por ello se desanimaba. Repitió la operación con otro cuadernillo, inútilmente. Suspirando de impaciencia, lo tiró sobre la mesa y alzó la vista.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Qué ocurre?
—Éste no tiene más que once hojas —dije poniéndoselo en la mano.
La excitación que experimentó inmediatamente fue contagiosa. A pesar de mi desaliento, no pude menos de compartir su ansiedad.
—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Magnífico! Vea usted: la línea débil en la parte interior, la gruesa en la exterior, y ambas en posiciones que se corresponden exactamente con las de la hoja de Hannah. ¿Qué piensa ahora? ¿Desea más pruebas?
—Hasta la más acendrada de las dudas sucumbiría ante esto —repliqué.
Con cierta consideración a mis sentimientos, desvió la vista.
—Me veo obligado a felicitarme, pese a la gravedad de este hallazgo. ¡Está tan claro, tan claro y terminante…! Le aseguro que estoy asombrado ante la perfección de todo. ¡Qué mujer ésta! —exclamó de repente con un tono de gran admiración—. ¡Qué inteligencia tiene! ¡Qué astucia! ¡Qué habilidad! Le aseguro que casi me es doloroso pescar a una mujer que ha hecho una cosa tan notable. ¡Tomar una hoja del final mismo de la resma, cortarla de otra forma y, luego, recordando que la niña no sabía escribir, poner lo que quería en letras mayúsculas, desmañadas y groseras, como lo habría hecho Hannah! ¡Espléndido! O lo habría sido de no haberme encargado a mí el asunto.
Y, lleno de animación y centelleando de entusiasmo, miró al candelabro que tenía a su lado, como si fuera la personificación de su propia sagacidad.
Lleno de desesperación, le dejé continuar.
—¿Podía haberlo hecho mejor? —preguntó—. Espiada, casi encerrada como estaba, ¿podría haberlo hecho mejor? No lo creo. Ha sido fatal la casualidad de que Hannah aprendiera a escribir después de marcharse. No pudo prever esa contingencia.
—Señor Gryce —le interrumpí, pues no pude contenerme por más tiempo—. ¿Ha hablado esta mañana con la señorita Mary Leavenworth?
—No —me dijo—. No me convenía. Hasta dudo que supiera que yo estaba en su casa. Una criada ofendida es un auxilio de inestimable valor para un policía. Teniendo a Molly de mi lado, no he necesitado ofrecer mis respetos a la señora.
—Señor Gryce —dije, tras otro momento de silenciosa autofelicitación por su parte, y de desesperado autocontrol por la mía—, ¿qué se propone hacer ahora, señor Gryce? Ha seguido la pista hasta el final, y está satisfecho. Un descubrimiento como éste es precursor de una acción rápida.
—¡Hum! Ya veremos —me replicó dirigiéndose a su escritorio y sacando la caja de papeles que no habíamos podido examinar en R***—. Veamos antes estos documentos por si contienen algo que pueda servirnos.
Y, cogiendo una docena de hojas sueltas que habían sido arrancadas del diario de Eleanore, empezó a examinarlas.
Mientras lo hacía, aproveché la ocasión para examinar el resto del contenido de la caja, que era precisamente el mencionado por la señora Belden: un certificado del matrimonio entre Mary y el señor Clavering, y media docena de cartas o más. Mientras contemplaba la primera, una breve exclamación del señor Gryce me hizo alzar la mirada sobresaltado.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Lea —me dijo dándome las hojas del diario de Eleanore—. La mayor parte es repetición de lo que ya le contó la señora Belden, aunque relatado desde otro punto de vista; pero hay un pasaje que, si no me equivoco, abre un camino para la explicación del asesinato que aún no teníamos. Empiece; no lo encontrará aburrido.
¡Aburrido! ¡Aburridos los sentimientos e ideas de Eleanore en aquella ocasión!
Reuní toda mi fuerza de voluntad, coloqué las hojas por su orden y empecé a leer.
R***, 6 de julio.
—Dos días después de su llegada —acotó el señor Gryce.
Nos han presentado hoy a un caballero en la Piazza, a quien no puedo menos de mencionar, primero por ser el ejemplar más hermoso de belleza masculina que he visto en mi vida; y segundo porque Mary, que tan voluble suele ser tratándose de hombres, no tuvo nada que decir en la intimidad de nuestra estancia cuando le pregunte qué efecto le habían producido su aspecto y conversación. Acaso lo motive que el caballero es inglés, pues Mary conoce tan bien como yo la antipatía de nuestro tío hacia todo lo de esa nación. Pero esto no me satisface. Su experiencia pasada con Charlie Somerville me hace sospechar. ¿Se repetirá la historia del verano pasado, con un inglés por héroe? Pero no quiero pensar en esa posibilidad. Nuestro tío volverá en pocos días, y entonces cesará forzosamente toda comunicación con un hombre que, por muy elegante y fascinador que sea, pertenece a una familia y raza con las que nos es imposible unirnos. Dudo que hubiera pensado yo dos veces en esto de no haber demostrado el señor Clavering al ser presentado a Mary una admiración tan intensa e irreprimible.
8 de julio. —La vieja historia se repite; Mary no sólo acepta las atenciones del señor Clavering, sino que le da alas. Hoy ha estado dos horas al piano cantándole sus canciones favoritas, y esta noche… Pero no quiero consignar cada circunstancia trivial que observo; es indigno de mí. Pero ¡cómo cerrar los ojos cuando está en jaque la felicidad de tantos seres queridos!
11 de julio. —Si el señor Clavering no está ya enamorado de Mary, poco le falta. Es muy apuesto, y demasiado noble para que se juegue con él de un modo poco considerado.
13 de julio. —La belleza de Mary florece como una rosa. Esta noche estaba maravillosamente espléndida vestida de plata y escarlata. Creo que tiene la sonrisa más hermosa que he visto, y estoy segura de que el señor Clavering está apasionadamente de acuerdo conmigo. No le ha quitado la vista de encima esta noche, pero no es fácil leer su corazón. Cierto, ella parecía cualquier cosa menos indiferente a la belleza de él, a su sensatez y afecto devotos. Pero ¿no nos engañó haciéndonos creer que quería a Charlie Somerville? Temo que rubores y sonrisas signifiquen poco en ella. ¿No sería más prudente en estas circunstancias decir que «tengo la esperanza de»?
17 de julio. —¡Dios mío! Mary ha venido esta tarde a mi cuarto y me ha asustado dejándose caer a mi lado y ocultando el rostro en mi pecho. ¡Oh, Eleanore, Eleanore!, me ha dicho, temblando con lo que he creído sollozos de dicha. Pero al intentar apartar la cabeza de mi pecho, se ha desprendido de mis brazos y, colocándose en su acostumbrada actitud de orgullosa reserva, ha erguido el rostro como imponiéndome silencio y ha salido de la estancia. No puedo interpretar esto más que de un modo. El señor Clavering le ha manifestado sus sentimientos y Mary rebosa de la atolondrada felicidad que en sus primeros espasmos nos hace olvidar que existen barreras infranqueables. ¿Cuándo volverá mi tío?
18 de julio. —Poco pensaba al escribir las líneas anteriores que mi tío estaba ya en casa. Llegó inesperadamente en el último tren y entró en mi cuarto cuando yo guardaba este diario. Parecía preocupado al abrazarme y preguntar por Mary. Yo bajé la cabeza y no pude menos de tartamudear al responderle que estaba en su cuarto. Instantáneamente se puso en guardia su cariño y, dejándome sola, se dirigió al cuarto, donde luego supe que la encontró abstraída y sentada ante su tocador, con el anillo de familia del señor Clavering en el dedo. No sé qué más pasó. Temo que fue una escena triste, pues Mary se encuentra mal esta mañana y mi tío excesivamente melancólico y severo.
Por la tarde. —¡Somos una familia infeliz! Mi tío no sólo se niega a considerar ni por un momento la boda de Mary con el señor Clavering, sino que llegó tan lejos como a exigir que rompiera el compromiso al instante y sin condiciones. He sabido esta penosa determinación del modo más triste. Comprendiendo el estado en que estaban las cosas, pero rebelándome en secreto contra un prejuicio que exige la separación de dos personas nacidas la una para la otra, procuré ver a mi tío después del almuerzo e intenté abogar por Mary. Pero me hizo callar en seguida diciéndome: «Tú eres la última, Eleanore, que deberías alentar esa boda». Llena de temor le pregunté por qué. «Porque al hacerlo defiendes tus propios intereses». Cada vez más turbada, le rogué que se explicara, y me dijo: «Quiero decir que, si Mary me desobedece casándose con ese inglés, la desheredaré y sustituiré su nombre por el tuyo tanto en mi testamento como en mis afectos».
Por un instante se desvaneció el mundo entero ante mi vista: «No me hará usted tan desgraciada», le dije. «Te convertiré en mi heredera si Mary persiste en su decisión», declaró, y sin más palabras salió de la estancia con aire severo. ¿Qué podía hacer yo sino caer de hinojos y rezar? De todos los moradores de esta casa, yo soy la más infeliz. ¡Suplantarla a ella! Pero no tendré necesidad de hacerlo, porque Mary renunciará al señor Clavering.
—¡Aquí lo tiene! —exclamó el señor Gryce—. ¿Qué me dice de eso? ¿No se ve claro el móvil de Mary al cometer el crimen? Continúe, oigamos lo que sigue.
Con el corazón afligido continué.
—El fragmento siguiente está fechado en 19 de julio, y dice así:
Acerté. Tras una larga lucha con la invencible voluntad de mi tío, Mary ha consentido en despedir al señor Clavering. Estaba yo presente cuando manifestó su decisión, y nunca olvidaré la mirada de orgullo satisfecho de mi tío al estrecharla en sus brazos y llamarla su «corazoncito». Era evidente que el asunto le había preocupado mucho, y no pude menos que sentirme aliviada al ver que las cosas terminaban tan satisfactoriamente. Pero ¿y Mary? ¿Qué tiene su actitud que me desazona de forma tan vaga? No sabría decirlo. Sólo sé que experimenté un estremecimiento que me anonadó cuando se volvió hacia mí y me preguntó si ya estaba satisfecha. Pero dominé mis sentimientos y le tendí la mano. No me la tomó.
26 de julio. —¡Qué largos son los días! La sombra de nuestro último disgusto pesa aún sobre mí. No puedo librarme de ella. Por todas partes me parece ver el rostro desesperado del señor Clavering. ¿Cómo es que Mary sigue alegre? Si no le quiere, al menos el respeto por el desengaño que él sufre debería impedirle estar alegre.
Mi tío ha vuelto a marcharse. Nada de cuanto le he dicho ha bastado para impedirlo.
28 de julio. —Todo está explicado. Mary sólo se ha separado nominalmente del señor Clavering; aún acaricia la idea de unirse a él en matrimonio algún día. Lo he sabido de un modo muy singular que no quiero detallar aquí. Y luego me lo confirmó la propia Mary «Admiro a ese hombre, y no tengo intención de renunciar a él», me ha dicho. «Entonces, ¿por qué no se lo dices a nuestro tío?», le he preguntado. La única respuesta ha sido decirme, con amarga sonrisa: «Dejo eso en tus manos».
30 de julio. Medianoche. —Estoy agotada, pero escribiré esto antes de que me calme. Mary se ha casado. Regreso de ver cómo le entregaba la mano al señor Clavering. Es extraño que pueda escribir sin estremecerme, cuando todo mi ser es una ola de indignación y rebeldía. Pero voy a narrar los hechos. Esta mañana salí cinco minutos de mi habitación y al volver vi en mi tocador una nota de Mary diciéndome que iba a dar un paseo en coche con la señora Belden, y que no volvería en algunas horas. Convencida, porque no podía menos de estarlo, de que iba a verse con el señor Clavering, me detuve sólo para ponerme el sombrero…
Aquí cesaba el diario.
—Probablemente la interrumpiría Mary al llegar a ese punto —exclamó el señor Gryce—. Pero ya sabemos lo que necesitábamos. El señor Leavenworth amenazó con sustituir a Mary por Eleanore si aquélla persistía en casarse contra su voluntad. Ella se casó y, para evitar las consecuencias de sus actos…
—No diga más —repliqué, convencido al fin—. Está claro. El señor Gryce se levantó.
—Pero quien escribió estas palabras se ha salvado —continué, tratando de asirme al único consuelo que me quedaba—. Nadie que lea este diario se atreverá a pensar que Eleanore es capaz de cometer un crimen.
—No —me dijo—. El diario lo deja muy claro.
Procuré ser lo bastante hombre como para pensar aquello y no en otra cosa. Regocijarme en su liberación, y dejar de lado cualquier otra consideración, mas no lo conseguí.
—Pero Mary, su prima, su hermana casi, está perdida —balbuceé.
El señor Gryce se metió las manos en los bolsillos y, por primera vez, me dio alguna muestra de su secreta preocupación.
—Sí —murmuró—. Me temo que sí, lo temo de veras. —Después hizo una pausa, durante la cual sentí un escalofrío de vaga esperanza—. ¡Una criatura hechicera! ¡Es una lástima, una gran lástima! Confieso que ahora que está todo aclarado, empiezo casi a lamentar un éxito tan completo. Es raro, pero es verdad. ¡Si al menos diésemos con alguna salida! Pero no la hay —dijo entre dientes—. La cosa está más clara que el agua.
Se levantó de pronto y empezó a dar vueltas muy pensativo, clavando la vista acá y acullá, en todas partes menos en mí, aunque ahora creo que mi cara era lo único que veía.
—¿Sería un gran pesar para usted, señor Raymond, que se arrestase a Mary Leavenworth acusada del crimen? —me preguntó, parándose ante una pecera, en la que nadaban lentamente dos o tres peces de aspecto desconsolado.
—Sí —dije—. Lo sería. Un pesar enorme.
—Y sin embargo, así debe hacerse —me dijo, aunque con singular falta de decisión en el tono—. Como policía honrado, y encargado de dar a las autoridades competentes noticia de quién asesinó al señor Leavenworth, no me queda más remedio que arrestarla.
De nuevo volví a sentir aquel atisbo de esperanza, provocado por su peculiar comportamiento.
—Además, he de tener en cuenta mi reputación de detective. No soy tan rico ni tan famoso como para permitirme echar en olvido lo que puede valerme un éxito semejante. No, por hermosa que sea, tengo que seguir adelante con el asunto.
Pero al decir esto, se quedó más pensativo aún, mirando las sombrías profundidades de la malhadada pecera que tenía delante con tal intensidad que temí que los peces, fascinados, salieran del agua para devolverle la mirada. ¿Qué pasaba por su mente?
Al cabo de un rato se volvió, sin mostrar ya indecisión alguna, y me dijo:
—Señor Raymond, venga usted a las tres. Tendré ya listo mi informe para el superintendente. Quiero que lo vea antes de enviarlo, así que no falte.
Había en su expresión algo tan contenido, que no pude menos de aventurar una pregunta.
—¿Se ha decidido ya?
—Sí —replicó, pero con un tono peculiar y un ademán más peculiar aún.
—¿Y va a hacer el arresto del que habla?
—¡Venga a las tres!