El caso Leavenworth

XXV. Timothy Cook

XXV

Timothy Cook

Mirad aquí, este cuadro y este otro.

W S, , 3-4.

Me quedé mirándolo con asombro.

—No creo que sea muy difícil —me dijo—. ¿Dónde está el tal Cook? —exclamó de pronto.

—Abajo, con P.

—Bien hecho. Vamos a verles. Dígales que suban.

Me dirigí a la puerta y les llamé.

—Me figuré, por supuesto, qué querría interrogarle —dije volviendo junto al inspector.

Al cabo de un instante, P. y Cook entraron en la estancia.

—¡Ah! —dijo el señor Gryce mirando hacia este último, pero no directamente—. Éste es el criado del difunto señor Stebbins, ¿no? Bueno, tiene aspecto de decir la verdad.

—Suelo hacerlo así en todo momento, señor. Nunca, que yo recuerde, me han llamado embustero.

—Claro que no, claro que no —respondió el policía, con afabilidad desusada en él. Y después, sin más preámbulos, preguntó—: ¿Cuál era el nombre de pila de la dama a quien vio casarse en la iglesia de su señor el verano pasado?

—¡Maldito si me acuerdo! Creo que no lo oí, señor.

—¿Pero recuerda su aspecto?

—Como si fuere mi madre. Sin ánimo de faltar al respeto a la señora, si es su amiga —se apresuró a añadir, mirándome—. Quiero decir que era tan hermosa, que no olvidaría su cara ni aunque viviera cien años.

—¿Puede usted describírmela?

—No lo sé, señores. Era alta y de aspecto noble; tenía unos ojos brillantísimos y manos muy blancas, y sonreía de un modo que hasta los hombres vulgares como yo deseaban que él no la hubiera conocido.

—¿La reconocería entre muchas?

—La reconocería en cualquier parte.

—Muy bien: díganos cuanto sepa acerca de esa boda.

—Verán, señores, fue más o menos como lo voy a contar. Yo estaba al servicio del señor Stebbins hacía cosa de un año, cuando una mañana, mientras cavaba en el jardín, vi a un caballero subir por el camino hasta nuestra puerta y entrar. Me fijé en él por lo apuesto que era, para nada parecido a los habitantes de F***, y de hecho no se parecía a nadie que hubiera visto antes, y no habría vuelto a pensar en ello de no observar al cabo de cinco minutos escasos un calesín con dos señoras que también paró en nuestra puerta. Vi que querían apearse, así que fui a sujetarles el caballo, y luego bajaron y entraron en la casa.

—¿Les vio el rostro?

—No, señor; entonces no. Lo llevaban cubierto por un velo.

—Muy bien, continúe.

—Poco más había trabajado cuando oí que me llamaban por mi nombre y, al alzar la vista, vi al señor Stebbins haciéndome señas desde la puerta. Me acerqué a él, y me dijo: «Te necesito, Tim; lávate las manos y entra en el salón». Nunca hasta entonces me había pedido hacer eso y me sorprendió, pero hice lo que me ordenaba, y me impresionó tanto el aspecto de la dama que estaba junto al apuesto caballero que tropecé con un banquillo haciendo un ruido muy grande, y no me enteré de dónde estaba ni de lo que pasaba hasta que oí al señor Stebbins decir «marido y mujer»; entonces se me ocurrió que era una boda lo que estaba presenciando.

Timothy Cook se detuvo para enjugarse la frente, como si le anonadara el mero recuerdo de lo sucedido. El señor Gryce aprovechó la ocasión.

—Dice que eran dos las damas. ¿Dónde estaba entonces la otra?

—Allí, señor, pero me fijé muy poco en ella, de tan embobado que estaba con la guapa y la forma en que sonreía cuando alguien la miraba. No me di cuenta de más.

Sentí un escalofrío.

—¿Puede recordar el color de su cabello o de sus ojos?

—No, señor. Me parece que eran oscuros, y eso es cuanto sé.

—¿Pero recuerda su rostro?

—¡Sí, señor!

Al llegar a este punto, el señor Gryce me dijo en voz baja que sacara de un cajón de su escritorio los dos retratos que en él hallaría y que los colocara en distintos puntos de la estancia sin que lo viera aquel hombre.

—Ha dicho antes —prosiguió el señor Gryce— que no recuerda su nombre. ¿Cómo es eso? ¿No firmó el certificado de matrimonio?

—Sí, señor, pero… ¡me avergüenza decirlo! Estaba yo en tal estado de asombro, y oía tan poco, que sólo recuerdo que se casó con un tal señor Clavering y que alguien la llamó Elner o cosa por el estilo. Ojalá no hubiera sido yo tan estúpido, señor, para así poder servirle a usted de algo.

—¿Qué puede decirnos acerca de la firma del certificado?

—Verá, señor, hay poco que contar. El señor Stebbins me pidió que escribiera mi nombre en cierto sitio de un pedazo de papel que me presentó, y yo lo escribí. Nada más.

—¿No había otros nombres cuando firmó?

—No, señor. Después, el señor Stebbins se volvió a la otra señora, que entonces se adelantó, y le preguntó si convenía en firmar. Ella dijo que sí, y con toda presteza lo hizo.

—¿Y no le vio el rostro entonces?

—No, señor; estaba de espaldas a mí cuando se quitó el velo. Sólo vi que el señor Stebbins se la quedó mirando, con una cara de admiración que me hizo pensar que la señora debía de tener algo digno de ser contemplado; pero yo no la vi.

—Bueno. ¿Y qué pasó después?

—No lo sé, señor. Yo salí como aturdido y no vi nada más.

—¿Dónde estaba cuando se fueron las damas?

—En el jardín, señor. Había vuelto a mi trabajo.

—De modo que las vio entonces. ¿Iba el caballero con ellas?

—No, señor; aquello fue lo más raro. Ellas se fueron como habían venido, y él lo mismo. A los pocos minutos, el señor Stebbins se acercó hasta donde yo me hallaba y me pidió que no dijera una palabra de lo que había visto, porque era un secreto.

—¿Era usted el único de la casa que lo sabía? ¿No había ninguna mujer por allí?

—No, señor. La señorita Stebbins había ido a su reunión de costura.

Para entonces yo ya tenía alguna idea de cuáles eran las sospechas del señor Gryce, y, al colocar los retratos, puse el de Eleanore sobre la chimenea, y el otro, que era una fotografía magnífica de Mary, muy a la vista encima del escritorio. Pero el señor Cook aún daba la espalda a esta parte de la estancia y, aprovechando la ocasión, le pregunté si eso era todo cuanto tenía que decirnos sobre el asunto.

—Sí, señor.

—Entonces —dijo el señor Gryce mirando de reojo a P.—, mire a ver si podemos dar al señor Cook algo en pago de sus informes. Mire por ahí, ¿quiere?

P. asintió con la cabeza y se dirigió a una alacena situada junto a la chimenea, mientras el señor Cook le seguía con la vista, como era natural, hasta que se sobresaltó de repente y atravesó la habitación, y, parándose ante la chimenea, contempló el retrato de Eleanore que yo había colocado en ella; exhaló un gruñido de satisfacción o de complacencia, lo volvió a mirar y se apartó de allí. Sentí que me daba un vuelco el corazón, y movido por un impulso, no sé si de miedo o de esperanza, le di la espalda, cuando de repente le oí lanzar una exclamación de sobresalto, seguida de estas palabras: —¡Ésta es! ¡Ésta es! ¡Ésta es, señores!

Y al mirarle vi que se acercaba hacia nosotros con el retrato de Mary en la mano.

No sé si me sorprendí gran cosa. Estaba excitadísimo, al tiempo que asaltado por un torbellino de ideas en la cabeza y confundido por tener que descartar conclusiones previas, pero ¿sorprendido? No. La actitud del señor Gryce me había preparado muy bien.

—¿Es ésta la mujer que se casó con el señor Clavering, buen hombre? Creo que se equivoca —exclamó el señor Gryce con tono de gran incredulidad.

—¿Qué me equivoco? ¿No le dije que la reconocería en cualquier parte? Ésta es, aunque sea la mismísima esposa del presidente.

Y al decir esto, el señor Cook se inclinó sobre el retrato con una mirada devoradora no carente de cierta actitud reverente.

—Me deja asombrado —continuó el señor Gryce, guiñándome el ojo de un modo tan diabólico, que de venir de otra persona habría despertado una gran cólera en mí—. No me habría sorprendido que hubiera dicho que fue la otra —continuó, señalando el retrato de la chimenea.

—¿Ésa? No la he visto en mi vida. Pero a esta… ¿quieren ustedes decirme su nombre, señores?

—Si lo que dice usted es cierto, es la señora Clavering.

—¿Clavering? Sí, así se llamaba él.

—Y es una mujer muy hermosa —dijo el señor Gryce—. Morris, ¿no ha encontrado usted nada todavía?

Por toda respuesta, P. se acercó con unas copas y una botella.

Pero el señor Cook no estaba para licores. Me parece que sentía remordimientos, pues miraba del retrato a P. y de P. al retrato.

—Si por mi charla he perjudicado a esta señora, no me lo perdonaré nunca —dijo—. Usted me dijo que esto la ayudaría a obtener lo que merece. Si me ha engañado…

—No le he engañado —interrumpió P, a su manera escueta y directa—. Pregunte a estos caballeros si no estamos todos interesados en que la señora Clavering obtenga lo que se merece.

Me había señalado a mí al decir esto, pero yo no estaba de humor para contestar. Ansiaba que se marchara aquel hombre para poder preguntar la razón de la absoluta complacencia de que hacía gala el señor Gryce.

—El señor Cook no necesita preocuparse —observó el señor Gryce—. Si se toma un vaso de licor para afrontar su caminata, creo que puede instalarse sin temor en el alojamiento que le ha dispuesto el señor Morris. Dele una copa y que él mismo se sirva a su gusto.

Pero aún transcurrieron diez largos minutos antes de que nos libráramos de aquel hombre y de sus inútiles quejas. El retrato de Mary había despertado todos los sentimientos dormidos en su corazón, y no pude dejar de pensar en ese encanto, capaz de conmover tanto a lo más vil como a lo más elevado. Pero por fin cedió Cook a las seducciones del astuto P, y se marchó.

Al quedarme a solas con el señor Gryce, debieron de reflejarse en mi rostro las confusas emociones que henchían mi alma, porque al cabo de unos minutos de embarazoso silencio habló el inspector con horrible mueca, aunque todavía con un vago destello de complacencia.

—Parece que este descubrimiento lo trastorna, ¿verdad? A mí no. Lo esperaba.

—Debe de haber llegado a conclusiones muy diferentes de las mías —le respondí—, pues de lo contrario comprobaría que este descubrimiento altera el aspecto de todo el caso.

—No altera la verdad.

—¿Cuál es la verdad?

Las piernas del señor Gryce se movieron mientras reflexionaba; su voz adquirió un tono más grave.

—¿Tan grande es su deseo de saber la verdad?

—¿Que si quiero saberla? ¿Qué otra cosa buscamos?

—Entonces, a mi entender, el cariz del asunto ha variado, pero a mejor. Cuando creíamos que la esposa era Eleanore, quedaba clara su participación en el asunto, cuando no en el propio crimen. ¿Por qué habían de desear Eleanore o su marido la muerte de un hombre cuya generosidad había de cesar con su vida? Pero al ser la heredera la esposa, le digo, señor Raymond, que todo queda aclarado. Al enfrentarse a un caso de asesinato, nunca debe olvidarse uno de a quién beneficia más la muerte del asesinado.

—¿Y el silencio de Eleanore? ¿Cómo explica que ocultase ciertas pruebas e indicios? Puedo imaginar que una mujer se sacrifique por proteger a un marido de las consecuencias de un crimen como éste, pero no al marido de su prima.

El señor Gryce juntó los pies y gruñó suavemente:

—¿De modo que aún cree que el señor Clavering asesinó al señor Leavenworth?

No pude hacer más que mirarle lleno de duda y de temor.

—¿Si aún creo…? —repetí.

—Que Clavering es el asesino del señor Leavenworth.

—¿Qué otra cosa voy a creer? Usted no sospechará… no puede pensar que Eleanore se propusiera evitar problemas a su prima quitando deliberadamente la vida a su mutuo benefactor.

—No. No creo que Eleanore Leavenworth tenga nada que ver en el asunto.

—Entonces, ¿quién…? —empecé a decir, pero me interrumpí, perdido en la horrible perspectiva que se abría ante mí.

—¿Quién? ¿Quién sino la única cuyo pasado engaño y presente necesidad requerían aliviarse con la muerte del señor Leavenworth? ¿Quién sino esa diosa bella, espléndida, avariciosa, falsa…?

Di un salto, estremecido de horror y repugnancia.

—¡No diga su nombre! —exclamé—. Se equivoca, pero no diga su nombre.

—Perdóneme —dijo—, pero habrá que decirlo muchas veces, y bien podemos empezar aquí y ahora… ¿quién sino Mary Leavenworth, o, si lo prefiere usted, la señora Clavering? ¿Tanto le sorprende? Tal sido mi convicción desde el principio.

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