El caso Leavenworth

XXXVIII. Confesión plena

XXXVIII

Confesión plena

El intervalo que hay entre la ejecución

de un acto terrible y su primer impulso

es como una aparición o una horrorosa pesadilla.

El espíritu y las potencias corporales

celebran entonces consejo, y el estado del hombre,

semejante a un pequeño reino, sufre entonces

una especie de insurrección.

W S, , 2-1.

No soy malvado, sólo un hombre vehemente. La ambición, el amor, los celos, el odio, la venganza, emociones que en otros son transitorias, son pasiones violentas en mí. Permanecen acaso latentes y tranquilas, como serpientes enroscadas que no se mueven hasta que se las despierta, pero entonces actúan de forma mortífera e implacable. Mis conocidos más íntimos no saben esto. Hasta mi propia madre lo ignoraba. Muy a menudo la oía decir: «¡Si Trueman tuviera un poco más de sensibilidad! ¡Si Trueman no fuera tan indiferente a todo! ¡Ah, si Trueman tuviera más valor!».

Lo mismo me ocurrió en el colegio. Nadie me entendía. Me creían manso y me llamaban cara de pan. Tres años me lo estuvieron llamando, hasta que por fin les planté cara. Escogí al cabecilla de todos los muchachos, le tiré al suelo, le sujeté y le pateé cuanto quise. Antes de que cayera mi pie sobre él, era un niño guapo; luego… Bueno, baste decir que no volvió a llamarme cara de pan. No volvieron a llamarme cobarde. Entré después en un almacén, donde no me apreciaron más. Por lo escrupuloso en el cumplimiento de mi deber, me creyeron una máquina excelente y nada más. ¿Qué corazón, qué alma y qué sentimientos podía tener un hombre que no fumaba, ni hacía deporte ni reía nunca? Yo demostraba suma habilidad para el cálculo, pero para eso no se necesita ni corazón ni alma. Yo escribía día tras otro durante meses enteros sin equivocarme nunca; también en eso parecía un autómata perfecto. Dejé que pensaran eso de mí, con la certeza de que algún día cambiarían de idea como ya habían hecho otros. La verdad es que no quería a nadie lo bastante, ni siquiera a mí mismo, como para que me importara la opinión ajena. La vida era para mí casi una página en blanco, una llanura lisa que tenía que atravesar de grado o por fuerza. Y así habría continuado hasta hoy de no haber conocido a Mary Leavenworth. Pero cuando, hace ya nueve meses, dejé el despacho de la banca para entrar en la biblioteca del señor Leavenworth, cayó sobre mi alma una inusitada claridad, cuya llama no se ha extinguido ni se extinguirá nunca, hasta que se realice lo que el destino me depara.

¡Era tan hermosa! La primera vez que seguí a mi jefe a la salita y miré a esa mujer con su encanto atrayente y terrible, vi, como a la luz de un relámpago, cuál era mi porvenir si me quedaba en aquella casa. Estaba esa mujer en uno de sus días de altivez, y apenas me dirigió una mirada fugitiva. Pero entonces su indiferencia me causó muy poca impresión. Me bastaba con hallarme a su lado y mirarla sin que me lo prohibiese. Era como mirar el núcleo de fuego de un volcán en erupción. Me asaltaban el temor y la fascinación al mirarla; pero temor y fascinación convertían aquellos instantes en maravillosos.

Y así era siempre. Un dolor y un placer indecibles eran la base de la emoción que sentía al verla. Pero, a pesar de ella, no cejé en contemplarla una hora tras otra, un día tras otro; sus sonrisas, sus gestos, la forma que tenía de girar la cabeza o levantar la mirada. Había un propósito en ello. Deseé grabar su belleza en todo mi ser con tanta firmeza que nada podría arrancármela nunca. Pues supe en seguida, con tanta precisión como ahora, que, a pesar de lo coqueta que era, nunca descendería a mirarme. No, yo podía tenderme a sus pies y dejar que me pisoteara, pero ella no se volvería a mirar lo que había pisado. Yo podía pasarme días, meses y años estudiando sus deseos, que ella nunca me agradecería mi molestia, ni aun alzaría las pestañas para mirarme al pasar. Yo no era nada para ella, ni le importaría jamás, a no ser que… esta idea se me ocurrió lentamente… a no ser que de algún modo me convirtiera en su dueño.

Entre tanto, el señor Leavenworth me dictaba y yo escribía, y él quedaba satisfecho. Mis metódicas costumbres eran de su gusto. En cuanto a la otra persona de la familia, la señorita Eleanore Leavenworth, me trataba como podía esperarse de su orgullosa pero compasiva naturaleza. No de forma familiar, pero con bondad; no como a un amigo, sino como a un miembro del servicio al que veía todos los días en la mesa y que, como ella y todos podían observar, vegetaba sin ventura ni esperanzas.

Transcurrieron seis meses. Yo había descubierto dos cosas: primero, que Mary Leavenworth daba más valor a su posición de heredera de una gran fortuna que a cualquier otra consideración terrenal; y segundo, que guardaba un secreto que ponía en peligro su posición. Por un tiempo no tuve medios de saber cuál era. Pero cuando luego me convencí de que era un secreto de amor, por extraño que parezca, concebí esperanzas. Por aquel entonces yo había comprendido el carácter del señor Leavenworth casi tan bien como el de su sobrina, y sabía que sería inflexible en asuntos de tal género y que, al chocar las voluntades de ambos, ocurriría algo que me daría poder sobre ella. Lo único que me molestaba era no saber el nombre del individuo por quien Mary se interesaba. Pero la casualidad me favoreció muy pronto. Un día, hará cosa de un mes, me senté a abrir el correo como de costumbre; una de las cartas (¿cómo olvidarla?) decía así:

Residencia Hoffman

1 de marzo de 1896

Señor Horatio Leavenworth

Querido señor:

Tiene una sobrina a quien quiere y cree, y que parece digna de todo el amor y confianza que usted u otro hombre puedan concederle, pues así de hermosa, encantadora y tierna es, en rostro, figura, modales y conversación. Pero, querido señor, no hay rosa sin espinas, y la de usted no es excepción a la regla. Amable como es, encantadora como es, tierna como es, no sólo es capaz de pisotear los derechos de quien creyó en ella, sino de desgarrar el corazón y destrozar el alma de aquél a quien debe toda consideración, todo honor y todo miramiento.

Si no quiere creer esto, pregunte a su cruel y hechicero rostro quién y qué es su humilde servidor.

H R C

Si una bomba hubiera estallado a mis pies o se me hubiera aparecido el diablo en persona, no habría quedado más lleno de estupor. No sólo me era desconocido el firmante de aquella carta, sino que ésta provenía de un hombre que se consideraba dueño de Mary, posición que yo aspiraba a ocupar. Por unos minutos me dominaron amarguísimos sentimientos de cólera y desesperación. Después me tranquilicé, pues comprendí que con aquella carta en mi poder me convertía en el árbitro del destino de Mary. Otro hombre la habría solicitado en seguida y, amenazándola con poner la carta en manos de su tío, habría obtenido de ella una mirada suplicante, que no otra cosa. Pero mis planes eran mucho más profundos. Yo comprendía que no podría conquistarla a no ser que ella se encontrara en una situación extrema. Decidí que la carta pasara a manos del señor Leavenworth, pero estaba abierta. ¿Cómo me las compondría para dársela sin que sospechara? No se me ocurrió más que un medio; abrirla delante de él, a su juicio por primera vez. Esperé a que entrara en la biblioteca y me acerqué a él con la carta en la mano, simulando rasgar el sobre. Lo abrí, eché una mirada rápida a la carta y la dejé delante de él en la mesa.

—Parece una carta particular —dije—, aunque el sobre no trae la señal de costumbre.

El señor Leavenworth la cogió estando yo allí. Al leer las primeras palabras se estremeció y me miró, pareciendo convencido por mi actitud de que no había leído lo bastante para comprender la naturaleza de la carta; dando media vuelta en la silla, devoró silenciosamente las últimas frases. Esperé un momento y después me senté en mi sitio. Pasaron en silencio uno o dos minutos, durante los cuales evidentemente releyó la carta; después se levantó apresuradamente y salió de la habitación. Al pasar por mi lado, pude verle el rostro en el espejo. Su expresión no aminoró la esperanza que cundía en mi pecho.

Le seguí escalera arriba casi inmediatamente y me aseguré de que entraba en el cuarto de Mary Pocas horas después, cuando la familia se reunió para comer, comprendí que una barrera enorme e infranqueable se había alzado entre él y su sobrina favorita.

Pasaron dos días que fueron para mí de larga y mortal incertidumbre. ¿Habría contestado aquella carta el señor Leavenworth? ¿Terminaría todo como había empezado, sin que apareciera en escena aquel misterioso Clavering? No lo sabía.

Entretanto mi monótono trabajo continuaba, oprimiéndome el corazón bajo sus incansables ruedas. Yo escribía, escribía, escribía, hasta el punto de que cada gota de tinta que gastaba me parecía sangre de mis venas. Siempre avizor y escuchando, sin atreverme a levantar la cabeza o los ojos a cada ruido anormal que se oía, no pareciera que estaba espiando. A la tercera noche tuve un sueño. Ya se lo conté al señor Raymond, por lo cual no he de repetirlo aquí. Sin embargo, quiero rectificar un detalle. Le dije que el rostro del hombre a quien vi alzar la mano contra mi jefe era el del señor Clavering. ¡Mentí! El rostro que vi en sueños era el mío, y eso fue lo que me horrorizó; en la agazapada figura que se deslizaba cautelosa escalera abajo vi mi propio cuerpo como en un espejo. Por lo demás, mi relato era cierto.

Aquella visión me produjo un efecto horrible. ¿Era un aviso, un augurio del procedimiento con que iba a conquistar a la codiciada criatura? ¿Era la muerte de su tío el puente que franquearía el abismo que nos separaba? Empecé a sospechar que podía serlo, a considerar las probabilidades de que aquella senda fuera la única que me llevara a mi Elíseo; hasta llegué a imaginar su hermoso rostro inclinándose agradecido hacia mí, a través del gozo que le ocasionaba librarse súbitamente de una situación apuradísima. Lo cierto es que, de escoger dicho camino, sabría cómo recorrerlo. Y durante todo el día de aturdimiento y lobreguez que siguió, experimenté repetidas visiones de aquella figura furtiva e intencionada que bajaba la escalera cautelosamente y entraba, con el revólver amartillado, en la habitación de mi incauto jefe. Pero no supuse que ese momento estuviera tan cerca. Ni siquiera aquella noche, cuando le dejé tras compartir con él el vaso de jerez que mencioné en el sumario, tenía idea de que la hora estaba cerca. Pero cuando, tres minutos después de subir a mi cuarto, oí un ruido de faldas en el vestíbulo, y vi a Mary Leavenworth pasar por delante de mi cuarto, en dirección a la biblioteca, comprendí que había llegado la hora fatal; que en aquella habitación se iba a decir o hacer algo que me forzaría a actuar. ¿Qué iba a pasar? Determiné averiguarlo; recordé que el tubo ventilador que atravesaba toda la casa se abría primero en el pasillo que comunicaba la biblioteca con el cuarto del señor Leavenworth y luego con una gran habitación contigua a la mía. Abrí la puerta de comunicación entre los cuartos y me coloqué junto a la abertura del tubo. Instantáneamente llegó a mis oídos ruido de voces. Abajo estaba todo abierto, y desde mi puesto oí todo cuanto hablaron Mary y su tío, como si estuviera en la misma biblioteca. ¿Qué escuché? Lo bastante para convencerme de que eran ciertas mis sospechas, de que aquél era un momento vital para ella, que el señor Leavenworth, en cumplimiento de una amenaza, formulada sin duda hacía algún tiempo, estaba a punto de revocar un testamento, y que Mary había ido a suplicarle que le perdonara su falta y la volviera a su gracia. No supe qué falta era aquélla, porque no se nombró al señor Clavering como su marido. Tan sólo oí a Mary confesar que su acción había nacido de un impulso más que del amor, que se arrepentía de ella y que no deseaba otra cosa que verse libre de sus compromisos con un hombre a quien quería olvidar, y volver a ser para su tío lo que fue antes de conocer a aquel hombre. Cuando un momento más tarde oí contestar al tío, con severísimo tono, que Mary había perdido irreparablemente el derecho a gozar de su favor y consideración, no necesité oír su amargo grito de vergüenza y desengaño, ni el gemido ahogado pidiendo auxilio, para sentir la idea del crimen grabada en mi corazón. Volví a mi cuarto, esperé hasta que oí a Mary subir de nuevo y bajé furtivamente. Tranquilo como no lo he estado en mi vida, bajé la escalera tal como me había visto a mí mismo en sueños y, dando un golpecito en la puerta de la biblioteca, entré en ella. El señor Leavenworth estaba escribiendo, sentado en su sitio de costumbre.

—Dispénseme —le dije cuando alzó la vista—. He perdido el libro de notas, y creo que se me cayó en el pasillo cuando traje el vino.

No me contestó, y apresuradamente me dirigí al pasillo. Una vez allí, entré con rapidez en la alcoba, cogí el revólver, volví y, antes casi de comprender lo que hacía, me puse detrás de él, apunté e hice fuego. El resultado es conocido de todos: su cabeza se desplomó hacia adelante sin un solo grito, y Mary Leavenworth fue dueña de los millones que codiciaba.

Mi primer pensamiento fue procurarme la carta que estaba escribiendo. Me acerqué a la mesa; la cogí, vi que contenía, como esperaba, instrucciones para su abogado y me la metí en el bolsillo junto con la carta del señor Clavering, que estaba manchada de sangre sobre la mesa. Hasta entonces no pensé en mí mismo, ni en el eco que aquel brusco disparo debió de despertar en la casa. Dejé caer el revólver al lado del cadáver y me dispuse a gritar a cualquiera que entrara que el señor Leavenworth se había suicidado. Pero, por fortuna, no tuve que cometer semejante locura. El disparo no había sido oído, y de serlo no había alarmado a nadie. Nadie entró, y pude contemplar tranquilamente mi obra y reflexionar en lo que debía hacer para que no me descubrieran. Me fijé un momento en la herida de la cabeza y me convencí de la imposibilidad de que se considerara un suicidio u obra de un ratero. Para todos sería un caso de asesinato deliberado. Mi única esperanza estaba en presentarlo tan misterioso como deliberado, destruyendo toda pista en cuanto al móvil y realización del crimen. Recogí el revólver y lo llevé a la alcoba con intención de limpiarlo, pero, no hallando con qué hacerlo, volví por el pañuelo que había visto en el suelo a los pies del señor Leavenworth. Era de la señorita Eleanore, pero no me fijé en ello hasta que hube limpiado el cañón; entonces, la vista de sus iniciales me sorprendió tanto, que olvidé limpiar el cilindro, y sólo pensé en cómo hacer desaparecer aquel pañuelo utilizado para un fin tan sospechoso. No me atreví a sacarlo de la habitación, así que comprometí el asunto escondiéndolo detrás de un almohadón de uno de los sillones, a la espera de poder recobrarlo al día siguiente, cuando tuviera oportunidad de quemarlo. Hecho esto, volví a cargar el revólver, lo guardé en su sitio y me preparé para salir de la biblioteca. Pero entonces me sobrecogió como un rayo el horror que suele seguir a tales crímenes, y por vez primera me hizo olvidar la situación. Cerré la puerta al salir, lo que no habría hecho de hallarme en el pleno uso de mis facultades. Y no comprendí mi desatino hasta que llegué a lo alto de la escalera. Entonces ya era tarde, porque, delante de mí, con una vela en la mano, y con la sorpresa pintada en el rostro, me miraba Hannah, una de las criadas.

—¿De dónde viene, señor? —exclamó en voz baja, por extraño que parezca—. Parece que haya visto un fantasma.

Y clavó la vista, con sospecha, en la llave que yo llevaba en la mano.

Me pareció que me agarraban por el cuello. Me metí la llave en el bolsillo, y di un paso hacia la muchacha.

—Te diré lo que he visto si vienes abajo —susurré—. De hablar aquí, despertaríamos a las señoras.

Y serenándome cuanto pude, la cogí de la mano y la atraje hacia mí. Cuando vi la mirada que me lanzó, y la alegría con que se dispuso a seguirme, recobré alientos, recordando las muestras que tenía del irracional influjo qué ejercía yo sobre aquella niña.

La conduje al piso inferior y le dije del modo menos alarmante posible lo que acababa de ocurrirle al señor Leavenworth. Se agitó mucho, pero no gritó, por lo que, muy consolado, continué diciéndole que no sabía quién era el autor del crimen, pero que la gente creería que era yo si se sabía que me habían visto en la escalera, con la llave de la biblioteca en la mano.

—Pero yo no lo diré —me dijo, temblando horrorosamente—. Diré que no he visto a nadie.

Mas no tardé en convencerla de que no podría guardar el secreto si la policía le preguntaba, y, tras proseguir mi argumentación con unos cuantos halagos, conseguí convencerla para que se marchara de la casa hasta que hubiera pasado la tormenta. Hasta que no prometí casarme con ella algún día, si me obedecía ciegamente, no empezó ella a estudiar la situación y a mostrar algo de la inteligencia que poseía.

—Si puedo llegar a R*** —me dijo—, seguro que la señora Belden me esconderá si le digo que me envía la señorita Mary Leavenworth. Pero no puedo ir allí esta noche.

Puse manos a la obra para convencerla de que sí podía. El tren de medianoche no salía hasta dentro de media hora, y quince minutos bastaban para llegar cómodamente a la estación. ¡Pero no tenía dinero! Se lo proporcioné yo. ¡Temía perderse en el camino! Le di indicaciones muy precisas. Pero seguía dudando, hasta que finalmente cedió y, tras hacerle comprender el método que emplearía yo para comunicarme con ella, bajamos las escaleras. Encontramos un chal y un sombrero de la cocinera que entregué a Hannah, y en un momento estuvimos en el patio.

—Recuerda que no has de decir ni una palabra de esto, pase lo que pase —susurré a modo de despedida cuando se volvió para alejarse.

—Recuerde que algún día se ha de casar conmigo —me dijo en respuesta, echándome los brazos al cuello. Probablemente entonces dejó caer la vela que llevaba en la mano.

De la horrible agitación que siguió a la desaparición de la joven puedo dar una idea si digo que no sólo cometí el error de cerrar de nuevo la casa al entrar, sino que olvidé desembarazarme de la llave que llevaba en el bolsillo. El rostro pálido de Hannah, y su mirada de terror al apartarse de mi lado, permanecían continuamente ante mi vista. ¡Si fallaba algo! ¡Si volviera o la hicieran volver! ¡Si al bajar al día siguiente la escalera volviera a verla pálida y aterrada! Aquello era una pesadilla. Empecé a pensar que no podría llegar a aquella distante aldea sin que la detuvieran, que me había vendido al hacer marchar a la pobre niña… que con ella había lanzado al mundo una señal de peligro… ¡Peligro que me apuntaría al despuntar la mañana siguiente!

Pero esos pensamientos se desvanecieron al darme cuenta del peligro que corría mientras tuviera en mi poder la llave y los papeles. ¡Debía librarme de ellos! No me atrevía ni a salir de la habitación ni a abrir la ventana. Alguien podría verme y recordarlo. Hasta me daba miedo moverme en mi cuarto. El señor Leavenworth podría oírme. Sí, mi terror había llegado hasta ese extremo… Tenía miedo de alguien cuyos oídos yo mismo había tapado para siempre y al que imaginaba en su lecho del piso de abajo, alerta al menor ruido.

Pero la necesidad de destruir las pruebas de mi culpabilidad acabó imponiéndose a esa ansiedad morbosa y, tras sacar las dos cartas del bolsillo, escogí la más peligrosa de las dos, la escrita por el señor Leavenworth, y la mastiqué hasta convertirla en una pulpa que tiré a un rincón; pero la otra estaba manchada de sangre, y nada, ni aun la esperanza de mi salvación, me habría decidido a llevármela a los labios. Me vi obligado a acostarme manteniéndola estrujada en la mano, y así estuve hasta que despuntó el alba, teniendo siempre ante los ojos la imagen de Hannah.

Más con la luz del día llegó la esperanza. No sabría decir si fue la luz del sol reflejada en la pared lo que me hizo pensar en Mary y en todo lo que estaba dispuesto a hacer por ella o si me limité a recuperar mi estoicismo natural. Sólo sé que me levanté tranquilo y dueño de mí mismo. Resolví el problema de la carta y de la llave. Las dejaría a la vista, confiando en que por ello mismo pasarían desapercibidas. Hice pedazos la carta, los lleve a la despensa y los metí en un tarro. Después cogí la llave, bajé la escalera y quise ponerla en la puerta de la biblioteca. Pero la señorita Eleanore, que bajó casi inmediatamente después de mí, imposibilitó mi intento. Sin embargo, conseguí dejar caer la llave, sin que ella lo notara, en el segundo vestíbulo; y bajé al comedor muy dueño de mí. Mary estaba allí, terriblemente pálida y descorazonada, y cuando sus ojos se cruzaron con los míos, pues se volvió para mirarme cuando entré, estuve a punto de reírme a carcajadas al pensar en la liberación que le proporcionaría y en el momento en que me proclamase ante ella responsable de todo.

No necesito contar detalladamente la alarma que siguió, ni mi conducta de entonces. Me porté exactamente como lo habría hecho de no haber cometido el crimen. Hasta renuncié a ir por la llave y a la despensa, y a hacer cualquier movimiento que no pudiera ver todo el mundo. Afortunadamente, no había en la casa ni una sombra de sospecha contra mí; pues tampoco era yo, el secretario trabajador y paciente, cuya pasión por una de las sobrinas de su jefe era desconocida hasta por la dama en sí, persona sospechosa de cometer un crimen que lo dejaría en la calle. De modo que cumplí con todos los deberes de mi posición, llamando a la policía y yendo a buscar al señor Veeley, tal y como habría hecho si el espacio de tiempo entre que dejé por primera vez al señor Leavenworth y bajé a desayunar hubiera sido borrado de mi mente consciente.

La misma apariencia normal revistió mi actitud durante el sumario. Me había decidido a responder a cuantas preguntas se me hicieran con toda la verdad posible. El gran defecto de los culpables es mentir demasiado, contradiciéndose en cosas esenciales. Pero ¡ay! Al proyectar esto para mi propia seguridad, olvidé que colocaba en peligrosa situación a Mary Leavenworth, única beneficiada por el crimen. Hasta que un jurado no infirió, por la cantidad de vino encontrado esa mañana en el vaso del señor Leavenworth, que lo habían matado al poco de dejarlo yo, no me di cuenta de que había motivos para que sospecharan de ella al admitir yo que oí un crujir de faldas a los pocos minutos de subir a mi cuarto. El que todos los presentes creyeran que quien pasó fue Eleanore no me tranquilizaba. Estaba tan completamente al margen del crimen que no supuse que las sospechas hacia ella pudieran mantenerse más allá de un breve lapso de tiempo. Pero Mary… Si hubiera descendido ante mí un telón en el que se hubiera pintado su futuro tal y como se ha desarrollado, no habría podido ver con más claridad cuál sería su situación si la atención de todos se centraba en ella. Más tarde, tratando inútilmente de enmendar mi torpeza, empecé a mentir. Obligado a admitir que se había traslucido cierta sombra de disgusto en la familia, eché la culpa a Eleanore, pues era la que estaba en mejores condiciones de soportarla, y añadí la negativa de que el señor Leavenworth hubiera recibido ninguna carta que pudiera explicar el crimen. Las consecuencias fueron más serias de lo que anticipé. No sólo se probó que se había empleado para el asesinato el revólver del señor Leavenworth, y por una persona de la casa, sino que yo mismo me vi obligado a confesar que Eleanore me había preguntado, poco tiempo antes, cómo se cargaba, apuntaba y disparaba aquel mismo revólver, en una maldita coincidencia obra del mismo diablo.

Mucho temí la declaración de las damas. Si en su inocencia confesaban que, después de subir yo, había ido Mary al cuarto de su tío con el propósito de persuadirle de que no hiciera lo que ya pensaba, ¡qué consecuencias habría tenido eso! Pero la situación fue la siguiente: Eleanore, con cierta sombra de razón, según parece, no sólo sospechaba de su prima, sino que le había comunicado su sospecha; y Mary, muerta de terror al ver que algunos indicios circunstanciales parecían acusarla, decidió negar todo cuanto la perjudicara, confiando en la generosidad de Eleanore para que no la contradijese. Aunque, por la actitud que adoptó Mary, Eleanore se vio obligada a fortalecer las sospechas que contra ella pesaban, no sólo no contradijo a su prima, sino que, cuando una respuesta habría podido perjudicarla, se negó a contestarla, pues era incapaz de decir una mentira, ni siquiera para salvar a alguien que le era especialmente querido.

Su conducta tuvo un efecto en mí, el de despertar mi admiración y hacerme pensar que era una mujer merecedora de ayuda, en caso de poder brindársela sin ponerme a mí mismo en peligro. Pero dudo que mi compasión me hubiera conducido a hacer alguna cosa de no haber percibido yo, por el énfasis puesto en algunas cuestiones bien conocidas, que el peligro nos acechaba a todos mientras la carta y la llave estuvieran en la casa. Aun antes de que se descubriera el pañuelo, me había decidido yo a intentar la destrucción de aquellos objetos; pero cuando apareció el pañuelo, me alarmé de tal suerte, que me levanté en seguida y, marchándome con un pretexto a los pisos superiores, recogí la llave y los fragmentos de la carta y bajé con ellos al cuarto de Mary esperando quemarlos en él. Pero para gran contrariedad mía, sólo vi unas ascuas medio apagadas en la chimenea; y al instante oí que alguien subía la escalera. Temiendo las consecuencias de que me hallaran en aquella habitación, eché los fragmentos retorcidos en la caja del carbón y me dirigí a la puerta. Pero en el rápido movimiento que hice, se me cayó la llave de la mano, que fue a parar bajo una silla. Espantado por mi torpeza, me detuve, pero el ruido de pasos acercándose me hizo perder todo el dominio de mí mismo y huí de la habitación. Apenas había llegado a mi cuarto cuando al final de la escalera apareció Eleanore, seguida de dos criadas, y se dirigió a la habitación de la que yo acababa de salir. Aquello me tranquilizó, porque pensé que vería la llave y que arbitraría algún medio de ocultarla; y siempre he supuesto que lo hizo, porque no he vuelto a saber nada de la llave ni de la carta. Esto pudo explicar por qué no despertó gran ansiedad en mí la dudosa situación en que Eleanore se halló en seguida. Creí que las sospechas de la policía no descansaban en nada más tangible que en su sorprendente actitud durante el sumario y en el descubrimiento de su pañuelo en el escenario de la tragedia. No sabía yo que los policías poseyeran lo que podían llamar prueba absoluta de su conexión con el crimen. Pero incluso de saberlo, dudo que hubiera tomado otro rumbo. El peligro de Mary era el único capaz de conmoverme, y no creí que existiese tal peligro para ella. Al contrario, todos parecieron ignorar cualquier apariencia de culpa en ella, como si fuera de mutuo acuerdo. Si el señor Gryce, al que pronto aprendí a temer, hubiera dado muestras de sospechar algo, o si el señor Raymond, a quien no tardé en reconocer como mi más persistente aunque involuntario enemigo, hubiera demostrado la menor desconfianza hacia ella, me habría dado por avisado. Pero no fue así, y me dejé llevar por esa falsa seguridad, permitiendo que transcurrieran los días sin temer por ella, aunque no sin mil ansiedades por mí mismo. La existencia de Hannah excluía toda sensación de seguridad personal. Ante la insistencia con que la buscaba la policía, me hallaba yo en un estado continuo de horrible incertidumbre.

Al mismo tiempo se iba abriendo paso en mi ánimo la certeza infeliz de que había perdido, en vez de ganarlo, todo poder sobre Mary Leavenworth. No sólo experimentaba ésta un horror terrible ante el suceso que ponía a su disposición todas las riquezas de su tío, sino que, debido a lo que creo fue la influencia del señor Raymond, empezó a dar muestras de estar perdiendo, hasta cierto punto, esas virtudes espirituales y de carácter que me habían hecho esperar ganármela con ese acto sangriento. Ese descubrimiento casi me volvió loco. Bajo el terrible disimulo que me había impuesto, pasaba yo la vida en un estado de ánimo rayano en frenesí. Muchas muchas veces interrumpía mi trabajo para secar la pluma y dejarla a un lado creyendo que no podría contenerme ni un momento más, pero volvía a retomarla para continuar con mi tarea. El señor Raymond ha mostrado a veces su admiración al verme sentado en la silla del difunto. ¡Santo cielo! Si era mi única salvaguardia. Al mantener siempre presente el asesinato, podía contenerme para no acometer alguna imprudencia.

Por fin llegó un momento en que no pude sofocar por más tiempo mi agonía. Al bajar una noche la escalera con el señor Raymond, vi un caballero desconocido en el salón, mirando a Mary Leavenworth de un modo que me habría encendido la sangre aunque no le hubiese oído decir las palabras: «Pero tú eres mi esposa, y lo sabes, digas o hagas lo que quieras».

Fue como si me alcanzara un rayo. Después de todo lo que había hecho para que fuera mía, oír que otro la reclamaba como suya me dejó aturdido, enloquecido. Me obligaba a actuar. O gritaba de furia o propinaba a ese hombre algún golpe terrible movido por mi odio. No me atreví a gritar, así que golpeé. Le pregunté su nombre al señor Raymond, y al oír que, como yo esperaba, era Clavering, lancé a los cuatro vientos toda precaución, razón y sentido común y en un arrebato de furor lo acusé de ser el asesino del señor Leavenworth.

Un instante después habría dado un mundo por retirar mis palabras. Lo que había hecho no podía menos que llamar la atención sobre mí mismo, que acusaba de tal suerte a un hombre contra quien nada podía probarse. Pero ya era imposible retroceder. Por lo tanto, tras pensarlo toda una noche, adopté la mejor solución, esto es, dar una razón supersticiosa a mis actos, recuperando así mi anterior situación sin erradicar de la mente del señor Raymond esa duda acerca del hombre que tanto exigía mi cordura. Pero no tenía intención de ir más allá, y no lo habría hecho de no darme cuenta de que el señor Raymond tenía razones para sospechar del señor Clavering. Y ya se apoderó de mí el deseo del desquite, y me pregunté si era posible echar sobre sus hombros el peso del crimen. Sin embargo, no creo que hubiera proseguido en mi intento de no oír una conversación entre dos criadas por la que supe que al señor Clavering se le había visto entrar en la casa la noche del crimen, pero no salir de ella. Esto me decidió. ¿Qué no podía aspirar a lograr con semejante punto departida? Ya sólo Hannah se interponía en mi camino. Mientras permaneciera con vida, sólo veía ruina ante mí. Resolví hacerla desaparecer y satisfacer mi venganza del señor Clavering con un mismo golpe. Pero ¿cómo? ¿De qué modo podía llegar hasta ella sin abandonar mi puesto de trabajo ni despertar sospechas? El problema parecía irresoluble, pero Trueman Harwell no llevaba tanto tiempo haciendo el papel de una máquina sin conseguir nada. Tras pasar un día estudiando el asunto, lo tuve resuelto, y vi que la única forma de llevar a cabo mis planes era inducirla a que se suicidara.

En cuanto maduré esta idea, me apresuré a actuar, tomando toda clase de precauciones al saber el tremendo riesgo que corría. Me encerré en mi cuarto y le escribí una carta con mayúsculas, pues ella me había dicho que no sabía leer de otro modo, y en ella jugué con su ignorancia, con su estúpido cariño y con su superstición irlandesa, diciéndole que soñaba con ella cada noche y que dudaba que ella soñara conmigo; así que le incluía un filtro que, si lo usaba siguiendo mis instrucciones, le haría tener hermosísimas visiones. Las instrucciones le pedían primero quemar mi carta, luego sostener el sobre que tuve buen cuidado de cerrar, tragarse los polvos que le adjuntaba y acostarse en la cama. Los polvos eran una dosis letal de veneno, y el sobre, como saben todos, contenía una confesión falsa en la que se acusaba del crimen a Henry Clavering. Lo metí todo en un sobre en cuya esquina puse una cruz y lo dirigí, según lo convenido, a la señora Belden.

Entonces siguió el periodo de mayor incertidumbre que había experimentado. Aunque me había contenido para no poner mi nombre en el sobre, sentía que las posibilidades de que me identificaran eran muy grandes. Los resultados serían gravísimos si ella se apartaba lo más mínimo de las instrucciones dadas. Si abría el sobre cerrado, desconfiaba de los polvos, se confiaba a la señora Belden o no quemaba mi carta, todo estaría perdido. No podría saber lo que haría o conocer el resultado de mi plan salvo por los periódicos. Espiaba los menores movimientos de cuantos me rodeaban, devoraba las noticias telegráficas y me estremecía cada vez que sonaba la campanilla. Cuando, hace pocos días, leí en el periódico que había muerto la mujer a quien temía, ¿creen ustedes que experimenté alguna sensación de consuelo?

Pero ¿por qué hablar de eso? Hace seis horas que llegó la orden de arresto del señor Gryce y… Que las paredes de este calabozo y esta confesión digan el resto. Yo ya no soy capaz de hablar o de moverme.

Descargar Newt

Lleva El caso Leavenworth contigo