El caso Leavenworth

XIX. En mi despacho

XIX

En mi despacho

Algo entre un estorbo y una ayuda.

W W, .

Al día siguiente llegué a mi despacho con los nervios excitados y el cerebro agotado.

—Señor, un caballero le espera en su sala privada —me anunciaron a modo de saludo—. Lleva un rato esperando, muy impaciente.

Cansado, sin ganas de consultar con ningún cliente, fuera nuevo o viejo, me dirigí al despacho con paso reacio, y al abrir la puerta vi… al señor Clavering.

Demasiado sorprendido para hablar en aquel momento, le saludé en silencio con una inclinación de cabeza, tras la cual él se me acercó con el aire y la dignidad de un caballero perfectamente educado y me presentó su tarjeta, en la que vi escrito con hermosos caracteres su nombre completo: Henry Ritchie Clavering. Después se excusó por presentarse con tan poca ceremonia, y dijo ser forastero en la ciudad, que su asunto era de grandísima urgencia, que había oído hablar muy bien de mí como abogado y caballero y que se había aventurado a solicitar aquella entrevista en nombre de un amigo en situación tan desgraciada como para necesitar la opinión y el consejo de un letrado acerca de un asunto que no sólo estaba relacionado con una circunstancia extraordinaria, sino que era peculiarmente embarazosa para él, debido a su ignorancia de las leyes estadounidenses y a las implicaciones legales de aquellos hechos.

Habiendo captado de esta suerte mi atención, así como despertado mi curiosidad, me preguntó si le permitía relatarme su historia. Una vez recuperado en buena medida de mí asombro, y dominando la repulsión extrema, casi horror, que me inspiraba aquel hombre, le expresé mi asentimiento, en vista de lo cual sacó del bolsillo un cuaderno de notas en el que leyó en resumen lo que sigue:

—Un inglés que viaja por este país conoce, en un balneario elegante, a una joven americana de quien se enamora perdidamente y con la cual quiere casarse a los pocos días. Siendo de buena posición, de fortuna crecida y con intenciones honorables, ofrece su mano a la joven y es aceptado. Pero como la familia se opone decididamente al enlace, se ve obligado a ocultar sus sentimientos, aunque el compromiso queda en pie. Estando las cosas en esa incertidumbre, recibe de Inglaterra un aviso que exige su regreso inmediato y, alarmado ante la perspectiva de una larga ausencia, escribe a la dama para informarla de las circunstancias y proponerle un matrimonio secreto. Ella consiente con condiciones, la primera de las cuales es que él se vaya de su lado nada más concluir la ceremonia, y la segunda, que le entregue la declaración pública del matrimonio. Esto no era precisamente lo que él deseaba, pero cualquier cosa que la hiciera suya le resultaba aceptable en semejante momento de crisis, y acepta al punto lo que ella le propone. Se reúne con la dama en una parroquia, a unas veinte millas del balneario donde ella se aloja, se planta con ella ante un cura metodista y se celebra la ceremonia del matrimonio. Había dos testigos, un criado del sacerdote, llamado para el caso, y una señora que fue con la novia; pero no se disponía de licencia, y la novia no tenía cumplidos los veintiuno. ¿Fue legal el matrimonio? Si la dama casada de buena fe con mi amigo decide negar ahora que es su legítima esposa, ¿puede él obligarla a cumplir con el deber adquirido de manera tan informal? En una palabra, señor Raymond, ¿es mi amigo el legítimo esposo de la joven o no?

Mientras escuchaba esta historia, descubrí que mis sentimientos eran diferentes de los que había experimentado al recibirlo un momento antes. Me interesó tanto el caso de su amigo, que por un momento olvidé por completo que había visto y oído antes a Henry Clavering; y tras saber que la ceremonia de matrimonio se había llevado a cabo en el estado de Nueva York, le contesté, poco más o menos, con las siguientes palabras: —En este estado, y creo que es ley americana, el matrimonio es un contrato civil que no requiere licencia, sacerdote, ceremonia o certificado; y, en ciertos casos, ni siquiera los testigos son necesarios para darle validez. Antiguamente, la forma de conseguir esposa era la misma que la de adquirir cualquier otra clase de propiedad, y las cosas no han cambiado mucho en nuestros tiempos. Basta con que el hombre y la mujer se digan mutuamente: «desde este momento estamos casados», o «tú eres mi mujer», o «mi marido», según los casos. Lo único necesario es el consentimiento mutuo. De hecho, puede usted contraer matrimonio igual que contrata un préstamo de dinero o compra alguna chuchería.

—¿De modo que opina…?

—Que según su relato, su amigo es el legítimo esposo de la dama en cuestión; siempre y cuando no exista impedimento legal para el enlace por parte de alguno de los dos. En cuanto a la edad de la señorita, sólo diré que cualquier jovencita de catorce años puede ser parte en un contrato de boda.

El señor Clavering inclinó la cabeza, su rostro expresaba una gran satisfacción.

—Me alegra mucho saberlo —dijo—. La felicidad de mi amigo depende por completo de ese matrimonio.

Pareció tan aliviado que despertó aún más mi curiosidad.

—Le he dado mi opinión en cuanto a la legalidad del matrimonio; pero algo muy distinto es probarla en caso de recurrirla.

Se sobresaltó, lanzándome una mirada inquisitiva.

—Cierto —murmuró.

—Permítame hacerle unas cuantas preguntas. ¿Se casó la dama con su verdadero nombre?

—Así es.

—¿Y el caballero?

—También.

—¿Recibió la dama la partida de matrimonio?

—Sí.

—¿Debidamente firmada por el sacerdote y los testigos?

Inclinó la cabeza afirmativamente.

—¿La guardó ella?

—No lo sé, pero presumo que sí.

—¿Los testigos eran…?

—Un criado del sacerdote.

—¿Qué puede ser hallado?

—Que no puede ser hallado.

—¿Muerto o desaparecido?

—El sacerdote ha muerto, el criado ha desaparecido.

—¡El sacerdote ha muerto!

—Hace tres meses.

—¿Cuándo fue el matrimonio?

—En julio pasado.

—¿Y el otro testigo, la señora amiga, dónde está?

—Se la puede encontrar, pero no hay que contar con ella.

—¿Y no tiene el caballero pruebas del matrimonio?

El señor Clavering negó con la cabeza.

—Ni siquiera puede probar que estaba aquel día en el pueblo donde se llevó a cabo.

—Sin embargo, la partida de matrimonio sería archivada por el notario de la aldea —dije.

—No lo fue, señor.

—¿Cómo es eso?

—No sabría decirlo. Sólo sé que mi amigo ha hecho pesquisas y que no se puede encontrar tal documento.

Me eché hacia atrás lentamente y le miré.

—No me sorprende que su amigo esté inquieto respecto a su situación, si lo que insinúa es cierto y la dama parece dispuesta a negar que semejante ceremonia tuviera lugar. Aun así, si su amigo desea recurrir a la ley, los tribunales todavía podrían fallar en su favor, aunque lo dudo. No puede contar más que con su palabra, y de contradecirle ella bajo juramento, las simpatías del jurado por regla general suelen estar de parte de la mujer.

El señor Clavering se levantó, me miró con cierta ansiedad y, finalmente, me preguntó, con tono que, aunque algo alterado, nada había perdido de su anterior calidez, si tendría la bondad de darle por escrito la parte de mi opinión referente a la legalidad del matrimonio; que tal papel convencería a su amigo de que se había presentado bien su caso, pues era consciente de que ningún abogado respetable firmaría una opinión legal sin haber llegado antes a sus conclusiones por un examen completo de la ley concerniente a los hechos consultados.

Como la petición parecía razonable, accedí sin vacilar y le di mi dictamen por escrito. Él lo tomó y, tras leerlo cuidadosamente, lo copió detalladamente en su cuaderno de notas. Una vez hecho esto, se volvió hacia mí, y su rostro evidenciaba una fuerte emoción, reprimida hasta entonces.

—Ahora, señor —dijo, irguiendo ante mí su majestuosa figura—, sólo me resta pedirle una cosa; esto es, que se quede con este dictamen y que si un día piensa llevar al altar a una mujer hermosa, reflexione primero y pregúntese: «¿Estoy seguro de que está libre la mano que estrecho con fervor tan apasionado? ¿Tengo la certeza de que no la ha entregado ya, como la de esta dama que, en mi opinión, he declarado que es una mujer casada con arreglo a las leyes de mi país?».

—¡Señor Clavering!

Pero él realizó una cortés reverencia y posó la mano en el pomo de la puerta.

—Le agradezco su amabilidad, señor Raymond, y me despido de usted. Espero que no tenga necesidad de consultar ese papel antes de que volvamos a vernos.

Y se marchó tras hacer otra reverencia.

Fue el golpe más fuerte que había experimentado hasta entonces y me quedé paralizado por un momento. ¡Yo! ¡Yo! ¿Por qué me mezclaba en este asunto? A no ser que… Pero no quise ni admitir esa probabilidad. ¡Eleanore casada, y con ese hombre! ¡No, no, todo menos eso! A pesar de ello, empecé a darle vueltas sin cesar a esa suposición, hasta que, huyendo del tormento de mis propias conjeturas, cogí el sombrero y me eché a la calle con la esperanza de encontrarlo y pedirle una explicación de su misteriosa conducta. Pero cuando llegué a la acera, no le pude ver por ninguna parte. Un millar de hombres, movidos por diferentes asuntos y propósitos, se había interpuesto entre nosotros, y me vi obligado a volver al despacho sin aclarar mis dudas.

No creo que ningún día me haya parecido tan largo como ése, pero por fin se acabó, y a las cinco de la tarde tuve la satisfacción de preguntar por el señor Clavering en la Residencia Hoffman. ¡Imaginen mi sorpresa al saber que su visita a mi despacho había sido su última diligencia antes de embarcarse en el vapor que zarpaba aquel día para Liverpool; ya estaba en alta mar y yo había perdido toda ocasión de volver a verlo! En los primeros momentos, apenas pude creerlo, pero tras hablar con el cochero que le había recogido de mi despacho y luego lo había llevado hasta el vapor, quedé convencido. Mi primer sentimiento fue de vergüenza. Me había visto cara a cara con el acusado, había recibido de su parte la sugerencia de que no esperaba volver a verme en un tiempo, y luego me había dedicado a mis asuntos, dándole tiempo a escapar, como el idiota que era. Mi segundo pensamiento fue la necesidad de notificar al señor Gryce la partida de aquel hombre. Pero ya eran las seis en punto, hora fijada para mi entrevista con el señor Harwell. Como no podía faltar a ella, me limité a enviar dos letras al señor Gryce, prometiéndole mi visita para aquella noche, y dirigí mis pasos hacia casa. Encontré al señor Harwell esperándome allí.

Descargar Newt

Lleva El caso Leavenworth contigo