II. La investigación del juez instructor
II
La investigación del juez instructor
Una miniatura de la forma gigantesca
que tendrá la masa de las cosas venideras.
W S, , 1-3.
La repentina inundación de luz que procedía de varias ventanas abiertas me deslumbró durante unos minutos; después, a medida que las cosas que iba viendo en contraste empezaban a adquirir nitidez, reviví esa sensación de doble personalidad que algunos años antes experimenté a consecuencia de un uso forzado del éter. Y tal como entonces me pareció estar viviendo dos vidas al tiempo, en dos lugares distintos, y con dos series separadas de hechos, así en este momento me pareció también que mi mente se dividía en dos líneas de pensamiento irreconciliables; pues la suntuosa morada, el esmerado mobiliario, los pequeños atisbos del pasado que evocaba el piano abierto con las partituras en su sitio, junto a un precioso abanico femenino, atraían mi atención tanto como lo hacía esa muchedumbre impaciente y heterogénea que se apiñaba desordenadamente a mi alrededor.
Puede que la razón estribara en el extraordinario esplendor de la habitación en que me hallaba; el brillo del raso, los destellos del bronce y la luz de los mármoles herían la vista desde todas partes. Pero me siento inclinado a creer que esa extraña impresión que he mencionado se debía sobre todo a la fuerza y elocuencia de cierto cuadro que me miraba desde la pared de enfrente. Un cuadro agradable cuya poética dulzura denotaba que había sido concebido por el más idealista de los pintores; era sencillo, pues era el retrato de una joven de cabellos dorados y ojos azules, vestida al estilo del Primer Imperio, de pie en un sendero boscoso, mirando hacia atrás, por encima del hombro, a alguien que la seguía; pero esos humildes ojos y la comisura de esos labios infantiles dejaban traslucir un gesto en modo alguno mojigato que me impresionó por su viveza y singularidad. De no haber sido por el traje abierto, con la cintura casi bajo las axilas, el pelo cortado a flequillo y la perfección de garganta y hombros, lo habría tomado por el retrato fiel de una de las señoritas de la casa. El caso es que no podía apartar de mí la idea de que una de las sobrinas del señor Leavenworth, cuando no las dos, me observaba a través de los ojos de aquella hermosa rubia de tentadora mirada y mano inalcanzable. Tanto me impresionó esa idea que me estremecí un poco al mirar el cuadro, preguntándome si aquella dulce criatura sabría lo ocurrido en la mansión tras el feliz día de ayer, y, de ser así, cómo podía estar allí sonriendo tan provocativa… Entonces fui de pronto consciente de que había estado observando al grupo de hombres que me rodeaba de forma tan absorta que parecía que no hubiese otra cosa en la habitación, que el rostro del juez instructor, severo, inteligente y atento, se había grabado en mi imaginación con tanta fuerza como el de aquel hermoso cuadro, al igual que las exquisitas y más nobles facciones de la Psique esculpida, cuya suave belleza destacaba sobre la cortina carmesí de la ventana que tenía a su derecha el juez instructor. Igual me sucedía con los diversos semblantes de los jurados que me rodeaban, en su mayoría insignificantes y vulgares; con el tembloroso aspecto de los desasosegados criados agrupados en un aparado rincón, y con el aspecto, más desagradable aún, de un pálido periodista de baja estofa que, sentado ante una mesilla, escribía con tal avidez de hiena que me puso la carne de gallina. Y todo ello se me grabó como parte integrante de esa peculiar escena a la que el esplendor de la estancia dotaba del aspecto de una pesadilla discordante e irreal.
He mencionado al juez instructor. La fortuna quiso que no me fuera desconocido. No sólo le había visto con anterioridad, sino que había mantenido con él frecuentes conversaciones, es decir, que lo conocía. Se llamaba Hammond, y era considerado universalmente como hombre de agudeza extraordinaria, y muy capaz de realizar una investigación importante con la habilidad y mafia necesarias. Interesado como estaba yo, o, mejor dicho, como parecía que iba a estar, en aquel singular sumario, no pude menos que felicitarme por mi buena suerte al topar con un juez instructor tan inteligente.
En cuanto a los jurados, eran, como ya he insinuado, muy semejantes a otros individuos de tipo similar. Elegidos al azar en las calles, pero en calles como las avenidas Quinta y Sexta, parecían dotados de la misma inteligencia mediocre que puede verse en los pasajeros de nuestros carruajes. La verdad es que reparé en que sólo uno de ellos parecía tener interés por el sumario en sí, mientras que a los demás únicamente les movía a cumplir con su deber instintos más primarios, como la piedad y la indignación.
El doctor Maynard, reputado médico de la Calle 36, fue el primer testigo al que se llamó. Su declaración versó principalmente sobre la naturaleza de la herida descubierta en la cabeza del muerto. Como algunas de las conclusiones a las que llegó han de tener importancia en nuestro relato, proporcionaré un extracto de lo que dijo.
Tras empezar hablando de sí mismo, explicando el modo en que uno de los criados le había llamado para que fuera a la casa, continuó declarando que, al llegar, halló al muerto tendido en la cama de la alcoba del segundo piso, con sangre coagulada en torno a una herida de bala que presentaba en la parte posterior de la cabeza, siendo evidente que fue transportado hasta allí desde la habitación contigua algunas horas después de su muerte. Era la única herida que se descubrió en el cuerpo, y, al examinarla, halló y extrajo una bala que presentó al jurado. Dicha bala se había alojado en el cerebro tras entrar por la base del cráneo y ascender oblicuamente; había afectado a la y había causado la muerte instantánea. El hecho de que la bala hubiera entrado en el cerebro de aquel modo tan singular le parecía digno de mención, puesto que la muerte no sólo había sido instantánea, sino que además se había producido sin que el cuerpo convulsionara. Además, por la posición del orificio y por el trayecto de la bala, era a todas luces imposible que el disparo lo hubiera hecho el propio muerto, al margen de que el estado del cabello en torno a la herida demostraba a las claras que el tiro se había efectuado a una distancia de alrededor de un metro. Más aún: teniendo en cuenta el ángulo con que el proyectil había entrado en el cráneo, era evidente que el difunto no sólo estaba sentado, hecho sobre el cual no había discusión, sino entregado a algún trabajo que le hacía inclinar la cabeza hacia adelante, puesto que, para que una bala entrara en la cabeza de un hombre erguido con ese ángulo de 45 grados era preciso que el arma fuese apuntada desde una posición muy baja, mientras que si la cabeza estaba inclinada hacia adelante, como cuando uno escribe, un hombre que sostuviera una pistola con naturalidad y con el codo doblado podía disparar fácilmente un tiro que penetrara en el cerebro con el ángulo de referencia.
Al preguntársele por la salud del señor Leavenworth, respondió que el difunto parecía gozar de ella en el momento de su muerte, pero que, al no ser su médico, no podía afirmar esto de forma terminante sin un examen ulterior; y, a preguntas de un jurado, contestó que no había visto pistola o arma alguna en el suelo, ni, de hecho, en ninguna parte de las dos habitaciones mencionadas.
También puedo añadir aquí lo que afirmaría más adelante; esto es, que a juzgar por la posición de la mesa, de la silla y de la puerta que tenía detrás, para que el asesino cumpliese su cometido dadas las circunstancias, éste debía de hallarse en el dintel del pasillo que conducía a la alcoba, o en el pasillo en sí. Además, al ser la bala pequeña, y proveniente de un cañón sin estrías, tendente a desviarse fácilmente al atravesar huesos y tegumentos, era evidente que la víctima no había hecho esfuerzo alguno para levantarse o volver la cabeza al acercársele el asesino; se llegaba así a la horrible conclusión de que los pasos pertenecían a alguien conocido, y de que la presencia de éste en la habitación era sabida o esperada.
Al terminar el médico su declaración, el juez instructor cogió la bala, que había sido depositada en la mesa delante de él, y por un instante le dio vueltas entre los dedos mirándola con atención; después, sacó un lápiz del bolsillo, escribió apresuradamente una o dos líneas en un papel y llamó a un policía para darle una orden en voz baja. El policía cogió el papel, lo miró un momento, tomó luego su sombrero y abandonó la habitación. Un instante después, la puerta principal se cerró tras él, y la exclamación de saludo de la multitud reunida ante la casa nos anunció su salida a la calle. Desde mi asiento, tenía buena visión de esa parte de la calle. Miré por la ventana y vi que el policía se detenía, daba el alto a un coche, entraba en él apresuradamente y desaparecía en dirección a Broadway.