XXXIII. Testimonio inesperado
XXXIII
Testimonio inesperado
P: ¿Qué leéis, mi señor?
H: Palabras, palabras, palabras.
W S, , 2-2.
Calló la señora Belden, perdida en la sombra evocada por sus palabras, y un breve silencio reinó en la estancia, interrumpido por mí, al pedir datos de lo que acababa de aludir, por lo misteriosa que resultaba la presencia de Hannah sin que se enterasen los vecinos.
***
—Pues bien —dijo la señora Belden—. Era una noche helada, y yo me había acostado temprano, cuando a eso de la una menos cuarto, pues el último tren pasa por R*** a las 12.50, oí unos golpes suaves en la ventana a la cabecera de mi lecho. Pensando que sería algún vecino enfermo, me incorporé y pregunté quién andaba allí. Con apagada voz me respondieron:
—¡Hannah, la doncella de la señorita Leavenworth! Déjeme entrar por la puerta de la cocina.
Sobresaltada al oír su voz, y temiendo no sé qué calamidades, cogí la lámpara y me dirigí a la puerta.
—¿Viene alguien contigo? —pregunté.
—No —replicó.
—Pues entra.
Apenas la vi, me abandonaron las fuerzas y tuve que sentarme; venía pálida y con extraño aspecto, sin equipaje; parecía un alma en pena.
—¡Hannah! —balbuceé—. ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? ¿Qué te trae de ese modo y a estas horas de la noche?
—Me envía la señorita Leavenworth —me replicó con el tono quedo y monótono de quien repite una lección de memoria—. Me dijo que viniera aquí, y que usted me escondería. No debo salir de la casa, y nadie ha de saber que estoy en ella.
—Pero ¿por qué? —pregunté temblando con mil temores indefinidos—. ¿Qué sucede?
—No me atrevo a decirlo —susurró—. Me lo han prohibido. Sólo sé que he de permanecer aquí y que no han de verme.
—Pero debes contarme… —le dije, ayudándole a quitarse el chal, ese chal del que han hablado los periódicos—. No te habrán prohibido que me lo digas a mí.
—Sí —me contestó, palideciendo al insistir—. A nadie. Y yo no falto nunca a mi palabra. Aunque me quemaran viva no lo descubriría.
Parecía tan resuelta, tan distinta de como la recordaba de los felices días de nuestra antigua amistad, que hube de mirarla con asombro.
—¿Me esconderá? —me dijo—. ¿No me despedirá?
—No —respondí—. No te despediré.
—¿Ni se lo dirá a nadie? —continuó.
—A nadie —repetí.
Esta promesa pareció consolarla. Me dio las gracias y me siguió escalera arriba. La instalé en la habitación en que la ha encontrado, porque era la más apartada de la casa, y en ella ha estado desde entonces, satisfecha y contenta, según he podido yo notar, hasta este horrible día.
***
—¿Y eso es todo? —pregunté—. ¿No recibió luego ninguna confidencia suya? ¿No le dijo nada sobre los hechos que la hicieron huir?
—No, señor. Insistió en guardar silencio. Ni entonces, ni al día siguiente, cuando fui a verla llevando en la mano los periódicos y en los labios la terrible pregunta de si su fuga era debida al asesinato ocurrido en casa del señor Leavenworth, dijo algo más allá de admitir que había huido por aquella causa. Alguien o algo sellaba sus labios, y como ella dijo, ni el fuego ni el tormento habrían conseguido hacerla hablar.
Siguió a esto otra pausa breve; después, con la mente aún fija en el punto de mayor interés para mí, dije:
—De modo que la base de sus sospechas reside en ese relato que acaba de hacerme del matrimonio secreto de Mary Leavenworth, y del gran conflicto en que la puso, conflicto del que sólo podía sacarla la muerte de su tío. Eso, y la confesión de Hannah de que había huido de la casa para refugiarse aquí por orden de Mary Leavenworth.
—Sí, señor. Eso y la prueba que de su interés en el asunto contiene la carta que ayer recibí y que usted dice tener en su poder.
—¡Oh! Esa carta…
—Ya sé —continuó la señora Belden con voz entrecortada—, ya sé que en un caso como éste no se deben sacar conclusiones prematuras. Pero ¡oh, señor! ¿Cómo evitarlo sabiendo lo que sé?
No respondí. En mi mente le daba vueltas a la antigua pregunta: ¿era posible, en vista de los últimos acontecimientos, creer aún que la mano de Mary Leavenworth estaba limpia de la sangre de su tío?
—Es horrible llegar a conclusiones semejantes —prosiguió la señora Belden—. Sólo las palabras de Mary, escritas de su puño y letra, me habrían llevado a pensar…
—Señora Belden —interrumpí—, perdone pero dijo al principio de la conversación que no creía que la joven hubiese tenido una participación directa en el crimen. ¿Está dispuesta a mantenerlo?
—Sí… sí, claro. A pesar de cuanto pienso sobre su influencia en la perpetración del delito, no puedo imaginarla participando directamente en él. ¡Oh, no, no! Fuera lo que fuera lo que pasó aquella noche, Mary Leavenworth no ha tocado jamás un revólver o una bala, ni estuvo con quien los utilizó. Puede estar seguro de eso. Tan sólo el hombre que la quería, que la codiciaba y que comprendía la imposibilidad de conseguirla por otros medios ha podido atreverse a cometer un acto tan horrible.
—¿De modo que usted cree…?
—¿Qué ha sido el señor Clavering? Lo creo. Y si considera que es su marido, ¿no le parece horroroso?
—Sí que lo es —dije levantándome para ocultar lo mucho que me había afectado aquella conclusión suya.
Algo debió de sobresaltarla en mi tono o mi actitud, porque exclamó mirándome con un asomo de desconfianza incipiente:
—Creo y espero no haber sido indiscreta. Ya sé que, habiendo muerto esa joven, he de tener mucho cuidado, pero…
—No ha dicho nada —exclamé dirigiéndome hacia la puerta, y lleno de ansiedad por librarme, aunque fuese por un instante, de la atmósfera que me sofocaba—. Nadie puede reprocharle cuanto ha dicho y hecho hoy, pero… —Me detuve y volví con presteza a su lado—… deseo preguntarle otra cosa. ¿Tiene alguna razón, aparte de la repugnancia natural a creer que una joven tan hermosa sea culpable de un crimen tan atroz, para decir lo que ha dicho del señor Clavering, caballero al que hasta ahora ha mencionado con todo respeto?
—No —balbuceó con un destello de la antigua agitación—. Ninguna más que ésa.
Me pareció suficiente el motivo, y me alejé de ella con la misma sensación sofocante que había experimentado al saber que la llave buscada había sido hallaba en poder de Eleanore Leavenworth.
—Perdóneme —dije—, necesito estar solo un momento para reflexionar sobre lo que acaba de decirme. Volveré pronto.
Y sin más ceremonias, salí de la habitación.
Un impulso indefinible me hizo subir la escalera, y me paré en la ventana occidental de la habitación grande. Las persianas estaban echadas, y la estancia, sumida en fúnebre oscuridad, aunque su lobreguez y horror desaparecieron por un instante. Yo libraba un combate horrible conmigo mismo. ¿Era Mary Leavenworth la autora o sólo la instigadora del crimen? El resuelto prejuicio del señor Gryce, las sospechas de Eleanore, los mismos indicios descubiertos, ¿era posible que fueran ciertas las conclusiones de la señora Belden? No dudaba que todos los policías interesados en el asunto considerarían ya resuelto el caso. Pero ¿estaba resuelto? ¿Era completamente imposible encontrar una prueba que indicara que el señor Clavering era el asesino del señor Leavenworth?
Agobiado por estos pensamientos, miré a través de la habitación, hacia el cadáver de la joven que, con toda probabilidad, conoció el secreto de lo sucedido, y me sobrecogió una gran ansiedad. ¡Oh! ¿Por qué no hablarían los muertos? ¿Por qué había de yacer Hannah tan silenciosa, tan inmóvil, tan inerte, cuando una sola palabra suya bastaría para contestar esa horrenda pregunta? ¿Acaso ningún poder obligaría a esos pálidos labios a moverse?
Arrastrado por el fervor del momento, me acerqué al cadáver. ¡Ay, Dios, qué inmóvil estaba! ¡Con qué sarcasmo acogían mi mirada aquellos cerrados párpados y labios! Una piedra no habría sido menos elocuente.
La contemplé con un sentimiento que era casi de cólera, cuando… ¿Qué era aquello que sobresalía debajo de sus hombros en el mismo sitio en que aplastaban el lecho con su peso? ¿Un sobre? ¿Una carta? Sí.
Aturdido por mi súbita sorpresa, anonadado por las desenfrenadas esperanzas que despertaba aquel hallazgo, me incliné con gran agitación y tomé la carta. Estaba cerrada, pero sin señas. La abrí apresuradamente y eché una ojeada a su contenido. ¡Cielo santo! ¡Estaba escrita por la misma joven! ¡Bastaba con verla para darse cuenta! Creyendo que había ocurrido un milagro, me precipité con la carta a la habitación vecina y me puse a descifrar los groseros garabatos.
He aquí lo que leí, escrito con lápiz y en letras que imitaban las de imprenta, en el anverso de una hoja de papel común:
Soy una joven mala. E sabido cosas que ubiera devido decir, pero no me atrebía ha decirlas porce me dijo ce me mataría si lo acia. Ciero decir el cabayero guapo del vigote negro ce bi salir del cuarto del señor Levenworth con una llabe en la mano la noche ce mataron al señor Levenworth. Estaba tan asustado ce me dio dinero y me izo marchar I benir aci y callarme pero no puedo callar mas. Me parece ce beo a la señorita Eleanore gritando y preguntándome si ciero que valla a la cárcel. Dios sabe ce prefiero morir. Y ésta es la berda y mis últimas palabras y pido perdón a todos y hespero ce nadie me hacusara I no fastidiaran mas a la señorita Leonore y ce buscaran al cabayero guapo del vigote negro.