VI. Un rayo de luz
VI
Un rayo de luz
Oh, su belleza podría esclavizar
el alma de un conquistador, y hacer que deje su corona
abandonada y disputada por los esclavos.
T O.
¡Tercer piso, habitación de atrás, primera puerta junto a la escalera! ¿Qué iba a encontrar allí?
Subí el primer tramo, y, al pasar junto a la biblioteca, cuyas paredes mi turbada imaginación llenaba de imágenes horribles, me vi asaltado por un fuerte estremecimiento. Continué subiendo lentamente la escalera, dando vueltas en mi cabeza a muchas cosas, entre las que destacaba un consejo recibido de mi madre mucho tiempo antes: «Hijo mío, recuerda que una mujer que guarda un secreto puede ser objeto de un estudio fascinante, pero nunca será una buena compañera, ni aun satisfactoria».
Sentencia prudente sin duda, pero por completo ajena a las presentes circunstancias, continuó en mi mente hasta que la imagen de la puerta hacia la que me habían dirigido ahuyentó todo pensamiento, salvo el de que iba a ver a las anonadadas sobrinas de un hombre brutalmente asesinado.
Me detuve un instante en el umbral, tan sólo para prepararme un poco para la entrevista, y ya alzaba la mano para llamar cuando oí pronunciar estas asombrosas palabras:
—No culpo directamente a tu mano, aunque no conozco otra que haya podido o querido cometer este acto; pero sí culpo a tu corazón, tu mente, tu voluntad, aunque sólo lo haga en lo más profundo de mi alma, y así debes saberlo.
Estremecido por el horror, me tambaleé hacia atrás, llevándome las manos a los oídos, cuando de pronto sentí un ligero toque en el brazo y, al volverme, vi al señor Gryce a mi lado, con el dedo en los labios, mientras el último atisbo de una emoción fugaz desaparecía de su rostro firme, casi compasivo.
—¡Vamos, vamos! —exclamó—. Veo que no sabe en qué mundo vive. Compóngase; recuerde que lo esperan abajo.
—Pero ¿quién ha sido? ¿Quién ha hablado?
—Pronto lo veremos.
Y sin pararse a atender a mi mirada de súplica, y mucho menos a contestarla, empujó la puerta y la abrió de par en par.
Al instante nos asaltó la vista una oleada de colores suavísimos. Cortinas azules, alfombras azules, paredes azules. Parecía un destello de cielo infiltrándose inesperadamente en la oscuridad de un calabozo sombrío. Fascinado por aquel esplendor, me precipité con ímpetu hacia adelante, pero volví a detenerme, abrumado y extasiado ante la exquisita visión que se presentó a mi vista.
Una mujer bellísima, sentada en una butaca de raso bordado, pero irguiéndose de su medio recostada actitud, como quien lanza una potente invectiva. Hermosa, pálida, altiva, delicada, se asemejaba a un lirio entre el grueso abrigo de color crema que cubría sus opulentas formas; su frente griega, coronada con la más dorada de las doradas cabelleras, se erguía centelleante de autoridad; una de sus manos, temblorosa, oprimía el brazo del sillón, en tanto que la otra estaba extendida señalando a cierto objeto distante de la estancia… Todo su aspecto era tan espléndido, tan fascinante, tan extraordinario, que contuve el aliento sorprendido, dudando por un instante si era una mujer viva o alguna famosa sacerdotisa evocada de alguna fábula antigua, para expresar con ademán terrible la suprema indignación de la mujer ultrajada.
—¡Es la señorita Mary Leavenworth! —cuchicheó por encima de mi hombro la voz del señor Gryce.
¡Ah! ¡Mary Leavenworth! Cuánto alivio me causó ese nombre. Entonces, esa hermosa criatura no era la Eleanore que podía cargar, apuntar y disparar un revólver. Volví la cabeza para seguir con la mirada la dirección de esa mano, todavía alzada e inmóvil, congelada en el aire a causa de una emoción nueva, la de verse interrumpida en medio de una revelación horrible, y entonces vi… Pero esto no puedo describirlo. Eleanore Leavenworth debe ser retratada por una mano diferente de la mía. Un día entero podría hablar de la gracia sutil, la pálida magnificencia, la perfección de rostro y cuerpo que convertían a Mary Leavenworth en objeto de admiración de cuantos la contemplaban, pero retratar a Eleanore… Me sería más fácil pintar los latidos de mi corazón. Aquel rostro entre los rostros, seductor, terrible, grande, triste, resplandecía ante mis ojos, y en un instante la belleza de claro de luna de su prima se borró de mi memoria, y no vi más que a Eleanore… Sólo a Eleanore, desde ese momento y para siempre.
Cuando mi vista se posó en ella, estaba de pie junto a una mesilla, con el rostro vuelto hacia su prima, una mano reposando en el pecho y la otra en la mesa, en actitud retadora. Pero antes de que se desvaneciera la punzada repentina que sintiera yo al contemplar su hermosura, ella volvió el rostro para cruzar su mirada con la mía; todo el horror de la situación le había sobrecogido y, en vez de la mujer altanera, pronta a recibir y menospreciar las insinuaciones de otra, vi ¡ay! una criatura humana, temblorosa y jadeante, consciente de que una espada pendía sobre su cabeza y sin poder decir una palabra no fuera a caer mortalmente sobre ella.
Fue un cambio lastimoso; la revelación de un alma lacerada. Lo consideré una confesión. Pero, en ese instante, su prima, que había recobrado el aplomo a la primera muestra de emoción delatora por parte de la otra, se adelantó y, extendiendo la mano, preguntó:
—Es el señor Raymond, ¿verdad? ¡Qué amable por su parte, caballero! ¿Y usted? —añadió volviéndose al señor Gryce—. Viene a decirnos que nos llaman abajo, ¿no es así?
Era la voz que había oído al otro lado de la puerta, pero modulada con tono dulce, atractivo, casi acariciador.
Lancé una rápida mirada al señor Gryce, para ver el efecto que le producía aquella voz. Evidentemente fue mucho, porque la cortesía con que contestó a las palabras de la joven fue más ceremoniosa que de ordinario, y la sonrisa con que acogió la vehemente mirada parecía suplicante y tranquilizadora a un tiempo. Gryce no miró a la prima, aunque los ojos de ésta, mortalmente conscientes, estaban fijos en él, con una interrogación en lo más profundo, una lacerante y dolorosa interrogación de agonía. Conociendo al señor Gryce como le conocía yo, comprendí que nada podía ser peor ni más significativo que aquel transparente menosprecio a quien parecía llenar la estancia con su terror. Lleno de piedad, olvidé que Mary Leavenworth había hablado; olvidé hasta su misma presencia y, dando media vuelta rápida, adelanté un paso hacia su prima. La mano del señor Gryce se posó en mi brazo y me detuvo, mientras decía:
—La señorita Leavenworth le habla a usted.
Una vez recuperé la compostura, volví la espalda a quien tanto me interesó pese a repelerme y, buscando algo que responder a la hermosa criatura que tenía delante, le ofrecí el brazo y la conduje hacia la puerta.
El rostro pálido y altivo de Mary Leavenworth se dulcificó entonces casi hasta el punto de sonreír, y dejen que les diga que no hubo jamás mujer alguna que sonriera sin sonreír como Mary Leavenworth. Me miró al rostro con ojos de franca y dulce súplica y murmuró:
—Es muy amable. ¡Tengo tanta necesidad de apoyo! Esta situación es horrible, y mi prima —aquí centelleó en sus ojos un brillo fugaz de alarma— está hoy muy rara.
—me dije para mis adentros—,
Pero Eleanore Leavenworth, apoyada en el brazo del inspector, atrajo pronto toda mi atención. También ella, en cierto modo, había recobrado el autocontrol, pero no de forma tan completa como su prima. Vacilaron sus pasos cuando echó a andar, y la mano que apoyaba en el brazo del señor Gryce tembló como una hoja.
, me dije, pero aún no había terminado de formular el pensamiento cuando me di cuenta de que me rebelaba secretamente contra él; sentí una emoción, que llamaré gratitud, por haber sido yo, y no otro, quien había entrado en la intimidad de las jóvenes, quien había oído la significativa observación y, lo confieso, quien seguía al señor Gryce y a la figura temblorosa y vacilante de Eleanore Leavenworth al bajar la escalera. No es que mi alma no sintiese compasión por el crimen. El delito no me había parecido nunca más siniestro; venganza, egoísmo, odio, codicia no me parecieron nunca más repugnantes y, sin embargo… ¿Pero para qué entrar en el examen de mis sentimientos en aquel instante? No pueden ser de interés. Además, ¿quién podría sondear en las profundidades de su propia alma y desenmarañar para los demás las secretas fibras de repulsión y simpatía que son, y han sido siempre, un misterio para uno mismo? Baste con decir que sostuve con mi brazo la figura casi desvanecida de una mujer, pero manteniendo la atención y el interés fijos en otra, y bajé la escalera de la morada de los Leavenworth para hallarme de nuevo en la temible presencia de aquellos inquisidores de la ley que con tanta impaciencia nos esperaban.
Cuando volví a cruzar el dintel, y vi el rostro ansioso de las personas a quienes había abandonado un momento antes, sentí como si hubieran pasado horas enteras en aquel intervalo de tiempo, ¡pues es mucho lo que puede experimentar el alma humana en el corto espacio de unos minutos!