El caso Leavenworth

XXIV. Un informe seguido de otro

XXIV

Un informe seguido de otro

A veces fallan nuestras expectativas, a menudo

cuanto más prometen, realizándose

cuando más fría es la esperanza y mayor el desespero.

W S,

, 2-1.

Cuando le dije a Gryce que sólo esperaba a aclarar una cosa antes de sentirme justificado para poner el caso en sus manos sin reservas, me refería a probar si Henry Clavering había estado el verano anterior en el mismo balneario que Eleanore Leavenworth.

Por lo tanto, cuando a la mañana siguiente tuve en la mano el libro de visitas del Hotel de la Unión, en R***, sólo un gran esfuerzo de voluntad pudo refrenar mi impaciencia. No obstante, la incertidumbre fue corta. Encontré su nombre casi de inmediato, escrito media página debajo del nombre del señor Leavenworth y sus sobrinas, y, fuera cual fuera mi emoción al confirmar así mis sospechas, comprendí que me encontraba en posesión de una pista que podía conducir a la resolución del terrible problema que se me había impuesto.

Me apresuré a ir a la oficina del telégrafo y envié un mensaje al hombre que me había prometido el señor Gryce, recibiendo en respuesta que no podría reunirse conmigo antes de las tres en punto, por lo que me dirigí al domicilio del señor Monell, un cliente nuestro, residente en R***. Lo encontré en casa y durante nuestra entrevista de dos horas padecí el tormento de aparentar buen humor e interés por lo que me decía, cuando en realidad mi corazón estaba pesaroso por el desengaño y mi mente ardía por la excitación del trabajo que tenía entre manos.

Llegué a la estación precisamente cuando entraba el tren.

Sólo un pasajero bajó en R***, un joven vivaz, cuyo aspecto difería tanto de la descripción que me habían dado de P. que en el primer momento creí que no era mi hombre, y ya daba media vuelta contrariado cuando se me acercó y me presentó una tarjeta en la que sólo se leía el signo «?». Ni aun entonces quise convencerme de que tenía delante al agente más astuto y hábil del señor Gryce; sólo cuando le miré a los ojos, y distinguí en ellos un brillo de picardía y regocijo, se desvanecieron mis dudas y le devolví la reverencia con evidente muestra de satisfacción.

—Es usted muy puntual. Eso me gusta.

—Me alegra complacerle, señor —dijo haciéndome otra inclinación rápida de cabeza—. La puntualidad es una virtud demasiado barata como para que no la practique el hombre que busca un ascenso. Pero ¿qué tiene que encargarme, señor? El tren de vuelta pasa en diez minutos. No hay tiempo que perder.

—¿El tren de vuelta? ¿Qué tenemos que ver con él?

—Creí que querría tomarlo, señor. El señor Brown —dijo, guiñándome expresivamente el ojo al pronunciar aquel nombre— siempre se prepara para irse a casa cuando me ve llegar. Pero eso es cosa suya: yo no tengo preferencia alguna.

—Quiero hacer lo más prudente en estas circunstancias.

—Entonces, váyase a casa cuanto antes —me dijo con su tercera reverencia, en exceso formal y decidida.

—Si le dejo, es en la inteligencia de que me informará a mí en primer lugar, que está a mi servicio y al de nadie más, por ahora; de modo que chitón hasta que yo le deje en libertad de hablar.

—Bueno, señor. Cuando trabajo para Brown y Cía., no trabajo para Smith & Jones. Puede contar con ello.

—Muy bien. Aquí tiene sus instrucciones.

Examinó con cierta atención el papel que le tendí y luego entró en la sala de espera y lo arrojó a la estufa.

—Es por si me ocurriera algún accidente, tuviera un ataque de apoplejía o cualquier cosa por el estilo —dijo en voz baja.

—Pero…

—Oh, no se preocupe; no lo olvidaré. Tengo buena memoria. Conmigo no hay necesidad de gastar papel y tinta —y soltando una risita corta y rápida que me pareció apropiada para alguien de su aspecto y conversación, añadió—: Probablemente, tendrá noticias mías en uno o dos días.

Tras una nueva reverencia, se dirigió a la calle a paso ligero y vivo cuando el tren entraba en la estación proveniente del oeste. Mis instrucciones a P. eran las que siguen:

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  • 3
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Si dijera que pasé con tranquilidad el lapso de tiempo necesario para hacer las averiguaciones, alardearía de una presencia de ánimo que por desgracia no poseo. Ningún tiempo me ha parecido tan largo como el que transcurrió desde mi regreso de R*** hasta que recibí la siguiente carta:

Señor:

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—¡Ajá! —exclamé en voz alta al llegar a este punto, lleno de sorpresa y de satisfacción—. Ya tenemos con lo que trabajar.

Y escribí la siguiente respuesta:

Urgente ver T. C. También reunir pruebas de que H. C. y E. L. fueron casados por el señor S. algún día de julio o agosto pasados.

Al día siguiente recibí este telegrama por la mañana:

T C. en camino. Recuerda boda. Llegará dos tarde.

***

A las tres de aquel mismo día me presenté ante el señor Gryce.

—Vengo a presentarle mi informe.

La sombra de una sonrisa cruzó por su rostro y miró por primera vez sus vendados dedos con tanta dulzura que debió de hacerles mucho bien.

—Le escucho —respondió.

—¿Recuerda la conclusión a que llegamos en nuestra primera reunión en esta casa?

—Recuerdo la conclusión a la que llegó usted.

—Bueno, bueno —admití con cierta irritación—. La conclusión a que llegué yo. Fue la siguiente: que si podíamos saber por quién sentía Eleanore Leavenworth amor o respeto, descubriríamos al hombre que asesinó a su tío.

—¿Y cree haberlo descubierto?

—Así es.

—¡Bien! —exclamó, acercando su mirada algo más a mi rostro—. Eso está bien. Adelante.

—Cuando emprendí la tarea de limpiar de sospechas a Eleanore Leavenworth, fue con la idea de que esa persona resultaría ser un amante, pero no supuse que resultara ser su marido.

La mirada del señor Gryce se fijó como un relámpago en el techo.

—¿Cómo? —dijo frunciendo el ceño.

—El amante de Eleanore Leavenworth es ni más ni menos que su marido —repetí yo—. Ése es el vínculo que la une al señor Clavering.

—¿Cómo ha sabido eso? —preguntó el señor Gryce, con una dureza que denotaba contrariedad o desagrado.

—No es preciso que se lo diga. La cuestión no es saber cómo lo he averiguado, sino que lo que digo es cierto. Si quiere echar una ojeada a este extracto de fechas que he reunido relacionado con esas dos personas, creo que opinará lo mismo que yo.

Y le alargué las siguientes notas:

Durante las dos semanas entre el 6 de julio de 1875 y el 19, Henry R. Clavering, de Londres, y Eleanore Leavenworth, de Nueva York, estuvieron en el mismo hotel. Hecho probado por el registro del Hotel La Unión de R***, Nueva York.

No sólo se alojaron en el mismo hotel, sino que se sabe que tuvieron mayor o menor comunicación. Hecho probado por los sirvientes de R***, que trabajaban en el hotel en dicha época.

19 de julio. El señor Clavering deja bruscamente R***, circunstancia que no sería notable si el señor Leavenworth, cuya violenta antipatía hacia los ingleses es notoria, no hubiera regresado entonces de un viaje.

30 de julio. El señor Clavering fue visto en la iglesia del señor Stebbins, sacerdote metodista de F***, aldea situada a unas dieciséis millas de R***, donde se casó con una dama de gran belleza. Probado por Timothy Cook, criado del señor Stebbins, que trabajaba en el jardín cuando se le llamó para ser testigo de la ceremonia y firmar un papel que se supone sería el certificado de boda.

31 de julio. El señor Clavering toma el vapor para Liverpool. Probado por periódicos de aquella fecha.

Septiembre. Eleanore Leavenworth se conduce como de costumbre en casa de su tío en Nueva York, pero está pálida y preocupada. Probado por sus criados. El señor Clavering, en Londres, espera con ansia el correo de los Estados Unidos, pero no recibe carta alguna. Arregla una habitación con elegancia, como para una dama. Probado por informes secretos enviados desde Londres.

Noviembre. La señorita Leavenworth continúa en casa de su tío. Aún no es pública la boda. El señor Clavering, en Londres, da muestras de inquietud y cierra la habitación preparada para la dama. Probado del mismo modo que lo anterior.

17 de enero de 1876. El señor Clavering vuelve a Norteamérica y alquila un cuarto en la residencia Hoffman, Nueva York.

1 o 2 de marzo. El señor Leavenworth recibe una carta firmada por Henry Clavering en la que se queja de una de sus sobrinas. En esta época una sombra manifiesta cae sobre la familia.

4 de marzo. El señor Clavering, con nombre supuesto, pregunta en casa del señor Leavenworth por la señorita Eleanore. Probado por Thomas.

—¿El cuatro de marzo? —exclamó el señor Gryce, al llegar a este punto—. Fue el día del asesinato.

—Sí. El señor LeRoy Robbins acudió a la casa aquella noche, y no era otro que el señor Clavering.

19 de marzo. Mary Leavenworth, en conversación conmigo, confiesa que hay un secreto en la familia, y está a punto de revelármelo cuando llega a la casa el señor Clavering. Tras marcharse éste, la señorita Mary afirma no querer volver a hablar del asunto.

El señor Gryce apartó despacio el papel.

—¿Y de estos hechos deduce que Eleanore Leavenworth es la esposa del señor Clavering?

—Sí, señor.

—Y que siendo su esposa…

—Es muy natural que haga todo lo posible por ocultar cuanto pueda acusarle.

—Suponiendo que Clavering haya hecho algo criminal.

—Desde luego.

—¿Cuál es la suposición que se propone probar?

—¿Cuál es la suposición que debemos probar?

Un brillo especial atravesó el rostro hasta cierto punto abstraído del inspector de policía.

—De modo que no tiene nuevas pruebas contra el señor Clavering.

—Yo diría que significa algo su relación de marido ignorado con la parte sospechosa.

—Quiero decir si no tiene alguna prueba de que sea el asesino del señor Leavenworth.

Me vi obligado a decirle que no tenía ninguna que él considerara definitiva.

—Pero puedo demostrar la existencia de un móvil, y que no sólo era posible, sino también probable, que estuviera en la casa en el momento del crimen.

—¡Ah! ¡Puede probarlo! —exclamó el señor Gryce, saliendo un poco de su abstracción.

—El motivo fue el egoísmo. El señor Leavenworth impedía que Eleanore lo reconociera como marido, por lo que debía quitarlo de en medio.

—Eso es muy inconsistente.

—Los móviles para matar son a veces inconsistentes.

—Pero no lo fue el de este. Demasiado cálculo para que al que mató lo moviera algo que no fuera intención deliberada, fundada en las necesidades de la pasión o la avaricia.

—¿Avaricia?

—Nunca debe pensarse en las causas que impulsan a matar a un hombre rico sin tener en cuenta la pasión más vulgar del género humano.

—Pero…

—Oigamos lo que tiene que decir acerca de la presencia del señor Clavering en la casa al ocurrir el crimen.

Le conté lo que me había dicho Thomas el mayordomo respecto a la visita del señor Clavering a Eleanore la noche de autos, resaltando la imposibilidad de probar que hubiera salido de la casa cuando se suponía que lo había hecho.

—Eso es digno de tenerse en cuenta —dijo el señor Gryce cuando terminé—. No tiene valor como prueba directa de que Clavering esté implicado en el crimen, pero será muy útil para corroborar otros aspectos. —Después, con tono más grave, continuó diciendo—: señor Raymond, ¿se ha dado cuenta de que, con todo eso, no ha hecho más que fortalecer las sospechas contra Eleanore Leavenworth en vez de debilitarlas?

No pude más que lanzar una exclamación, llena de repentino asombro y horror.

—Ha probado que es reservada, astuta y sin principios, capaz de engañar a los dos seres a quienes más ligada estaba: su marido y su tío.

—Eso es mucho decir —repliqué, consciente de la gran discrepancia existente entre aquella descripción del carácter de Eleanore y todas mis teorías al respecto.

—No más de lo que me autorizan a decir las conclusiones que ha sacado usted de este asunto. —Después, viendo que yo callaba, dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo—: Si el caso estaba antes negro para la señorita Eleanore, ahora lo está el doble con esa suposición de que está casada en secreto con el señor Clavering.

—Y sin embargo —protesté, no pudiendo renunciar sin lucha a la esperanza—, no creerá, no puede creer culpable a Eleanore Leavenworth de un crimen tan horrible.

—No —dijo despacio—, y ya puede saber lo que pienso de ella. Creo que Eleanore Leavenworth es inocente.

—¿De veras? Entonces… —exclamé fluctuando entre la alegría ante esa admisión y la duda que me habían originado sus anteriores frases—. ¿Qué queda por hacer?

—¿Qué? Sólo probar que su suposición no es cierta —me respondió tranquilamente el señor Gryce.

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