XIV. En casa del señor Gryce
XIV
En casa del señor Gryce
No, pero escuchadme bien.
W S, , 2-4.
Ya no tenía ninguna duda de que la persona por la que Eleanore Leavenworth estaba pronta a sacrificarse era alguien a quien antes había profesado afecto, pues sólo el amor o el gran sentimiento del deber que nace de esta pasión podían ofrecer motivo bastante para la actitud de la joven. Por odioso que fuera a todos mis prejuicios, a mi imaginación sólo acudía un nombre cuando me preguntaba quién podía ser aquella persona: el del vulgar secretario, con sus súbitos arranques y sus modales volubles, con sus singulares actos y su estudiado dominio de sí mismo.
Sin la luz que la extraña conducta de Eleanore había arrojado sobre el asunto, no habría sospechado en modo alguno de Harwell, pues su singular actitud en el sumario no fue tan notable como para hacer sospechar que un hombre que mantenía tal relación con el muerto pudiera tener motivos para cometer un crimen que tan pocos resultados había de valerle. Pero todo podía esperarse si el amor era un factor en el asunto. James Harwell, mero amanuense de un comerciante retirado, era un hombre; James Harwell, dominado por el amor de una mujer hermosa como Eleanore Leavenworth, era otro; y sentí que al colocarlo en la lista de los sospechosos sólo hacía lo que exigía la adecuada consideración de las probabilidades.
Pero entre la sospecha fortuita y la prueba palpable, ¡qué abismo había! Creer a James Harwell capaz del crimen y hallar indicios suficientes para acusarle eran dos cosas muy diferentes. Instintivamente, aparté esta idea antes de decidirme a cerciorarme de ella, pues me dolía en el alma pensar en su desgraciada situación de ser inocente, y empecé a considerar mi desconfianza poco generosa, cuando no completamente injusta. De agradarme más aquel hombre, no habría yo estado tan dispuesto a mirarlo con sospecha.
Pero había que salvar a Eleanore a toda costa. Una vez manchada con la lacra de la sospecha, ¿quién podría aventurar cuál sería el resultado? Puede que su arresto, cuando se realizara, arrojase sobre su vida una sombra que necesitaría algo más que el tiempo para disiparse por completo. Acusar a un secretario sin dinero sería menos horrible. Me resolví a visitar muy temprano al señor Gryce.
El contraste entre Eleanore con la mano posada en el pecho del muerto, con el rostro erguido reflejando la belleza del cielo que invocaba, y Mary huyendo indignada de su prima media hora más tarde me acosaba con tal fuerza que me mantuvo despierto hasta más allá de la medianoche. Era como una doble visión de luz y oscuridad cuyo contraste no podía ni asimilar ni armonizar. No podía librarme de ella. Hiciera lo que hiciera, las dos imágenes me perseguían llenándome alternativamente el alma de esperanza y de recelos, hasta el punto de que no supe si colocar mi mano en el pecho del muerto, junto a la de Eleanore, jurando implícita fe en la verdad y pureza de la joven, o apartar el rostro como Mary y huir de lo que no podía comprender ni reconciliar.
Cargando con todas estas dificultades, partí a la mañana siguiente en busca del señor Gryce, decidido a no dejarme dominar por la contrariedad y a no claudicar ante una derrota prematura. Mi obligación era salvar a Eleanore Leavenworth, y para ello era necesario conservar no sólo la ecuanimidad, sino el dominio de mí mismo. Lo que más temía es que el asunto desembocara en una crisis antes de que yo pudiera adquirir el derecho, o la oportunidad, de intervenir en él. El entierro del señor Leavenworth, anunciado para aquel día, me consolaba un tanto respecto a mi temor, pues mi amistad con el señor Gryce era, a mi modo de ver, suficiente garantía de que el inspector esperaría a que terminase la ceremonia antes de tomar medidas extremas.
No sé si entonces tenía alguna idea definida de cómo era la casa de un inspector de policía, pero al verme frente al limpio edificio de ladrillo, de tres pisos, no pude hacer menos que pensar que el aspecto de los postigos entreabiertos y las cortinas echadas tenía algo que recordaba el carácter de su inquilino.
A mi llamada nerviosa respondió un joven pálido, con brillantes bucles de cabello rojo que le caían sobre las orejas. Al preguntarle si el señor Gryce estaba en casa, lanzó una especie de resoplido que podía significar no, pero que yo interpreté como un sí.
—Me llamo Raymond, y deseo verlo.
Me lanzó una mirada que abarcó todos los detalles de mi persona y atuendo, y me indicó una puerta al final de la escalera.
Sin entretenerme en divagaciones de ninguna clase, me apresuré a subir, llamé y otro joven pálido abrió la puerta y me hizo pasar. Me recibieron las amplias espaldas del señor Gryce, parado ante un escritorio que bien pudo llegar en el .
—Vaya, es un honor —exclamó al verme.
Y, levantándose, abrió y cerró de golpe la portilla de una enorme estufa que ocupaba el centro de la estancia.
—Un día muy fresco, ¿verdad?
—Sí —contesté mirándolo atentamente para ver si estaba comunicativo—. Pero he tenido poco tiempo para fijarme en la temperatura. Mi ansiedad respecto al crimen…
—¡Claro! —me interrumpió fijando la vista en el atizador, aunque sin intención hostil—. Un asunto bastante confuso. Pero quizá no lo sea tanto para usted. Veo que desea comunicarme algo.
—Sí —contesté—. Aunque no creo que sea lo que piensa —proseguí, acercándome un poco más a él—. Desde la última vez que nos vimos, mis convicciones sobre cierto punto se han convertido en certeza absoluta. La mujer de quien sospecha es inocente.
Si esperaba que el señor Gryce revelara su sorpresa, estaba destinado a quedar decepcionado.
—Es una creencia muy grata —murmuro—. Le felicito por alimentarla, señor Raymond.
Reprimí un gesto de enfado.
—Tan convencido estoy —dije resuelto a excitarle de algún modo— que vengo hoy a pedirle, en nombre de la justicia y de la humanidad, que suspenda toda pesquisa en esa dirección, hasta que quedemos convencidos de que no hay una pista más certera.
Pero no dio más muestras de curiosidad que antes.
—¡De veras! —exclamó—. Es una petición muy singular en un hombre como usted.
—Señor Gryce —continué sin descomponerme—, el nombre de una mujer, una vez empañado, queda empañado para siempre. Eleanore Leavenworth es demasiado noble para ser tratada con desconsideración en un momento de tanta importancia. Si me presta atención, le prometo que no se arrepentirá.
El señor Gryce sonrió y permitió que sus ojos se apartaran del atizador para clavarse en el brazo de mi asiento.
—Bueno —me dijo—. Le escucho.
Saqué de la cartera mis notas y las coloqué sobre la mesa.
—¡Cómo! ¿Apuntes? —exclamó—. Eso es muy peligroso. Nunca plasme sus planes en un papel.
Continué sin hacer caso de la interrupción.
—Señor Gryce, he tenido ocasiones para estudiar a esa mujer que a usted le han faltado. La he visto en circunstancias que no podría soportar de ser culpable, y estoy completamente seguro de que no sólo su mano, sino su corazón, son ajenos al crimen. No negaré que quizás ella esté al tanto de los misterios del mismo. Si lo hiciera, la llave que obraba en su poder bastaría para contradecirme. Pero ¿qué importa que la tuviera? No querrá someter al escarnio público a un ser tan bello por retener información que ella considera su deber ocultar, cuando con un poco de paciencia y habilidad podríamos conseguir nuestro propósito.
—Pero aunque así sea —contestó el inspector—, ¿cómo podremos descubrir la verdad sin seguir la única pista que hasta ahora tenemos?
—No lo descubrirá nunca siguiendo la pista que tiene Eleanore Leavenworth.
El policía enarcó las cejas expresivamente, pero no dijo nada.
—La señorita Eleanore Leavenworth fue utilizada por alguien que conoce su firmeza de carácter, su generosidad y quizá su amor. Descubramos quién posee poder para controlarla hasta ese punto y hallaremos al hombre que buscamos.
Los labios del señor Gryce exhalaron un gruñido, pero nada más. Resuelto a que hablase, esperé.
—Eso quiere decir que piensa en alguien —dijo por fin casi con impertinencia.
—No cito nombres —repliqué—. Lo que necesito es más tiempo.
—¿De modo que piensa convertir este asunto en algo personal?
—Así es.
Él lanzó un silbido largo y apagado.
—¿Puedo preguntarle si piensa usted actuar solo, o si, de tener un auxiliar competente, desdeñaría usted su ayuda y su consejo? —me dijo por último.
—No deseo otra cosa que tenerlo a usted por colega.
—Debe de estar muy seguro de sí mismo —dijo sonriendo con ironía.
—Estoy muy seguro de la señorita Leavenworth —repliqué, y mi respuesta pareció agradarle.
—Oigamos lo que se propone hacer.
No le contesté de inmediato. Lo cierto era que aún no me había trazado un plan.
—Me parece —continuó— que se ha metido en una empresa bastante difícil para un aficionado. Es mejor que lo deje de mi cuenta, señor Raymond.
—Nada me alegraría más… —repliqué.
—No —me interrumpió—. Me vendrá muy bien que aporte ideas de vez en cuando. No soy ególatra, y admito las opiniones ajenas. Ahora mismo, por ejemplo, si cree conveniente informarme de cuanto ha visto y oído respecto a este asunto, tendré mucho gusto en oírle.
Aliviado al verle tan manejable, me pregunté qué podía decirle en realidad. Nada que pudiera parecerle vital. Pero no pensaba titubear.
—Señor Gryce, pocos datos puedo darle aparte de los que ya conoce. La verdad es que no poseo tantos datos como convicciones. Estoy seguro no sólo de que Eleanore Leavenworth no ha cometido el crimen, sino de que lo ignoraba por completo hasta que se cometió. También estoy seguro de que conoce al verdadero criminal; y de los hechos se desprende con toda claridad que la joven considera un deber sagrado encubrir al asesino, aun a riesgo de su propia seguridad. Pues bien, con tales datos, no nos será muy difícil deducir, al menos en nuestro fuero interno, quién puede ser esa persona. Con un poco más de conocimiento de la familia…
—¿No sabe entonces nada de su historia secreta?
—Nada.
—¿Ni siquiera si esas jóvenes están comprometidas para casarse, o tienen novios?
—No lo sé —contesté retrocediendo ante aquella idea que traducía en palabras mis secretos pensamientos.
—Señor Raymond —dijo por último, al cabo de una pausa—: ¿Sabe las desventajas con que debe trabajar un policía? Por ejemplo, imaginará que puedo acceder a las clases sociales, y se equivoca. Por extraño que le parezca, nunca he tenido la posibilidad de acceder a una clase de personas. No puedo hacerme pasar por un caballero. De nada me sirven un sastre y un barbero; siempre me descubren.
Parecía tan afligido que apenas pude contener la risa, a pesar de mi secreta ansiedad.
—Hasta tuve un lacayo francés que entendía de baile y de patillas, pero todo fue inútil. En cuanto me acercaba a un caballero, un caballero de verdad, quiero decir, no uno de esos dandis americanos, se me quedaba mirando fijamente y yo no podía sostenerle la mirada.
Divertido, aunque algo desconcertado, por este repentino giro de la conversación, miré inquisitivo al señor Gryce.
—Pero usted no tendría ese problema —continuó—. Quizá sea de nacimiento. Usted hasta puede sacar a bailar a una joven sin ruborizarse, ¿verdad?
—Bueno… —empecé a decir.
—Claro, pero yo no puedo. Puedo entrar en una casa y saludar a la señora, por elegante que sea, si llevo en la mano una orden de detención, o en el magín algún asunto profesional; pero cuando llega el momento de visitar con guantes de cabritilla, de beber una copa de champán en respuesta a un brindis, y esas cosas por el estilo, no sirvo en absoluto para nada. —Se llevó las dos manos a los cabellos y miró con pesar el mango del bastón que yo llevaba—. A todos nos sucede lo mismo. Cuando necesitamos que un caballero trabaje con nosotros, debemos buscarlo fuera de la profesión.
Empezaba a comprender sus intenciones, pero callé, vagamente consciente de que, después de todo, yo acabaría siéndole de utilidad.
—Señor Raymond —me dijo casi bruscamente—. ¿Conoce a un caballero llamado Clavering, que reside ahora en la casa Hoffman?
—Que yo sepa, no.
—Es hombre de modales muy distinguidos. ¿Querría usted hacerse amigo de él?
Siguiendo el ejemplo del señor Gryce, me quedé mirando a la chimenea.
—No puedo responder hasta que entienda mejor el caso —dije por último.
—No hay mucho que entender —me replicó—. El señor Henry Clavering, caballero y hombre de mundo, reside en Hoffman. Es forastero en la ciudad, aunque no un extraño; monta a caballo, pasea, fuma, pero no visita a nadie; mira a las mujeres, pero no saluda a ninguna. En una palabra, es un sujeto a quien uno desea conocer; pero, al ser orgulloso, y como tiene algunos de los prejuicios del Viejo Mundo contra la libertad y la franqueza de los yanquis, puedo acercarme a él tanto como al emperador de Austria.
—Y usted desea…
—Seguramente, ese hombre sería un compañero muy agradable para un joven abogado en alza, de buena familia e indiscutible respetabilidad. No me cabe duda de que si usted cultiva su amistad, descubrirá que le valdrá la pena.
—Pero…
—Puede que hasta desee entablar una relación más estrecha, confiarse a él, y…
—Señor Gryce —le interrumpí apresuradamente—. De ningún modo consentiré en ganarme la amistad de un hombre para luego delatarlo a la policía.
—Es esencial para sus planes hacerse amigo del señor Clavering —me replicó secamente.
—¡Oh! —respondí percibiendo un rayo de luz—. Entonces ¿tiene alguna relación con este asunto?
El señor Gryce se sacudió pensativo la manga de la levita.
—Aún no sé si será necesario que lo traicione. ¿Objeta algo a que se lo presenten?
—No.
—¿Ni a conversar con él, si lo encuentra agradable?
—No.
—¿Ni aunque, en el curso de la conversación, dé con algo que pueda dificultar sus esfuerzos por salvar a Eleanore Leavenworth?
El «no» que balbuceé esta vez era menos firme; el papel de espía era el último que deseaba representar en el inminente drama.
—Pues bien —continuó el señor Gryce, sin reparar en el dudoso tono de mi asentimiento—. Le aconsejo que se traslade de inmediato a la Residencia Hoffman.
—Dudo que sea conveniente —dije—. Si no me engaño, ya he visto y hablado con ese caballero.
—¿Dónde?
—Descríbamelo primero.
—Es alto, apuesto, viste elegantemente; es de rostro moreno y agraciado, cabello castaño algo canoso, ojos penetrantes y ademanes distinguidos. Un personaje que inspira respeto, se lo aseguro.
—Tengo razones para creer que le he visto —repliqué, y le conté en pocas palabras cuándo y dónde.
—¡Hum! —dijo al terminar yo mi relato—. Evidentemente, despertó en usted tanto interés como en nosotros. ¿Cómo puede ser eso? Creo que ya lo sé —exclamó, tras meditar un momento—. Una lástima que le hablara; puede haberle causado una impresión desfavorable, y todo depende de que se conozcan sin que reine la desconfianza.
Se levantó y dio unos paseos por la estancia.
—Bueno, sólo habrá que actuar más despacio. Démosle la oportunidad de que le vea en otra situación más favorable. Vaya al gabinete de lectura de la Residencia Hoffman. Hable con los caballeros más distinguidos que encuentre allí, pero poco e indistintamente. El señor Clavering es desdeñoso y no se sentirá honrado por las atenciones de un individuo saludado y bien recibido por todos. Muéstrese tal como es, y deje que él dé el primer paso, que lo dará.
—¿Y si nos equivocamos y el individuo a quien vi en la esquina de la Calle 37 no era el señor Clavering?
—Me sorprendería mucho.
No sabiendo que más objeciones ponerle, guardé silencio.
—Y esta cabeza mía tendrá que ponerse la gorra de pensar —continuó jovial.
—Señor Gryce —dije entonces, ansioso de mostrarle que toda aquella conversación sobre un desconocido no había servido para apartar de mi mente mis propios proyectos—. Hay otra persona de la que no hemos hablado.
—¿No? —exclamó suavemente, dando media vuelta hasta ponerse frente a mí—. ¿Quién?
—¿Quién sino el señor…? —No pude continuar. ¿Qué derecho tenía yo a mencionar el nombre de nadie sin poseer contra él pruebas suficientes que justificasen dicha mención?—. Perdone, creo que será mejor que contenga mi primer impulso y no cite nombres.
—¿Harwell? —dijo con calma.
El súbito rubor que cubrió mi rostro me hizo asentir de forma involuntaria.
—No veo motivo para que no hablemos de él —continuó señor Gryce—. Es decir, si así obtenemos algo.
—¿Cree que su declaración fue veraz?
—No se ha probado nada en contra.
—Es un hombre muy singular.
—También lo soy yo —replicó el inspector.
Me sentía algo disgustado, y, consciente de parecer en desventaja, cogí mi sombrero de la mesa y me dispuse a irme; pero, recordando de pronto a Hannah, me volví y pregunté si había noticias de su paradero.
El señor Gryce pareció debatir consigo mismo, y tanto vaciló que empecé a dudar que quisiera confiarse a mí. Pero, de pronto, alargó ambas manos y exclamó con vehemencia:
—¡El mismo diablo está en este asunto! No habría desaparecido más completamente si se la hubiera tragado la tierra.
Se me cayó el alma a los pies. Eleanore me había dicho: «Esa joven no puede ayudarme». ¿Sería posible que la joven hubiera desaparecido… para siempre?
—Tengo innumerables agentes trabajando en ello, por no mencionar al público en general; y, sin embargo, no me ha llegado ni la menor noticia de su paradero o situación. Sólo temo que cualquier mañana la encontremos flotando en el río, sin una confesión en el bolsillo.
—Todo depende del testimonio de esa joven —observé.
—¿Qué dice a eso la señorita Leavenworth? —me preguntó tras murmurar algo que no pude entender.
—Que la joven no puede ayudarla.
Creí notar que se mostraba un tanto sorprendido al oírme, pero lo ocultó inclinando la cabeza y exclamando:
—A pesar de todo, hay que encontrarla, y la encontraré, aunque deba enviar a P.
—¿P.?
—Uno de mis agentes, que es un signo de interrogación viviente. Por eso lo llama P, de pregunta. —Y entonces, cuando me volvía para irme, añadió—: Venga a verme cuando se sepan los términos del testamento.
¡El testamento! ¡Me había olvidado del testamento!