XX. «¡Trueman! ¡Trueman! ¡Trueman!»
XX
«¡Trueman! ¡Trueman! ¡Trueman!»
A menudo el fantasma
de los grandes sucesos se adelanta a esos sucesos.
Y en el presente camina el futuro.
S T C, , 5-1.
Un gran temor se apoderó de mí al instante. ¡Qué revelaciones me haría aquel hombre! Pero logré dominarme y, saludándole con toda la cordialidad que me era posible, me apresté a escuchar sus explicaciones.
Pero, según parecía, Trueman Harwell no tenía explicaciones que darme; al contrario, venía a disculparse por las violentas palabras que había pronunciado la noche antes, palabras que, fuera cual fuera el efecto que me causaron, ahora se veía obligado a declarar que habían sido dichas sin la base necesaria para que se las considerara de alguna importancia.
—Pero usted debía pensar que tenía motivos para hacer una acusación tan tremenda o, de lo contrario, lo que hizo fue un acto de locos.
Enarcó el entrecejo y sus ojos adoptaron una expresión sombría.
—No es cierto —me replicó—. He visto a muchos hombres manifestar bajo la presión de la sorpresa convicciones no más fundadas que la mía sin que por ello se les haya llamado locos.
—¿Sorpresa? Entonces el rostro o la figura del señor Clavering debían de serle conocidos. El mero hecho de ver a un caballero desconocido en el vestíbulo no pudo bastar para causarle tanto asombro, señor Harwell.
Oprimió con inquietud el respaldo de la silla ante la que se encontraba de pie, pero no dijo nada.
—Siéntese —le dije de nuevo, esta vez con cierta autoridad en la voz—. Éste es un asunto muy grave, y quiero tratarlo con la atención que merece. Una vez dijo que, de saber algo que pudiera servir para exonerar a Eleanore Leavenworth del peso de la sospecha, estaría dispuesto a manifestarlo.
—Perdone —me corrigió fríamente—. Dije que hablaría de saber algo que sirviera para librarla de su desgraciada situación.
—No me venga con argucias —le repliqué—. Ambos sabemos que usted oculta algo, y yo le pido que me lo diga en nombre de la justicia.
—Está equivocado —me replicó tenazmente—. No sé nada. Tengo, quizá, motivos para haber llegado a ciertas conclusiones, pero mi conciencia no me permite manifestar a sangre fría sospechas que no sólo pueden empañar la reputación de un hombre honrado, sino ponerme en la desagradable posición de delator sin bases sustanciales para mis acusaciones.
—Ya está en esa posición —repliqué con igual frialdad—. Nada podrá hacerme olvidar que denunció a Henry Clavering en mi presencia, llamándole asesino del señor Leavenworth. Más le vale explicarse, señor Harwell.
Me lanzó una mirada breve, pero rodeó la silla y se sentó en ella.
—Me tiene en desventaja —me dijo en tono más ligero—. Si quiere aprovecharse de su posición y presionarme para que le cuente lo poco que sé, no me queda sino lamentar la situación en que me encuentro y hablar.
—¿De modo que sólo se lo impiden los escrúpulos de conciencia?
—Sí, y la escasez de hechos a mi disposición.
—Yo juzgaré los hechos cuando los conozca.
Alzó sus ojos hasta toparse con los míos, y me asombró la extraña ansiedad que revelaban. Era evidente que sus convicciones eran más fuertes que sus escrúpulos.
—Señor Raymond —empezó a decir—, usted es abogado, y sin duda hombre práctico; pero sabrá lo que es oler el peligro antes de verlo, sentir que hay algo en el aire que te rodea sin saber qué es lo que te afecta de forma tan potente, hasta que la casualidad revela que había un enemigo a nuestro lado, o un amigo ha pasado ante nuestra ventana, o la sombra de la muerte ha pasado ante el libro que uno lee, o se ha mezclado con nuestra respiración mientras dormimos.
Fascinado por la intensidad de su mirada, negué con la cabeza a modo de respuesta.
—Entonces, no puede entenderme ni a mí ni lo que he padecido las últimas tres semanas.
Y se echó hacia atrás con helada reserva que parecía prometer muy poco a mi curiosidad completamente despierta.
—Perdóneme —me apresuré a decir—, pero el hecho de que nunca haya experimentado yo tales sensaciones no me impide comprender las emociones de otras personas más afectadas que yo por esas influencias espirituales.
—Entonces —dijo volviendo a adelantarse—, no se burlará de mí si le digo que la víspera del asesinato del señor Leavenworth vi en un sueño todo lo que ocurrió después; le vi asesinado, y vi… —Y aquí se agarró las manos con actitud de indecible convicción, mientras se le apagaba la voz hasta convertirse en un murmullo horrorizado—… ¡y vi el rostro de su asesino!
Me sobresalté, le miré lleno de asombro, sintiendo un escalofrío como si me tocara un espectro.
—Y era el de…
—¿Quiere saber el motivo que me impulsó a acusar al hombre que vi en el vestíbulo de la casa de la señorita Leavenworth? Pues es ése.
Se sacó el pañuelo y se enjugó la frente, de la que manaban gruesas gotas de sudor.
—¿Está insinuando que el rostro que vio en sueños y el que vio anoche en el vestíbulo eran el mismo?
Asintió gravemente con la cabeza.
—Cuénteme su sueño —le dije acercando más mi silla a la suya.
—Fue la noche anterior al asesinato del señor Leavenworth. Me había acostado sintiéndome especialmente satisfecho conmigo mismo y el mundo en general, pues, aunque mi vida dista mucho de ser feliz —y aquí exhaló un débil suspiro—, aquel día me habían dicho unas palabras agradables; estaba yo disfrutando de la felicidad que me habían proporcionado cuando de repente sentí un escalofrío en el corazón y la oscuridad que un momento antes me había parecido morada de paz se estremeció con el sonido de un grito sobrenatural; oí mi nombre: «Trueman, Trueman, Trueman», repetido tres veces por una voz que no reconocí, y al mirar a mi lado vi una mujer. Su rostro me era desconocido —prosiguió solemnemente—, pero puedo describirla hasta el último detalle, pues, cuando ella se inclinó sobre mí, me miró a los ojos con un terror creciente que parecía implorarme auxilio, aunque no movía los labios, y sólo el recuerdo de aquel grito reverberaba en mis oídos.
—Describa el rostro —le interrumpí.
—Era el de una mujer hermosa. Muy correcto de líneas, pero desprovisto de color; no era bello, pero atraía por su infantil mirada de confianza. El cabello, partido sobre una frente despejada, era castaño; sus ojos eran grises y muy separados; la boca, que era su rasgo más encantador, delicada de líneas y muy expresiva. Tenía un hoyuelo en la barbilla, pero no en las mejillas. Era uno de esos rostros que no se olvidan.
—Continúe —dije yo.
—Me sobresalté al ver la mirada de aquellos ojos suplicantes. Instantáneamente se desvaneció el rostro y todo lo demás, y me di cuenta, como nos pasa a veces en sueños, de que había movimiento en el vestíbulo de abajo, y la silueta de un hombre de majestuosa estatura entró furtivamente en la biblioteca. Recuerdo que experimenté un escalofrío, mezcla de horror y de curiosidad, como si supiera por intuición lo que iba a suceder. Por extraño que parezca, me pareció entonces que me cambiaba la personalidad, y que dejaba de ser una tercera persona testigo de los acontecimientos para convertirme en el mismo señor Leavenworth, sentado a la mesa de la biblioteca y presintiendo el daño que se cernía sobre mí sin poder hablar ni hacer un movimiento para evitarlo. Aunque yo estaba de espaldas a aquel hombre, sentí que su furtiva figura cruzaba el pasillo, entraba en la alcoba, se dirigía al tocador donde estaba el revólver, tiraba del cajón, lo hallaba cerrado, daba vuelta a la llave, cogía el arma y volvía a avanzar hacia mí. Pude oír todos los pasos que dio como si anduviera sobre mi corazón, y recuerdo que miré a la mesa que tenía delante como si esperara verla bañada en mi sangre de un momento a otro. Vi que las letras que había escrito bailaban sobre el papel, y se presentaban ante mi vista con la forma fantasmal de personas y cosas olvidadas por mí hace mucho tiempo; ocupaba mis últimos instantes con un asalto de remordimientos y vergüenzas, de ansiedades e indecibles agonías, a través de los cuales veía aquel rostro, el rostro de mi primer sueño, confuso, pálido, dulce e inquisitivo, mientras esas pisadas silenciosas se acercaban más y más hacia mí, hasta que sentí el brillo de los ojos del asesino en el estrecho umbral que me separaba de la muerte y oí el rechinar de sus dientes al apretar los labios para ejecutar su último acto. ¡Ah! —Y el rostro lívido del secretario evidenció el roce con un horror espantoso—. ¿Qué palabras podrán describir semejante experiencia? En el primer momento, experimenté en el corazón y el cerebro todas las agonías del infierno, y después sentí como si me arrancaran de repente de todo aquello y viera en la lejanía, como a través de un vacío, una figura agazapada que contemplaba su obra con ojos espantados y labios pálidos y contraídos; al mirarla, no vi un rostro familiar, pero era tan apuesto, tan notable, tan único en su forma y expresión que me sería más fácil olvidar el rostro de mi padre que el aspecto y figura del hombre que se me presentó en mi sueño.
—Y ese rostro… —dije con voz que apenas reconocí como mía.
—Era el del hombre a quien vimos visitando a la señorita Leavenworth y recorriendo el vestíbulo hacia la puerta de la calle.