XXXIX. Las consecuencias de un gran crimen
XXXIX
Las consecuencias de un gran crimen
¡Abandónala al cielo,
y a aquellas espinas que en su pecho anidan
para herirla y punzarla!
W S, , 1-5.
Pues es discreta, si la juzgo bien;
es hermosa, si mis ojos no me engañan;
es sincera, como ha probado ser;
y por eso, por ser hermosa, discreta y sincera,
siempre ocupará mi alma constante.
W S, , 2-6.
—¡ Oh, Eleanore! —exclamé, presentándome ante ella, creo que con muy poca ceremonia—. ¿Esta preparada para recibir muy buenas noticias? ¿Noticias que iluminarán esas pálidas mejillas y devolverán la luz a esos ojos, haciendo que la vida vuelva a parecerle dulce y llena de esperanza? Dígamelo pronto —exclamé, inclinándome hacia ella, porque me pareció a punto de desmayarse.
—No lo sé —balbuceó—. Temo que lo que llama buenas noticias no lo sean para mí. Ninguna noticia podrá ser buena, a no ser…
—¿A no ser qué? —pregunté, cogiendo sus manos en las mías, con una sonrisa que debió de tranquilizarla al ser de profunda felicidad—. Dígamelo, no tema.
Pero sí que temía. Llevaba tanto tiempo con esa terrible carga que se había vuelto parte de su ser. ¿Cómo podía hacerle ver que se basaba en un error, que no tenía motivo para temer el pasado, el presente o el futuro?
Pero cuando le dije la verdad, cuando le demostré con todo el fervor y el tacto de que era capaz, le demostré de modo irrefutable que las pruebas del delito que le habían hecho considerar a su prima culpable de la muerte de su tío las había dejado Trueman Harwell, sus primeras palabras fueron para suplicarme que la llevara a la presencia de su prima.
—¡Lléveme con ella! ¡Oh, lléveme! No podré pensar ni respirar hasta pedirle perdón de rodillas. ¡Oh, qué injusta acusación le hice! ¡Qué injusta!
Al ver el estado en que se encontraba, pensé que no me quedaba más recurso que obedecer. De modo que busqué un coche y la acompañé a casa de su prima.
—¡Mary me despreciará, no querrá ni verme, y con toda la razón! —exclamó cuando penetramos en la avenida—. Pero Dios sabe que creí justificadas mis sospechas. Si usted supiera…
—Lo sé. Mary sabe que los indicios contra ella eran tan abrumadores que estuvo a punto de preguntarse a sí misma si era posible que estuviese exenta de culpa habiendo tales pruebas en su contra. Pero…
—¡Espere, oh, espere! ¿Mary ha dicho eso?
—Sí.
—¿Hoy?
—Sí.
—Mary debe de haber cambiado.
No respondí. Quería que viera por sí misma hasta qué punto era cierta la mudanza. Pero, cuando unos minutos después, el coche se detuvo y corrí con ella hacia la casa escenario de tanto sufrimiento, apenas estaba yo preparado para la diferencia en su semblante que revelaba la luz del vestíbulo. Tenía los ojos luminosos, las mejillas brillantes, la frente lisa y sin ceño; pues así de rápido se funde el hielo del desespero bajo el sol de la esperanza.
Thomas, que nos abrió la puerta, se alegró al volver a ver a su señorita.
—La señorita Leavenworth está en el salón —dijo.
Yo asentí, y al ver que Eleanore, agitadísima, apenas podía avanzar, le pregunté si quería entrar en seguida o esperar a calmarse un poco.
—En seguida; no puedo esperar.
Y, desprendiéndose de mi brazo, cruzó el vestíbulo, la mano ya extendida para apartar las cortinas de la puerta del salón, cuando éstas fueron apartadas desde dentro y apareció Mary.
—¡Mary!
—¡Eleanore!
El tono de esas voces lo decía todo. No necesité mirar hacia allí para saber que Eleanore había caído a los pies de su prima y Mary la había levantado cariñosamente. No necesité oír: «Mi delito contra ti es demasiado grande; no puedes perdonármelo», seguido de «Mi vergüenza es demasiado grande para que yo tenga que perdonar nada», para saber que la sombra existente entre ellas se había disipado como una nube, y que en su futuro se divisaban hermosos días de confianza mutua.
Pero, media hora después, oí abrirse dulcemente la puerta de la salita en la que me hallaba y, al alzar la vista, vi a Mary parada en el umbral, con el rostro iluminado por una sincera humildad, y me sorprendió la forma en que se había suavizado su altiva belleza. «Bendita sea la vergüenza que purifica», murmuré para mis adentros, y avancé hacia ella, extendiendo la mano con un respeto y una compasión que nunca creí volver a sentir por ella.
Este gesto pareció conmoverla. Se sonrojó profundamente y se me acercó.
—Gracias —dijo—. Mucho tengo que agradecerle; hasta esta noche no lo he comprendido, pero ahora no puedo hablar de ello. Lo que deseo es que me ayude usted a convencer a Eleanore de que acepte esa fortuna de mis manos. Es suya, usted lo sabe, se la dejó a ella, o se la habría dejado.
—Un momento —dije yo, con la trepidación que esta petición había despertado en mí—. ¿Lo ha meditado bien? ¿De verdad está decidida a entregarle su fortuna a su prima?
—Ah, ¿cómo puede preguntarme eso? —Fue respuesta suficiente junto a la mirada que me dirigió.
Cuando entramos en el salón, el señor Clavering estaba sentado junto a Eleanore. Se levantó inmediatamente al verme.
—Señor Raymond —me dijo, llevándome aparte—. Permita que le presente mis excusas. Tiene en su poder un documento que nunca debí obligarle a escribir. Fundado en un error, le infligí una ofensa que lamento amargamente. Si puede perdonarme, teniendo en cuenta mi situación de entonces, yo se lo agradeceré toda mi vida. Si no…
—No diga más, señor Clavering. Los sucesos de aquel día pertenecen al pasado, que yo me he propuesto olvidar tan rápidamente como pueda. Demasiadas venturas nos promete el futuro para que nos acordemos ahora de pesares pasados.
Y con una mirada de mutua comprensión y amistad, nos apresuramos a reunimos con las damas.
De la conversación subsiguiente sólo es necesario hacer constar el resultado. Eleanore se mantuvo firme en su negativa de aceptar una herencia manchada por la culpa, y se convino por fin que se dedicaría a la fundación y mantenimiento de una institución benéfica lo bastante grande como para ser reconocida como beneficiosa para la ciudad y sus pobres. Esto sentado, volvimos el pensamiento a nuestros amigos, y especialmente al señor Veeley.
—Debe saber lo ocurrido —dijo Mary—. Se ha portado como un padre con nosotras.
Y, llena de contrición, habría querido encargarse de decirle la verdad. Pero Eleanore, con su generosidad acostumbrada, no quiso consentirlo.
—No, Mary —dijo—, ya has padecido demasiado. Iremos a verle el señor Raymond y yo.
Y, dejándoles allí, con el rostro bañado por la luz de la esperanza e intimidad renacidas, salimos a la noche y a un sueño del que aún no he despertado, puesto que el brillo de sus queridos ojos ha sido la estrella polar de mi vida durante muchos, muchísimos meses de felicidad.