XVIII. En la escalera
XVIII
En la escalera
Tú no puedes decir que he sido yo.
W S, , 3-4.
Excitado, trémulo, maravillado ante este suceso imprevisto, me detuve un momento para que se recuperaran mis sentidos, cuando el sonido de una voz, queda y monótona, llegó a mis oídos desde la biblioteca; me acerqué y encontré al señor Harwell leyendo en voz alta el manuscrito de su difunto jefe. Me sería muy difícil describir el efecto que esto me produjo en aquellos momentos. Allí, en aquella habitación de muerte, apartada del bullicio del mundo, aquel hombre que era como un eremita en su celda se dedicaba a leer y releer con pasivo interés las palabras del muerto mientras tanto arriba como abajo había seres humanos sufriendo por las dudas y la vergüenza. Me puse a escuchar y oí estas palabras:
«Por estos medios, los gobernantes indígenas no sólo perderían su celoso temor a nuestras instituciones, sino que adquirirían curiosidad por conocerlas».
Abrí la puerta y entré.
—Llega tarde, señor —me dijo Harwell, levantándose y acercándome una silla.
Mi respuesta debió de ser inaudible, pues cuando se acercó a su asiento me dijo:
—Me temo que no se encuentra bien.
Me puse firme.
—No estoy enfermo —dije, acercándome los papeles y empezando a examinarlos. Pero las palabras bailaban ante mis ojos, y me vi obligado a abandonar toda tentativa de trabajo por aquella noche.
—Me temo que no podré ayudarle hoy, señor Harwell. La verdad es que me resulta difícil prestar la atención adecuada a este asunto mientras el hombre que cometió el cobarde asesinato que lo hace necesario sigue impune.
Esta vez le tocó al secretario apartar los papeles, como si de pronto le inspiraran repugnancia, pero no dijo nada.
—Cuando me comunicó esta espantosa tragedia, me dijo que era un misterio; pero es un misterio que ha de resolverse, señor Harwell, pues está consumiendo la vida de muchos seres a quienes queremos y respetamos.
El secretario me lanzó una mirada.
—¿La señorita Eleanore? —murmuró.
—Y la señorita Mary —continué yo—. Además de usted, yo mismo y otros muchos.
—Mostró desde el principio un gran interés por este asunto —dijo, mojando metódicamente la pluma en el tintero.
Le miré asombrado.
—¿Y usted no se interesa por algo que atañe no sólo a la seguridad sino a la dicha y al honor de la familia con quien ha vivido tanto tiempo?
Me miró con creciente frialdad.
—No tengo deseos de discutir este tema. Le he pedido que no me hablara del asunto, señor Raymond.
Y se levantó.
—Pero en este asunto no puedo tener en cuenta sus deseos —insistí—. Si sabe algo relacionado con este asunto que aún no se haya hecho público, tiene el deber de manifestarlo. La posición de la señorita Eleanore en estos momentos debería bastar para despertar el sentimiento de justicia en todos los corazones justos, y si usted…
—Si yo supiese algo que pudiera librarla de su desdichada situación, lo habría dicho hace mucho tiempo, señor Raymond.
Me mordí los labios, cansado de tantos desconciertos, y también me levanté.
—Si no tiene nada más que decirme —continuó— y no siente deseos de trabajar, le agradeceré que me disculpe, porque tengo que acudir a una cita.
—No deje que le entretenga —dije con amargura—. Sé cuidar de mí mismo.
Se volvió hacia mí, mirándome como si aquel desahogo mío le fuera incomprensible, y después inclinó la cabeza a modo de saludo calmoso, casi compasivo, y salió de la estancia. Le oí subir la escalera, sentí la puerta de su cuarto al cerrarse y me senté para disfrutar de mi soledad. Pero en aquella habitación la soledad era insoportable. Cuando el señor Harwell volvió a bajar, comprendí que no podía estar allí más tiempo y salí al vestíbulo para decirle que, si no tenía inconveniente, le acompañaría a dar un paseo.
Asintió con una envarada inclinación de cabeza y me precedió al bajar las escaleras. Para cuando cerré la puerta de la biblioteca, el secretario se hallaba a mitad del tramo; me estaba fijando en la rigidez de su figura y lo desmañado de su traje cuando vi que se detenía de pronto, se aferraba a la barandilla y ponía tal expresión de sobresalto en el rostro medio vuelto que me quedé un instante paralizado de asombro, antes de acudir corriendo a su lado.
—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? —exclamé, agarrándole por un brazo.
Pero alargó la mano y me empujó para que retrocediera.
—¡Atrás! ¡Atrás! —me dijo con voz queda, estremecida por una emoción intensa.
Y, cogiéndome por el brazo, me arrastró materialmente escalera arriba. Al llegar al rellano, me soltó y, apoyándose en la barandilla, temblando de pies a cabeza, miró hacia abajo.
—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama?
Sobresaltado a mi vez, me incliné a su lado y vi al señor Henry Clavering salir del salón y cruzar el vestíbulo.
—Es el señor Clavering —susurré, con todo el dominio de mí mismo que pude reunir—. ¿Le conoce?
El señor Harwell se apoyó en la pared.
—¡Clavering, Clavering! —murmuró con labios temblorosos, dando luego un salto hacia adelante y agarrándose a la barandilla; me miró con ojos de los que había huido toda su calma estoica para dar paso al fuego y el frenesí.
—¿Quiere saber quién es el asesino del señor Leavenworth? Pues mire entonces. ¡Fue ese hombre, Clavering!
Se apartó de mi lado dando otro salto, tambaleándose como un borracho, y desapareció en el vestíbulo superior.
Mi primer impulso fue seguirle. Subí la escalera y llamé a la puerta de su habitación sin obtener respuesta. Después voceé su nombre en el vestíbulo, pero sin resultado, pues estaba resuelto a no dejarse ver. Decidido a que no se me escapase de aquel modo, volví a la biblioteca y le escribí dos letras pidiéndole explicaciones de su tremenda acusación y diciéndole que le esperaba en mi casa a las seis de la tarde del día siguiente. Después de esto bajé a reunirme con Mary.
Pero la velada estaba destinada a ser fuente de decepciones. Se había retirado a su habitación mientras yo estaba en la biblioteca, y me perdí la reunión que tanto ansiaba.
— —comenté para mis adentros, dando vueltas por el vestíbulo—. .
Iba a abandonar la casa cuando me topé con Thomas, que bajaba las escaleras con una carta en la mano.
—Con los saludos de la señorita Leavenworth, señor —dijo dándome la carta—. Está demasiado fatigada para seguir aquí abajo.
Me aparté para leer la nota, sintiendo que me remordía un poco la conciencia al leer las siguientes palabras, escritas con mano rápida y temblorosa:
Pide usted más de lo que puedo dar. Deben quedar las cosas como están, sin que yo las explique. Esta negativa es el pesar más grande de mi vida, pero no puedo elegir. Dios nos perdone a todos y nos libre de la desesperación.
M.
Y más abajo:
Como no podríamos vernos sin turbación, será mejor que sobrellevemos nuestra carga en silencio y por separado. El señor Harwell lo visitará. Adiós.
Cuando cruzaba la Calle 32, oí unos pasos rápidos detrás de mí, y me volví para ver a Thomas, el mayordomo.
—Perdóneme, señor —me dijo—, pero tengo que decirle algo. Cuando me preguntó la otra noche quién era el caballero que quiso ver a la señorita Eleanore la noche del asesinato, no le respondí como debía. La verdad es que los policías habían hablado conmigo del mismo tema, y estaba receloso. Pero ahora sé que es usted amigo de la familia y necesito decirle que ese caballero, quien quiera que sea, pues entonces se hacía llamar Robbins, ha vuelto a estar en la casa, señor, y el nombre que me ha dado esta vez para anunciarlo era el de Clavering. Sí, señor —continuó al ver que me sobresaltaba—, y como le he dicho a Molly obra de un modo muy peculiar para ser un desconocido. Cuando vino la otra noche, vaciló bastante rato antes de preguntar por Eleanore, y cuando le pedí su nombre sacó una tarjeta y escribió el que le he dicho, señor; y su rostro tenía una expresión muy singular para ser un visitante; además…
—¿Qué?
—Señor Raymond —continuó el mayordomo, en voz baja y excitada, acercándose más a mí en la oscuridad—. Hay algo que no le he dicho a nadie más que a Molly, señor, y que quizá sea útil para quien desee encontrar al que cometió ese asesinato.
—¿Un hecho o una sospecha? —pregunté.
—Un hecho, señor. Perdone que le incomode con esto a estas horas, señor, pero Molly no me dejará en paz hasta que se lo cuente a usted o al señor Gryce. Está muy preocupada por Hannah, a la cual todos consideramos inocente, aunque haya gente que se empeñe en decir que es culpable porque no se la encuentra cuando se la necesita.
—Pero ¿y ese hecho? —pregunté.
—El hecho es el siguiente. Verá… yo se lo diría al señor Gryce —repitió sin darse cuenta de mi ansiedad—, pero le tengo mucho miedo a la policía, señor, porque a veces es rápida a la hora de arrestar y parece creer que uno sabe mucho más de lo que sabe en realidad.
—¡El hecho! —estallé de nuevo.
—Sí, señor. El hecho es que aquella noche, la noche del asesinato, vi al señor Clavering, Robbins, o como se llame, entrar en la casa, pero ni yo ni nadie le vimos salir, ni sé que saliera.
—¿Qué quiere decir?
—Verá, señor, quiero decir lo siguiente: Cuando bajé del cuarto de la señorita Eleanore y le dije al señor Robbins, que es como se hizo llamar entonces, que mi señorita estaba indispuesta y no podía recibirlo (que fue lo que ella me mandó decir), el señor Robbins, en vez de hacer una reverencia e irse como un caballero, entró en el salón. Quizá se encontraba mal, pues estaba muy pálido; el caso es que me pidió un vaso de agua. Al no tener motivos para sospechar de él, fui en seguida a la cocina por el agua, dejándolo solo en el salón. Pero antes de que pudiera cogerla, oí que se cerraba la puerta principal. «¿Qué ha sido eso?», preguntó Molly, que me estaba ayudando. «No lo sé, a no ser que fuera ese caballero que se ha ido, cansado de esperar». Y ella me dijo: «Si se ha ido, no necesitará el agua». De modo que dejé la jarra y subí la escalera, y desde luego que se había ido, o eso pensé entonces. Pero ¿quién sabe, señor, si no seguiría en el salón o la antesala, que estaban a oscuras, mientras yo cerraba la casa?
No le contesté, pues estaba más sobresaltado de lo que quería aparentar.
—Ya ve, señor, que yo no hablaría así de nadie que visitara a las señoritas; pero todos sabemos que quien asesinó a mi señor fue alguien que estaba en la casa aquella noche y que no fue Hannah…
—¿Dice que la señorita Eleanore se negó a verle? —le interrumpí, con la esperanza de que esa simple sugerencia bastara para sonsacarle más detalles de su entrevista con Eleanore.
—Sí, señor. Cuando vio la tarjeta mostró cierta vacilación, pero en seguida se puso muy colorada y me mandó decir lo que le he dicho. No habría vuelto a pensar en ello de no verlo volver esta tarde a casa, envalentonado y fanfarrón, haciéndose llamar de otro modo. La verdad es que no quisiera pensar mal de él, pero Molly se ha empeñado en que debía decírselo y así aligerar mi conciencia… Y eso es todo, señor.
Cuando llegué a casa, aquella noche, coloqué en mi cuaderno de apuntes una nueva lista de circunstancias sospechosas, pero encabezadas con la letra . en lugar de la .