El caso Leavenworth

I. «Un gran caso»

I

«Un gran caso»

Un acto de siniestra memoria.

W S, , 3-2.

Hacía cerca de un año que era yo socio de la casa Veeley, Carr & Raymond, procuradores y abogados, cuando una mañana, durante la ausencia temporal del señor Veeley y del señor Carr, entró en nuestro despacho un joven cuyo aspecto denotaba tanta premura y agitación que me levanté involuntariamente al verle y me adelanté para salir a su encuentro:

—¿Qué ocurre, caballero? Espero que no traiga usted malas noticias.

—He venido a ver al señor Veeley. ¿Está aquí?

—No —le repliqué—. Ha tenido que salir inesperadamente para Washington y no estará de vuelta hasta mañana; pero si quiere usted hacerme saber lo que le trae aquí…

—¿A usted, caballero? —interrumpió, clavando sus ojos fríos pero firmes en los míos; y, pareciendo satisfecho con su examen, continuó hablando—. No hay razón que lo impida; mi asunto no es secreto. He venido a informar de que el señor Leavenworth ha muerto.

—¡El señor Leavenworth! —exclamé retrocediendo un paso. El señor Leavenworth era un antiguo cliente de nuestra firma, además de amigo particular del señor Veeley.

—Sí, asesinado, de un tiro en la cabeza, por alguien desconocido, cuando estaba sentado ante la mesa de su biblioteca.

—¡De un tiro! ¡Asesinado!

Apenas podía dar crédito a mis oídos.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —balbuceé.

—Anoche. O, al menos, eso creemos. No lo hemos descubierto hasta esta mañana. Soy su secretario particular —explicó— y vivo en su casa. Ha sido un golpe terrible, sobre todo para las señoritas.

—¡Terrible! —repetí yo—. El señor Veeley se quedará abrumado al saberlo.

—Están completamente solas —continuó mi visitante con un tono grave y oficial que, como vería más adelante, era inseparable de aquel hombre—. Me refiero a las señoritas Leavenworth, sobrinas del señor Leavenworth, y dado que hoy tendrá lugar la investigación, se ha creído conveniente que esté alguien presente para aconsejarlas. Dado que el señor Veeley era el mejor amigo de su tío, me han enviado a buscarlo; pero, en vista de su ausencia, no sé qué hacer ni adónde acudir.

—Yo no conozco a esas damas —fue mi titubeante respuesta—, pero si puedo servirles de algo, mi respeto hacia su tío era tal que…

La mirada del secretario me interrumpió. Sin desviarse en apariencia de mi rostro, sus pupilas se habían dilatado tanto que parecían abarcar toda mi persona en su interior.

—No sé —dijo por fin, indicando con leve fruncimiento de cejas que no le agradaba el giro que tomaba el asunto—. Quizá sería lo mejor. Las señoritas no pueden quedarse solas…

—No diga usted más. Iré.

Me senté para escribir un mensaje apresurado al señor Veeley, tras lo cual, y después de otros pocos preparativos necesarios, acompañé al secretario a la calle.

—Ahora —dije—, cuénteme usted cuanto sepa acerca de este terrible suceso.

—¿Lo que sepa? Bastarán pocas palabras. Lo dejé anoche, sentado a la mesa de la biblioteca, como de costumbre, y lo he hallado esta mañana en el mismo lugar, y casi en la misma postura, pero con un agujero de bala en la cabeza del tamaño de la yema del meñique.

—¿Muerto?

—Muerto.

—¡Es horrible! —exclamé—. ¿No puede haber sido suicidio? —añadí al cabo de un instante.

—No. No se encuentra el arma con el que se cometió ese acto.

—Pues si ha sido un asesinato, habrá sido por algún motivo. El señor Leavenworth era un hombre demasiado bueno para tener enemigos, y si el móvil era el robo…

—No ha sido el robo. No falta nada —dijo interrumpiéndome de nuevo—. Todo este asunto es un misterio.

—¿Un misterio?

—Un completo misterio.

Miré con curiosidad a mi informante. El huésped de una casa en la que había ocurrido tan misterioso asesinato era alguien bastante interesante. Pero el rostro bien parecido e inexpresivo de aquel hombre ofrecía muy poca base incluso para la imaginación más desbocada, por lo cual aparté casi de inmediato la vista y pregunté:

—¿Están muy abatidas las damas?

Dio por lo menos media docena de pasos antes de contestar.

—No sería natural que no lo estuvieran.

Fuese por la expresión de su rostro al responderme, o por la misma naturaleza de la respuesta, sentí que, de algún modo, pisaba terreno resbaladizo al hablar de las damas con este secretario contenido y apático del difunto señor Leavenworth. Como tenía entendido que eran señoras de grandes valores, no me agradó mucho descubrirlo. Por tanto, vi con cierta sensación de alivio el carruaje de la Quinta Avenida que se acercaba.

—Pospongamos la conversación —dije—. Aquí está el carruaje.

Una vez sentados en él, descubrimos que no nos era posible seguir hablando del asunto. Por consiguiente, me dediqué a repasar en mi interior todo cuanto sabía acerca del señor Leavenworth, y descubrí que mis conocimientos se limitaban al dato escueto de que era un comerciante retirado de gran fortuna y buena posición social y que, a falta de hijos propios, había recogido en su casa a dos sobrinas, una de las cuales ya había sido nombrada su heredera. Desde luego, había oído hablar al señor Veeley de sus extravagancias, un ejemplo de las cuales era el mero hecho de hacer testamento en favor de una de las sobrinas con exclusión completa de la otra; pero de sus costumbres y de sus relaciones con la sociedad sabía yo muy poco, por no decir nada.

Al llegar vimos que se había congregado un gran gentío frente a la casa, y apenas tuve tiempo de observar que el edificio hacía esquina y que era de tan desusada altura como extensión, cuando me vi atrapado entre la muchedumbre y empujado hacia los anchos escalones de piedra. Tras liberarme del gentío, aunque con alguna dificultad debida a la inoportunidad de un limpiabotas y de un carnicero, que parecían pensar que podrían introducirse en la casa agarrados a mi brazo, subí la escalera y, al comprobar que gracias a una afortunada casualidad el secretario se hallaba a mi lado, tiré con fuerza de la campanilla. La puerta se abrió de inmediato, y en el umbral reconocí a uno de los detectives de la ciudad.

—¡Señor Gryce! —exclamé.

—El mismo —me respondió—. Entre usted, señor Raymond.

Y, tras franquearnos el paso, cerró la puerta con una hosca sonrisa mientras miraba a la contrariada muchedumbre del exterior.

—Supongo que no le sorprende verme aquí —me dijo alargándome la mano y mirando de soslayo a mi compañero.

—No —le respondí; y después, al ocurrírseme que debía hacer las presentaciones, continué—: Este caballero es el señor…, el señor… Disculpe, pero no sé su nombre —dije volviéndome hacia mi acompañante—. Es el secretario particular del difunto señor Leavenworth —me apresuré a añadir.

—¡Ah! ¡El secretario! El juez instructor ha preguntado por usted, señor.

—¿Luego ya está aquí el juez?

—Sí. Los jurados acaban de subir para ver el cadáver. ¿Quiere seguirles?

—No, no es necesario. He venido sólo con la esperanza de poder servir de algo a las señoritas. El señor Veeley está ausente.

—Y no ha querido perder una oportunidad tan buena —continuó—. Muy bien. Supuse que, al estar usted aquí, y dado que el caso promete ser notorio, desearía conocerlo en todos sus detalles, al ser un abogado en ascenso. Pero usted decide.

Hice un esfuerzo para vencer mi repugnancia.

—Iré —dije.

—Muy bien. Sígame, entonces.

Pero en cuanto puse el pie en la escalera, oí que bajaban los jurados, por lo que me aparté con el señor Gryce para situarnos en un hueco entre el vestíbulo y el salón, y le comenté:

—Dice ese joven que el móvil no puede haber sido el robo.

—¡Así es! —dijo clavando la vista en el pomo de una puerta cercana.

—Que no se ha echado nada de menos…

—Y que todas las salidas de la casa se han encontrado cerradas esta mañana. Es cierto.

—Eso no me lo dijo. En tal caso… —dije estremeciéndome—. El asesino debió de pasar toda la noche en la casa.

El señor Gryce sonrió siniestramente al pomo de la puerta.

—¡Eso es horrible! —exclamé.

El señor Gryce frunció de inmediato el ceño ante el pomo.

Dejen que les diga que el señor Gryce, el detective, no era el individuo flaco y nervudo que sin duda esperaban encontrar. Al contrario, era un personaje corpulento y agradable cuya mirada ni siquiera se posaba en los demás. Si fijaba la vista en algo, siempre era en algún objeto insignificante y cercano, un jarrón, un tintero, un libro o un botón. Era a esos objetos a los que parecía confiarse, haciéndolos depositarios de sus conclusiones; en cuanto a mí bien podía ser el remate de las torres de la iglesia de la Trinidad, a juzgar por la conexión que parecía establecerse entre nosotros. El caso es que, en ese momento, el señor Gryce estaba, como ya he insinuado, estableciendo íntima relación con el pomo de la puerta.

—¡Horrible! —repetí.

Su mirada se desplazó hasta un botón de mi manga.

—Vamos —dijo—, ya no hay moros en la costa.

Sirviéndome de guía, subió la escalera, pero se detuvo en el rellano.

—Señor Raymond, no tengo por costumbre comentar secretos profesionales, pero, en este caso, todo depende de encontrar la pista adecuada desde el principio. Aquí no nos enfrentamos a una villanía vulgar; aquí ha actuado alguien muy inteligente. Y, a veces, una mente no entrenada puede fijarse de forma intuitiva en algo que pasaría desapercibido a las inteligencias más adiestradas. De acaecer algo así, recuerde que me tiene a mí. No hable por ahí y acuda a mí, porque éste va a ser un gran caso, ¿sabe?, un gran caso. Ahora, entremos.

—¿Y las señoras?

—Están en las habitaciones de arriba; apenadas, por supuesto, pero me han dicho que bastante serenas.

Se dirigió hacia una puerta, la abrió y me hizo seña de que entrara.

En el primer momento todo estaba oscuro; pero a medida que mis ojos fueron acostumbrándose gradualmente a la oscuridad, vi que estábamos en la biblioteca.

Para los interesados en los detalles de este caso, aquí tienen el siguiente diagrama:

—Aquí fue donde se le encontró —me dijo—. En esta habitación y en este mismo lugar.

Adelantándose, posó la mano en el borde de una ancha mesa, cubierta con un tapete, que ocupaba el centro de la habitación con sus correspondientes sillas.

—Puede usted comprobar que está enfrente mismo de esta puerta —dijo cruzando la estancia y deteniéndose en el dintel de un estrecho pasillo que daba a otro cuarto—. Dado que el cadáver fue encontrado en esta silla y, por consiguiente, de espaldas al pasillo, el asesino debió de llegar por él, deteniéndose, supongamos, por aquí.

Y el señor Gryce plantó los pies con fuerza en un lugar concreto de la alfombra a unos treinta centímetros del mencionado dintel.

—Pero… —me apresuré a interrumpir.

—No hay peros que valgan —exclamó—. Hemos estudiado la situación.

Y sin dignarse a demorarse más en el tema, dio media vuelta y, pasando ante mí, me guió por el pasillo.

—Armario de los vinos, ropero, lavadero, toallero —me iba explicando, agitando la mano a uno y otro lado, a medida que atravesábamos el pasillo, para entrar en la alcoba del señor Leavenworth, una sala de aspecto confortable.

¡La alcoba del señor Leavenworth! Allí era donde debía de estar eso tan horrible y ensangrentado que el día anterior fue un hombre que vivía y respiraba. Me dirigí hacia el lecho, que tenía un dosel de recios cortinajes, y alcé la mano para apartarlos, pero el señor Gryce se me adelantó, descubriendo un rostro frío y tranquilo, yacente en la almohada, tan natural que me estremecí involuntariamente.

—Su muerte fue demasiado repentina para alterarle las facciones —repuso, volviendo la cabeza del cadáver a un lado para mostrar una horrible herida en la base del cráneo—. Un agujero como este manda a un hombre al otro barrio sin que apenas se dé cuenta. El médico le convencerá a usted de que no pudo infligirse él mismo esa herida. Es un caso de asesinato premeditado.

Yo retrocedí lleno de horror, y mi vista se clavó en una puerta situada precisamente ante mí, en la pared que daba al vestíbulo. Parecía ser la única salida de la alcoba, aparte del pasillo por el que habíamos entrado, y no pude evitar preguntarme si fue por ella por donde entró el asesino para llegar a la biblioteca. Pero el señor Gryce, que pareció darse cuenta de mi mirada, por más que la suya estuviera fija en un candelabro, se apresuró a hablar, como respondiendo a la pregunta que asomaba a mi rostro.

—Se encontró cerrada por dentro; puede que entrara por ella o puede que no; no nos hemos pronunciado.

—¿De modo que no se había acostado? —comenté al fijarme en que la cama no estaba deshecha.

—No; la tragedia debió de ocurrir hace unas diez horas. Tiempo suficiente para que el asesino estudiara la situación y previera todas sus contingencias.

—¿El asesino? ¿De quién sospecha usted? —susurré.

Él miró impasible al anillo que yo llevaba en el dedo.

—De todos y de nadie. No me corresponde sospechar, sino deducir —me contestó dejando que las cortinas recobraran su posición inicial y conduciéndome fuera de la habitación.

El juez instructor ya estaría exponiendo sus conclusiones, y sentía grandes deseos de presenciarlas, por lo que pedí al señor Gryce que informase a las damas de que el señor Veeley no estaba en la ciudad y que yo había acudido en su lugar, para prestarles toda la ayuda que pudieran requerir en tan triste situación. Después me dirigí al gran salón de abajo y tomé asiento entre las personas allí reunidas.

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