El caso Leavenworth

VII. Mary Leavenworth

VII

Mary Leavenworth

Muchas gracias por el relevo.

W S, , I-I.

¿Han observado alguna vez el efecto de los rayos del sol al bañar de repente la tierra rasgando un grupo de gruesas nubes apiñadas? Si es así, tendrán una idea de la sensación que produjo en aquella estancia la entrada de las dos hermosas jóvenes. Poseedora de una belleza que habría destacado en todos sitios y circunstancias, Mary nunca pudo entrar en reunión alguna sin atraer la atención maravillada de todos los presentes. Pero precedida, como iba entonces, por la más terrible de las tragedias, ¿qué otra cosa sino una admiración absorbente e incrédula podía esperarse de una reunión de hombres como la que he descrito? Nada quizá, y, no obstante, sentí que mi alma se llenaba de disgusto al oír el primer murmullo de asombro y admiración.

Me apresuré a sentar a mi compañera, ya temblorosa, en el lugar más retirado que hallé y busqué a su prima con la vista. Pero Eleanore Leavenworth, pese a lo débil que se había mostrado unos momentos antes, no evidenció en aquel instante vacilación o embarazo algunos. Se adelantó del brazo del detective, cuyo aire persuasor, asumido en presencia del jurado, era cualquier cosa menos tranquilizador, y por un instante contempló calmada la escena que la rodeaba. Después, saludó al juez instructor con una gracia y condescendencia que parecieron colocar a aquel funcionario al nivel de un intruso en un hogar elegante al que se soporta por cortesía, y se sentó en la silla que sus criados se apresuraron a presentarle con una soltura y dignidad más propias de una escena de salón que del acontecimiento que allí tenía lugar. Pese a ser todo una evidente actuación, no dejó de causar su efecto. Los murmullos y las inoportunas miradas cesaron al instante, y algo así como un respeto forzado se dibujó en el rostro de todos los presentes. Yo mismo, impresionado como estaba por su diferente conducta en la habitación de arriba, experimenté cierta sensación de alivio, y me quedé más que estupefacto cuando, al volverme hacia la señorita Mary, observé que tenía clavados en su prima unos ojos tan inquisitivos que su mirada resultaba cualquier cosa menos alentadora. Temeroso del efecto que aquella mirada podía tener en quienes nos rodeaban, le cogí apresuradamente la mano, crispada sin querer al apoyarse en el borde de la silla, y ya iba a rogar a la joven que tuviera cuidado cuando su nombre, pronunciado lenta e imperativamente por el juez instructor, la sacó de su abstracción. Apartó con rapidez la vista de su prima, irguió la cabeza de cara al jurado y en su rostro vi un relámpago que me recordó mi anterior imagen de la sacerdotisa. Pero el relámpago pasó y, asumiendo una expresión de gran modestia, se dispuso a responder a la demanda del juez, y a las primeras preguntas de introducción.

¿Cómo podría expresar la ansiedad que sentí en aquel momento? Por mucha amabilidad que desplegara la joven, sabía que era capaz de gran cólera. ¿Repetiría allí sus sospechas? ¿Odiaba a su prima tanto como sospechaba de ella? ¿Se atrevería a manifestar en presencia de todo el mundo lo que tan fácil le fue decir privadamente, cuando sólo la oía la persona interesada? ¿Qué se proponía hacer? Su aspecto no me aclaraba sus intenciones, por lo cual, lleno de ansiedad, me volví de nuevo para mirar a Eleanore. Pero ésta había retrocedido, con un temor y aprensión que no me costó entender, al oír que hablaría su prima, y ocultaba su rostro entre las manos, tan pálidas que exhibían una blancura casi de muerte.

Breve fue la declaración de Mary Leavenworth. Tras algunas preguntas referentes a su posición en la casa y a sus relaciones con el difunto dueño, le pidieron que relatara lo que sabía del crimen, así como el descubrimiento de éste por su prima y los criados.

Irguió aquella frente que parecía no haber conocido hasta entonces la menor sombra de inquietud o problemas y habló con voz grave y femenina que sonó como un campanilleo en la habitación.

—Me hacen, señores, una pregunta que no puedo contestar a tenor de mis conocimientos. Nada sé del asesinato o de su descubrimiento salvo lo que ha llegado a mis oídos de labios ajenos.

El corazón me dio un vuelco de consuelo y vi que las manos de Eleanore Leavenworth caían de su frente como piedras, mientras un fugaz destello de esperanza asomaba a su rostro para morir en seguida como la luz del sol al alejarse del mármol.

—Porque, por extraño que les parezca a ustedes —continuó ansiosamente Mary, el rostro nuevamente oscurecido por la sombra del horror pasado—, no entré en la habitación en que yacía mi tío, ni pensé en hacerlo; mi único impulso fue huir de aquello tan horrible y lacerante. Pero Eleanore sí entró y ella podrá decir…

—Luego preguntaremos a la señorita Eleanore Leavenworth —la interrumpió el juez instructor, si bien con cortesía desacostumbrada en él. Era evidente que la gracia y elegancia de la hermosa joven le hacían efecto—. Lo que queremos saber es lo que vio usted. ¿Dice que nada puede decirnos de lo que ocurrió en la habitación al descubrirse el hecho?

—No, señor.

—¿Sólo lo que ocurrió en el vestíbulo?

—No ocurrió nada en el vestíbulo —observó Mary inocentemente.

—¿No entraron los criados por el vestíbulo, ni salió a él su prima para recobrarse del desmayo que sufrió al ver a su tío?

Los oscuros ojos de Mary Leavenworth se abrieron admirados.

—Sí, señor, pero eso no fue nada.

—No obstante, ¿recuerda que la señorita Eleanore saliera al vestíbulo?

—Sí, señor.

—¿Con un papel en la mano?

—¿Un papel? —Y, volviéndose de repente a mirar a su prima, preguntó—: ¿Tenías un papel, Eleanore?

El momento fue intenso. Eleanore Leavenworth, que se había estremecido visiblemente a la primera mención de la palabra «papel», se levantó de su asiento al oír la ingenua pregunta y abrió los labios para contestar. Pero el juez instructor, en estricta interpretación de la ley, alzó la mano resueltamente.

—No tiene que preguntar a su prima, señorita; sepamos lo que tiene que decir por usted misma.

Eleanore Leavenworth volvió a sentarse de inmediato, con un círculo rosado en cada mejilla, mientras un leve murmullo atestiguaba la contrariedad de los que preferían ver su curiosidad satisfecha antes de observar las formalidades.

Contento por haber cumplido con su deber, y dispuesto a ser amable con la encantadora testigo, el juez repitió su pregunta.

—Sírvase decirnos si vio algo así en las manos de su prima.

—¿Yo? Oh, no, no. No vi nada.

Preguntada después con referencia a los hechos de la pasada noche, no tuvo nueva luz que arrojar sobre ellos. Convino en que su tío estuvo quizás algo reservado durante la comida, pero no más que otras veces en que dio algunas muestras de ansiedad por los negocios.

Preguntada sobre si había vuelto a ver a su tío aquella noche, dijo que no, que se había quedado en su cuarto. Que la imagen del difunto sentado en su puesto a la cabecera de la mesa era el último recuerdo que tenía de él.

Había algo tan conmovedor, tan ingenuo y, no obstante, tan oportuno en aquel recuerdo, que una mirada de simpatía recorrió toda la habitación. Noté que hasta el señor Gryce se dulcificaba mirando al tintero. Pero Eleanore Leavenworth permaneció impasible.

—¿Estaba su tío disgustado con alguien? —le preguntaron—. ¿Tenía en su poder papeles importantes o cantidades secretas de dinero?

A todas estas preguntas contestó con idéntica negativa.

—¿Vio últimamente su tío a algún desconocido o recibió en las últimas semanas alguna carta importante que pudiera arrojar algo de luz sobre este misterio?

Una ligera vacilación, apenas perceptible, veló la voz de la señorita Mary al responder.

—No que yo sepa. Nada sé de eso.

Pero, mirando de soslayo a Eleanore, debió de ver algo que la tranquilizó, pues se apresuró a añadir:

—Pero creo que puedo ir más lejos, y negarlo resueltamente. Mi tío solía confiarse a mí, y yo lo habría sabido de pasarle algo de importancia.

Preguntada respecto a Hannah, dio de ésta los mejores informes, y negó saber nada que pudiera explicar su extraña desaparición, o su relación con el crimen. No podía decir si se relacionaba con alguien o si recibía visitas, pero sí sabía que nadie había ido a la casa con semejante intención. Finalmente, cuando le preguntaron si había visto últimamente el revólver que guardaba el señor Leavenworth en su tocador, dijo que no, desde el día en que lo compró, pues era Eleanore, y no ella, quien se ocupaba de las habitaciones de su tío.

De todo cuanto declaró, fue esto lo único que, aun para un espíritu prevenido como el mío, podía insinuar alguna duda o sospecha secretas; y dado el tono indiferente en que se dijo, habría pasado desapercibido de no dirigir la misma Eleanore una mirada interrogadora a la declarante.

Pero había llegado el momento de que volviera a dejarse oír el miembro del jurado quisquilloso y bajito. Se deslizó hasta el borde de la silla, tomó aliento, sobrecogido de forma casi ridícula por la belleza de Mary, y le preguntó si había pensado bien lo que acababa de decir.

—Creo, señor, que en momentos como estos pienso todo lo que digo —respondió con gran seriedad.

El jurado bajito se echó hacia atrás, y ya daba yo por terminada la declaración de la joven cuando, de pronto, el corpulento jurado de la cadena clavó la vista en la señorita Mary y preguntó:

—Señorita Leavenworth, ¿hizo testamento su tío?

En un momento se pusieron alerta todos los presentes, y la misma joven no pudo impedir que le fluyera a las mejillas el rubor del orgullo ultrajado. Pero respondió con firmeza y sin ninguna clase de resentimiento.

—Sí, señor —dijo sencillamente.

—¿Más de uno?

—No he oído hablar más que de uno.

—¿Conoce su contenido?

—Sí. Mi tío no ocultaba a nadie sus intenciones.

—Entonces, ¿podría decirme quién es el más beneficiado por su muerte? —repuso el jurado, alzando su ojo de cristal y mirándola. La gracia, belleza o elegancia de la dama le importaban bien poco.

La brutalidad de la pregunta fue demasiado evidente para dejarla pasar sin correctivo. Ni uno solo de los presentes, yo incluido, dejamos de enarcar el entrecejo con repentina desaprobación. Pero Mary Leavenworth se irguió, miró tranquilamente a su interlocutor y, conteniéndose, dijo:

—Sé quiénes son los que más pierden con ella. Las niñas a las que acogió en su seno en su dolor y desamparo; las jóvenes a las que rodeó con la aureola de su amor y su protección, cuando el amor y la protección eran lo que reclamaban sus tiernos años; las mujeres que le buscaban como a un guía cuando dejaron atrás infancia y juventud… Ésas, señor mío, son quienes consideran su muerte una pérdida, a cuyo lado las demás cosas parecen triviales y sin importancia.

Fue una noble respuesta a la más villana de las insinuaciones, y el hombre se echó hacia atrás vapuleado; pero otro de ellos, uno que no había hablado aún pero cuyo aspecto no sólo era superior al de los restantes sino casi imponente en su gravedad, se inclinó en la silla y habló con voz solemne.

—Señorita Leavenworth, la mente humana no puede evitar formarse impresiones. ¿Ha sentido, con razón o sin ella, algún presentimiento de quién podría ser el asesino de su tío?

Fue un momento terrible.

Pero Mary Leavenworth, poniéndose en pie, miró al juez y al jurado con toda calma y, sin levantar la voz e imprimiendo a ésta una entonación de claridad indescriptible, respondió:

—No. No tengo ni sospechas ni motivo para tenerlas. El asesino de mi tío no sólo me es desconocido, sino que ni siquiera tengo sospechas de quién puede ser.

Pareció como si a todos nos quitasen un peso sofocante. Mary Leavenworth se retiró entre un universal suspiro que se percibió en toda la estancia, y se llamó a Eleanore.

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