El caso Leavenworth

XXIX. El testigo que faltaba

XXIX

El testigo que faltaba

Huí y grité muerte.

J M, .

—¡Señor Raymond!

La voz era grave e interrogadora; la oí en sueños, me desperté y me incorporé en la cama. Empezaba a rayar el alba, y a su luz vi en la puerta abierta del comedor la derrotada figura de la mendiga que había dormido aquella noche en la casa. Incomodado y perplejo, iba a despedirla con cajas destempladas cuando me quedé sorprendidísimo al ver que sacaba del bolsillo un pañuelo colorado, por el cual reconocí a P.

—Lea esto —me dijo, acercándose presuroso y poniéndome en la mano un pedazo de papel. Y sin otra palabra o mirada, salió de la alcoba, cerrando la puerta tras de sí.

Me levanté con considerable agitación, me acerqué a la ventana y, a la luz, que aumentaba por momentos, conseguí descifrar estas líneas, escritas a toda prisa: «Está aquí: la he visto. En la habitación marcada con una cruz en el plano adjunto. Espere usted a las ocho, y suba. Yo procuraré alejar a la señora B. de la casa».

Y debajo de estas palabras estaba dibujado el plano siguiente:

Hannah, por consiguiente, estaba en el cuartito trasero, encima del comedor. Muy satisfecho, y al propio tiempo emocionado por la perspectiva de hallarme cara a cara con la única persona que, según todos los datos, podía conocer el terrible secreto del asesinato del señor Leavenworth, volví a acostarme e intenté descansar una hora más, pero me fue enteramente imposible, y me contenté con oír los rumores de la vida que despertaba, que ya empezaban a oírse en la casa y el vecindario.

Como P. había cerrado la puerta tras de sí, sólo oí a la señora Belden cuando bajó la escalera. Pero la breve exclamación de sorpresa que articuló al entrar en la cocina y ver que se había ido la mendiga, dejando abierta la puerta trasera, llegó a mis oídos con toda claridad y por un momento, no supe si P. habría cometido un error al irse con tan poca ceremonia. Pero él no había estudiado en vano el carácter de la señora Belden. Cuando ésta entró en la habitación contigua a la mía en el curso de los preparativos del almuerzo, la oí murmurar:

—¡Pobrecilla! Habrá vivido tanto tiempo en el campo y en las carreteras que no le parecerá natural estar toda la noche encerrada en una casa.

¡Qué suplicio aquel desayuno! El esfuerzo por comer con aparente placidez y por charlar sin equivocarme es algo que no desearía repetir en modo alguno. Pero por fin terminó, y quedé en libertad de permanecer en mi cuarto, a la espera de aquella entrevista, muy deseada pero muy temida. Los minutos transcurrían lentamente; dieron las ocho, y en cuanto cesó la vibración de la última campanada, oí en la puerta trasera un fuerte golpe, y penetró en la cocina un niño que gritaba con todos sus pulmones:

—¡Papá ha tenido un ataque, señora Belden! ¡Papá ha tenido un ataque, venga!

Levantándome, como era natural, me dirigí hacia la cocina, y vi en la puerta a la señora Belden, llena de ansiedad.

—Un pobre leñador de esta calle ha tenido un ataque —me dijo— y han venido a llamarme. ¿Quiere velar por la casa mientras estoy yo fuera? Tardaré lo menos posible.

Y sin esperar mi respuesta, cogió el chal de encima de una silla, se lo echó sobre la cabeza y siguió al pilluelo, que estaba en un estado de excitación enorme.

Un silencio de muerte llenó al instante toda la casa, y me asaltó el temor más grande que he experimentado en mi vida. Salir de la cocina, subir la escalera y enfrentarme a la joven me pareció por un momento superior a mis fuerzas, pero, ya en la escalera, me vi libre del temor que me había agobiado y en su lugar me dominó una especie de curiosidad combativa que me hizo abrir la puerta con cierta fiereza ajena a mi naturaleza y quizá muy poco apropiada a las circunstancias.

Me hallé en una alcoba ancha, sin duda la que ocupó la señora Belden la noche anterior. Deteniéndome apenas para fijarme en ciertos signos que evidenciaban que había pasado la noche sin dormir, crucé la puerta que comunicaba con el cuarto marcado con una cruz en el plano de P. Era una puerta tosca, hecha de madera de pino mal pintada, como si se hubiera puesto a toda prisa mucho después de terminado el edificio. Me detuve ante ella y presté oído. Todo estaba tranquilo. Levanté el pestillo y traté de entrar, pero la puerta estaba cerrada. Me detuve de nuevo y acerqué el oído a la cerradura; dentro no se oía el rumor más leve. Ni una tumba habría estado más sosegada. Temeroso e irresoluto, miré en torno y reflexioné lo que haría. De pronto recordé que en el plano de P. había visto una puerta que daba a aquella habitación desde otra que estaba en el lado opuesto. Di la vuelta con rapidez y procuré abrirla como la primera, pero también estaba cerrada. Convencido de que no me quedaba más recurso que el empleo de la fuerza, hablé por vez primera y, llamando a la joven por su nombre, le conminé a que abriese. Como no recibí respuesta, alcé la voz y hablé en tono severo.

—Hannah Chester, has sido descubierta. Si no abres, echaremos la puerta abajo. Evítalo y abre en seguida.

Tampoco contestaron.

Retrocedí un paso y me arrojé contra la puerta con todo mi peso. La hice crujir de un modo siniestro, pero resistió.

Sin detenerme más que el tiempo necesario para convencerme de que nada se había movido dentro, empujé una vez más, con toda mi fuerza, arrancándola de sus goznes y cayendo hacia adelante en una habitación tan sofocante, fría y oscura, que me detuve un momento para recobrar ánimos antes de arriesgarme a mirar en torno. Obré acertadamente. Al cabo de un momento, la palidez e inmovilidad de un lindo rostro irlandés me hirió la vista desde las caídas ropas de una cama colocada a mi izquierda junto a la pared; y me sobrecogió un frío tan mortal que, de no ser por aquel instante de preparación, me habría desmayado. Aun así, no pude evitar que me asaltara cierta aprensión al dirigirme hacia la silenciosa figura allí tendida y observar con qué marmóreo reposo yacía bajo la colcha mientras me preguntaba si el sueño podía asemejarse tanto a la muerte. Porque no dudaba que estaba viendo a una mujer dormida. Había en la habitación demasiadas señales de vida para pensar otra cosa. Los vestidos abandonados, formando en el suelo un círculo, del cual había salido la joven; la fuente de abundante comida que la esperaba en la silla junto a la puerta y que, a la primera mirada casual, reconocí como la misma que habíamos tenido para desayunar; toda la habitación hablaba de una muchacha robusta que pensaba alegre en el mañana.

Y, aun así, era tan blanca aquella frente vuelta hacia las desnudas vigas del techo sin terminar, tan vidrioso el mirar de los entreabiertos ojos, tan inmóvil el brazo medio oculto por la colcha, que era imposible no estremecerse al tocar a una criatura en tan completa inconsciencia. Con todo, parecía indispensable tocarla; cualquier grito habría sido inútil en aquellos oídos sordos. Por lo tanto, reuniendo aliento, me incliné a coger la mano que yacía sobre la cama y, al tocarla, sentí un escalofrío de horror indecible. No sólo estaba helada, sino rígida. Lleno de agitación, retrocedí y volví a acercarme para contemplar el rostro. ¡Dios santo! ¿Cuándo tuvo la vida un aspecto semejante? ¿Qué sueño podía ostentar aquellos pálidos colores, aquella fijeza acusadora? Inclinándome más, acerqué el oído a sus labios. Ni un suspiro, ni un aliento. Estremecido hasta la médula de los huesos, hice el último esfuerzo. Aparté las ropas y coloqué la mano sobre el corazón. Estaba tan carente de pulso como las piedras.

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