XXXVI. Atar cabos
XXXVI
Atar cabos
A esto se reduce todo.
W S, , 2-2.
A la hora señalada en punto me presenté en casa del señor Gryce, a quien hallé esperando en la puerta.
—Le he salido al encuentro —me dijo gravemente— porque quiero rogarle que no diga una palabra, bajo ningún concepto, durante la entrevista que vamos a mantener. Yo hablaré y usted escuchará. No se sorprenda tampoco por cuanto yo haga o diga. Estoy de buen humor —pero no lo parecía—, y puede que se me ocurra llamarle por otro nombre. Si es así, no haga caso. Y, sobre todo, no diga palabra; no lo olvide.
Y sin aguardar a que le dirigiese una mirada de asombro, me condujo en silencio escaleras arriba.
La habitación en la que me había acostumbrado a verle estaba al final del primer tramo de escaleras, pero esta vez me condujo a lo que parecía la buhardilla de la casa; y tras muchos signos de cautela me hizo entrar en un cuarto tan extraño y de aspecto tan lúgubre, que casi parecía la celda de una cárcel. En primer lugar, estaba oscurísimo, pues sólo lo iluminaba una claraboya muy pequeña y sucia. Además, estaba casi desnudo: una mesa de pino, y dos sillas de duro respaldo a cada extremo de ella, eran los únicos muebles de aquel cuarto. Por último, estaba rodeado de varias puertas cerradas, con ventiladores tapados en la parte superior, los cuales, por lo redondos, parecían los ojos vaciados de una hilera de momias. En resumen, era un lugar muy lóbrego y, en el estado de ánimo en que me hallaba, me produjo la sensación de que algo no terreno, algo amenazador acechaba. Al sentarme en aquel cuarto desolado y frío, ni siquiera podía imaginar que fuera luciese el sol, y que la vida, la belleza y el placer se pasearan por las calles de abajo.
La expresión del señor Gryce al sentarse e indicarme que yo hiciera lo propio era misteriosa y expectante, contribuyendo a aquella sensación extraña.
—No se fije en el cuarto —me dijo con voz tan baja y ahogada que apenas pude oírle—. Ya sé que es un lugar tenebroso y solitario, pero cuando hay que hablar de asuntos como éste, hay que escoger con cuidado el escenario, si no se quiere que todo el mundo se ponga al tanto. ¡Smith! —me dijo, haciéndome una señal con el dedo, en tanto que su voz adoptaba un tono más claro—. Ya está todo hecho. La recompensa es mía. El asesino del señor Leavenworth está descubierto y dentro de dos horas estará bajo custodia —repuso, inclinándose, con tono y expresión de gran vehemencia.
Le miré por un instante lleno de admiración. ¿Habría descubierto algo nuevo? ¿Habría algún cambio notable en sus deducciones? Aquellos preparativos no podían tener más objeto que decirme lo que ya sabía, y sin embargo…
Interrumpió mis conjeturas con una risita ahogada y expresiva.
—Ha sido larga la caza —me dijo alzando más la voz—, y muy peliaguda. Hay una mujer de por medio. Pero ni todas las mujeres del mundo conseguirían despistar a Ebenezer Gryce cuando está sobre la pista. El asesino del señor Leavenworth y… —Aquí vibró su voz con gran excitación—… y de Hannah Chester está descubierto.
—¡Calle! —continuó, aunque yo no había hablado ni había hecho ningún movimiento—. Usted no sabía que Hannah Chester había sido asesinada. Pues en cierto sentido lo fue, y por la misma mano que mató al anciano caballero. ¿Cómo lo sé? Mire este pedazo de papel que se halló en el suelo de su cuarto; tenía adheridas algunas partículas de unos polvos blancos que anoche se analizaron y que resultaron ser veneno. Podrá decir que la joven lo tomó por sí misma, y que fue un suicidio. Es verdad, lo tomó ella, y fue un suicidio. ¿Pero quién determinó que lo cometiera? Pues el único que tenía motivo para temer su declaración, por descontado. ¿Y las pruebas?, me preguntará usted. Pues bien, la muchacha dejó una confesión escrita, arrojando todo el peso del crimen sobre cierta persona a la que se consideraba inocente. Esa confesión fue inventada, cosa que prueban tres hechos: primero, el papel en que se escribió no pudo ser obtenido por la niña en el sitio en que se hallaba; segundo, las palabras empleadas en ella fueron escritas con desmañadas letras imitando imprenta, mientras que Hannah, gracias a la enseñanza de la mujer a cuyo cuidado estaba, ya conocía la escritura usual; y tercero, la historia contada en la confesión no coincidía con la relatada por la joven. Pues bien, que una confesión fingida que imputaba el crimen a un inocente se hallara en poder de una joven ignorante, muerta por una dosis de veneno, unido al hecho, ya probado, de que en la mañana del día en que se envenenó había recibido de alguien que conocía las costumbres de la familia Leavenworth un sobre lo bastante grande y grueso como para contener la confesión doblada, me reafirmó en la seguridad de que el asesino del señor Leavenworth envió a la joven los polvos y la supuesta confesión diciéndole que los empleara tal como hizo, con la idea de desviar sospechas al tiempo que la mataba, pues, como sabe, los muertos no hablan.
Se detuvo y miró a la sucia claraboya que teníamos encima. ¿Por qué parecía que el aire se hacía cada vez más denso? ¿Por qué me estremecía yo con tan vagos recelos? Ya conocía todo aquello, y no podía comprender por qué parecía estar contándome algo nuevo.
—¿Pero quién lo hizo? —pregunta usted—. ¡Ah! Ése es el secreto, eso es lo que me proporcionará gloria y fortuna. Pero, secreto o no, no me importa contárselo —añadió bajando la voz para volver a alzarla—. El caso es que no me lo puedo guardar, porque me quema como un dólar nuevo en el bolsillo. Smith, hijo mío, el asesino del señor Leavenworth es… Pero, espere un momento. ¿Quién dice el mundo que es? ¿A quién señalan los periódicos, negando compasivamente con la cabeza? ¡A una mujer! ¡A una mujer joven, hermosa, encantadora! ¡Ja, ja, ja! Los periódicos aciertan. Es una mujer, también hermosa, joven y encantadora. Pero ¿qué mujer? Ah, ésa es la cuestión. Hay más de una mujer entre los personajes del drama. ¿Cuál de ellas es? Desde la muerte de Hannah, he oído decir que la culpable era ella. ¡Bah! Otros dicen que fue la sobrina tan desigualmente tratada por su tío en el testamento. ¡Bah!, otra vez. Pero a la gente no le faltan motivos para creer esta última afirmación. Eleanore Leavenworth sabe del asunto más de lo que parece. Peor aún; Eleanore Leavenworth se encuentra hoy día en una situación claramente peligrosa. Si no lo cree, deje que le diga lo que tiene la policía contra ella.
»Primero: está probado que un pañuelo con sus iniciales se halló manchado de tizne de revólver en la escena del crimen, en la que ella negó haber estado en las veinticuatro horas anteriores al descubrimiento del cadáver.
»Segundo: el hecho de que no sólo demostró terror al enseñársele aquel indicio, sino que se manifestó decididamente dispuesta a no ayudar a las investigaciones, esquivando algunas preguntas y negándose a contestar a otras.
»Tercero: que trató de destruir cierta carta evidentemente relacionada con el crimen.
»Cuarto: que se halló en su poder la llave de la biblioteca.
»Todo esto, unido al hecho de que, media hora después del sumario, se encontraron los fragmentos de la carta que la joven quiso destruir y que fueron unidos para ver que contenían una amarga denuncia contra una de las sobrinas del señor Leavenworth, hecha por un caballero X, hace que el caso se presente muy negro contra ella, sobre todo cuando las investigaciones revelan que la familia Leavenworth albergaba un secreto. Este secreto, si bien desconocido por el mundo en general, y por el señor Leavenworth en particular, era la celebración de un matrimonio el año anterior en un pueblecito llamado F***, entre una de las señoritas Leavenworth y el tal caballero X. El mismo que, en la carta parcialmente destruida por Eleanore Leavenworth, se quejaba al tío del tratamiento recibido por una de sus sobrinas era en realidad su marido. Sin olvidar que ese mismo caballero estuvo la noche del asesinato en casa del señor Leavenworth y, con nombre supuesto, quiso ver a la señorita Eleanore.
»Ya ve que, tras tantos incidentes que la convertían en sospechosa, Eleanore Leavenworth estaba perdida si no podía probarse, primero, que lo que había contra ella, el pañuelo, la carta y la llave, estuvo en otras manos al cometerse el crimen antes de acabar en las suyas; y, segundo, que otra persona tenía razones más poderosas que las de Eleanore para desear la muerte del tío.
»Smith, hijo mío, ambas hipótesis fueron tomadas en consideración por mí. A fuerza de husmear en viejos secretos y seguir pistas insignificantes, he llegado por fin a la conclusión de que, a pesar de la negrura de las apariencias, la verdadera culpable no es Eleanore Leavenworth, sino otra mujer, hermosa como ella y no menos interesante. En resumen, que su prima, la exquisita Mary, es la asesina del señor Leavenworth y, por consiguiente, también de Hannah Chester.
Dijo esto con tanta fuerza y con tal mirada de triunfo que por un momento quedé confuso, y me sobresalté como si no supiera lo que iba a decir. Mi estremecimiento pareció despertar un eco. En el aire flotaba algo así como un grito sofocado. Todo el cuarto parecía respirar horror y desaliento. Sin embargo, cuando, excitado por aquella idea, me volví para observar en torno, no vi mirándome más que los huecos ojos de aquellos lúgubres ventiladores.
—¡Está sorprendido! —continuó el señor Gryce—. No me extraña. Todo el mundo acecha los movimientos de Eleanore Leavenworth; y sólo yo sé dónde posaré la mano para coger al verdadero culpable. ¿Niega con la cabeza? ¡No me cree! Piensa que me equivoco. ¡Ja, ja! ¡Ebenezer Gryce equivocado tras un mes de duro trabajo! Es usted tan tonto como la misma señorita Leavenworth, que dudaba tanto de mi capacidad que hasta me ofreció una gran recompensa si descubría al asesino de su tío. Pero eso queda al margen; usted tiene dudas, y espera que yo se las solvente. Bueno, nada más fácil. Sepa en primer lugar que, la mañana del día del sumario, hice uno o dos descubrimientos que no se incluyeron en él. Por ejemplo, que el pañuelo recogido en la biblioteca del señor Leavenworth tenía, a pesar de sus manchas de tizne de revólver, un perfume muy penetrante. Busqué este perfume en el tocador de las dos damas, y lo hallé en el de Mary, no en el de Eleanore. Esto me hizo examinar los bolsillos de los vestidos que las damas llevaron la noche antes. En el de Eleanore hallé un pañuelo, probablemente el que llevaba la víspera. Pero en el de Mary no había pañuelo, ni vi ninguno por el suelo de la habitación, que examiné por si lo hubiera tirado al acostarse. Por lo que deduje que fue ella, y no Eleanore, quien llevó el pañuelo a la estancia de su tío, conclusión respaldada por la confidencia secreta que me hizo una de las criadas de que Mary estaba en el cuarto de Eleanore cuando subieron la canasta de ropa limpia, encima de la cual estaba el pañuelo.
»Pero, reconociendo la posibilidad de equivocarse en estos asuntos, hice en la biblioteca otra búsqueda que me dio un resultado muy curioso. En la mesa había un cortaplumas, y esparcidos por el suelo, muy cerca de la silla, se veían dos o tres pedacitos de madera, recientemente cortados de la pata de la mesa, lo cual parecía indicar que alguien en disposición nerviosa se había sentado allí, y que en un momento de distracción había cogido el cortaplumas y cortado inconscientemente la mesa. Esto es una minucia, pero esas bagatelas adquieren un significado casi mortal cuando se trata de saber cuál de dos damas, la primera de ánimo reposado y dueña de sí misma y la otra excitada y sin sosiego, estaba en cierto lugar a cierta hora. Nadie que haya pasado una hora con esas dos mujeres vacilará respecto a cuál fue la delicada mano que cortó la mesa de la biblioteca del señor Leavenworth.
—No para aquí la cosa. Yo oí a Eleanore acusar muy claramente del crimen a su prima. Una mujer del temperamento de Eleanore Leavenworth no acusaría de un crimen a un pariente sin fortísimas y muy sustanciales razones. En primer lugar tenía la seguridad de que su prima estaba en una situación tan comprometida que sólo la muerte de su tío podía librarla de ella; en segundo lugar, sabía que el carácter de su prima era tal, que no vacilaría en librarse del compromiso acudiendo al más desesperado de los medios; y, por último, poseía alguna prueba contra su prima, que corroboraba seriamente sus sospechas. Smith, ésa es la verdad para Eleanore Leavenworth. En cuanto al carácter de su prima, tenía Eleanore prueba plena de su ambición, su amor al dinero, sus caprichos y su impostura, pues fue Mary Leavenworth, y no Eleanore, como se supuso al principio, quien contrajo el consabido matrimonio secreto. De la crítica posición en que se hallaba, responderá la amenaza del señor Leavenworth de desheredarla en favor de su prima si se casaba con X, además de todo el que conozca la tenacidad con que Mary se aferraba a sus esperanzas de futuras riquezas. En cuanto a la prueba que corroboraba su culpa, y que supongo tenía Eleanore, recuerde que, antes de que se hallara la llave en su poder, había pasado algún tiempo en la habitación de su prima, y que los fragmentos medio quemados de la carta se hallaron en la chimenea del cuarto de Mary.
»Y reuniendo todos estos datos, tiene en líneas generales el informe que dentro de una hora llevará al arresto de Mary Leavenworth, como asesina de su tío y benefactor.
Siguió un silencio que, como la oscuridad de Egipto, podía palparse, y, entonces, se oyó un grito horrible en la habitación, y un hombre salido no sé de dónde pasó por mi lado y se arrojó a los pies del señor Gryce, exclamando:
—¡Es mentira! ¡Mentira! Mary Leavenworth es inocente como un recién nacido. ¡Yo soy el asesino del señor Leavenworth! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
Era Trueman Harwell.