XXVII. Amy Belden
XXVII
Amy Belden
Nunca conversé durante una hora
con un individuo más jovial,
dentro de los límites de la alegría discreta.
W S, , 2-1.
Tenía yo en R*** un cliente apellidado Monell, y pensaba preguntarle la mejor forma de aproximarme a la señora Belden.
Y he aquí que tuve la fortuna de encontrármelo casi nada más llegar, yendo por el camino en una calesa tirada por su famoso trotón . Consideré el encuentro como un principio auspicioso de la dudosa empresa.
—Vaya, ¿cómo va eso? —exclamó mi amigo, una vez intercambiados los primeros saludos y cuando ya nos dirigíamos al pueblo.
—¡Lo suyo marcha que es un primor! —le respondí.
Y creyendo que no conseguiría que prestara atención a mis asuntos hasta que no estuviera satisfecho respecto a los suyos, le dije cuanto sabía del pleito que teníamos entonces pendiente; asunto tan prolífico en preguntas y respuestas que dimos dos veces la vuelta al pueblo antes de que él se acordase de que había de echar una carta al correo. Como su misiva era muy importante y no podía esperar, nos dirigimos a la oficina de Correos, en la que entró, tras dejarme en la calle contemplando la escasa multitud de transeúntes que a aquella hora del día convertían la oficina de Correos de un pueblo en lugar de sus citas. De entre todos ellos me fijé especialmente en una mujer de mediana edad, ignoro por qué razón, pues su aspecto no tenía nada destacable. Sin embargo, cuando volvió a salir con dos cartas en la mano, de sobre grande la una y pequeño la otra, y al cruzarse su mirada con la mía se las guardó rápidamente bajo el chal, di en reflexionar sobre qué podrían contener las cartas y quién podía ser aquella mujer que, ante la mirada casual de un forastero, realizaba inconscientemente una acción tan sospechosa. Más en aquel mismo instante la salida del señor Monell me distrajo y el interés de la conversación que siguió hizo que pronto me olvidara de aquella mujer y de las cartas. Pero, resuelto a que mi cliente no tuviera oportunidad de volver sobre el tema interminable del caso legal, exclamé al primer restallido del látigo:
—Ah, sabía que tenía que preguntarle a usted algo. ¿Conoce en el pueblo a alguien apellidado Belden?
—¿Una viuda?
—No lo sé. Su nombre es Amy.
—Sí, señora Amy Belden.
—Ésa es —dije—. ¿Qué puede decirme de ella?
—Hombre, es la última persona en la que esperaba que pudiera interesarse usted. Es la viuda respetabilísima de un ebanista de la ciudad; vive en una casita al final de esta calle, y si tiene usted algún viajero desamparado que alojar de noche o algunos niños abandonados de quienes haya que cuidar, la señora Belden es la persona a la que hay que acudir.
—Dice que es una viuda respetable. ¿Tiene familia?
—No, vive sola. Creo que tiene una pequeña renta; pero se pasa la vida cosiendo y haciendo las obras de caridad que una mujer de poca fortuna, pero de buen corazón, puede permitirse en un pueblo como éste. Pero ¿qué diantre de interés tiene usted…?
—Negocios —dije yo—, negocios. No lo comente, pero la señora Belden está relacionada con un asunto que llevo y necesito saber algo acerca de ella. No estoy satisfecho aún. La verdad es que daría algo por tener ocasión de estudiar el carácter de esa mujer. ¿No podría arreglarlo para que pueda conversar con ella? El bufete se lo agradecería si pudiera hacerlo.
—Bueno, supongo que podría hacer algo. La señora Belden suele admitir huéspedes en verano cuando el hotel está lleno, y podría sentirse inclinada a ceder una cama a un amigo mío que necesite estar cerca de la oficina de Correos porque espera un telegrama que, cuando llegue, reclamará su atención inmediata.
Y el señor Monell me guiñó picarescamente el ojo, sin imaginar cuán cerca del clavo había dado.
—No es preciso decir eso. Dígale que me desagrada mucho dormir en una fonda, y que no conoce a nadie que pueda hospedarme mejor que ella durante el poco tiempo que he de permanecer aquí.
—¿Y qué pensará de mi hospitalidad al ver que, en tales circunstancias, permito que usted se aloje en otra casa que no es la mía?
—No lo sé —repliqué yo—. No dudo que le duele, pero creo que su hospitalidad podrá soportarlo.
—Bueno, si se empeña, veremos lo que se puede hacer.
Y guió la calesa hasta una casita blanca, de aspecto casero pero bastante atractivo.
—Ésta es la casa de la señora Belden —dijo echando pie a tierra—. Entremos y veamos lo que se puede conseguir.
Mirando a las ventanas, cerradas todas, salvo las dos del balcón que daba a la calle, pensé: .
Pero, imitando el ejemplo de mi amigo, me apeé a mi vez y le seguí por el corto sendero ribeteado de hierba que conducía a la puerta principal.
—Como no tiene criada, saldrá a abrir ella misma, de modo que esté preparado —me dijo el señor Monell al llamar.
Apenas había tenido tiempo de observar que los visillos de la ventana de la izquierda se habían alzado un poco cuando se oyó dentro un paso rápido, una mano ligera abrió la puerta y vi ante mí a la mujer a quien había observado en la oficina de Correos, y cuyo ademán con las cartas tanto me había llamado la atención. La reconocí a la primera ojeada, aunque estaba vestida de otro modo y debía de haber sufrido algún pesar o excitación que había alterado su rostro y convertido su aspecto en inseguro y algo desconcertado. Pero no dio señas de recordarme. Al contrario, la mirada que me lanzó no revelaba más que curiosidad. Y cuando el señor Monell me presentó diciendo: «Un amigo mío, es decir, mi abogado de Nueva York», la señora Belden me hizo una reverencia precipitada, a la antigua usanza, y su única expresión fue el manifiesto deseo de mostrarse agradecida por el honor que se le hacía, si bien a través de la turbación que ahora la tenía algo confusa.
—Hemos venido a pedirle un favor, señora Belden. ¿Podemos entrar? —dijo mi cliente con un tono cordial calculado para que los pensamientos de una persona se concentraran en el momento presente—. Me han hablado muchas veces de la preciosa casita de usted, y tendría mucho gusto en verla.
Y sin reparar en la mirada de sorprendida resistencia que mostraron sin querer los ojos de la señora Belden, mi amigo se dirigió a la habitacioncita cuya alegre alfombra roja y paredes llenas de cuadros se veían a través de la puerta entreabierta que teníamos a la izquierda.
Al ver su casa invadida de aquel modo, la señora Belden sacó el mejor partido posible de la situación y, tras invitarme a que pasara yo también, se concentró en la hospitalidad. En cuanto al señor Monell, estuvo maravilloso en su afán por hacerse agradable, tanto, que me sorprendí riéndome de sus ocurrencias aunque mi corazón seguía lleno de ansiedad temiendo que, después de todo, nuestros esfuerzos no lograrían alcanzar el éxito que ciertamente merecían. Entre tanto, la señora Belden se fue dulcificando más y más, participando en la conversación con una soltura inesperada en alguien en sus humildes circunstancias. De hecho, muy pronto vi que no era una mujer vulgar. En sus palabras y modales había un refinamiento que, unido a su aspecto maternal y a su amable tono, resultaba harto agradable. Era la última mujer de quien habría yo sospechado un proceder subrepticio, de no mostrar cierta mirada de vacilación que le cruzó el rostro cuando el señor Monell tocó el asunto de mi alojamiento.
—No sé, señor; mucho me agradaría, pero —y me lanzó una muy escrutadora mirada— lo cierto es que hace mucho que no tengo huéspedes, y está todo desarreglado, por lo que no creo que pueda estar cómodo. Lo siento, pero tendrán ustedes que perdonarme.
—No puede ser —replicó el señor Monell—. ¡Cómo! ¿Ilusionar a un hombre con una habitación como ésta —añadió esparciendo por la estancia una mirada de cordial admiración— y después encogerse de hombros cuando ese hombre solicita humildemente el honor de pasar una sola noche gozando de sus atractivos? No, no, señora Belden. La conozco a usted demasiado. Ni el mismo Lázaro sería despedido si llamara a esa puerta, mucho menos un caballero joven, bondadoso y de talento como este amigo mío.
—Es usted muy amable —dijo la señora Belden, revelando por un instante en la mirada un débil destello de orgullo—. Pero no tengo habitación dispuesta. He estado hoy limpiando la casa, y todo está manga por hombro. La señora Wright, la de junto al camino…
—Mi amigo se va a quedar aquí —dijo el señor Monell con franca resolución—. Si no le tengo yo en mi propia casa, es porque no puedo hacerlo por ciertos motivos y quisiera tener al menos la satisfacción de saber que está en casa de la mujer más hospitalaria de todo R***.
—Sí —dije yo, aunque sin mostrar gran interés—. Sentiré mucho, luego de conocer esta casa, verme obligado a irme a otra parte.
Los turbados ojos de la señora Belden se desviaron de nosotros a la puerta.
—Nunca me han llamado poco hospitalaria —dijo—, pero está todo en desorden… ¿Cuándo querría venir?
—Esperaba quedarme ahora —contesté—. Tengo que escribir unas cartas, y no deseo más que su permiso para quedarme aquí y escribirlas.
Al pronunciar yo la palabra «cartas», vi que la señora Belden se llevaba involuntariamente la mano al bolsillo, pero su rostro no se alteró por ello y me contestó con presteza.
—Bueno, puede quedarse. Si se conforma usted con lo poco que puedo ofrecerle, que no se diga que le he negado lo que el señor Monell se complace en llamar favor.
Y tan completa fue la aceptación como lo había sido la resistencia; nos sonrió con agrado e, ignorando mis agradecimientos, se dirigió con el señor Monell al calesín para coger mi maleta, recibiendo además lo que era más grato para ella, es decir, los cumplidos que el señor Monell le prodigó con más agrado que nunca.
—Procuraré arreglarle alguna habitación cuanto antes —me dijo al volver a entrar—. Entretanto, considérese como en su casa, y si quiere escribir, creo que encontrará en estos cajones todo lo necesario.
Acercó una mesita al cómodo sillón en que yo estaba sentado y me indicó los pequeños compartimientos de la mesa, con aire tan deseoso de que usara yo de cuanto en ella había que empecé a reflexionar sobre mi situación con cierto embarazo no muy distinto de la vergüenza.
—Gracias —le dije—. He traído mis propios bártulos. —Y me apresuré a abrir la maleta y a sacar de ella la caja de escribir que llevaba siempre conmigo.
—Entonces le dejo —me dijo y, haciéndome una inclinación de cabeza, salió de la habitación tras lanzar una mirada rápida por la ventana.
Oí que sus pasos cruzaban el vestíbulo, subían dos o tres escalones, se detenían, ascendían el resto del tramo, volvían a detenerse y después se alejaban. Me había quedado solo en el primer piso.