El caso Leavenworth

XXXVII. La solución

XXXVII

La solución

Oro, seductor de santos.

W S, , I-I.

Cuando nuestros actos no nos hacen traidores, lo hacen nuestros miedos.

W S, , 4-2.

No he visto jamás en la cara de ningún hombre una mirada de triunfo como la que cruzó por el rostro del detective.

—Bueno —dijo—. Esto es inesperado, pero no viene del todo mal. Me alegra mucho saber que Mary Leavenworth es inocente, pero he de oír más detalles antes de quedar satisfecho. Levántese, señor Harwell, y explíquese. Si es usted el asesino del señor Leavenworth, ¿cómo es que las circunstancias parecían tan negras contra todos menos contra usted?

En los ojos ardientes y febriles que se clavaron en el señor Gryce se veían pena y ansiedad locas, pero pocas explicaciones. Al ver a Harwell haciendo inútiles esfuerzos por hablar, me acerqué a él.

—Apóyese en mí —le dije, levantándole.

Su rostro, libre para siempre de su máscara de represión, se volvió hacia mí con desesperación.

—¡Sálvela! —balbuceó—. Salve… ¡a Mary! ¡Van a enviar ese informe! ¡Impídalo!

—Sí —interrumpió otra voz—. ¡Si aquí hay un hombre que crea en Dios y valore el honor de una mujer, que sea él quien impida el envío de ese informe!

Y Henry Clavering, tan digno como siempre, aunque ahora en estado de agitación, se puso entre nosotros tras salir de una puerta que se abrió a nuestra derecha.

Pero al verle, el hombre que estaba en mis brazos se echó a temblar, lanzó un grito y dio un salto que habría derribado al señor Clavering, a pesar de su complexión hercúlea, de no interponerse el señor Gryce.

—¡Espere! —exclamó, conteniendo al secretario con una mano (¿qué había pasado con su reuma?) y llevándose la otra al bolsillo para sacar un documento que alargó al señor Clavering.

—No se ha enviado aún —dijo—. Esté tranquilo. Y en cuanto a usted —continuó volviéndose hacia Trueman Harwell—, quieto, o de lo contrario…

La frase le costó un salto de Harwell, que se libró de sus manos, gritando:

—¡Déjeme! ¡Deje que me desquite de ese hombre que, aun viendo cuánto hice por Mary Leavenworth, se atreve a llamarla su esposa! ¡Déjeme!

Pero en ese momento se detuvo; su ser, locamente convulso, se envaró como piedra, y sus crispadas manos, que buscaban extendidas la garganta de su rival, cayeron pesadamente.

—¡Silencio! —exclamó mirando por encima del hombro del señor Clavering—. Es ella. La oigo… Está en la escalera… Llama a la puerta… y…

Un suspiro de ansiedad y desesperación terminó la frase. La puerta se abrió y en la estancia entró Mary Leavenworth.

Fue un momento de los que hacen encanecer los cabellos de la juventud. Ver su rostro, tan pálido, tan hosco, tan fijo en su inmóvil horror, volverse hacia Henry Clavering, ignorando por completo el del verdadero protagonista de aquella escena terrible. Trueman Harwell no pudo soportarlo.

—¡Ajá! —gritó éste—. ¡Mírenla! ¡Fría, fría! ¡Ni una mirada para mí, aunque acabo de apartar el dogal de su cuello para arrollarlo al mío!

Y tras librarse del abrazo del hombre al que no habría perdonado en su rabia celosa, cayó de hinojos ante Mary, cogiéndole el vestido con frenética mano.

—¡Mírame! ¡Escúchame! No perderé cuerpo y alma por nada. ¡Mary, dicen que estabas en peligro! No pude soportar esa idea y he dicho la verdad… Sí, aunque sabía cuáles son las consecuencias… Y ahora sólo deseo que me creas cuando te digo que sólo quise asegurarte la fortuna que tanto deseabas, que nunca pensé que esto acabaría así, que lo hice porque te amo, y esperaba ganarme así tu amor a cambio…

Pero Mary no parecía verle ni oírle. Tenía fijos en Henry Clavering sus ojos, de interrogadores abismos, y nadie más que él podía conmoverla.

—¿No me oyes? —gritó el pobre infeliz—. ¡Eres de hielo! ¡No me mirarías ni aunque te llamase desde las profundidades del infierno!

Ni siquiera ese grito fue escuchado. Mary puso las manos en los hombros de Harwell, como si quisiera apartar de en medio un obstáculo que le impidiera avanzar, y trató de dar un paso.

—¿Qué hace aquí este hombre? —exclamó, señalando a su marido con temblorosa mano—. ¿Qué crimen ha cometido para que le traigan ante de mí en ocasión tan horrible?

—Le dije que viniera a ver al asesino de su tío —murmuró a mi oído el señor Gryce.

Pero antes de que yo pudiera contestar, antes de que el señor Clavering pudiera pronunciar palabra, el infeliz que estaba a los pies de Mary se levantó.

—¿No lo sabes? —exclamó—. Yo te lo diré. Estos señores, que se consideran caballeros y honorables, creen que tú, la hermosa y sibarita, cometiste con tu blanca mano el sangriento acto que te ha valido libertad y fortuna. Sí, sí, este hombre —se volvió para señalarme—, que se ha hecho pasar por amigo, y a quien sin duda creíste amable y honrado, pero que tejía un dogal para tu cuello con cada mirada que te dirigía, con cada palabra que ha pronunciado en tus oídos en estas horribles cuatro semanas… Este caballero te cree la asesina de tu tío, sin saber que tenías al lado a un hombre dispuesto a acabar con medio mundo si me lo ordenaras. Que yo…

—¿Usted?

¡Ah! Ya podía verlo, ya podía oírlo.

—Sí —repitió Harwell, volviendo a cogerle el vestido cuando ella retrocedió apresuradamente—. ¿No lo sabías? En aquella hora terrible en que tu tío te rechazó y que gritaste implorando que alguien te ayudara, ¿no supiste…?

—No —gritó Mary, apartándose de él llena de indecible horror—. ¡No diga eso! ¡Oh! ¿Es que el grito de una mujer afligida pidiendo ayuda y compasión es la llamada a un asesino? —Y, apartando la mirada como un gamo herido en el corazón por mortífera flecha, gimió—: ¿Quién al verme ahora podrá olvidar que un hombre, un hombre semejante, se atrevió a pensar que, al estar sumida en mortal desconcierto, yo aceptaría como consuelo el asesinato de quien más quería? —Su horror no tenía límites—. ¡Qué castigo a mi locura! ¡Qué castigo al amor por el dinero, que siempre ha sido mi maldición!

Henry Clavering no pudo contenerse por más tiempo, de modo que acudió a su lado y la abrazó.

—¿Fue sólo locura, Mary? ¿Estás limpia de alguna otra falta más grave? ¿No hay entre vosotros ninguna relación cómplice? ¿No hay en tu alma algo más aparte del deseo desordenado de conservar tu lugar en el testamento de tu tío, aunque sea a riesgo de romperme el corazón y perjudicar a tu noble prima? ¿Eres inocente en este asunto? ¡Dímelo!

Posó la mano en la cabeza de ella, la apartó lentamente y la miró a los ojos; después, sin más palabras, la estrechó contra su corazón y miró tranquilamente a su alrededor.

—¡Es inocente! —dijo.

Aquello pareció quitarnos a todos un peso sofocante de encima. Cuantos allí nos encontrábamos, excepto el desgraciado criminal que temblaba ante nosotros, sentimos un repentino fulgor de esperanza. Hasta se reflejó en el rostro de Mary.

—¡Oh! —balbuceó ésta, separándose de los brazos de Clavering para mirarle mejor al rostro—. ¿Es éste el hombre con quien he jugado, a quien he torturado y ofendido hasta el punto de que el mero nombre de Mary Leavenworth le hace estremecer? ¿Es éste el hombre con quien me casé en un momento de capricho para luego olvidarle y negar el matrimonio? Henry, ¿tú me declaras inocente a pesar de cuanto has visto y oído, en presencia de ese miserable que tiembla ante nosotros, de mi propio cuerpo estremecido y de mi palpable horror? ¿Aun recordando la carta que te escribí a la mañana siguiente del asesinato rogándote que no te acercaras a mí mientras me hallase en tan horrible peligro, pues el menor indicio de que yo ocultaba un secreto acabaría conmigo? ¿De verdad puedes, quieres, declararme inocente ante Dios y ante el mundo?

—Sí quiero —dijo él.

Por el rostro de Mary cruzó una luz desconocida hasta aquel momento.

—Entonces, que Dios me perdone el daño que te he hecho, porque yo nunca podré perdonarme. ¡Espera! —exclamó al ver que Clavering abría los labios—. Antes de aceptar tu generosa lealtad, deja que te diga lo que soy. Debes saber lo peor de la mujer a quien has entregado tu corazón. Señor Raymond —dijo, volviéndose hacia mí por primera vez—, en los días en que usted, con tan ardiente deseo por mi bienestar (cosa que creo a pesar de las insinuaciones de ese hombre), quiso inducirme a decir cuanto sabía del crimen, no confesé nada por miedo. Sabía que las apariencias me acusaban, porque Eleanore me lo había dicho. La misma Eleanore me creía culpable, y éste era mi mayor tormento. Tenía razones para creerlo. En primer lugar, por el sobre que encontró en la mesa de la biblioteca, debajo del cadáver de mi tío, sabía que en el momento de su muerte escribía a su abogado para que cambiara el testamento y transfiriera a Eleanore todos mis derechos. También sabía que yo había estado en la biblioteca la noche antes, aunque yo lo negué, pues ella oyó abrirse la puerta de mi cuarto y el crujir de mi falda al salir. Y eso no es todo: había recogido del suelo de mi habitación la llave que todos creían prueba patente de delito, la carta escrita por el señor Clavering a mi tío estaba en mi chimenea y el pañuelo que Eleanore me había visto coger de la canasta de ropa limpia fue presentado en el sumario manchado de tizne de revólver. Yo no podía explicarme esos hechos ni hacer nada sin toparme con algún nuevo obstáculo. Yo me sabía inocente, pero si no conseguía convencer de ello a quien me quería, ¿cómo podía esperar convencer al público cuando llegara el momento? Y lo que era peor, si la inmaculada Eleanore, que tenía mil motivos para desear larguísima vida a nuestro tío, despertaba sospechas sólo porque unos pequeños indicios la acusaban, ¿qué no tendría yo que temer si se supiera la verdad de esos indicios? El tono y los modales del jurado que me preguntó a quién favorecía más el testamento de mi tío lo mostraron a las claras. Por lo tanto, cuando Eleanore, fiel a los generosos instintos de su alma, cerró los labios y se negó a decir lo que habría supuesto mi ruina, dejé que lo hiciera, justificándome ante mí misma con la idea de que debía sufrir las consecuencias de creerme capaz de ese crimen. No me aplaqué ni siquiera cuando vi que aquellos indicios iban a probarse. El temor a la ignominia, la incertidumbre y el peligro que seguirían a mi confesión sellaron mis labios. Sólo vacilé una vez, durante la última conversación que mantuvimos, al ver que, a pesar de las apariencias, usted creía en la inocencia de Eleanore; entonces pensé que también creería en la mía si yo me ponía a su merced. Pero fue precisamente entonces cuando llegó el señor Clavering, y me hirió como un relámpago la comprensión de cómo sería mi vida futura manchada por la sospecha. Y en lugar de ceder a mi primer impulso, tomé el camino contrario, llegando hasta a amenazar al señor Clavering con negar nuestro matrimonio si volvía a acercarse a mí antes de que hubiera pasado el peligro.

»Sí, él le dirá que ésa fue mi bienvenida cuando, con el corazón y la mente destrozados por la incertidumbre, vino a preguntarme si el peligro en que me hallaba era obra de mis propias manos. Así le recibí tras un año de silencio en el que cada momento fue una tortura para él. Pero me perdona; lo veo en sus ojos, lo oigo de sus labios; y usted… Oh, si en los largos años que nos quedan puede olvidar lo que he hecho padecer a Eleanore con mi temor egoísta, si aun teniendo delante la sombra de su agravio puede, por la gracia de la dulce esperanza, juzgarme con menor dureza, hágalo. En cuanto a este hombre… No podría dárseme mayor suplicio que el de permanecer en la misma habitación con él. Dejen que él mismo se adelante y declare si yo, con miradas o con palabras, le he dado algún motivo para creer que me apercibía de su pasión, y mucho menos que la correspondía.

—¿A qué preguntar? —balbuceó Harwell—. ¿No comprendes que fue tu indiferencia lo que me volvió loco? ¡Estar delante de ti, agonizar delante de ti, seguirte con el pensamiento en todo lo que hacías, comprender que mi alma estaba unida a la tuya con vínculos de hierro que ningún fuego podría derretir, ni ninguna fuerza desatar; dormir bajo el mismo techo, sentarme a la misma mesa, y sin embargo no ver ni una mirada que me mostrase que me comprendías! Eso fue lo que convirtió mi vida en un infierno. Estaba resuelto a que me comprendieras. Aunque tuviese que arrojarme a una hoguera, te darías cuenta de quién era yo y de cuán intensa era mi pasión. Y ahora ya la conoces. Por mucho que te estremezca mi presencia, por más que adores a ese hombre a quien llamas esposo, ya nunca podrás olvidar el amor de Trueman Harwell; nunca olvidarás el amor, amor, amor, que me dio fuerzas para ir aquella noche a la habitación de tu tío y apretar el gatillo que te dio todas las riquezas que hoy posees. ¡Sí! —continuó, creciéndose en su desesperación sobrenatural, de modo que hasta la noble figura de Henry Clavering pareció un enano a su lado—. Cada moneda que resuene en tu bolsillo te hablará de mí. Cada joya que reluzca en esa altiva cabeza, demasiado altiva para inclinarse hacia mí, voceará mi nombre en tus oídos. Elegancia, pompa, lujo… tendrás todo; ¡pero hasta que el oro pierda su brillo y reduzca su atracción, no podrás olvidar la mano que te lo dio!

Con una mirada cuyo diabólico triunfo no puedo describir, puso la mano en el brazo del policía que le aguardaba, y un momento después se lo habrían llevado de la habitación de no ser porque Mary, dominando el tumulto de emociones que se agitaba en su pecho, irguió la cabeza para hablar.

—No, Trueman Harwell, no quiero ni que le consuele ese pensamiento. Riquezas con tanto lastre sólo serían una tortura.

Y no puedo aceptar esa tortura, por lo que me libraré de la riqueza. Desde hoy, Mary Clavering sólo posee lo que le entregue el marido a quien ha engañado tanto tiempo y tan villanamente.

Y, llevándose las manos a las orejas, se arrancó los brillantes que les adornaban y los arrojó a los pies de aquel desgraciado.

Ésta fue la última vuelta de tuerca. Ese hombre lanzó un grito como nunca creí oír salido de los labios de un hombre y extendió los brazos, mientras la locura iluminaba su rostro.

—¡He entregado mi alma al infierno por una sombra! —gimió—. ¡Por una sombra!

***

—Bueno, ¡ha sido el mejor día de trabajo de toda mi vida! Felicíteme, señor Raymond, por el éxito de la jugada más audaz que se ha realizado en el despacho de un detective.

Miré asombrado el semblante triunfante del señor Gryce.

—¿Qué quiere decir? —chillé—. ¿Es que planeó esto?

—¿Que si lo planeé? ¿Podría estar yo aquí, tras ver cómo han salido las cosas, de no haberlo planeado? Pongámonos cómodos, señor Raymond. Usted es un caballero, pero creo que podemos estrecharnos la mano por lo sucedido. En toda mi carrera he tenido una conclusión más satisfactoria a un asunto tan turbio.

Nos dimos un apretón de manos largo y ferviente y después le pedí que se explicara.

—Bueno —me dijo—, siempre hubo algo que me intrigaba, incluso cuando más sospechaba de esa mujer, y fue el detalle de que se limpiara el revólver. No podía reconciliar eso con lo que sé de las mujeres. No me parecía un acto femenino. ¿Ha conocido usted a alguna mujer que limpiara un revólver o que al menos supiese para qué servía hacerlo? No. Pueden dispararlo y lo disparan, pero después no lo limpian. Ahora bien; es un principio cuya verdad no ignora ningún policía, que si de cien circunstancias relacionadas con un crimen, noventa y nueve acusan a un sospechoso con inequívoca certeza, pero la centésima, igual en importancia, es de tal suerte que apunta a otro lado, se viene abajo todo el edificio de sospechas construido. Teniendo, pues, en cuenta este principio, vacilé cuando llegó la hora de los arrestos. La cadena estaba completa y atados sus eslabones, pero uno de ellos era de forma y materia distintas de las de los demás, lo cual indicaba que la cadena estaba rota. Resolví hacer una última prueba. Llamé al señor Clavering y al señor Harwell, personas de quien no tenía yo motivo para sospechar, pero que, aparte de Mary eran los únicos que podían haber cometido el crimen, pues eran las únicas personas con intelecto que estaban en la casa, o que se creía que estaban, al ocurrir el asesinato. Les notifiqué por separado que no sólo se había descubierto al asesino del señor Leavenworth, sino que se le arrestaría en mi casa; y añadí que si querían oír la confesión que seguiría necesariamente al arresto, tendrían oportunidad de ello si venían a la hora indicada. Ambos tenían demasiado interés para negarse, aunque por diferentes razones, por lo que conseguí convencerlos para que se ocultaran en las dos habitaciones de las que usted les vio salir, pues comprendí que si alguno de ellos había cometido el crimen, lo había hecho por amor a Mary Leavenworth y que, por consiguiente, no podrían oír que se le imputaba el crimen y se la amenazaba con la prisión sin traicionarse en ese momento. No esperaba mucho de la tentativa y lo último que pensé fue que el culpable pudiera ser el señor Harwell… Pero vivir para ver, señor Raymond, vivir para ver.

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