Principios matemáticos de la filosofía natural (Principia)

Prefacio del editor a la segunda edición

Prefacio del editor a la segunda edición

Te ofrecemos, amable lector, una nueva y largamente deseada edición de la filosofía newtoniana ampliamente corregida y aumentada. Por los índices adjuntos podrás conocer los principales temas contenidos en esta famosa obra: los cambios y añadidos te los puede reseñar casi el propio Prefacio del Autor. Sólo falta que añadamos algo sobre el método de esta filosofía.

Podemos reducir a tres las clases de tratamientos que han abordado la Física. Hubo quienes atribuyeron a las diversas especies de cosas cualidades ocultas específicas, de las que hacían después depender las diferentes operaciones de cada cosa por una razón oculta y desconocida. En esto consistió toda la doctrina escolástica procedente de Aristóteles y los peripatéticos. Sostienen, en efecto, que los efectos particulares se siguen de las naturalezas particulares de los cuerpos; no enseñan, en cambio, de dónde proceden tales naturalezas y, por tanto, nada enseñan. Al centrarse únicamente en los nuevos nombres de las cosas y no en las cosas mismas, hay que pensar que han encontrado un cierto lenguaje filosófico, pero en cambio no han ofrecido filosofía alguna.

Otros hay que han creído conseguir, una vez desechado el fárrago inútil de palabras, un reconocimiento de su esfuerzo. Sostuvieron, pues, que toda la materia es homogénea y que toda la variedad de formas que se descubre en las cosas procede de ciertas propiedades simples y de fácil comprensión de las partículas componentes. Y correctamente se establece una progresión de lo más simple a lo más complejo si a dichas propiedades primarias de las partículas no se atribuyen otros modos que aquellos que la propia Naturaleza atribuye. Pero cuando se permiten establecer cualesquiera figuras o magnitudes desconocidas de las partes, lugares y movimientos inciertos, y hasta imaginar determinados fluidos ocultos que penetren libremente a través de los poros de los cuerpos, dotados de una omnipotente sutilidad, agitados de ocultos movimientos, entonces derivan hacia los sueños y abandonan la verdadera constitución de las cosas, la cual, en verdad, raramente puede obtenerse de falaciosas conjeturas, cuando apenas si es posible investigarla por medio de las más seguras observaciones. Quienes toman hipótesis como fundamento de sus especulaciones, aun cuando después procedan del modo más meticuloso de acuerdo con las leyes de la Mecánica, hay que decir que con seguridad componen una fábula elegante y graciosa quizá, pero fábula al fin.

Queda todavía una tercera clase, la de los que profesan la filosofía experimental. Estos pretenden que las causas de todas las cosas han de derivarse de los principios más simples que sea posible; y en el lugar de un principio no asumen jamás cosa alguna que todavía no se haya comprobado a partir de los fenómenos. No se imaginan hipótesis, ni las aceptan en física, a no ser como cuestiones cuya verdad se disputa. Proceden, pues, con un doble método: analítico y sintético. Se deducen las fuerzas de la naturaleza y sus leyes más simples mediante análisis a partir de ciertos fenómenos elegidos y después a partir de aquí se ofrece, mediante síntesis, la constitución de los demás. Esta es la manera de filosofar, con mucho la mejor, que, por encima de todas las demás, nuestro autor creyó que era preciso seguir. Y sólo a ésta creyó digna de ser cultivada y honrada con su propia obra. De ésta dio, pues, un magnífico ejemplo, cual es la explicación del sistema del mundo deducida con todo éxito de la teoría de la gravedad. Otros hubo que sospecharon o imaginaron que la fuerza de la gravedad está presente en todos los cuerpos: pero sólo él, y el primero, pudo demostrarlo a partir de las apariencias, y establecer un fundamento seguro por medio de las más brillantes especulaciones.

Sé que algunas personas, incluso de gran renombre, ocupados más bien con otros prejuicios, difícilmente han podido dar su conformidad a este nuevo principio y por lo mismo han preferido lo incierto a lo cierto. No es mi intención poner en tela de juicio su fama, sino que más bien procede, lector benévolo, que exponga unas pocas cosas de las que tú mismo puedes extraer las conclusiones adecuadas.

Así pues, con objeto de hallar un principio argumental que parta de las cosas más simples e inmediatas, examinaremos un poco cuál es la naturaleza de la gravedad en las cosas terrestres para poder después acercarnos con más seguridad a las cosas celestes enormemente distantes de nosotros. Todos los filósofos están ya de acuerdo en que todos los cuerpos circunterrestres gravitan hacia la Tierra. Una amplia y múltiple experiencia confirma que no se dan cuerpos absolutamente leves. La llamada levedad relativa no es verdadera levedad, sino tan sólo aparente, y que surge de la gravedad más fuerte de los cuerpos contiguos.

Por tanto, dado que todos los cuerpos gravitan hacia la Tierra, del mismo modo la Tierra gravita igualmente hacia todos los cuerpos; que la acción de la gravedad es mutua e igual uno respecto a otro se muestra como sigue: distingamos la masa total de la Tierra en dos partes cualesquiera, iguales o en cualquier forma desiguales; si los pesos de las partes no fuesen mutuamente iguales, el peso menor cedería al peso mayor y las partes juntas empezarían a moverse en línea recta hasta el infinito hacia la región del espacio hacia la que tendiese el peso mayor, lo que está en absoluto contra toda experiencia. Y por tanto, habrá que decir que los pesos de las partes están constituidos en estado de equilibrio; esto es, que la acción de la gravedad es mutua y recíprocamente igual[3].

Los pesos de los cuerpos equidistantes del centro de la Tierra son como las cantidades de materia en ellos. Esto se sigue efectivamente de la igualdad de aceleración de todos los cuerpos que caen en virtud de la fuerza de su peso y a partir del reposo; pues las fuerzas por las que cuerpos desiguales se aceleran igualmente deben ser proporcionales a las cantidades de materia a mover. Ahora bien, puesto que todos los cuerpos que caen se aceleran igualmente, es evidente que en el vacío Boyleano recorren al caer espacios iguales en tiempos iguales, una vez suprimida la resistencia del aire; y todavía se comprueba con más exactitud por medio del experimento de los péndulos.

Las fuerzas de atracción de los cuerpos a distancias iguales son como las cantidades de materia de los cuerpos. Dado que los cuerpos gravitan hacia la Tierra y ésta hacia los cuerpos con fuerzas iguales, el peso de la Tierra hacia cada cuerpo, esto es, la fuerza con la que un cuerpo atrae a la Tierra será igual al peso de dicho cuerpo hacia la Tierra. Dicho peso era como la cantidad de materia del cuerpo y, por tanto, la fuerza con la que cada cuerpo atrae a la Tierra o la fuerza absoluta de un cuerpo será como su cantidad de materia.

Por tanto, se origina y se compone la fuerza de atracción de los cuerpos totales de las fuerzas atractivas de las partes, puesto que se ha demostrado que si se aumenta o disminuye la cantidad de materia se aumenta o disminuye proporcionalmente su fuerza. Por eso, la acción de la Tierra ha de atribuirse a la fusión de las acciones de todas las partes, y por tanto es necesario que todos los cuerpos terrestres se atraigan entre sí mutuamente con fuerzas absolutas que estén en razón a la materia atrayente. Esta es la naturaleza de la gravedad en la Tierra; veamos ahora cuál será en los cielos.

Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme en línea recta, salvo en la medida en que le obliguen a cambiar dicho estado fuerzas impresas en él; es ésta una ley de la naturaleza aceptada por todos los filósofos. En consecuencia, se sigue que los cuerpos que se mueven en círculos, y que por tanto se separan continuamente de las tangentes a sus órbitas, son retenidos dentro de su trayectoria curva por una fuerza constantemente actuante. Por tanto, necesariamente los planetas que giran en órbitas curvilíneas han de entrañar alguna fuerza en cuya virtud permanente se aparten continuamente de las tangentes.

Y justo es conceder lo que se deduce mediante razones matemáticas y se demuestra con toda certeza, que todos los cuerpos que se mueven según una curva descrita en un plano y que, trazando su radio a un punto en reposo o en movimiento, describen áreas en torno a dicho punto proporcionales a los tiempos, están sometidos a fuerzas que tienden a dicho punto. Puesto que hay acuerdo entre los astrónomos en que los planetas primarios describen áreas proporcionales a los tiempos en torno al Sol y los secundarios en torno a sus primarios, se debe concluir que la fuerza por la que constantemente son apartados de las rectas tangentes y obligados a girar en las órbitas curvas, se dirige hacia los cuerpos que ocupan los centros de las órbitas. De este modo, esta fuerza puede llamarse adecuadamente centrípeta respecto al cuerpo que gira; respecto al cuerpo central, en cambio, puede llamarse de atracción, sea cual sea el origen causal que se le atribuya.

Efectivamente, no sólo hay que conceder esto, sino que se puede demostrar matemáticamente: si varios cuerpos distintos giran con movimiento uniforme en círculos concéntricos y los cuadrados de los tiempos periódicos son como los cubos de las distancias al centro común, las fuerzas centrípetas serán inversamente como los cuadrados de las distancias. O, si los cuerpos giran en órbitas semejantes a círculos y no cambian los ejes de las órbitas, las fuerzas centrípetas de los cuerpos que giran serán inversamente como los cuadrados de las distancias. Todos los astrónomos están de acuerdo en alguna de estas fórmulas en todos los planetas. Por tanto, las fuerzas centrípetas de todos los planetas son inversamente como los cuadrados de las distancias a los centros de las órbitas. Si alguien objetara que los ejes de las órbitas de los planetas, sobre todo el de la Luna, no están en reposo, sino que son arrastrados por un cierto movimiento lento, se le podría responder que, aunque concedamos que ese movimiento mínimo hubiese desplazado el eje de su sitio y por ello la proporción de la fuerza centrípeta se desvíe un tanto del cuadrado, podría calcularse dicho desvío y ser prácticamente insensible. La propia razón de la fuerza centrípeta lunar, que debía ser la más perturbada de todas, supera bien poco al cuadrado; pues se aproxima casi sesenta veces más a éste que al cubo. Pero la respuesta sería más exacta si dijéramos que ésta deriva de los ejes, no procede de los desvíos de la proporción del cuadrado, sino que tiene otros orígenes, como muy bien se muestra en esta filosofía. Queda, pues, sentado que las fuerzas centrípetas por las que los planetas primarios tienden al Sol y los secundarios a sus respectivos primarios, muy exactamente son inversas a los cuadrados de las distancias.

De lo dicho se sigue que los planetas son mantenidos en sus órbitas por alguna fuerza que constantemente actúa en ellos; se sigue que dicha fuerza se dirige siempre hacia los centros de las órbitas; se sigue que su fuerza aumenta en dirección al centro y disminuye en la dirección contraria; y aumenta precisamente en la proporción en que disminuye el cuadrado de la distancia al igual que disminuye exactamente en la proporción en que aumenta el cuadrado de la distancia. Veamos ahora, una vez efectuada la comparación entre las fuerzas centrípetas de los planetas y la fuerza de gravedad, si tal vez son fuerzas del mismo género. Y serán del mismo género si hallásemos aquí y allá las mismas leyes y los mismos efectos. Veamos, pues, primero la fuerza centrípeta de la Luna, que es la más próxima a nosotros.

Los espacios rectilíneos que son recorridos en un tiempo dado por cuerpos que parten del reposo, a la vez y bajo el impulso de distintas fuerzas, son proporcionales a dichas fuerzas; y esto también se deduce de razonamientos matemáticos. La fuerza centrípeta de la Luna que gira en su órbita será, pues, a la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra como sería el espacio más pequeño que la Luna podría describir cayendo hacia la Tierra en virtud de la fuerza centrípeta, si la imagináramos desprovista de todo movimiento circular, respecto al espacio que en el mismo tiempo mínimo describiría un grave en las inmediaciones de la Tierra y que cayera por la fuerza de su propia gravedad. El primero de dichos espacios es igual al seno verso del arco descrito por la Luna en dicho tiempo, puesto que equivale a la desviación de la Luna de la tangente producida por la fuerza centrípeta; y por tanto, puede calcularse tanto a partir de los datos de la Luna en un tiempo periódico como de su distancia del centro de la Tierra. Se puede hallar el otro espacio por medio del experimento de los péndulos, tal como muestra Huygens. Hecho el cálculo, el espacio del primero será al espacio del segundo, o la fuerza centrípeta de la Luna que gira en su órbita será a la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra como el cuadrado del semidiámetro de la Tierra al cuadrado del semidiámetro de la órbita. La fuerza centrípeta de la Luna girando en su órbita está, por lo que se ha dicho, en la misma razón que la fuerza centrípeta de la Luna en las proximidades de la superficie terrestre. Por consiguiente, la fuerza centrípeta en la proximidad de la Tierra es igual a la fuerza de la gravedad. No son, por tanto, dos fuerzas distintas, sino una y la misma: pues si fuesen distintas, los cuerpos, bajo ambas fuerzas juntas, caerían hacia la Tierra doblemente más deprisa que bajo la sola acción de la gravedad. Se sigue, pues, que la fuerza centrípeta por la que la Luna continuamente se ve apartada de la tangente y retenida en su órbita es la propia fuerza de gravedad terrestre que alcanza hasta la Luna. Y es, por otra parte, conforme a la razón el que dicha fuerza se extienda a tan grandes distancias, dado que ninguna disminución de dicha fuerza es posible detectar ni siquiera en las más altas cimas de las montañas. Gravita, pues, la Luna hacia la Tierra sin que, y en acción mutua, la Tierra a su vez deje de gravitar igualmente hacia la Luna. Cosa ampliamente confirmada en este tratado, donde se trata del movimiento de las mareas y de la precesión de los equinoccios, originados tanto de la acción de la Luna como de la del Sol sobre la Tierra. Por todo esto vemos, finalmente, de acuerdo con qué ley decrece la fuerza de la gravedad a mayores distancias de la Tierra. Puesto que la gravedad no es distinta de la fuerza centrípeta lunar y ésta es a su vez inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, también la gravedad disminuirá según esa misma razón.

Pasemos ahora a los demás planetas. Puesto que las revoluciones de los primarios en torno al Sol y de los secundarios alrededor de Júpiter y de Saturno son fenómenos del mismo género que la revolución de la Luna en torno a la Tierra y puesto que está demostrado que las fuerzas centrípetas de los primarios se dirigen hacia el centro del Sol y las de los secundarios hacia los centros de Júpiter y Saturno, al igual que la fuerza centrípeta de la Luna se dirige hacia el centro de la Tierra y además, puesto que todas las susodichas fuerzas son inversamente como los cuadrados de las distancias a los centros, al igual que la fuerza de la Luna lo es respecto al cuadrado de la distancia a la Tierra, se habrá de concluir que es la misma la naturaleza de todas ellas. Y así del mismo modo que la Luna gravita hacia la Tierra y la Tierra a su vez hacia la Luna, del mismo modo gravitarán todos los secundarios hacia sus primarios y a su vez los primarios hacia sus secundarios, al igual que todos los primarios hacia el Sol y el Sol hacia los primarios.

Por consiguiente, el Sol gravita hacia todos los planetas y todos hacia el Sol. Puesto que los secundarios, al acompañar a sus primarios, giran mientras tanto también en torno al Sol a la vez que los primarios. Por la misma razón, pues, los planetas de una y otra clase gravitan hacia el Sol y el Sol hacia ellos. Además, se sigue que los planetas secundarios gravitan hacia el Sol por más razones, tales como las desigualdades lunares; de ellas tenemos una exposición exacta, realizada con admirable sutileza, en el Libro tercero de esta obra.

Que la fuerza atractiva del Sol se propaga por doquier hasta las más enormes distancias y que se difunde por cada rincón del espacio circundante se deduce con toda claridad del movimiento de los cometas, los cuales, partiendo de distancias inmensas, llegan hasta las inmediaciones del Sol, incluso algunas veces llegan tan cerca del mismo al alcanzar sus perihelios, que parecería que iban a caer en su globo. La teoría de éstos se la debemos a nuestro ilustre autor, en vano buscada hasta ahora por los astrónomos, descubierta con todo éxito en este siglo y demostrada con toda exactitud por los fenómenos. Se sigue, pues, que los cometas se mueven en secciones cónicas que tienen sus focos en el centro del Sol y que con los radios que llegan al Sol describen áreas proporcionales a los tiempos. De estos fenómenos se deduce, y matemáticamente se comprueba, que las fuerzas por las que los cometas son retenidos en sus órbitas están dirigidas al Sol y son inversamente como los cuadrados de las distancias al centro del mismo. Gravitan, por tanto, los cometas respecto al Sol; y por tanto, la fuerza de atracción del Sol no sólo alcanza a los cuerpos de los planetas situados a unas distancias dadas y casi en el mismo plano, sino que también alcanza a los cometas situados en los lugares más distintos y a las más diversas distancias. Tal es, pues, la naturaleza de los cuerpos que gravitan, que sus fuerzas llegan a todas las distancias hasta todos los cuerpos en gravitación. De aquí se sigue que todos los planetas y cometas se atraen mutuamente y gravitan mutuamente entre sí; esto también se halla confirmado por la perturbación de Júpiter y Saturno, no desconocida de los astrónomos, y originada de las acciones mutuas de estos planetas, y también por el lento movimiento, mencionado antes, de los ápsides y cuya causa es muy similar.

Por ello, finalmente tenemos que llegar a decir que la Tierra, el Sol y todos los cuerpos celestes que acompañan al Sol se atraen mutuamente. Por consiguiente, aún las más mínimas partículas de cada uno tendrán sus propias fuerzas de atracción según la cantidad de materia que tengan, tal como se vio antes de las partículas terrestres. Para distancias distintas también serán sus fuerzas inversamente como el cuadrado de las distancias; pues se demuestra matemáticamente que de partículas que se atraen, según dicha ley deben formarse los globos que, a su vez, se atraen conforme a la misma ley.

Las conclusiones que anteceden se basan en el siguiente axioma que todos los filósofos aceptan: las causas y las propiedades de los efectos que aún no se conocen, y que son del mismo género que los que se conocen, son causas y propiedades iguales a las de los efectos que se conocen. ¿Quién duda de que si la gravedad es la causa de la caída de una piedra en Europa, también será la causa de la caída en América? Si se diese mutua gravitación entre una piedra y la Tierra en Europa, ¿quién negará la mutua gravitación en América? Si la fuerza de atracción de la piedra y la Tierra se compone en Europa de las fuerzas atractivas de las partes, ¿quién negará que en América la composición será semejante? Si la atracción terrestre alcanza a toda clase de cuerpos y a cualquier distancia en Europa, ¿por qué no diremos que se propaga de igual modo en América? Toda la ciencia se basa en esta regla, puesto que si la suprimimos nada podríamos afirmar universalmente. La constitución de las cosas singulares se hace patente por medio de las observaciones y los experimentos, y, por tanto, sólo mediante esta regla podemos hablar de la naturaleza de todas las cosas.

Puesto que son graves todos los cuerpos que se hallan en la Tierra o en el firmamento y sobre los cuales es posible hacer experimentos u observaciones, habrá que decir de una vez por todas que la gravedad afecta a todos los cuerpos. Y al igual que no se debe concebir cuerpo alguno que no sea extenso, móvil e impenetrable, del mismo modo tampoco debe concebirse un cuerpo que no sea grave. La extensión, movilidad e impenetrabilidad de los cuerpos no se revelan si no es experimentalmente; exactamente del mismo modo ocurre con la gravedad. Todos los cuerpos de los que tenemos observaciones son extensos, móviles e impenetrables; de ello concluimos que todos los cuerpos, incluso aquellos de los que no tenemos observación ninguna, son extensos, móviles e impenetrables. De igual modo, todos los cuerpos de los que tenemos observación son graves; de aquí concluimos que todos los cuerpos, incluso aquellos de los que no tenemos observación, son graves. Si alguien dijera que no son graves los cuerpos de las estrellas fijas, dado que su gravedad aún no ha sido observada, por la misma razón sería posible decir que ni son extensos, ni móviles, ni impenetrables, dado que tales propiedades aún no han sido observadas en las estrellas fijas. ¿Qué necesidad hay de más palabras? O la gravedad tiene un lugar entre las cualidades primarias de todos los cuerpos o no la tienen ni la extensión, ni la movilidad, ni la impenetrabilidad. Y por tanto, o se explica correctamente la naturaleza de las cosas por medio de la gravedad de los cuerpos o no se explica correctamente por medio de la extensión, la movilidad y la impenetrabilidad de los cuerpos.

Estoy oyendo ya a algunos rechazar esta conclusión y cuchichear no sé qué sobre las cualidades ocultas. Suelen argumentar siempre que la gravedad es algo oculto; y hay que apartar de la filosofía las causas ocultas. A éstos fácilmente se responde: no son causas ocultas aquellas cuya existencia se demuestra claramente por medio de observaciones, sino sólo aquellas cuya existencia es oculta, imaginaria y aún no demostrada. La gravedad no será, pues, causa oculta de los movimientos celestes, dado que se ha demostrado a partir de los fenómenos que tal fuerza realmente existe. Estos tales son más bien los que acuden a causas ocultas y establecen como determinantes de dichos movimientos a no sé qué vórtices de una ficticia materia completamente desconocida para los sentidos[4].

¿Acaso la gravedad se llama causa oculta, y por esta razón se desecha de la ciencia, simplemente por ser oculta la causa de dicha gravedad y no haber sido aún descubierta? Los que tal dicen cuídense, no sea que digan algo absurdo que venga a arruinar los fundamentos de toda filosofía. Puesto que las causas suelen proceder mediante encadenamiento continuo de las más complejas a las más simples, cuando lleguemos a la causa más simple ya no nos será posible ir más allá. Por tanto, de la causa más simple no se podrá dar una explicación mecánica, pues si se pudiera dar no se trataría de la causa más simple. ¿Llamaríamos ocultas a estas causas simplicísimas y las suprimiríamos también? Entonces suprimiríamos también a las inmediatamente siguientes y a las siguientes, hasta que la filosofía entera resultase vacía y limpia de toda causa.

Hay quienes afirman que la gravedad es algo preternatural y la consideran un milagro perpetuo. Por tanto, también quieren rechazarla, dado que las causas preternaturales no tienen cabida en la física. Apenas vale la pena detenerse en responder a esta burda objeción que mina además a toda la filosofía. O bien niegan la gravedad inherente a todos los cuerpos, cosa que no se puede decir; o bien, por la misma razón, sostendrán que es preternatural lo que no tiene su origen en otras propiedades corpóreas y, por tanto, en causas mecánicas. Ciertamente, se dan las propiedades primarias de los cuerpos, las cuales, puesto que son primarias, no dependen de otras. Observen, pues, si todas éstas son también preternaturales o no, y, por consiguiente, recusables, y piensen en consecuencia qué filosofía podría seguirse después.

Otros hay para los que toda esta física celeste es tanto menos grata cuanto parece oponerse a los dogmas cartesianos o apenas puede casarse con ellos. En su derecho están si les gusta esta opinión; pero justo será que se conduzcan consecuentemente y no nieguen a los demás la libertad que para sí piden. Por tanto, será lícito defender y abrazar la filosofía newtoniana, que nos parece más verdadera y mantener las causas comprobadas por medio de fenómenos, más bien que las ficticias y aún no comprobadas. Compete a la verdadera filosofía derivar la naturaleza de las cosas de causas realmente existentes; esto es, buscar aquellas leyes con las que el mismo artífice quiso establecer el maravilloso orden de este mundo, no aquéllas con las que pudo hacerlo si así le hubiese parecido. Pues no es contradictorio el que muchas causas, distintas entre sí, produzcan los mismos efectos. Pero aquella será la causa verdadera que realmente y de hecho produce el efecto, mientras las demás no tienen sitio en la verdadera filosofía. En los relojes mecánicos el mismo movimiento del índice horario puede provenir bien de una pesa, bien de un muelle incorporado. Pero si un reloj dado, de hecho está dotado de una pesa, caerá en ridículo el que suponga un muelle y, de acuerdo con la hipótesis, pretenda explicar así el movimiento del índice horario; es preciso investigar previamente con más atención la construcción interna de la máquina para poder determinar el verdadero origen del movimiento propuesto. Y no merecen un juicio muy distinto los filósofos aquellos que han considerado a los cielos repletos de una materia sutil y en perpetua acción en los vórtices. Pues, aunque pudieran dar cuenta de los fenómenos a partir de sus hipótesis del modo más exacto, aún no se podría decir que han ofrecido una verdadera filosofía ni que han hallado las causas verdaderas de los movimientos celestes, a no ser que hayan demostrado que tales causas existen realmente, o que no existen otras. Por tanto, si se demostrase que la atracción de todos los cuerpos tiene verdaderamente lugar en la naturaleza de las cosas, y además se hubiese demostrado por qué razón todos los movimientos celestes pueden explicarse a partir de ella, entonces sería vana y en verdad ridícula la objeción del que dijese que estos mismos movimientos deberían explicarse por medio de vórtices, si esto fuese posible o incluso lo concediésemos. Pero no lo hemos concedido; pues de ningún modo pueden explicarse los fenómenos por los vórtices, cosa que nuestro autor demuestra ampliamente y con claros argumentos, para que, los que sostienen tal desafortunada opinión, tanto reconstruyendo el inútil engendro como adornándolo con nuevos comentarios, sean más dignos de indulgencia por sus sueños.

Si los planetas y los cometas fuesen arrastrados en torno al Sol por los vórtices, sería preciso que los astros arrastrados y las partes de los vórtices circundantes se moviesen con la misma velocidad y con la misma dirección y que tuvieran la misma densidad y la misma fuerza de inercia que la masa de la materia. Sin embargo, nos consta que los planetas y cometas, mientras caminan por las mismas regiones del cielo, se mueven con distintas velocidades y distintas direcciones. Se sigue, pues, necesariamente que aquellas partes del fluido celeste que están a la misma distancia del Sol, se mueven a la vez en direcciones distintas y con velocidades distintas, puesto que unas serán la velocidad y dirección necesarias para que puedan circular los planetas y otras para que puedan hacerlo los cometas. Pero al no poder explicar esto, o se habrá de reconocer que ningún cuerpo celeste es transportado por la materia de los vórtices, o se habrá de sostener que sus movimientos son producidos, no por uno solo e idéntico vórtice, sino por muchos que son distintos entre sí y ocupan el mismo espacio alrededor del Sol.

Si se suponen muchos vórtices contenidos en el mismo espacio penetrándose mutuamente y girando con diferentes movimientos, puesto que tales movimientos deben ser conformes con los movimientos de los cuerpos transportados, movimientos que son altamente regulares y se producen en secciones cónicas, ora muy excéntricas, ora muy próximas a un círculo, con toda razón uno se habrá de preguntar a qué se debe el que se conserven intactos y no se hayan, en cambio, desajustado ni un poco a lo largo del tiempo por obra de la materia que les opone resistencia. En realidad, si estos movimientos ficticios son más compuestos y se explican más difícilmente que los verdaderos movimientos de los planetas y de los cometas, me parece inútil aceptarlos en filosofía, pues toda causa debe ser más simple que su efecto. Concediendo venía a las fantasías, alguien afirmaría que todos los planetas y cometas están rodeados de atmósferas similares a la de nuestra Tierra; hipótesis que, sin embargo, parecerá más racional que la de los vórtices. Afirmaría después que tales atmósferas por su naturaleza se mueven en torno al Sol y describen secciones cónicas, movimientos que en realidad pueden concebirse mucho más fácilmente que el movimiento similar de los vórtices mutuamente permeables. Por último, establecería que es preciso creer que los propios planetas y cometas son arrastrados alrededor del Sol por sus respectivas atmósferas y cantará victoria por haber encontrado las causas de los movimientos celestes. Pero quien crea que esta fábula debe rechazarse, también rechazará la otra, puesto que la hipótesis de las atmósferas y la de los vórtices no se distinguen más que un huevo de otro huevo.

Galileo mostró que el desvío de la trayectoria recta de una piedra lanzada y que se mueve parabólicamente tiene su origen en la gravedad de la piedra hacia la Tierra, esto es, en una cualidad oculta. Sin embargo, podría ocurrir que otro filósofo cualquiera de más fino olfato proponga otra causa. Imagina, pues, el tal filósofo que cierta materia sutil, que no puede percibirse ni por la vista, ni por el tacto, ni por sentido alguno, actúa en zonas inmediatas a la superficie de la Tierra. Pero sostiene que esta materia es llevada hacia direcciones diversas por movimientos distintos y muchas veces contrarios a la vez que describe líneas parabólicas. Y así describirá a partir de aquí con pulcritud el desvío de la piedra e incluso merecerá el aplauso del vulgo. La piedra, dirá, flota en aquel Huido sutil y siguiendo el curso del mismo no puede dejar de describir a la vez la misma senda. Pero como el fluido se mueve en líneas parabólicas, entonces también será necesario que la piedra se mueva parabólicamente. ¿Quién no sentirá admiración ante el sutil ingenio de nuestro filósofo, que deduce con claridad y al alcance del vulgo los fenómenos de la naturaleza de causas mecánicas tales como la materia y el movimiento? ¿Quién no se reirá del bueno de Galileo viéndole sostener con un gran aparato matemático la necesidad de recuperar á las cualidades ocultas excluidas ya afortunadamente de la filosofía? Pero me sonroja gastar más tiempo en bagatelas.

El resultado finalmente viene a ser: el número de cometas es enorme, sus movimientos son altamente regulares y cumplen las mismas leyes que los movimientos de los planetas. Se mueven en curvas cónicas, curvas que son muy excéntricas. Recorren cualquier lugar del firmamento en cualquier dirección y atraviesan libremente los espacios planetarios y frecuentemente caminan en sentido contrario al orden del Zodíaco. Las observaciones astronómicas confirman sin duda todos estos fenómenos que no pueden explicarse por los vórtices e incluso no pueden coexistir con los vórtices de los planetas. A no ser que la tal materia imaginaria desaparezca del cielo, no habrá lugar para los movimientos de los cometas.

Si los planetas son arrastrados en torno al Sol por los vórtices, las partes de éstos que rodean inmediatamente a cada uno de los planetas tendrá la misma densidad que éstos, como se ha dicho más arriba; y por tanto, toda aquella materia que está inmediatamente contigua al perímetro del orbe magno tendrá una densidad semejante a la de la Tierra, mientras que la que se halla dentro del orbe magno o del de Saturno será igual o mayor. Pero para que la estructura del vórtice pueda constituirse y permanecer es preciso que las partes menos densas ocupen el centro y las más densas se alejen del mismo. Mas como los períodos de los planetas están en razón de la potencia 3⁄2 de las distancias al Sol, es preciso que los períodos de las partes de los vórtices conserven la misma proporción. Y de aquí se sigue que las fuerzas centrífugas de estas partes habrán de estar en razón inversa a los cuadrados de las distancias. Por tanto, las que distan más del centro pugnan con menos fuerza por alejarse de él; por ende, si fuesen menos densas es necesario que cedan ante la mayor fuerza con que las partes más cercanas al centro pugnan por alejarse. Ascenderán, por tanto, las más densas y descenderán las menos densas y cambiarán entre sí de sitio hasta que la materia toda del vórtice esté ordenada y dispuesta de tal modo que pueda reposar en equilibrio. Si dos fluidos de densidades distintas se colocan en el mismo vaso ocurrirá que el fluido de mayor densidad se dirigirá al lugar más bajo, dada su mayor gravedad; y por una razón semejante hay que decir que las partes más densas de un vórtice se irán hacia los lugares más alejados por su mayor fuerza centrífuga. Por consiguiente, toda la parte del vórtice, que es con mucho la mayor, que se extiende fuera del globo terrestre, tendrá una densidad y fuerza inercial por cantidad de materia no menor que la densidad o inercia de la materia del mismo. De ahí surgirá una resistencia tan grande y ostensible a las trayectorias de los cometas que yo diría que es capaz de frenar y hasta detener sus movimientos. Nos consta, sin embargo, por el movimiento altamente regular de los cometas, que no sufren resistencia alguna y por tanto no atraviesan materia alguna que ofrezca resistencia y que, por tanto, tenga densidad o fuerza de inercia alguna, pues la resistencia de los medios procede bien de la inercia de la materia fluida, bien de la falta de lubricidad. La que procede de la falta de lubricidad es muy pequeña y apenas puede detectarse en los fluidos conocidos comúnmente, salvo que fuesen de una viscosidad similar a la del aceite o la miel. La resistencia observable en el aire, en el agua, en el mercurio o en fluidos semejantes no viscosos, es casi toda del primer tipo y apenas puede disminuirse por cualquier grado ulterior de enrarecimiento si permanece la densidad y la fuerza de inercia del fluido a las que siempre es proporcional esta resistencia, como demostró claramente nuestro autor en su brillante teoría de las resistencia, que ahora, en esta segunda edición, se expone un poco más rigurosamente a la vez que se confirma con experimentos de cuerpos que caen.

Los cuerpos al moverse comunican poco a poco su movimiento al fluido circundante, y al comunicarlo lo van perdiendo, y al perderlo se desaceleran. La desaceleración es proporcional al movimiento comunicado, y éste, cuando se da la velocidad del móvil, es como la densidad del fluido; por tanto, la desaceleración o la resistencia será como la densidad del fluido; y esto no hay modo de evitarlo, a no ser que el fluido que llene la parte posterior del móvil restituya el movimiento perdido. Pero esto sería imposible de mantener salvo que el empuje del fluido sobre la parte posterior fuese igual al empuje de la parte delantera sobre el fluido, esto es, salvo que la velocidad relativa con que el fluido irrumpe contra el cuerpo por detrás fuese igual a la velocidad con que el cuerpo irrumpe contra el fluido o, lo que es lo mismo, que la velocidad absoluta del fluido que irrumpe por detrás del móvil sea el doble que la velocidad absoluta del fluido impactado por el móvil, lo que es imposible. No hay, pues, modo de evitar la resistencia de los fluidos procedente de su densidad e inercia. Hay que concluir, por tanto, que el fluido celeste no tiene fuerza inercial alguna dado que no ofrece resistencia alguna, que no hay fuerza alguna que comunicar a móvil alguno, dado que no hay inercia ninguna; que no hay fuerza alguna que produzca cambio alguno en los cuerpos ni singulares ni en conjunto, puesto que no hay fuerza alguna que comunique movimiento a los cuerpos; que no existe la más mínima capacidad de obrar al no existir la menor facultad de producir cualquier tipo de mutación. Por qué, pues, no llamar inútil e indigna de un sabio a una hipótesis que, sobre carecer de fundamento, no sirve en lo más mínimo para explicar la naturaleza de las cosas. Los que quieren ver el cielo lleno de materia inerte suprimen el vacío sólo de palabra, pero en la realidad lo mantienen. Puesto que no puede hallarse razón alguna que permita distinguir semejante materia del espacio vacío, toda la polémica se reduce a cuestión de nombres y no de cosas. Pero si hay además algunos tan adictos a la materia, que de ningún modo podrían admitir espacio vacío de cuerpos, veamos hasta qué punto es obligado hacerlo.

Y ello porque, o sostienen que esta constitución que imaginan del mundo lleno por todas partes procede de la voluntad de Dios con el fin de dar apoyo a las operaciones de la naturaleza mediante un éter sutil que todo lo llena y en todo está presente, cosa que no se puede sostener, puesto que, como se ha mostrado por los fenómenos de los cometas, la eficacia de tal éter es nula, o sostienen que procede de la voluntad de Dios para algún fin desconocido, cosa que no debe decirse, ya que semejante argumento llevaría igualmente a establecer otra constitución cualquiera del mundo, o, finalmente, sostienen que no procede de la voluntad de Dios, sino de cierta necesidad natural. Y así, finalmente es preciso venir a parar a las filas de una grey de indeseables. Son tales los que creen que el hado y no la providencia lo gobierna todo, que la materia necesariamente ha existido siempre y en todas partes, que es infinita y eterna. Supuesto esto también, será uniforme en todo lugar, puesto que la diversidad de formas no cuadra en absoluto con la necesidad. También será inmóvil, puesto que si se moviera necesariamente en una dirección dada con una determinada velocidad, con igual necesidad se movería en dirección distinta y con velocidad distinta; pero al no ser posible moverse en direcciones distintas y con velocidades distintas, es preciso que sea inmóvil. Por tanto, este mundo lleno de las más bellas formas y de la mayor variedad de movimientos, no ha podido tener otro origen que la libre voluntad de un dios providente y gobernante.

De esta fuente, salieron todas las así llamadas leyes de la naturaleza, en las que tantas muestras de sabiduría y no de necesidad aparecen. Por tanto, hay que encontrarlas observando y experimentando y no a partir de conjeturas inciertas. Quien cree que puede encontrar por su sola razón y con la ayuda de su sola capacidad mental los principios de la Física y las leyes de la naturaleza, necesita, o bien establecer que el mundo procede de la necesidad y que sigue las leyes nacidas de ella, o bien, si el orden del mundo ha sido creado por la voluntad de Dios, que él, humana miseria, ha comprendido qué es lo mejor que puede ser creado. La verdadera y auténtica filosofía se basa en los fenómenos, los cuales, si nos inducen a nosotros, o a otros menos dispuestos, a aceptar tales principios en los que se trasluce el gran saber y la suprema potestad de un ser sabio y todopoderoso, no deben ser rechazados bajo el pretexto de que tal vez sean menos aceptables para otros hombres. Ya llamen milagros o cualidades ocultas a los principios que rechacen, no deben atribuirse a las cosas nombres maliciosamente puestos, a no ser que al fin se desee confesar que efectivamente la filosofía debe descansar en el ateísmo. Por causa de estos hombres no debe degradarse la filosofía si no se quiere cambiar el orden de las cosas.

Gozará de crédito, pues, ante los más exigentes y equitativos jueces aquella manera de hacer filosofía que se basa en experimentos y observaciones. Apenas podemos decir en qué grado ilumina y cuánto dignifica a este modo de hacer filosofía la meritísima obra de nuestro ilustre autor, cuyo talento al resolver los más difíciles problemas, hasta el punto de que no era dado esperar su solución de la mente humana, con razón admiran y alaban quienes conocen con cierta profundidad estos temas. Rotos los arcanos, nos abrió paso hacia los más bellos misterios de la naturaleza. De tal modo nos esclareció la armoniosa belleza del sistema del mundo, que ni el propio rey Alfonso, si resucitase, desearía en él mayor simplicidad y graciosa armonía. De tal modo, pues, que es ya más fácil comprender la majestad de la naturaleza, gozar de la más dulce contemplación, venerar y dar culto sin esfuerzo al fundador y señor del universo, cosas todas que son, con mucho, el fruto más logrado de la filosofía. Es preciso estar ciego para no ver al instante a través de las óptimas y sabias estructuras de las cosas la sabiduría y bondad infinitas de un autor omnipotente; es preciso estar loco para no reconocerlo.

Se erguirá, pues, la admirable obra de Newton como un formidable castillo contra los ataques de los ateos y en ningún otro sitio se hallarán más fácilmente dardos contra la caterva impía que en esta aljaba. Así lo vio ya el primero, y lo publicó tanto en latín como en inglés el ilustre y admirable en todos los géneros del saber Ricardo Bentley, eximio protector de las artes, gloria de su siglo y de nuestra Universidad, digno y conspicuo maestro de nuestro colegio de la Santísima Trinidad. A él me siento obligado por muchas razones. Incluso tú, amable lector, no le negarás tu agradecimiento; pues habiendo disfrutado durante mucho tiempo de la íntima amistad del ilustre autor (amistad que piensa que no debe tenerse en menos por la posteridad que los propios escritos que brillan en el mundo literario) se ocupó a la vez de la fama del amigo y del crecimiento de las ciencias. Y así, al ser ya raros y sumamente caros los ejemplares que quedaban de la anterior edición, persuadió con sus lamentaciones e incluso sin violencia empujó finalmente a aquel ilustre varón, insigne no menos por su modestia que por su enorme erudición, a que autorizase esta nueva edición de su obra, revisada y aumentada con añadidos importantes, a sus expensas y bajo su cuidado; a mí me pidió, era su derecho, algo no demasiado ingrato: que cuidase de hacerlo sin erratas en lo que pudiese.

Rogerio Cotes

Miembro del colegio de la Santísima Trinidad,

Profesor Plumiano de Astronomía

y Filosofía experimental.

Cambridge, 12 de mayo de 1712

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