Principios matemáticos de la filosofía natural (Principia)

A esta obra físico-matemática

A esta obra físico-matemática del muy ilustre varón Isaac Newton, honra insigne de nuestro siglo y de nuestro pueblo[1]

He aquí la Ley del Universo, las divinas medidas de la masa,

He aquí el cálculo del Cielo; leyes que, mientras establecía

Los principios de las cosas, el Creador de todo no quiso violar,

Y así establecer los fundamentos de las obras.

Se abren del cielo vencido los últimos arcanos,

Y no se oculta ya qué fuerza mueve los últimos círculos.

Sentado el Sol en su trono ordena a todas las cosas

Dirigirse hacia El con rápido descenso, y ya no deja a los carros

Celestes moverse en línea recta por los inmensos espacios vacíos;

Sino que, siendo El el centro, atrae a cada cosa en giros inmutables.

Ya está claro cual sea el tortuoso camino de los horribles cometas;

Ni ya nos causa asombro la aparición del astro con cabellera.

Al fin aquí sabemos por qué avanza la plateada Luna

Con pasos desiguales; por qué, hasta ahora rebelde a los astrónomos, Rechaza el freno de los números,

Por qué regresan los nodos, por qué los auges se adelantan.

Y también podemos saber cuán grande es la fuerza

Con la que la errante Luna empuja el flujo del mar

Cuando con quebradas olas abandona las Ovas

Y desnuda las arenas, peligro de los navegantes,

Lanzándolas una y otra vez a la cima de las costas.

Cosas que tantas veces han torturado a los Sabios antiguos

Y que en vano torturan a las Escuelas con ronca contienda

Las vemos claras ahora matemáticamente desveladas.

Ya el error con su niebla no aplasta a quienes

La sublime agudeza del genio concedió

Entrar en la morada de los dioses y escalar las alturas del Cielo.

Levantaos mortales, desechad los terrenos cuidados

Y distinguid desde ahora las fuerzas de la mente divina

Tan amplia y largamente distante de la vida de las bestias.

Quien ordenó en tablas escritas castigar las muertes,

Robos, adulterios y crímenes de perjurio y fraude,

quien había aconsejado a los pueblos errantes

Rodear las ciudades de altas murallas, era un sabio;

O quien alegró a las gentes con el don de Ceres,

O sacó de las uvas consuelo en las penas,

O enseñó a juntar diferentes sonidos Pintados en una caña del Nilo,

Y a transformar en signos visibles las voces distintas,

Explicó menos la suerte de los hombres; de modo que

Sólo consideró unas pocas necesidades de la vida.

Pero ya somos admitidos en convite a la mesa de los dioses,

Ya podemos manejar las leyes superiores del Universo

Y ya se abren los ocultos misterios de la oscura Tierra,

El orden inmóvil de las cosas y los secretos

Que ocultaron los siglos pasados.

Vosotros, los que gozáis del néctar celeste,

Celebrad conmigo a quien tales cosas nos muestra,

A Newton que abre el cerrado cofre de la verdad,

A Newton, amado de las musas, en cuyo limpio pecho

Habita Febo, de cuya mente se apoderó con todo su Numen;

Pues no está permitido a un mortal tocar más de cerca a los dioses.

Edmundo Halley

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