Capítulo LXV
Capítulo LXV
Una tarde Petronio recibió la visita del senador Escevino, que se lanzó a una interminable disertación sobre los penosos tiempos que corrían, y sobre el César. Hablaba con tanta libertad, que Petronio, aunque amigo suyo, decidió ponerse en guardia. Escevino se quejaba de que todo iba a la deriva, que las gentes estaban locas, y que todo terminaría con un desastre más terrible todavía que el incendio de Roma. Afirmaba que hasta los augustanos mismos estaban descontentos, que Fenio Rufo, prefecto segundo de los pretorianos, soportaba con el peor de los humores la odiosa autoridad de Tigelino, y que toda la familia de Séneca se sentía ultrajada por la familia de Nerón, tanto por lo que se refería a su antiguo maestro como por Lucano. Finalmente, aludió a la irritación del pueblo y de los pretorianos mismos, que en su mayoría estaban de parte de Fenio Rufo.
—¿Por qué me dices todo esto? —preguntó Petronio.
—Por interés del César —respondió Escevino—. En las filas de los pretorianos tengo un pariente lejano que se llama como yo. Por él sé lo que pasa en el campamento, donde reina el malestar… Calígula estaba loco también, ¿y qué pasó? Se encontró un Casio Quérea… Era un crimen espantoso, y desde luego nadie entre nosotros lo aprueba; pero es cierto que Quérea liberó al mundo de un monstruo.
—Lo cual quiere decir —respondió Petronio—: «No apruebo lo que hizo Quérea pero fue un hombre providencial; ojalá quieran los dioses que se encuentren otros como él…».
Entonces, cambiando de tema, Escevino empezó a elogiar a Pisón. Exaltaba su origen, su grandeza de ánimo, el cariño que tenía por su esposa, su prudencia, su calma y su don realmente raro por cautivar y seducir a la gente.
—El César no tiene hijos —prosiguió—, y todos ven en Pisón a su sucesor. Indudablemente, todos le ayudarían con toda su alma a conseguir el poder. Fenio Rufo le quiere y toda la familia de los Anneo le es absolutamente fiel. Plaucio Laterano y Tulio Senecio se dejarían matar por él. Y lo mismo Natal, Subrio Flavio, Sulpicio Asper, Afrinio Quineciano e incluso Vestino.
—Este último no le serviría de gran cosa —objetó Petronio—. Vestino tiene miedo hasta de su sombra.
—Vestino tiene miedo de los sueños y de los fantasmas; pero es un hombre avisado al que con todo merecimiento quieren nombrar cónsul. Y el hecho de que en el fondo repruebe las persecuciones contra los cristianos no podrá dejar serte indiferente, ya que tienes interés en que acaben todas estas locuras.
—Yo no, sino Vinicio —dijo Petronio—. Por él querría salvar a cierta joven, pero no lo consigo porque he caído en desgracia con Enobarbo.
—¿Cómo? ¿No te das cuenta de que el César te busca de nuevo y que empieza a conversar contigo? Y la razón es que se prepara para volver a Acaya, donde quiere cantar himnos griegos que ha compuesto. Se apresura a hacer ese viaje, pero al mismo tiempo tiembla al pensar en la perfidia de los griegos. Cree que allí le están reservados o el triunfo más magnífico o el desastre más completo. Necesita de un buen consejo y sabe que nadie podría dárselo mejor que tú. Por eso empiezas a recobrar su favor.
—Lucano podrá sustituirme.
—Barba de Bronce le odia, y en el fondo de su alma ya ha decidido la muerte del poeta. Sólo busca un pretexto, porque siempre busca pretextos, Lucano comprende que hay que darse prisa.
—¡Por Cástor! —exclamó Petronio—. En cuanto a mí, todavía tengo otro medio de recuperar su favor.
—¿Cuál?
—Contarle a Barba de Bronce todo lo que acabas de decirme.
—¡Yo no he dicho nada! —exclamó Escevino inquieto.
Petronio le puso la mano sobre el hombro.
—Has dicho que el César estaba loco, has dejado entrever que Pisón podría ser su probable sucesor, y has añadido: «Lucano comprende que hay que darse prisa». Darse prisa ¿para qué, ?…
Escevino palideció y por un momento ambos se miraron a los ojos.
—¡No lo repetirás!
—¡Por las caderas de Cipris, me conoces muy bien! No, no lo repetiré. No he oído nada y no quiero oír nada… ta vida es demasiado corta para que uno se tome la molestia de intentar cualquier cosa, la que sea. Únicamente te ruego que vayas a ver a Tigelino ahora mismo, y hables con él el mismo tiempo que has estado conmigo sobre el tema que quieras.
—¿Por qué?
—Para que el día en que Tigelino me diga: «Escevino estuvo en tu casa», yo pueda responderle: «Fue a tu casa el mismo día».
Escevino rompió su bastón de marfil y exclamó:
—¡Que la mala suerte caiga sobre este bastón! Iré a casa de Tigelino y luego al festín de Nerva. ¿Irás tú? En cualquier caso volveremos a vernos pasado mañana en el anfiteatro, donde morirán los cristianos que quedan… ¡Adiós!
«¡Pasado mañana! —pensó Petronio cuando se hubo quedado solo—. No hay tiempo que perder. Enobarbo necesita mis consejos en Acaya; tal vez cuente conmigo».
Y decidió intentar un medio extremo.
De hecho, en casa de Nerva, el propio César exigió que Petronio se sentara frente a él. Necesitaba hablarle de Acaya y de las ciudades donde podría exhibirse con mayores posibilidades de éxito. Los atenienses le importaban más, pero los temía. Los demás augustanos prestaban oído atento a esta conversación, a fin de captar al vuelo las palabras de Petronio y atribuirse luego su paternidad.
—Me parece que hasta ahora no he vivido —le decía Nerón—, y que voy a renacer en Grecia.
—Renacerás a una gloria nueva, a la inmortalidad —respondió Petronio.
—Estoy seguro de que así ha de ser, y que Apolo no ha de mostrarse celoso por ello. Si recojo los laureles, le ofreceré una hecatombe memorable.
Escevino empezó a citar a Horacio:
Sic te diva potens Cypri,
Sic fratres Helenae, lucida sidera,
Ventorumque regat Pater…
—El barco está esperándome en Nápoles —dijo el César—. Quisiera partir mañana mismo.
Entonces Petronio se levantó y mirando fijamente a Nerón, dijo:
—¿Me permitirás, divino, que antes dé un festín de himeneo al que te invitaré, a ti antes que a nadie?
—¿Un himeneo? ¿Qué himeneo? —preguntó Nerón.
—El de Vinicio con la hija del rey de los ligios, tu rehén. Cierto que en este momento se halla encarcelada; pero, a título de rehén, no podría ser retenida como prisionera. Además, has autorizado a Vinicio a desposarla. Y como tus sentencias, lo mismo que las de Zeus, son inapelables, harás que la pongan en libertad y yo la entregaré a su prometido.
La sangre fría y la calma tranquilidad de Petronio sorprendieron a Nerón, que se turbaba cuando alguien le hacía una pregunta directa.
—Ya lo sé —respondió bajando su mirada turbada—. He pensado en ella y también en ese gigante que estranguló a Crotón.
—En tal caso, los dos están salvados —dijo Petronio imperturbable. Pero Tigelino acudió en ayuda de su amo.
—Ella está en prisión por la voluntad del César, y acabas de decir, Petronio, que las sentencias del César son inapelables.
Todos los asistentes conocían la historia de Vinicio y de Ligia y comprendían de qué se trataba. Se callaron, curiosos por ver cómo terminaba aquel conflicto.
—Ella está en prisión por error, porque desconoces el derecho de gentes, y con desprecio a la voluntad del César —dijo con toda nitidez Petronio—. Eres un ingenuo, Tigelino, pero a pesar de tu ingenuidad no afirmarás que fue ella la que incendió Roma: incluso aunque lo afirmases, el César no te creería.
Pero Nerón ya se había recuperado, y se puso a guiñotear sus ojos de miope con una expresión malvada.
—Petronio tiene razón —dijo.
Tigelino le miró asombrado.
—Petronio tiene razón —repitió Nerón—. Mañana le serán abiertas las puertas de la prisión, y en cuanto al festín del himeneo, ya volveremos a hablar del tema pasado mañana, en el anfiteatro.
«He vuelto a perder», pensó Petronio.
Y cuando regresó a su casa, estaba tan convencido de que había llegado el final de Ligia que al día siguiente envió al vigilante del un liberto adicto, con el encargo de negociar el precio del cadáver, que quería entregar a Vinicio.