Capítulo XLVIII
Capítulo XLVIII
Las palabras del apóstol habían hecho renacer la confianza en el alma de los cristianos. El fin del mundo seguía pareciéndoles próximo, pero ahora empezaban a creer que el juicio final no era inminente y que antes tal vez verían el fin del reino de Nerón, reino de Satán, y los castigos con que Dios castigaría sus crímenes.
Tranquilizados, abandonaron uno a uno las catacumbas para volver a sus moradas provisionales. Algunos incluso se dirigieron hacia el Transtíber, porque corría la noticia de que el viento soplaba ahora hacia el río y el fuego había dejado de extenderse.
El apóstol, acompañado de Vinicio y de Quilón, dejó igualmente el subterráneo.
El joven tribuno no había interrumpido su rezo; caminaba en silencio, temblando de inquietud y lanzando a veces hacia Pedro unas miradas suplicantes. Muchas gentes se acercaban para besar las manos del apóstol o el ruedo de su ropa; las madres le tendían sus hijos; otras, arrodilladas en el oscuro corredor, levantaban hacia él sus lámparas e imploraban su bendición; otras lo seguían cantando. Vinicio no hallaba momento para preguntarle y recibir una respuesta. Lo mismo ocurrió en el barranco. Cuando alcanzaron un espacio libre, desde donde se veía la ciudad en llamas, el apóstol hizo tres veces la señal de la cruz sobre el joven y le dijo:
—No temas. La cabaña del cantero está cerca de aquí. Allí encontraremos a Ligia con Lino y con su fiel servidor. Cristo, que te la ha destinado, la ha salvado para ti.
Vinicio vaciló y hubo de apoyarse en la roca. El trayecto de Ancio, los acontecimientos que se habían desarrollado bajo las murallas de la ciudad, la búsqueda de Ligia entre las casas incendiadas, la noche que había pasado sin dormir y la punzante inquietud por la joven habían agotado sus fuerzas. Las pocas que tenía le desaparecían al oír que el ser que más quería en el mundo estaba allí cerca, y que iba a volver a verla. La debilidad que lo invadía era tan grande que se dejó caer a los pies del apóstol y abrazando sus rodillas se quedó así, inerte, incapaz de articular una sola palabra.
Pero el apóstol, para sustraerse a su gratitud y a sus homenajes, exclamó:
—¡No a mí, no a mí; a Cristo!
—¡Qué divinidad tan prodigiosa! —exclamó Quilón detrás de ellos—. Pero no sé qué hacer con las mulas que nos esperan.
—Levántate y sígueme —dijo Pedro cogiendo al joven tribuno de la mano.
Vinicio se levantó. A la luz del incendio podían verse correr las lágrimas sobre su rostro pálido de emoción; sus labios temblaban y parecían murmurar una plegaria.
—Vamos —dijo.
Pero Quilón repitió:
—Señor, ¿qué debo hacer con las mulas que nos esperan? Este honorable profeta tal vez prefiera ir montado que a pie.
Vinicio no sabía qué decisión tomar. Como el apóstol le había dicho que la cabaña del cantero estaba cerca, respondió:
—Lleva las mulas a casa de Macrino.
—Perdóname, señor, por recordarte la casa de Ameriola. En estos espantosos trances es fácil olvidar una cosa tan pequeña.
—La tendrás.
—¡Oh, nieto de Numa Pompilio! Estaba seguro; pero ahora que este magnánimo apóstol es testigo de tu promesa, no te recordaré siquiera que también me has prometido una viña. Pax Ya te encontraré, señor. Pax
Vinicio y el apóstol respondieron:
—Y también contigo.
Luego torcieron a la derecha, hacia las colinas. De camino, Vinicio habló:
—Maestro, lávame en el agua del bautismo a fin de que pueda considerarme un verdadero adepto de Cristo, porque lo amo con todas las fuerzas de mi alma. Bautízame enseguida, porque ya estoy dispuesto en mi corazón. Y todo lo que él ordene, lo haré; dime sólo qué hay que hacer.
—Amar a los hombres como a hermanos —respondió el apóstol— porque sólo puedes servirle con el amor.
—¡Sí! Ahora lo comprendo y lo siento. De niño creía en los dioses de Roma, pero no los amaba. Y por Él, el único, daría mi vida con alegría —y alzó los ojos al cielo repitiendo con arrebato—: ¡Porque Él es el Único! ¡Porque es bueno y misericordioso! ¡Que se hunda, no sólo esta ciudad sino el universo entero! Yo Le glorificaré. ¡Sólo a Él, sólo a Él adoraré!
—Y Él te bendecirá a ti y a tu casa —dijo el apóstol acabando la frase.
Se dirigieron hacia otro barranco, a cuyo término resplandecía una luz. Pedro la señaló y dijo:
—Ahí está la choza del cantero donde, al volver del Ostriano con Lino enfermo, y no pudiendo regresar al Transtíber, hemos venido a refugiarnos.
Un momento después llegaban.
La choza del cantero era una especie de antro dispuesto en una excavación de la roca; una pared de arcilla y juncos la resguardaba por la parte exterior. La puerta estaba cerrada, pero a través de la abertura que servía de ventana podía verse el interior, iluminado por el hogar Una silueta gigantesca salió al encuentro de los que llegaban y preguntó:
—¿Quiénes sois?
—Servidores de Cristo —respondió Pedro—. La paz sea contigo, Urso.
Éste se inclinó hasta los pies del apóstol; luego, reconociendo a Vinicio, cogió su mano por la muñeca y la llevó a sus labios.
—¡Tú también, señor! ¡Bendito sea el nombre del Cordero por la alegría que va a tener Calina!
Abrió la puerta y entraron. Lino, enfermo, estaba acostado en una litera de paja, con la cara enflaquecida y de un amarillo de marfil. Junto al hogar estaba sentada Ligia, con una cuerdecilla de pececillos, destinados a la cena, en la mano.
Ocupada en sacarlos del hilo y creyendo que era Urso el que entraba, no se movió. Vinicio se acercó y, llamándola, le tendió los brazos. Ella se levantó rápidamente; un relámpago de sorpresa y alegría iluminó su rostro y, sin decir una palabra, como un niño que tras varios días de terror encuentra a su padre o a su madre, se lanzó a los brazos del joven.
Él la estrechó contra su pecho con pasión, como si se hubiera salvado por un milagro. Luego le cogió las sienes entre las manos, cubrió de caricias su frente y sus ojos, la cogió por la cintura repitiendo mil veces su nombre y se dejó caer a sus pies, admirándola, abrumándola a elogios. Su felicidad, como su amor, no tenía límites.
Contó su salida de Ancio, su llegada y cómo la había buscado bajo las murallas y en medio de la humareda en casa de Lino, y cuánto había sufrido hasta que el apóstol le reveló su refugio.
—Ahora que te he encontrado —añadió— no te dejaré aquí en medio de las llamas y de la multitud en delirio. Las gentes se matan entre sí al pie de las murallas, los esclavos se rebelan y se dedican al pillaje. ¡Dios sabe las desgracias que han de alcanzar a Roma! Yo te salvaré, yo os salvaré a todos, querida. ¿Queréis seguirme a Ancio? Desde allí embarcaremos para Sicilia. Mis tierras son vuestras tierras, mis casas son vuestras casas. Allí nos encontraremos con los Aulo: te devolveré a Pomponia y luego te recibiré de sus manos. ¿No es verdad, querida, que ya no me tienes miedo? Aún no he sido lavado en las aguas del bautismo, pero puedes preguntar a Pedro si, al venir hacia aquí, no le he dicho que quería ser un verdadero adepto de Cristo y si no le he pedido que me bautizase, en esta misma choza donde estamos. Confía en mí. Confiad en mí todos vosotros.
Ligia escuchaba con el rostro resplandeciente. Cuantos estaban allí, primero debido a las persecuciones de los judíos, luego, ahora, debido al incendio y a los tumultos cuya consecuencia eran, vivían en una inquietud y en un miedo perpetuos. La partida para una Sicilia pacífica abría en su vida una nueva etapa de felicidad. Si Vinicio no hubiera propuesto más que llevarse a Ligia, sin duda ella hubiera resistido a la tentación, porque no quería abandonar al apóstol y a Lino. Pero había dicho: «¡Venid conmigo; mis tierras son vuestras tierras, mis casas son vuestras casas!».
Y Ligia se inclinó para besarle la mano y decirle:
—Tu hogar será mi hogar.
Pero confusa por haber pronunciado la frase de las desposadas, se ruborizó y permaneció inmóvil en la luz, preguntándose cómo serían acogidas aquellas palabras.
La mirada de Vinicio no expresaba más que una adoración infinita. Se volvió hacia Pedro y le dijo:
—Roma arde por orden del César. En Ancio expresó su pesar por no haber asistido nunca a un incendio grandísimo. Por tanto, si no se ha detenido ante un crimen como ése, pensad lo que aún puede inventar. ¿Quién sabe si no hará que su ejército degüelle a los habitantes? ¿Quién sabe si al incendio no sucederán otros azotes: la guerra civil, el hambre, la proscripción, los asesinatos? Vosotros y Ligia tenéis que esconderos. Allí esperaréis en paz a que la tormenta pase, y luego volveréis para sembrar la buena semilla.
Como para confirmar sus temores, hacia el Campo Vaticano se alzaron gritos de rabia y espanto. En ese mismo instante, el cantero volvió corriendo y gritó cerrando la puerta:
—Están degollando a la gente junto al Circo de Nerón. Los esclavos y los gladiadores se han lanzado sobre los ciudadanos.
—¿Oís? —dijo Vinicio.
—Eso colma la medida, y los desastres serán como el mar, no tendrán límites —dijo el apóstol.
Luego, señalando a Ligia, le dijo a Vinicio:
—Coge a esta muchacha que Dios te ha destinado y sálvala. Lino, que está enfermo, y Urso os seguirán.
Pero Vinicio, que ahora amaba al apóstol con toda su alma impetuosa, exclamó:
—¡Te juro, maestro, que no te dejaré aquí para que perezcas!
—Y el Señor te bendecirá por tu intención —respondió Pedro—. Pero ¿no sabes que junto al lago de Tiberíades Cristo me dijo tres veces: «Apacienta mis ovejas»?
Como Vinicio callaba, Pedro continuó:
—Si tú, a quien nadie me ha confiado, dices que no me dejarás aquí para perecer, ¿cómo quieres que yo abandone mi rebaño en el día del peligro? Cuando la tormenta agitaba el lago y estábamos aterrorizados. Él no nos abandonó. Y yo, su servidor, ¿cómo no he de seguir el ejemplo del Maestro?
Lino alzó su cara enflaquecida:
—Vicario del Señor, ¿cómo no seguiré yo tu ejemplo?
Vinicio se pasaba la mano por la frente, luchando con sus pensamientos; de repente cogió la mano de Ligia y con una voz en la que vibraba la energía del soldado romano dijo:
—¡Escuchadme, Pedro, Lino, y también, tú, Ligia! Yo decía lo que me aconsejaba la razón de los hombres; la que habita vuestra alma no os revela más que los mandamientos del Salvador. Sí, no he comprendido, sí, me he equivocado, porque las escamas no han caído de mis ojos, y porque mi antigua naturaleza no está del todo muerta en mí. Pero amo a Cristo y quiero ser su servidor; y aunque para mí se trate de algo más precioso que mi propia existencia, me arrodillo ante vosotros y juro que también yo cumpliré el mandamiento del amor y no abandonaré a mis hermanos en el día del desastre.
Tras haber hablado así, se arrodilló, alzó los ojos al cielo y exclamó con entusiasmo:
—¡Oh Cristo! ¿Al fin te he comprendido? ¿Soy digno de ti?
Sus manos temblaban; sus ojos brillaban por las lágrimas; su cuerpo se estremecía de amor y de fe. Entonces, el apóstol Pedro cogió un ánfora de gres y acercándose con solemnidad dijo:
—¡Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo! ¡Amén!
Y todos se entregaron al éxtasis religioso. Para ellos, la choza resplandeció con una claridad milagrosa; oyeron músicas del cielo; las rocas de la caverna se abrieron por encima de sus cabezas; del cielo descendió hacia ellos un vuelo de ángeles, y allá arriba, en el espacio, vieron una cruz y dos manos traspasadas que bendecían.
Fuera sonaban los clamores de los combatientes y la crepitación de las llamas en la ciudad incendiada.