Capítulo XXX
Capítulo XXX
De regreso a Roma, el César se maldecía por haber vuelto, y pocos días más tarde ardía en deseos de salir para Acaya. Publicó incluso un edicto para anunciar que su ausencia sería de corta duración y que los asuntos públicos no sufrirían por ello. Luego, en compañía de los augustanos, entre los que se encontraba Vinicio, se dirigió al Capitolio para hacer un sacrificio a los dioses y agradecerles haber favorecido su viaje. Pero al día siguiente, cuando llegó el momento de visitar el santuario de Vesta, se produjo un incidente que modificó todos los proyectos del César. No creía en los dioses, pero los temía. Sobre todo la misteriosa Vesta le llenaba de terror. A la vista de esta divinidad y del fuego sagrado, sus cabellos se erizaron de pronto, sus mandíbulas se contrajeron, un estremecimiento corrió por todos sus miembros, vaciló y cayó en brazos de Vinicio que por casualidad se encontraba tras él. Se le hizo salir del templo y lo llevaron inmediatamente al Palatino, donde pronto volvió en sí; pero no obstante hubo de guardar cama durante todo el día. Con gran asombro de los asistentes, declaró que resolvía posponer su viaje, dado que la divinidad le había puesto en guardia en secreto contra cualquier prisa. Una hora después se proclamaba públicamente por toda Roma que el César, viendo los rostros entristecidos de los ciudadanos y lleno hacia ellos del mismo amor de un padre hacia sus hijos, se quedaba a fin de compartir con ellos sus alegrías o sus penas. El pueblo, muy feliz por aquella noticia que le aseguraba juegos y distribuciones de trigo, se apiñó en tropel ante la Puerta Palatina, para aclamar al divino César. Él, que jugaba con los augustanos, se detuvo: —Sí —dijo—, hay que esperar. Egipto y la soberanía de Oriente no pueden escapárseme según las profecías, y por tanto Acaya tampoco. Haré abrir el istmo de Corinto y elevaremos en Egipto monumentos a cuyo lado las pirámides no serán más que juguetes de niños. Haré edificar una esfinge seis veces mayor que la que, junto a Menfis, contempla el desierto, y haré que le pongan mis rasgos. Los siglos futuros no hablarán más que de este monumento y de mí.
—Por tus versos ya has erigido un monumento no siete sino tres veces siete veces más imponente que la pirámide de Keops —dijo Petronio.
—¿Y con mi canto? —preguntó Nerón.
—¡Ah!, si fuéramos capaces de elevarte como a Memnón una estatua que pudiera hacer oír tu voz al alba, durante millares de siglos los mares que bordean Egipto se cubrirían de navíos cargados de multitudes que llegarían de las tres partes del mundo para escuchar tu canto.
—¡Ay!, ¿quién es capaz de una obra semejante? —suspiró Nerón.
—Puedes hacer tallar en el basalto un grupo en el que estarías representado conduciendo una cuadriga.
—¡Es cierto! ¡Lo haré!
—Será un regalo a la humanidad.
—Además, en Egipto desposaré a la luna, que está viuda, y entonces seré verdaderamente un dios.
—Y nos darás por mujeres estrellas, y nosotros formaremos una constelación nueva que se llamará la constelación de Nerón. Casarás a Vitelio con el Nilo, para que engendre hipopótamos. Da el desierto a Tigelino, y allí será rey de los chacales…
—Y a mí ¿qué me reservas? —preguntó Vatinio.
—¡Que el buey Apis te proteja! En Benevento, nos has regalado con unos juegos tan espléndidos que no podría quererte ningún mal: haz un par de zapatos para la esfinge, cuyas patas se embotan, de noche, en el momento del rocío. También las harás para los colosos alineados delante de los templos. Allí todos encontrarán empleo a sus aptitudes. Por ejemplo, Domicio Afer, cuya probidad es indiscutible, será tesorero. Estoy encantado, César, de que tus sueños te lleven hacia Egipto, pero me da pena que demores la partida.
Nerón respondió:
—Vuestros ojos de mortales no han visto nada porque la divinidad permanece invisible para quien le place. Sabed que, en el templo, la propia Vesta ha surgido a mi lado y me ha dicho al oído: «Retrasa tu viaje». Ha sido todo tan brusco que he sentido terror, a pesar del reconocimiento debido a los dioses por la solicitud tan manifiesta con que velan por mí.
—Todos hemos sentido terror —declaró Tigelino—, y la vestal Rubria ha perdido el conocimiento.
—¡Rubria! —exclamó Nerón—. ¡Qué pecho tan níveo!
—Ella también se ruborizó al verte, divino César.
—Sí, también yo lo noté. ¡Es extraño! ¡Una vestal! Hay algo divino en cada vestal, y Rubria es muy hermosa.
Se quedó meditando un instante y preguntó:
—¿Podéis decirme por qué los humanos temen a Vesta más que al resto de las divinidades? ¿Por qué razón? Yo mismo, que soy Pontífice Supremo, he sentido miedo. Recuerdo sólo que me desmayé y que habría rodado por el suelo si alguien no me hubiera sostenido. ¿Quién fue?
—Yo —respondió Vinicio.
—¡Ah, tú, «severo Ares»! ¿Por qué no viniste a Benevento? Me dijeron que estabas enfermo, y de hecho estás cambiado. Sí, he oído hablar de que Crotón quiso asesinarte. ¿Es cierto?
—Sí; me rompió un brazo, pero me defendí.
—¿Con tu brazo roto?
—Me ayudó un bárbaro, más fuerte que Crotón.
Nerón le miró sorprendido.
—¡Más fuerte que Crotón! ¿Bromeas acaso? Crotón era el más fuerte de todos, y ahora lo es Sifax, el etíope.
—Te digo, César, lo que vi con mis propios ojos.
—¿Dónde está esa perla? ¿No se ha convertido en rey del bosque de Némora?
—Lo ignoro, César, le perdí de vista.
—¿Y no sabes siquiera de qué nación es?
—Tenía el brazo roto y no pensé en interrogarle.
—Búscamelo.
Tigelino intervino.
—Yo me ocuparé.
Pero Nerón continuó dirigiéndose a Vinicio:
—Gracias por haberme sostenido. Habría podido romperme la cabeza al caer. Antes eras un buen compañero, pero desde la guerra, desde que has servido a las órdenes de Corbulón, te has vuelto salvaje y no se te ve mucho.
Tras un breve silencio continuó:
—¿Y cómo se porta aquella muchacha… tan estrecha de caderas… de la que estabas enamorado y que yo saqué para ti de casa de los Aulo?
Vinicio se sintió turbado, pero Petronio acudió en su ayuda.
—Apuesto, señor, que la ha olvidado —dijo—. ¿No ves su turbación? Pregúntale cuántas ha tenido después; y dudo que pueda responder a tu pregunta. Los Vinicio son valientes soldados, pero mejores gallos todavía. Necesitan todo un corral. Castígale, señor, no invitándole a la fiesta que Tigelino promete darnos en tu honor en el estanque de Agripa.
—No, no haré eso. Tengo confianza en Tigelino y esperanza de que el corral esté bien provisto.
—¿Podrían faltar las Carites donde estará el Amor mismo? —replicó Tigelino.
Pero Nerón dijo:
—Me muero de aburrimiento. La voluntad de la diosa me obliga a permanecer en Roma, que odio. Me marcharé a Ancio. Me ahogo en estos barrios estrechos, entre esas casas que se bambolean y esas callejas infectas. El aire apestoso llega hasta aquí, hasta mi casa, hasta mis jardines. ¡Ay, si un terremoto destruyese Roma, si en su cólera algún dios la nivelase al ras del suelo, os mostraría cómo hay que construir una ciudad, cabeza del mundo y capital mía!
—César —observó Tigelino—, has dicho: «Si en su cólera algún dios destruyese la ciudad», ¿no es eso?
—Sí, ¿y qué?
—¿No eres tú un dios?
Nerón esbozó un ademán de cansancio, luego dijo:
—Veremos lo que vas a organizarnos en el estanque de Agripa: luego me iré a Ancio. Todos vosotros sois mezquinos y no comprendéis que necesito lo que es grande.
Cerró a medias los ojos en señal de que quería descansar; los augustanos se retiraron unos tras otros. Petronio salió con Vinicio y le dijo:
—Ya estás invitado a la fiesta. Barba de Bronce ha renunciado al viaje; como revancha, hará más locuras que nunca y se portará en la ciudad como en su propia casa. Busca tú también en las locuras distracción y olvido. Nosotros, que hemos sometido el universo, tenemos derecho a divertirnos. Tú. Marco, eres un muchacho muy hermoso, y a eso atribuyo en parte mi debilidad por ti. ¡Por Diana de Éfeso! ¡Si pudieras ver tus cejas de un solo arco y tu cara resplandeciendo por la vieja sangre de los !… A tu lado los otros sólo parecen libertos Sí, si no fuera por esa doctrina salvaje, Ligia estaría a esta hora en tu casa. Trata de probarme todavía que esos cristianos no son los enemigos de la vida y de los hombres… Sigue reconociendo en ellos buenos procedimientos hacia ti; yo en tu lugar detestaría esa doctrina y buscaría el placer donde se encuentra. Eres hermoso, te lo repito, y las divorciadas abundan en Roma.
—Sólo me extraña una cosa, y es que todavía no estés harto de todo esto —replicó Vinicio.
—¿Y quién te ha dicho que no? Hace mucho tiempo que estoy cansado, pero tengo más años que tú. Además poseo gustos que tú no tienes. Amo los libros, que tú no amas; la poesía, que te aburre; los vasos, las gemas, y muchas cosas más que tú ni siquiera miras; tengo dolores renales que tú no tienes; en fin, tengo a Eunice y tú no tienes nada parecido. Para mí es un placer estar entre obras maestras, y de ti nunca se hará un esteta. Sé que no debo buscar en la vida nada mejor de lo que ya he encontrado, y tú todavía puedes esperar mucho y encontrar algo. Si la muerte llamara a tu puerta, te quedarías sorprendido, a pesar de tu valor y tus penas, al verte obligado a dejar ya la tierra, mientras que yo, sabiendo por experiencia que no hay frutos en el mundo que no haya saboreado, aceptaría este fin inevitable. Nada me urge a terminar, pero tampoco he de retrasarlo si llega. Sólo me esforzaré por vivir alegremente hasta el final: en esta tierra, sólo los escépticos son alegres. En mi opinión, los estoicos son unos necios, pero al menos el estoicismo templa los caracteres mientras que tus cristianos aportan al mundo tristeza, que es a la vida lo que la lluvia a la naturaleza. ¿Sabes de qué me he enterado? Para las fiestas de Tigelino elevarán a orillas del estanque de Agripa lupanares donde estarán las mujeres de las principales familias de Roma. ¿No encontrarás una lo bastante hermosa para consolarte? Incluso hay doncellas que se presentarán por primera vez en sociedad… como ninfas. Así es nuestro imperio romano… Ya hace calor: el viento del sur calentará las aguas y no hará estremecerse más los cuerpos desnudos. Y tú, Narciso, has de saber que ni una sola será capaz de rechazarte, ni una, aunque fuera vestal.
Vinicio se dio un golpe en la frente, como hombre acosado siempre por una idea fija.
—¡Vaya suerte la mía, haber ido a dar con la única excepción!…
—Y ¿quién la ha hecho así sino los cristianos? Gentes que tienen la Cruz por símbolo no pueden ser de otro modo Escúchame: Grecia era hermosa y engendró la sabiduría del mundo; nosotros hemos engendrado la fuerza; ¿qué puede, en tu opinión, engendrar esa doctrina? Si lo sabes, explícamelo, ¡por Pólux!, no consigo adivinarlo.
Vinicio se encogió de hombros.
—Se diría que tienes miedo de verme convertido en cristiano.
—Tengo miedo de que eches a perder tu existencia. Si no puedes ser Grecia, sé Roma: gobierna y goza. Si nuestras locuras tienen algún sentido, es precisamente porque esta idea anida en ellas. Desprecio a Barba de Bronce que imita a los griegos; si se dijera romano, admitiría que tiene razón al permitirse sus locuras. Si encuentras un cristiano al volver a tu casa, prométeme que le sacarás la lengua. Si por casualidad fuera el médico Glauco, no se asombraría. ¡Adiós, hasta que nos veamos en el estanque de Agripa!