Capítulo LVIII
Capítulo LVIII
Los espectáculos fueron interrumpidos por una lluvia de tres días, fenómeno excepcional en Roma, porque había períodos de varios años en que no ocurría, y por el granizo, que caía no sólo durante la mañana y la tarde sino incluso durante la noche. El pueblo estaba alarmado. Se predecían malas vendimias, y cuando, cierta tarde, el rayo fundió el bronce de la estatua de Ceres en el Capitolio, se ordenaron sacrificios en el templo de Júpiter . Los sacerdotes de Ceres difundieron la noticia de que la cólera de los dioses se cebaba en la ciudad por la tardanza en llevar a los cristianos al castigo. Entonces el pueblo exigió que, sin hacer caso del tiempo, se apresuraran a celebrar los juegos; y fue grande su alegría cuando por fin anunciaron que tres días más tarde los continuarían.
Además, el buen tiempo había vuelto. Desde la mañana a la noche el anfiteatro se llenó con miles de espectadores; el propio César llegó temprano seguido por las vestales de su corte.
El espectáculo debía empezar con un combate entre cristianos, a quienes habían equipado como gladiadores y habían armado para el ataque y la defensa, como luchadores profesionales. Pero quedaron decepcionados. Los cristianos tiraron sobre la arena redes, tridentes, lanzas y espadas, y empezaron a abrazarse, animándose mutuamente a sufrir y a morir. Entonces los espectadores sintieron hacia ellos rencor e indignación. Unos los trataban de cobardes; otros pretendían que se negaban a combatir por odio al pueblo y para privarle de la alegría que procura la vista del valor. En vista de lo que ocurría, el César dio una orden, y auténticos gladiadores fueron lanzados contra ellos: en un abrir y cerrar de ojos el rebaño arrodillado fue muerto.
Una vez que se llevaron los cadáveres, empezó una serie de cuadros mitológicos imaginados por el César. Se vio a Hércules morir sobre el Monte Eta en llamas reales. Pensando que tal vez habían asignado a Urso el papel de Hércules, Vinicio tembló; pero, evidentemente, el turno del fiel servidor de Ligia no había llegado todavía, porque era otro cristiano el que se quemaba en la arena. En cambio, Quilón, a quien el César no había relevado de la obligación de asistir a la fiesta, vio en el cuadro siguiente a gentes que conocía. Se representaba la muerte de Dédalo y de Ícaro. El papel de Dédalo le había sido dado a Euricio, aquel viejo que había revelado a Quilón el signo del pez, mientras que en el papel de Ícaro aparecía Quarto, hijo de Euricio. Los dos fueron izados mediante un aparato especial para luego ser precipitados desde una altura enorme: el joven Quarto cayó tan cerca del estrado imperial que salpicó con su sangre los ornamentos exteriores e incluso el reborde de púrpura. Con los ojos cerrados, Quilón no vio la caída; pero oyó el choque sordo del cuerpo y cuando, un momento después, vio sangre a su lado, estuvo a punto de desmayarse otra vez.
Los cuadros se sucedían con rapidez. Las infames torturas de las vírgenes, que mancillaban gladiadores vestidos con pieles de animales, llenaron de alegría a la multitud. También se vieron a las sacerdotisas de Cibeles y de Ceres; y a las Danaides, y a Circe, y a Pasífae; finalmente, unas niñitas impúberes fueron descuartizadas por caballos salvajes. El pueblo aplaudía las invenciones siempre renovadas del César. Éste, ufano de su obra y orgulloso de las aclamaciones que le prodigaban, no apartaba la esmeralda de su vista y contemplaba los cuerpos blancos desgarrados por el hierro, así como los últimos espasmos de las víctimas.
Luego vinieron cuadros sacados de los anales de la ciudad. Después de las niñitas apareció en escena Mucio Escévola, cuyo brazo atado al brasero de una trébede llenaba con un olor nauseabundo todo el anfiteatro. ¡Pero el personaje era un verdadero Escévola!: permaneció de pie sin soltar un gemido, con los ojos en el cielo y murmurando una oración entre sus labios amoratados. Cuando recibió el golpe de gracia y arrastraron su cadáver al , anunciaron el intermedio habitual del mediodía.
Acompañado por las vestales y los augustanos, el César dejó el anfiteatro y se dirigió a una inmensa tienda escarlata donde habían preparado para él y sus invitados un suntuoso . La multitud siguió su ejemplo, tanto para desentumecer los miembros anquilosados por una inmovilidad demasiado larga como para lanzarse sobre los platos que unos esclavos ofrecían de parte del César en abundancia. Los más curiosos, después de haber dejado sus puestos, bajaron al circo, y allí, tocando la arena aglutinada por la sangre con el dedo, se pusieron a disertar como expertos sobre lo que había pasado y sobre lo que iba a seguir. Pero pronto se marcharon para no perderse el festín y allí no quedaron más que unos pocos retenidos, no por la curiosidad sino por la conmiseración hacia las próximas víctimas; y éstos se escondían en los pasadizos o en las partes inferiores del anfiteatro. Mientras, los esclavos rastrillaban la arena y hacían unos agujeros cuya primera fila estaba a unos pocos pasos del del César. De fuera llegaban los rumores de la multitud, los gritos y los aplausos; dentro, con prisa febril se ultimaban los preparativos de los nuevos suplicios. Los abrieron y todas sus bocas vomitaron sobre la arena hornadas de cristianos completamente desnudos llevando cruces sobre los hombros. Toda la arena quedó cubierta. Los ancianos avanzaban, curvados bajo el peso de las vigas; a su lado caminaban hombres en la flor de la edad, mujeres de cabellos sueltos con los que trataban cubrir su desnudez, adolescentes, incluso niños pequeños. La mayoría de las víctimas y de las cruces estaban coronadas de flores. Los servidores del circo azotaban con látigos a los infortunados, obligándolos a poner su cruz frente a los agujeros ya cavados y a permanecer al lado. Así debían morir quienes el primer día de los juegos no habían conseguido ser echados a los perros y a las fieras. Esclavos negros extendían a los cristianos sobre las cruces, luego les clavaban las manos a los travesaños con cuidado y entusiasmo, para que todo estuviese dispuesto en el momento en que los espectadores volvieran a ocupar sus puestos. El anfiteatro entero resonó con el golpeteo de los martillos, cuyo eco, repercutido por las filas de asientos, se propagó hasta el espacio que rodeaba el anfiteatro y la tienda donde el César recibía a las vestales y a sus amigos. Aquí se bebía vino, se reían de Quilón, se susurraban palabras equívocas en los oídos de las vestales mientras en la arena se apresuraban: los clavos se hundían en las manos y los pies de los cristianos, las palas resonaban y las cavidades donde se levantaban las cruces se rellenaban de tierra.
Entre las víctimas que ya estaban listas se hallaba Crispo. Los leones no habían tenido tiempo de desgarrarlo y había sido reservado para la cruz. Dispuesto siempre a la muerte, gozaba con la idea de que por fin había llegado su hora. Salvo la cintura, donde llevaba una guirnalda de hiedra, su cuerpo descarnado estaba desnudo; en su cabeza habían puesto una corona de rosas. Sus ojos seguían brillando con la misma energía irreductible y bajo la corona aparecía el mismo rostro fanático e implacable. Su corazón no había cambiado; igual que en el amenazaba con la cólera divina a sus hermanos cosidos en pieles de animales, así aquel momento en lugar de consolarlos, los amenazaba.
—¡Dad gracias al Salvador —clamaba— que os permite morir en el suplicio en que murió él! Tal vez por eso os sea perdonada una parte de vuestras faltas. Pero ¡temblad! Porque se hará justicia, y no habrá la misma recompensa para los malvados que para los buenos.
El golpeteo de los martillos acompañaba sus palabras. La arena se iba jalonando con cruces cada vez más numerosas. Crispo, vuelto hacia los que estaban todavía junto a sus cruces, decía:
—Veo los cielos abiertos; y también veo abierto el infierno… ¿Sé yo mismo cómo rendiré cuentas de mi vida al Señor, a pesar de mi fe y a pesar de mi odio al mal? Y no es la muerte lo que temo, sino la resurrección; no es el suplicio sino el juicio. Porque ha llegado el día de la cólera…
Pero de pronto, de los bancos próximos a la arena se alzó una voz tranquila y solemne:
—No es el día de la cólera sino el de la misericordia, el día de la salvación y de la felicidad; en verdad os digo que Cristo os acogerá, os consolará y os sentará a su diestra. Tened fe, porque el cielo está abriéndose para vosotros.
Al oír estas palabras, todas las miradas se volvieron hacia los bancos; los que ya estaban en las cruces alzaron unas cabezas pálidas y torturadas para mirar al que hablaba.
Y él se acercó hasta el tabique que separaba la arena y empezó a bendecirlos con la señal de la cruz.
Como para fulminarlo con una amenaza, Crispo tendió hacia él un brazo que bajó al punto cuando le hubo reconocido; sus rodillas se doblaron y su boca dijo:
—¡El apóstol Pablo!…
Para gran asombro de los servidores del circo, todos los que aún no estaban crucificados se pusieron de rodillas. Pablo de Tarso se volvió hacia Crispo y dijo:
—No los amenaces, Crispo, porque hoy mismo estarán contigo en el Paraíso. ¿Cómo puedes creer que serán condenados? ¿Quién los condenaría? ¿Dios ha de castigarlos? ¿Él, que para su redención entregó a su hijo? ¿Los condenaría Cristo, que ha muerto para redimirlos como ellos mueren hoy en su nombre? ¿Cómo condenaría aquel que ama? ¿Quién acusaría a los elegidos del Señor? ¿Quién diría que su sangre está maldita?…
—Señor, odio el mal —dijo el anciano sacerdote.
—Por encima del odio al mal, Cristo puso el amor a los hombres. Porque su religión es amor y no odio…
—He pecado en la hora de la muerte —dijo Crispo golpeándose el pecho.
Un guardián se acercó al apóstol y le preguntó:
—¿Quién eres tú, que te atreves a hablar a los condenados?
—Un ciudadano romano —contestó Pablo impasible.
Luego, volviéndose hacia Crispo, continuó:
—Ten confianza, porque este día es el de la misericordia, y muere en paz, servidor de Dios.
Dos negros se acercaron a Crispo para tenderlo sobre la cruz. Miró una vez más a su alrededor y exclamó:
—¡Hermanos, rezad por mí!
Su rostro ya no era implacable; sus rasgos de piedra expresaban ahora calma y dulzura. Facilitó a los verdugos su tarea extendiendo él mismo los brazos en cruz, y con los ojos clavados en el cielo empezó a rezar con ardor. Parecía no sentir nada; cuando los clavos se hundieron en sus manos, no tuvo ni una sacudida, ninguna arruga dolorosa se reflejó en su cara; rezaba, mientras le clavaban los pies, mientras levantaban la cruz y mientras apisonaban la tierra alrededor. Sólo cuando la multitud volvió al anfiteatro entre risas y gritos, el anciano frunció las cejas, como indignado porque la plebe impía turbase la calma, la paz y la dulzura de su muerte.
Cuando terminaron de levantar todas las cruces, el circo parecía plantado de un bosque en el que sobre cada árbol pendía un hombre crucificado. Los travesaños y las cabezas de los mártires se iluminaban de sol, la arena estaba surcada por sombras espesas que parecían un oscuro enrejado, dibujándose acá y allá rombos de arena dorada. Todo el atractivo del espectáculo consistía en contemplar la lenta agonía de las víctimas. Nunca se habían visto tantas cruces. La arena estaba tan llena que los criados apenas podían pasar entre aquellos árboles. El perímetro lo ocupaban principalmente mujeres; sin embargo Crispo, en su calidad de jefe, había sido plantado casi frente al del César, sobre una enorme cruz ribeteada con espinos en su base. Ninguno de los mártires había expirado todavía, pero algunos de los que habían sido clavados los primeros se habían desvanecido. Nadie gemía, nadie imploraba piedad. Unos tenían la cabeza inclinada sobre el hombro, o sobre el pecho, como si los hubiera ganado el sueño; otros parecían meditar; otros movían apenas los labios con los ojos clavados en el cielo. Ante aquel espantoso bosque de cruces, en aquellos cuerpos crucificados, en aquel silencio sombrío había algo siniestro. El pueblo ahíto no sabía qué pensar ni en qué cruz detener su mirada. Incluso la desnudez de las formas femeninas rígidas y contraídas no obraba ya sobre sus sentidos. Siguiendo la costumbre, apostaban que uno moriría antes que otro. El César parecía aburrirse; con la cabeza vuelta y el rostro soñoliento, atormentaba su collar con mano blanda.
En ese momento, Crispo, colgado ante él, abrió los ojos y le vio. Su rostro tuvo de nuevo una expresión tan implacable, su mirada se encendió de forma tan terrible que los augustanos se pusieron a cuchichear entre sí señalándolo con el dedo; y finalmente el César mismo volvió su atención hacia él y acercó lentamente la esmeralda a su ojo. Hubo un silencio. Todas las miradas estaban fijas en Crispo, que hacía esfuerzos por arrancar de la madera su mano derecha.
Luego, el pecho del crucificado se hinchó, las costillas sobresalieron y gritó:
—¡Matricida! ¡Ay de ti!
Al oír aquella acusación lanzada a la faz del amo del universo, ante la multitud, los augustanos contuvieron el aliento. Quilón perdió el sentido. El César temblaba y dejó caer su esmeralda. El mismo pueblo contenía la respiración, y la voz formidable de Crispo seguía sonando en el anfiteatro:
—¡Ay de ti, asesino de tu madre y de tu hermano! ¡Ay de ti, Anticristo! A tus pies se abre el abismo, la muerte te tiende los brazos y la tumba te espera. ¡Ay de ti, cadáver viviente, porque morirás en medio del espanto y serás condenado por toda la eternidad!…
Impotente para arrancar su mano clavada en la madera, atrozmente hendido hacia adelante, semejante a un esqueleto viviente, implacable como el destino, agitaba su barba blanca encima del imperial, sacudiendo, desparramando los pétalos de rosas que lo coronaban.
—¡Ay de ti, asesino! ¡Has colmado la medida! ¡Tu hora está cerca!
Hizo un esfuerzo supremo: por un momento pareció que iba a soltar su mano cautiva y blandiría hacia el César. Pero de pronto sus brazos se extendieron más, todo su cuerpo se inclinó, su cabeza se derrumbó sobre el pecho y expiró.
En el bosque de cruces los crucificados más débiles se dormían con el sueño último.