Quo Vadis?

Capítulo LXVI

Capítulo LXVI

En tiempos de Nerón eran muy apreciadas, aunque raras, las representaciones nocturnas en los circos y en los anfiteatros. Los augustanos las apreciaban porque casi siempre iban seguidas de festines y de orgías que se prolongaban hasta el alba. Aunque el pueblo estuviera ya ahíto de sangre, la noticia de que el final de los juegos estaba cerca y que los últimos cristianos iban a morir en el espectáculo de la noche llevó a los graderíos una considerable multitud. Los augustanos fueron todos, con la intuición de que el César estaba dispuesto a darse el espectáculo del dolor de Vinicio. Tigelino había guardado silencio sobre el género de suplicio reservado a la prometida del joven tribuno; y aquel misterio no hacía sino avivar la curiosidad general. Los que habían conocido a Ligia en casa de los Plaucio no agotaban los elogios sobre su belleza. Los demás se inquietaban, ante todo, para saber si aparecería en la arena; porque los que en casa de Nerva habían oído la respuesta de Nerón a Petronio la comentaban cada cual a su manera. Algunos llegaban a suponer que Nerón entregaría, que tal vez había entregado ya, la doncella a su prometido; recordaban que siendo una rehén, esta cualidad le daba derecho a adorar las divinidades que quisiera y que el derecho de gentes no permitía castigarla en ese punto.

La incertidumbre, la espera, la curiosidad, mantenían en jaque a todos los espectadores. El César había venido antes que de costumbre, y su llegada había provocado rumores numerosos, como si fuera a pasar algo extraordinario. Además, el César se había hecho acompañar de Tigelino, de Vatinio y también de Casio, un centurión de tamaño gigantesco y fuerza hercúlea al que llevaba al circo sólo cuando quería tener a su lado un defensor. También se hacía escoltar por él cuando tenía el capricho de hacer alguna expedición nocturna por Suburra, o cuando organizaba una de aquellas distracciones llamadas , en que, en un manto de soldado, hacían saltar a las muchachas que encontraban. También observaron que, en el anfiteatro mismo, habían tomado ciertas medidas de precaución. La guardia pretoriana había sido reforzada y puesta a las órdenes no de un centurión, sino del tribuno Subrio Flavio, conocido por su ciega lealtad a Nerón. Se comprendía que, llegado el caso, el César quería estar alerta contra un arranque desesperado de Vinicio: y esto aumentó la curiosidad.

Todas las miradas se hallaban vueltas, con firme atención, hacia el lugar ocupado por el desventurado prometido. Estaba muy pálido, con la frente llena de sudor. Como muchos otros espectadores, seguía dudando y estaba profundamente emocionado. Petronio, no sabiendo exactamente qué iba a ocurrir, se había contentado, al regresar de casa de Nerva, con preguntarle si estaba dispuesto a todo y si asistiría al espectáculo. Vinicio había respondido afirmativamente a las dos preguntas. Pero un estremecimiento le había recorrido: sospechaba que Petronio tenía sus motivos para hacerle aquellas preguntas. Desde hacía algún tiempo, vivía de forma precaria: ya se había sumido en la muerte, y consentía incluso en la muerte de Ligia, la muerte que sería para los dos la liberación y el himeneo. Pero ahora comprendía que, por un lado, pensar de lejos en los últimos instantes como en una paz dichosa, y por otra ir a contemplar el martirio de un ser que le era más querido que la vida, eran cosas muy distintas. Todos los dolores pasados despertaban en él con renovado vigor; la desesperación adormecida comenzaba a gritar en su alma. La voluntad de salvar a Ligia a cualquier precio se había apoderado nuevamente de él. Desde muy temprano había intentado penetrar en los para saber dónde se hallaba. Pero los pretorianos vigilaban todas las salidas, y ni sus ruegos ni su oro habían podido doblegar siquiera a aquellos soldados que lo conocían. Le parecía que la incertidumbre lo mataría, antes incluso de ver el espectáculo. En el fondo de su corazón palpitaba todavía un resto de esperanza: tal vez Ligia no se encontrase entre los condenados; tal vez todos sus terrores fueran vanos. Por momentos se aferraba con todas sus fuerzas a esa idea. Se decía que Cristo podría llamar a Ligia a su seno desde la prisión y no permitir que fuera torturada en la arena. Antes se sometía a todo en su voluntad; pero ahora que, rechazado de la puerta del , había vuelto a ocupar su sitio en el anfiteatro, y que comprendía, por las miradas curiosas que pesaban sobre él, la posibilidad de las suposiciones más espantosas, le imploraba con una vehemencia apasionada, casi amenazante: «Tú tienes el poder de salvarla —repetía apretando de forma convulsa las manos—. ¡Tienes ese poder!». Desde luego, nunca había sospechado que aquel instante de realidad pudiera ser tan atroz. Ahora no se daba cuenta de lo que pasaba en él; sin embargo, sentía que si debía asistir al suplicio de Ligia, su amor por Cristo se trocaría en odio y su fe en desesperación. Y el miedo a ofender a aquel Cristo al que suplicaba le dejaba abrumado. No pedía ya que ella viviese: sólo quería que muriese antes de ser arrastrada a la arena; y del abismo de su dolor subía esta plegaria: «No me niegues esto, nada más que esto, y te amaré mil veces más de lo que te he amado hasta aquí».

Por fin sus pensamientos se desencadenaron como las olas que alza el huracán. Se sintió sediento de venganza y de sangre. Una tentación loca le impulsaba a lanzarse sobre Nerón y a estrangularlo delante de todos. Al mismo tiempo comprendía que este solo deseo era una nueva ofensa a Cristo y una violación de sus mandamientos. Por momentos, relámpagos de esperanza cruzaban su cerebro: todas aquellas cosas ante las que su alma temblaba serían apartadas todavía por una mano todopoderosa y misericorde. Pero esta esperanza se apagó al punto en una aflicción sin límites: Aquel que con una sola palabra hubiera podido hacer desmoronarse el circo y salvar a Ligia, le había abandonado, aunque ella le adorase con todas las fuerzas de su alma pura. Y pensaba que ahora ella estaba allí, en aquel oscuro, presa indefensa de la bestialidad de los guardianes; que tal vez no le quedaba más que un aliento mientras él, sombrío e impotente, esperaba en aquel atroz anfiteatro sin saber siquiera qué suplicio habían inventado para ella y qué iba a ver dentro de un instante. Por último, como un hombre que, rodando por un precipicio se aferra a todos los salientes, Vinicio se aferró al pensamiento de que sólo por la fe podía salvarla todavía. Era el único medio que le quedaba. Y ¿no había dicho Pedro que la fe podía mover montañas?

Quedó absorto, pues, en esta esperanza, echó por tierra la duda y encerró todo su ser en esta sola frase: Tengo fe. Y espero un milagro.

Pero así como se rompe una cuerda demasiado tensa, el alma de Vinicio se rompió bajo el esfuerzo. Una palidez cadavérica se difundió sobre su rostro y su cuerpo se puso rígido. Entonces pensó que su plegaria había sido escuchada y que iba a morir. Le pareció también que Ligia ya estaba muerta, y que de este modo Cristo los llevaba a ambos junto a él. La arena, la blancura de las numerosas togas, la luz de los millares de lámparas y antorchas, todo se borró de pronto ante sus ojos.

Pero su desfallecimiento fue breve. Volvió en sí, o mejor dicho, fue sacado de su torpor por los pateos impacientes de la multitud.

—Estás enfermo —le dijo Petronio—, haz que te lleven a casa.

Y sin preocuparse de lo que diría el César, se levantó para sostener a Vinicio y salir con él. Una inmensa piedad había sublevado su corazón y se había exasperado al ver a Nerón, con su esmeralda en el ojo, estudiar con complacencia el dolor del joven tribuno, a fin de describirlo sin duda, un día, en estrofas patéticas que le valdrían aplausos.

Vinicio hizo un gesto negativo con la cabeza. Podía morir en aquel anfiteatro, pero no salir: el espectáculo iba a empezar.

En efecto, en aquel instante el prefecto de la ciudad arrojó a la arena un pañuelo rojo. La puerta situada frente al imperial rechinó sobre sus goznes y, saliendo de la oscura boca, Urso apareció en la arena iluminada.

El gigante, deslumbrado, se puso a guiñotear, avanzó hacia el centro buscando, con miradas circulares, con quién tenía que enfrentarse. Los augustanos y muchos espectadores sabían que aquel hombre había estrangulado a Crotón, y de graderío en graderío se alzó un murmullo. Los gladiadores más fuertes que la media no eran raros en Roma, pero nunca los ojos de los habían contemplado semejante estatura. Casio, de pie en el estrado del César, comparado con Urso parecía ser de escasa talla. Los senadores, las vestales, el César, los augustanos y el pueblo, todos admiraban, con entusiasmo de expertos, sus formidables caderas, su pecho semejante a dos escudos unidos, y sus hercúleos brazos. Los rumores brotaban de todas partes. Para aquella muchedumbre no había placer mayor que contemplar unos músculos como aquellos tensos para la lucha. Los murmullos dejaban paso a las exclamaciones, y se preguntaban con una especie de fiebre qué raza podía producir tales gigantes. Urso permanecía inmóvil en el centro de la arena, y en su desnudez parecía un coloso de mármol cuyo rostro bárbaro reflejaba una expresión de espera y de tristeza. Viendo la arena vacía, paseaba sorprendido sus azules ojos infantiles por los espectadores, por el César, luego por las verjas de los donde esperaba que saliesen los verdugos.

Al salir a la arena, su corazón simple se había estremecido una vez más con la esperanza de que tal vez moriría en la cruz. Pero al no ver ni cruz ni agujero alguno para plantarla, pensó que era indigno de un favor como aquel, y que tendría que morir de otra manera, sin duda bajo los colmillos de las fieras. Estaba sin armas, y había decidido morir pacientemente, como fiel del Cordero. Y en el deseo de elevar una última vez su plegaria hacia el Redentor, se arrodilló, unió las manos y elevó los ojos hacia las estrellas que brillaban allá arriba, por la abertura del .

Aquella actitud desagradó a la multitud. Estaban cansados de ver morir corderos. Si el gigante se negaba a defenderse, el espectáculo no merecería la pena. Aquí y allá sonaron silbidos. Se oyeron voces llamando a los . Mas, poco a poco, volvió el silencio, porque nadie sabía lo que esperaba al gigante ni si ante la muerte éste se negaría a combatir.

La espera fue breve. De pronto estallaron los estridentes cobres: la verja opuesta al imperial se abrió, y a la arena, entre los clamores de los , salió un monstruoso uro de Germania con una mujer desnuda en la cabeza.

—¡Ligia! ¡Ligia! —exclamó Vinicio.

Y cogiéndose con las dos manos los cabellos de las sienes, se retorció sobre sí mismo, como hombre que siente en sus entrañas un dolor atroz, y gritó con una voz ronca e inhumana:

—¡Tengo fe! ¡Tengo fe!… ¡Cristo, un milagro!

No sintió siquiera que en el mismo instante Petronio le cubría la cabeza con su toga. Creyó que la muerte o el dolor sumían en tinieblas sus ojos. No miraba nada, no veía nada. Se sentía invadido por un vacío espantoso. En él no quedaba ninguna idea, y sólo sus labios repetían en medio del delirio:

—¡Tengo fe! ¡Tengo fe! ¡Tengo fe!

Súbitamente el anfiteatro enmudeció. Los augustanos se habían levantado en sus asientos como un solo hombre: en la arena se producía algo inaudito. El ligio, humilde hacía un momento y dispuesto para la muerte, a la vista de su princesa atada a los cuernos del toro salvaje, había saltado como mordido por un hierro candente, e inclinándose hacia delante corría oblicuamente en dirección al animal furioso.

De todos los pechos brotó un grito breve de estupor, seguido de un profundo silencio; de un salto el ligio había alcanzado al uro y lo había agarrado por los cuernos.

—¡Mira! —exclamó Petronio quitando la toga de la cabeza de Vinicio.

El otro se levantó, echó hacia atrás su cara blanca y se puso a mirar la arena con ojos vidriosos y extraviados.

Los pechos se habían quedado sin respiración. En el anfiteatro se hubiera oído el vuelo de una mosca. La multitud no podía creer lo que estaba viendo. Desde que Roma era Roma, nunca se había visto nada igual.

Urso había agarrado a la bestia salvaje por los cuernos. Sus pies se habían hundido en la arena por encima de los tobillos; su espalda se había doblado como un arco tenso; su cabeza había desaparecido entre los hombros; los músculos de sus brazos habían surgido formando un saliente tal que la epidermis parecía que iba a romperse bajo la presión. Pero había frenado al toro en seco. Y el hombre y la bestia se hallaban en una inmovilidad tan absoluta que los espectadores creían tener ante sus ojos una obra de Teseo o de Hércules, o un grupo tallado en piedra. Sin embargo, de aquella inmovilidad aparente se desprendía la terrible tensión de dos fuerzas enfrentadas. El uro tenía las cuatro patas enterradas en la arena y la masa sombría y velluda de su cuerpo estaba contraída, como una bola enorme. ¿Quién sería el primero en agotarse, en caer? Para los espectadores fanáticos de lucha, ese problema era más importante en aquel momento que su propio destino, que la suerte de Roma entera y que la dominación de Roma sobre el mundo. Aquel ligio era ahora un semidiós digno de honores y estatuas. El propio César estaba de pie. Conociendo la fuerza del hombre, él y Tigelino habían organizado adrede aquel espectáculo, diciéndose con malicia: «¡A ver si ese vencedor de Crotón derriba al toro que le hemos preparado!». Ahora contemplaban con estupor el cuadro que se ofrecía a sus ojos, incapaces de creer lo que veían. En el anfiteatro, los hombres habían levantado los brazos y permanecían inmóviles en esa postura. Otros tenían la frente llena de sudor, como si fueran ellos los que luchaban contra la bestia. En el hemiciclo no se oía más que la crepitación del fuego en las lámparas y el ruido de las brasas que caían de las antorchas. Los labios estaban mudos; los corazones latían hasta romper los pechos. Para todos los asistentes, la lucha parecía que se prolongaba durante siglos.

Y el hombre y el animal seguían fijos en su esfuerzo salvaje, como clavados al suelo.

De pronto un berrido sordo y gimiente subió de la arena, seguido al punto de los clamores de la multitud, a los que siguió de modo instantáneo un silencio absoluto. Creían estar soñando: entre los brazos de hierro del bárbaro, la cabeza monstruosa giraba poco a poco.

La cara del ligio, su nuca y sus brazos se habían vuelto de color púrpura; el arco de su espalda se había curvado más todavía. Se veía que reunía el resto de sus fuerzas sobrehumanas, y que pronto se le acabarían.

Mientras, el mugido del uro, cada vez más sordo, más ronco, más doliente, se mezclaba al aliento estridente del hombre. La cabeza del animal seguía girando, y de pronto de sus fauces colgó una enorme lengua llena de babas.

Un momento después los oídos de los espectadores cercanos a la arena percibieron el sordo chasquido de los huesos; luego la bestia se derrumbó como una masa inerte, con el cuello torcido, muerta.

En un abrir y cerrar de ojos, el gigante había soltado las cuerdas de los cuernos y cogido a la virgen en sus brazos; luego se puso a jadear de forma precipitada.

Su rostro estaba pálido, sus cabellos mojados por el sudor, sus hombros y sus brazos chorreaban. Durante un momento permaneció inmóvil y como idiotizado, luego alzó los ojos y miró a los espectadores.

En el anfiteatro se había producido el delirio.

Los muros del inmenso edificio temblaban bajo los clamores de decenas de miles de pechos. Desde el principio de los juegos no se había visto una alegría tan delirante. Los ocupantes de los graderíos superiores habían dejado sus asientos, bajaban hacia la arena y se aplastaban en los pasajes, entre los bancos, para ver mejor al hércules. De todas partes subieron voces pidiendo gracia, voces apasionadas, tenaces, que pronto se confundieron en un tumulto universal. El gigante era ya querido por aquella muchedumbre enamorada de la fuerza física: se había convertido en el primer personaje de Roma.

Él comprendió que el pueblo exigía para él la vida y la libertad. Pero no le preocupaba eso. Durante un momento paseó sus miradas a su alrededor, luego se acercó al del César, llevando en sus brazos estirados el cuerpo de la joven; y alzaba unos ojos suplicantes, como para decir: «¡Es gracia para ella lo que pido! ¡Es a ella a la que hay que salvar! ¡Es por ella por quien he hecho esto!».

Los asistentes comprendieron enseguida su deseo. Al ver a la joven desmayada, que comparada con el cuerpo enorme del ligio parecía una niñita, la emoción se apoderó de la multitud, de los caballeros y de los senadores. Su frágil silueta, su cuerpo de alabastro, su desvanecimiento, el espantoso peligro del que el gigante acababa de arrancarla, y, por último, su belleza y la abnegación del ligio, todo aquello sacudió los corazones. Las gentes creían que era un padre que imploraba gracia para su hija. La piedad se encendió como una llama. Tenían ya suficiente sangre, suficientes muertos, suficientes suplicios. Unas voces estranguladas por los sollozos exigían gracia para los dos.

Mientras Urso daba la vuelta a la arena, continuaba paseando a la joven en sus brazos, suplicando con los ojos y el gesto que se salvase la vida de Ligia. De pronto Vinicio saltó de su sitio, franqueó el tabique del perímetro, se precipitó hacia Ligia y cubrió con su toga el cuerpo desnudo de su prometida.

Luego desgarró la túnica dejando al descubierto, en el pecho, las cicatrices de sus heridas de Armenia, y tendió los brazos hacia el pueblo.

Entonces el frenesí superó los límites de todo lo que se había visto en el anfiteatro nunca. La multitud se puso a patear y a aullar. Las voces que reclamaban gracia se volvieron amenazadoras. El pueblo tomaba partido, no sólo por el gigante, sino también por la doncella y el soldado, y por su amor. Millares de espectadores volvieron hacia el César unos puños crispados. Relámpagos de furia brillaban en todos los ojos. Nerón vacilaba. No sentía ningún odio hacia Vinicio, cierto, y la muerte de Ligia no le importaba demasiado. Pero hubiera preferido ver el cuerpo de la joven desgarrado por los cuernos del toro, o destrozado por los colmillos de las fieras. Su crueldad, lo mismo que su imaginación depravada, se complacía voluptuosamente en espectáculos semejantes. Y he aquí que el pueblo quería privarle de su alegría. En su rostro abotargado se pintó la furia. Además, su amor propio se oponía a que él sometiera su voluntad a la del populacho; por otro lado, su cobardía congénita le impedía atreverse a una negativa.

Por eso se puso a buscar con los ojos si al menos entre los augustanos veía un pulgar vuelto hacia el suelo en señal de muerte. Pero Petronio tendía su palma levantada y le miraba directamente a los ojos con un matiz de desafío. El supersticioso Vestino, que, muy emocionado, temía a los fantasmas, pero no a los hombres, hacía también el signo de gracia. Y lo mismo el senador Escevino, y lo mismo Nerva, y lo mismo Tulio Senecio, y lo mismo el viejo y famoso jefe Ostorio Escápula, y Austilio, y Pisón, y Veto, y Crispino, y Minucio Termio, y Poncio Telesino, así como el más austero de todos, Trásea, venerado por el pueblo. Al verlo, el César alejó la esmeralda de sus ojos con una expresión de desprecio y de rencor; pero Tigelino, que quería vencer a cualquier precio a Petronio, se inclinó y dijo:

—No cedas, divinidad; tenemos a los pretorianos.

Nerón se volvió hacia el lado en que, a la cabeza de su guardia, se hallaba el feroz Subrio Flavio, que hasta entonces le había sido adicto en cuerpo y alma. Y vio algo inenarrable: la cara huraña del viejo tribuno estaba bañada en lágrimas y con la mano alzada hacía el signo de gracia.

Mientras, la rabia crecía entre la multitud. Bajo los pateos incesantes, el polvo que levantaba velaba el anfiteatro. A los clamores se mezclaban imprecaciones: «¡Enobarbo! ¡Matricida! ¡Incendiario!». Nerón sintió miedo. En el circo el pueblo era amo soberano. Cuando sus predecesores, Calígula entre otros, se habían permitido, en ocasiones, resistir a la voluntad popular, siempre había habido peleas, incluso riñas sangrientas; y Nerón tenía las manos más atadas que ellos. Primero, como comediante y cantor, necesitaba el favor popular; además, en su lucha contra el Senado y los patricios, quería tener al pueblo de su parte; finalmente, desde el incendio de Roma, se había esforzado por todos los medios por ganarse a la plebe y dirigir su cólera hacia los cristianos. Comprendió que sería peligroso resistir por más tiempo: una sedición nacida en el circo podía extenderse a toda la ciudad y ocasionar consecuencias incalculables.

Lanzó una mirada todavía hacia Subrio Flavio, hacia el centurión Escevino, pariente del senador, hacia los soldados, y no viendo en ninguna parte más que ceños fruncidos, rostros emocionados y miradas clavadas en él, hizo el signo de gracia.

Un trueno de aplausos estalló de arriba abajo del hemiciclo. El pueblo estaba seguro de la vida de los condenados: a partir de ese instante estaban bajo su protección y nadie, ni siquiera el César mismo, se habría atrevido a perseguirlos con su odio.

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