Capítulo LXIV
Capítulo LXIV
El espectáculo de los jardines había vaciado sensiblemente las prisiones. Cierto que seguían persiguiendo y arrestando a las gentes sospechosas de estar afiliadas a la superstición oriental, pero las cacerías del hombre, cada vez más raras, no tenían ya otro objeto que alimentar los espectáculos que, por otro lado, estaban concluyendo. El pueblo, harto de sangre, mostraba una ansiedad mayor cada vez, provocada por la extraña conducta de los condenados. Las aprehensiones del supersticioso Vestino torturaban a todas las almas. Entre la muchedumbre se contaban cosas cada vez más extraordinarias sobre las represalias que realizaría la divinidad cristiana. La fiebre tifoidea que desde las prisiones se había propagado por la ciudad había hecho aumentar la inquietud general. Se veían frecuentes entierros y se decía que eran necesarios nuevos para aplacar a aquel dios desconocido. En los templos se hacían sacrificios a Júpiter y a Libitina. Y a pesar de los esfuerzos de Tigelino y de sus acólitos, cada día iba en aumento el rumor de que la ciudad había sido quemada por orden del César y que los cristianos eran inocentes.
Precisamente por esa razón, el César y Tigelino no querían suspender las persecuciones; y a fin de calmar al pueblo, nuevos edictos habían prescrito distribuciones de trigo, de vino y de aceite; para ayudar a los habitantes se habían publicado órdenes facilitando la reconstrucción de las casas, reglamentando la anchura de las calles y los materiales a emplear para prevenir un nuevo incendio. El propio César asistía a las sesiones del Senado y deliberaba con los Padres conscriptos para el mayor bien del pueblo y de la ciudad. Pero a los condenados no se les otorgó ninguna gracia. El amo del mundo quería convencer al pueblo, ante todo, de que una represión tan inaudita no podía alcanzar más que a los verdaderos culpables. Ni una voz se alzó en el Senado en favor de los cristianos, porque nadie quería granjearse la cólera del César; a lo más, las personas lúcidas afirmaban que, puesta en práctica, aquella doctrina haría desmoronarse las bases mismas de la dominación romana. Sólo los moribundos y los muertos eran devueltos a su familia, porque la ley romana no permitía tomar venganza en los muertos.
Vinicio se consolaba con la idea de que, si Ligia moría, él iría a reposar a su lado en el mausoleo familiar. No tenía la menor esperanza de salvarla, y él mismo, casi despegado de la vida, enteramente absorto en el pensamiento de Cristo, sólo pensaba unirse a ella en la eternidad. Su fe se había vuelto inconmensurable y la eternidad le parecía más real y presente que toda su vida pasada. Como despojado de su envoltura corporal, aspirando a la liberación completa de su propia alma, deseaba la liberación de los obstáculos de su amada. Se veía con Ligia, cogidos de la mano, llegando al cielo, donde Cristo los bendeciría y les permitiría vivir en una claridad calma y majestuosa como la luz de la aurora. Únicamente le pedía a Cristo que Ligia no sufriera las torturas del circo y que la dejara morir tranquilamente en la prisión, porque él estaba convencido de morir al mismo tiempo que ella. Sin embargo, se decía que ante aquel mar de sangre no tenía derecho a esperar que sólo ella fuera salvada. Pedro y Pablo, ¿no habían dicho que ellos mismos morirían también de la muerte de los mártires? El final de Quilón sobre la cruz le había convencido de que la muerte por martirio puede ser dulce incluso; por eso deseaba que la muerte llegase también para los dos, como el paso de una vida triste y penosa a un mundo mejor.
A veces saboreaba por anticipado la vida de ultratumba. La melancolía que reinaba en sus almas había perdido aquella amargura que los había consumido y se transmutaba poco a poco en un sereno abandono a la voluntad divina. En otro tiempo, Vinicio resistía a la corriente, luchaba y sufría; ahora se entregaba completamente a ella, con la fe de que así sería conducido hacia el reposo eterno. Adivinaba que también Ligia se preparaba para la muerte, y que sus almas, a pesar de los muros de la prisión que los separaban, avanzaban ahora juntas; y sonreía ante esta idea como si se tratara de la felicidad.
De hecho, ambos caminaban con tal acuerdo que se habría dicho que se veían, que intercambiaban todos los días sus pensamientos. Tampoco Ligia tenía ningún deseo, ninguna esperanza, salvo la de la vida de ultratumba. La muerte le parecía no sólo la liberación de aquel horrible recinto de la prisión, sino también de las manos del César y de Tigelino, no sólo como la salvación, sino también como el día bendito de su unión con Vinicio. Frente a esta certeza absoluta, el resto carecía de importancia. Después de la muerte, para ella debía comenzar una felicidad infinita y esperaba esa hora como una prometida espera la hora de los esponsales.
El mismo poderoso torrente de fe, que arrancaba de la tierra y llevaba más allá de la tumba a tantos millares de aquellos primeros adeptos, se había apoderado de Urso. Durante mucho tiempo, tampoco él había querido resignarse a ver morir a Ligia. Pero todos los días le llegaban ecos de lo que pasaba en los anfiteatros y jardines, donde la muerte parecía el destino ineluctable reservado a todos los cristianos, y al mismo tiempo un bien superior a todos los que podía concebir el espíritu de un mortal. Y Urso no tenía ya valor para implorar a Cristo que privase a Ligia de aquella felicidad o la pospusiese para más tarde. Además, en su alma simple de bárbaro, imaginaba que a la hija del jefe de los ligios debía corresponderle forzosamente una mayor fuente de alegrías celestes que a la multitud ordinaria a la que él pertenecía, y que, en la gloria eterna, a su reina le estaría reservada una plaza más cercana al «Cordero». Cierto que había oído decir que ante Dios todos los hombres son iguales; pero en el fondo de su alma estaba convencido de que la hija de un jefe, y en especial del jefe de todos los ligios, no podía compararse con el esclavo que primero llegase. También esperaba que Cristo le permitiese seguir sirviéndola. Para sí, alimentaba el secreto deseo de expirar sobre la cruz, como el Cordero divino. Pero esto le parecía una dicha excesiva, y aunque supiese que en Roma la cruz era el suplicio de los peores criminales, apenas se atrevía a pedir aquella muerte. Pensaba que sin duda le harían morir bajo los dientes de las fieras, y esto le apenaba tanto como le inquietaba. Desde su infancia había vivido en los bosques, y gracias a su fuerza sobrehumana, antes de haber alcanzado incluso la edad viril, se había hecho famoso entre los ligios. La caza había sido su ocupación favorita, hasta el punto de que cuando se había encontrado en Roma y se había visto privado de ella, iba a vagabundear por los y por los anfiteatros para echar al menos una ojeada sobre las fieras conocidas y desconocidas por él. Su vista despertaba en él un irresistible deseo de luchar, y ahora temía que, el día en que tuviera que encontrarse con ellas en el anfiteatro, sería asaltado por pensamientos indignos de un cristiano, que ha de morir piadosa y resignadamente. En este punto, se ponía en manos de Cristo. Otros pensamientos menos sombríos le servían de consuelo. Había oído decir que el «Cordero» había declarado la guerra a las fuerzas del infierno y a los malos espíritus, entre los que la fe cristiana colocaba a todas las divinidades paganas. Pensaba que en esa guerra él podría ser útil al «Cordero», que podría servirle mejor que los otros, y no podía admitir que su alma no fuera más resistente que las de los demás mártires. Por eso rezaba todo el día, hacía favores a los prisioneros, ayudaba a los guardianes y consolaba a su reina que a veces le confiaba su pesar por no haber podido hacer, en una existencia demasiado breve, tantas buenas obras como la venerada Tabita, cuya vida le había contado el apóstol Pedro. Los guardianes de la prisión, llenos de respeto por la fuerza espantosa del gigante, ante la que las cuerdas más resistentes y los barrotes más sólidos eran insuficientes, habían terminado apreciándole por su dulzura. A menudo, asombrados ante su serenidad, le preguntaban la causa; y Urso les hablaba con una convicción tan inquebrantable de la vida que le esperaba después de la muerte, que ellos escuchaban asombrados, dándose cuenta, por primera vez, de que en aquellos subterráneos inaccesibles a la luz podía entrar la felicidad. Y cuando los alentaba a creer en el «Cordero» más de uno entre aquellos hombres se decía que su tarea era una tarea de esclavo, su vida una vida de miseria; más de uno pensaba que sólo la muerte podría poner término a su infortunio. Pero la muerte los llenaba de nuevas aprensiones, porque no esperaban nada del más allá, mientras que el gigante ligio, y aquella virgen semejante a una flor arrojada sobre la paja de la cárcel, iban alegremente hacia la muerte como hacia la puerta de la felicidad.