Quo Vadis?

Capítulo XXII

Capítulo XXII

Una vez en el vestíbulo, Vinicio comprendió toda la dificultad de la empresa. Era una de aquellas grandes casas de varios pisos, como las que se construían a millares en Roma para alquilar, edificadas de prisa y corriendo y tan mal que no había año sin que algunas de ellas cayesen sobre la cabeza de los inquilinos. Parecían colmenas, demasiado altas, demasiado estrechas, llenas de celdas y recovecos donde se amontonaba la población indigente. En una ciudad donde muchas calles no tenían nombre, estas casas no llevaban número siquiera; los propietarios encargaban el cobro de los alquileres a esclavos que, dispensados de declarar ante las autoridades municipales los nombres de los inquilinos, a veces hasta ellos mismos los desconocían.

Por eso era tan difícil encontrar a un inquilino, sobre todo cuando no había portero.

Vinicio avanzó con Crotón por un vestíbulo largo y estrecho como un corredor y así llegaron a un pequeño patio rodeado de edificios: formaba una especie de común a toda la casa y, en el centro, el agua de una fuente caía en un estanque torpemente hecho. Por las paredes subían escaleras exteriores, algunas de piedra, otras de madera, que llevaban a galerías que daban acceso a los alojamientos. El piso bajo también estaba compuesto de alojamientos, algunos con puertas de madera, otros separados del patio nada más que por unas cortinas de lana, en su mayoría deshilachadas, desgarradas o remendadas.

Era temprano y en el patio no había un alma. Sin duda todos estaban durmiendo menos los que acababan de volver del Ostriano.

—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Crotón deteniéndose.

—Esperemos aquí —respondió Vinicio—. Alguien saldrá. No conviene que nos vean en el patio.

Al mismo tiempo, pensaba que la idea de Quilón hubiera sido práctica. Con cincuenta esclavos, se hubiera podido guardar la puerta que parecía ser la única salida, y registrar los alojamientos; ahora, sin embargo, había que acertar con el de Ligia; de otro modo, los cristianos, numerosos sin duda en aquella casa, darían la alerta. Y desde este punto de vista era peligroso interrogar a nadie.

Vinicio se preguntaba si no era preferible ir en busca de los esclavos, cuando, de detrás de una de las cortinas que cerraban los alojamientos más alejados, salió un hombre que con un cedazo en la mano se encaminó hacia la fuente.

El joven reconoció inmediatamente a Urso.

—¡Es el ligio! —murmuró.

—¿Tengo que despedazarle ahora?

—Espera.

Urso no los vio porque estaban escondidos en la sombra del vestíbulo, y tranquilamente se puso a lavar las hortalizas que había en el cedazo. Después de haber pasado toda la noche en el cementerio, tenía que preparar el desayuno. Acabada su tarea, desapareció con su utensilio detrás de la cortina.

Crotón y Vinicio le siguieron, convencidos de que allí estaba el alojamiento de Ligia.

Pero cuál no sería su asombro cuando comprobaron que la cortina no separaba del patio el alojamiento mismo, sino que existía un segundo corredor sombrío a cuyo final se divisaba un jardincito donde crecían algunos cipreses y matorrales de mirtos, y luego una casita pegada a la pared de la casa vecina.

Comprendieron que, para ellos, aquella circunstancia era propicia. En el primer patio todos los habitantes hubieran podido juntarse; pero aquí el aislamiento de la pequeña casa facilitaría la empresa. Pronto darían cuenta de los defensores de la joven, o más exactamente de Urso; luego, después de haberse apoderado de Ligia, ganarían rápida mente la calle, donde les sería más fácil culminar la tentativa. Además era probable que nadie los detuviese, e incluso en tal caso podría declarar que se trataba de una rehén fugitiva del César; si fuera preciso, Vinicio se daría a conocer a los vigilantes y les exigiría su ayuda.

Urso iba a entrar cuando el ruido de los pasos atrajo su atención; se detuvo y, viendo a los dos hombres, depositó el cedazo en la balaustrada y se volvió hacia ellos:

—¿Qué buscáis? —preguntó.

—¡A ti! —respondió Vinicio.

Y volviéndose hacia Crotón le dijo en voz baja y rápida:

—¡Mata!

Crotón saltó como un tigre y en un momento, antes de que el ligio pudiera darse cuenta o reconocer a sus enemigos, lo rodeó con sus brazos de acero.

Vinicio estaba muy seguro de la fuerza sobrehumana de Crotón para esperar el resultado de la lucha; pasó adelante, se lanzó hacia la casa, empujó la puerta y se encontró en una habitación bastante oscura, pero iluminada por el fuego del hogar. La luz de la llama caía de lleno sobre la cara de Ligia. También había alguien más junto al fuego: el anciano que había acompañado a la joven y a Urso al regresar del Ostriano.

Vinicio entró con tanta precipitación que Ligia no tuvo tiempo de reconocerlo antes de que él la cogiese y se lanzase hacia la puerta. El anciano trató de impedirle el paso; pero Vinicio, apretando con un brazo a la joven contra su pecho, lo rechazó violentamente con su mano libre.

Al hacer aquel movimiento, cayó su capucha y Ligia, viendo aquel rostro que conocía bien y con un aspecto terrible en aquel momento, sintió que la sangre se le helaba en las venas y que la voz se apagaba en su garganta. Quiso pedir ayuda y no pudo. Quiso agarrarse a la puerta, y sus dedos resbalaron por la piedra. Hubiera perdido el conocimiento si un espectáculo horrible no hubiera sorprendido su vista cuando Vinicio salió al jardín con ella.

Urso sostenía en sus brazos a un hombre completamente doblado hacia atrás, con la cabeza colgando y la boca echando sangre. Cuando los vio, asestó sobre aquella cabeza un último puñetazo y rápido como el relámpago, como una fiera enfurecida, saltó sobre Vinicio.

«¡La muerte!», pensó el joven patricio.

Luego, como en un sueño, oyó el grito de Ligia: «¡No mates!», y le pareció que algo como el rayo había liberado de sus brazos el cuerpo de la joven; todo empezó a dar vueltas delante de él y la luz se apagó en sus ojos.

Quilón, emboscado tras una esquina, esperaba los acontecimientos; en su fuero interno luchaban la curiosidad y el miedo. Pensaba que si el rapto de Ligia salía bien, le convenía encontrarse junto a Vinicio. Urbano ya no le inspiraba terror, porque Crotón lo mataría, estaba seguro. Al mismo tiempo contaba con que, si en las calles todavía desiertas se reunía gente, si los cristianos osaban oponerse a Vinicio, él les dirigiría la palabra, se haría pasar por un representante de la autoridad, mandatario de la voluntad del César, y en caso necesario reclamaría, en favor del joven patricio, la ayuda de los vigilantes contra la chusma callejera; de este modo se ganaría nuevos favores.

En el fondo estaba convencido de que era una insensatez lo que Vinicio hacía; pero dada la fuerza extraordinaria de Crotón, creía posible el éxito. Si se presentaba algún peligro, el tribuno se encargaría de llevar a la joven y Crotón les cubriría el camino. Pero el tiempo se le hacía largo; estaba inquieto por el silencio que reinaba en aquel vestíbulo que contemplaba desde cierta distancia.

«Si no dan con su escondite y hacen ruido, ella escapará».

No le parecía desagradable aquella alternativa, porque en tal caso él volvería a ser necesario a Vinicio y le sacaría muchos más sestercios.

«Hagan lo que hagan —se decía—, están trabajando para mí sin saberlo… ¡Dioses! ¡Dioses!, permitidme tan sólo…».

Se calló. Alguien asomaba por el vestíbulo. Se pegó contra la pared y conteniendo el aliento miró.

No se engañaba: desde el corredor, una cabeza, asomándose, había explorado los alrededores.

«Es Vinicio o Crotón —pensó Quilón—; pero si tiene a la joven, ¿por qué no grita? ¿Y qué necesidad tienen de vigilar la calle? De todos modos han de encontrar gente desde aquí a las Carenas, porque antes de que lleguen la ciudad se habrá despertado. ¿Qué pasa? ¡Por todos los dioses inmortales!…».

De pronto sus escasos cabellos se erizaron.

En la puerta acababa de aparecer Urso, con el cuerpo inerte de Crotón sobre los hombros; tras haber mirado una vez más a todos los lados, siguió su camino hacia el río.

Quilón se pegó a la muralla como una paletada de yeso.

«¡Si me soy hombre muerto!», pensó.

Pero Urso pasó corriendo a su lado y desapareció tras la casa siguiente.

Sin aguardar más y castañeteándole los dientes, Quilón se zafó por una callejuela vecina a una velocidad que hubiera asombrado incluso en un joven.

«Si me ve cuando vuelva, me cogerá y me matará —se decía—. ¡Ayúdame. Zeus! ¡Ayúdame, Apolo! ¡Ayúdame, Hermes! ¡Ayúdame, Dios de los cristianos! ¡Abandonaré Roma, me iré a Mesembria, pero libradme de las manos de ese demonio!».

En ese momento, aquel ligio que había matado a Crotón le parecía realmente un ser sobrenatural. Mientras corría pensaba que era sin duda un dios que había encarnado en un bárbaro. Ahora creía en todas las divinidades del mundo, en todos los mitos de que solía burlarse. También se le ocurrió que Crotón tal vez hubiera sido muerto por el Dios de los cristianos, y sus cabellos se erizaron de nuevo en su cráneo al pensar que había tenido la audacia de cruzarse en el camino de una potencia semejante.

No se tranquilizó hasta haber atravesado varias callejas y ver a los obreros que caminaban hacia él. Sin aliento, se sentó en el umbral de una casa y se secó el sudor de su frente con el faldón de su manto.

—Soy viejo y necesito tranquilidad —dijo.

Las gentes que iban hacia él habían girado en una calleja adyacente y estaba solo de nuevo. La ciudad todavía dormitaba. Por la mañana el movimiento comenzaba temprano en los barrios ricos, donde los esclavos de las grandes casas tenían que levantarse antes del alba, mientras que en los barrios en que vivían las gentes libres, alimentadas a costa del Estado, y por tanto ociosas, no se despertaban hasta tarde, sobre todo en invierno.

Tras haber pasado algún tiempo en el umbral de la casa, Quilón sintió frío; se levantó, se aseguró de que no había perdido la bolsa que le había dado Vinicio y con un paso ya más lento se dirigió hacia el río.

«Quizá pueda ver en alguna parte el cuerpo de Crotón —se decía—. ¡Grandes dioses! Si ese ligio es un hombre, en un solo año podría ganar millones de sestercios, porque si ha estrangulado a Crotón como si fuera un perrillo, ¿quién se le resistiría? Cada vez que apareciese en la arena le darían su peso en oro. Guarda mejor a la muchacha que Cerbero el infierno. Pero ¡que los infiernos se lo traguen! No quiero saber nada más de él. ¡Tiene los huesos demasiado duros! ¿Qué hacer ahora? Vaya aventura más terrible… Si ha roto los huesos de un hombre como Crotón, debo creer que el alma de Vinicio yace allá, en esa casa maldita, a la espera de los funerales. ¡Por Cástor! Sin embargo es un patricio, un amigo del César, un pariente de Petronio, un hombre conocido en toda Roma y un tribuno militar. Su muerte no quedará impune… ¿Y si yo acudiera al campo de los pretorianos, o me dirigiese a los vigilantes?».

Después de meditar, prosiguió:

«¡Pobre de mí! ¿Quién sino yo le ha llevado a esa casa? Sus libertos y sus esclavos no ignoran que yo venía con él, algunos saben incluso el motivo. ¿Qué ocurrirá si sospechan que yo le indiqué la casa donde ha encontrado la muerte? Si, más tarde, delante de los jueces, se supiera que ha sido sin querer, no por eso dejarían de decir que yo fui la causa de todo. Porque es un patricio. No importa cómo, pero he de evitar el castigo. Y si saliese a escondidas de Roma para irme lejos, mi fuga no haría sino confirmar las sospechas».

Hiciera lo que hiciese, las cosas se presentaban mal. Se trataba sólo de escoger el mal menor. Por grande que fuera Roma, Quilón comprendió que en la ciudad podría encontrarse en apuros. Otro hubiera podido presentarse ante el prefecto de los vigilantes para contarle lo que había pasado y, a pesar de las sospechas, esperar tranquilamente los resultados de la investigación; pero el pasado de Quilón era tal que cualquier trato íntimo con el prefecto de la ciudad o el de los vigilantes podía crearle bastantes preocupaciones, y al mismo tiempo no conduciría sino a aumentar las sospechas que podrían nacer en el espíritu de aquellos magistrados.

Por otro lado, huir era confirmar a Petronio en la sospecha de que Vinicio había perecido tras caer en una trampa. Y Petronio era un personaje importante, que podía disponer de la policía de todo el imperio, y no dejaría de acosar a los culpables hasta los confines del mundo. Quilón sin embargo se preguntó si no valía más ir directamente en su busca y contarle todo. ¡Sí!, era lo mejor. Petronio era un hombre sereno y Quilón podía estar seguro de que lo escucharía hasta el final. Como estaba al corriente del asunto desde el principio, creería, con mayor facilidad que los magistrados, en su inocencia.

Pero antes de buscar a Petronio había que saber exactamente lo que había ocurrido con Vinicio, y Quilón lo ignoraba. Cierto que había visto al ligio llevar hacia el río el cuerpo de Crotón; nada más. Era posible que Vinicio estuviera muerto, pero también que sólo estuviera herido o cautivo. Y Quilón pensó entonces que los cristianos no se atreverían a matar a un personaje tan poderoso, un augustano, alto personaje militar, por temor a que tal hecho atrajera sobre ellos una persecución general. Lo más seguro es que lo hubieran retenido por la fuerza para dar tiempo a Ligia a esconderse en otra parte.

Este pensamiento devolvió algunos ánimos a Quilón.

«Si el dragón ligio no lo ha reducido a migajas en el primer arrebato, vive, podrá testimoniar por sí mismo que yo no le he traicionado, y entonces, no sólo no tendré nada que temer, sino que… (¡Oh, Kermes!, de nuevo puedes contar con las dos terneras)… ante mí se abre un nuevo campo. Puedo avisar a uno de los libertos del lugar en que está su amo; y que él vaya o deje de ir al prefecto, es cosa suya, con tal de que no vaya yo… Pero acudiendo a Petronio puedo conseguir otra recompensa… He encontrado a Ligia, ahora puedo buscar a Vinicio, luego volveré a buscar a Ligia… Ante todo tengo que saber si está vivo o muerto».

Pensó ir de noche a casa del panadero Demas para informarse sobre Urso. Pero pronto abandonó esta idea. Prefería no tener que volver a tratar con Urso. Si Urso no había matado a Glauco, es que alguno de sus superiores cristianos, al que había confesado su proyecto, le habría demostrado que era un asunto turbio, maquinado por algún traidor. Por otra parte, nada más pensar en Urso, Quilón sentía un estremecimiento por todo el cuerpo. Decidió enviar aquella noche a Euricio en busca de noticias a la casa misma en que habían ocurrido los acontecimientos. Mientras tanto, tenía que reponerse, tomar un baño y sobre todo descansar. Aquella noche sin dormir, el viaje al Ostriano y su fuga del Transtíber le habían agotado por completo.

En última instancia había una cosa que le alegraba: que tenía encima las dos bolsas: la que Vinicio le había dado antes de su partida, y otra que le había lanzado al volver del cementerio. Dada esta favorable circunstancia, y también todas las emociones que había sufrido, decidió comer más abundantemente que de costumbre y sobre todo beber un vino mejor.

Por eso, en cuanto se abrieron los figones, puso en práctica su proyecto, tan a conciencia, que se olvidó del baño.

Necesitaba ante todo dormir; estaba tan cansado por no haberlo hecho que vacilaba al volver a su alojamiento de Suburra, donde le esperaba la esclava comprada con el dinero de Vinicio.

Nada más entrar en su cubículo, negro como la cueva de un zorro, se arrojó sobre la cama y se quedó dormido. No se despertó hasta la noche; o mejor, fue despertado por su esclava, que le conminaba a levantarse porque alguien le llamaba para un asunto urgente.

Al cauteloso Quilón se le pasó la borrachera en un momento. Se puso deprisa un manto con capucha sobre los hombros y, ordenando a su esclava que se apartase, miró con precaución fuera.

El terror lo dejó petrificado: en la puerta del cubículo se erguía la silueta gigantesca de Urso.

Al verlo, sintió que primero sus piernas y luego su cabeza se enfriaban como el hielo, su corazón dejó de latir y millares de hormigas empezaron a correr por su espalda… Durante algunos instantes, dijo, o mejor gimió:

—¡Sira!, no estoy… no conozco… a este… buen hombre.

—Ya le he dicho que estabas y que dormías, señor —respondió la muchacha—, y ha mandado que te despertase.

—¡Oh, dioses!… Te haré…

Pero Urso, impaciente sin duda por la tardanza, se acercó a la puerta del cubículo e, inclinándose, asomó la cabeza.

—¡Quilón Quilónides! —llamó.

— —respondió Quilón—. ¡Oh, tú, el mejor de los cristianos! Sí, soy Quilón, pero hay un error… ¡No te conozco!

—Quilón Quilónides —repitió Urso—, tu amo Vinicio te reclama y te ordena que me sigas hasta él.

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